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—Mensaje desde el Tepes, ciudadano almirante.

Lester Tourville levantó una mano al escuchar el anuncio del ciudadano teniente Fraiser para interrumpir su conversación con el ciudadano capitán Bogdanovich y Everard Honeker y, acto seguido, se giró hacia el oficial de comunicaciones.

—¿Qué dice, Harrison? —Su voz estaba desprovista de cualquier tipo de emoción, si bien su absoluta neutralidad parecía un modo de canalizar su tensión, porque el Conde Tilly estaba a seiscientas noventa horas de Barnett, con la caldera G3 de Cerberus B veinticuatro minutos luz por delante de ella.

—El Tepes va a proseguir su curso hasta una órbita de estacionamiento alrededor de Hades, pero nosotros tendremos que situarnos en órbita alrededor de Cerberus B-3, ciudadano almirante —respondió Fraiser con respeto antes de hacer una pausa y carraspear levemente—. Hay un añadido personal de la ciudadana del Comité Ransom —agregó—. Dice que tú, el ciudadano comisario Honeker, el ciudadano capitán Bogdanovich y la ciudadana comandante Foraker deben informar de su posición una vez lleguen a Hades en pinaza a las 9.00 hora local, mañana.

—¡Qué bien! —bramó Bogdanovich ante el disgusto generalizado y patente de todos los miembros del personal de Tourville. En primera instancia se les había dado la orden de acompañar al Tepes hasta Hades, así que un cambio así de abrupto y tan tardío les pareció a todos casi tan incompetente como insultante—. No quieren que ninguna nave de la Armada se acerque a su preciada prisión —prosiguió Bogdanovich—. ¡Seguro que se piensan que vamos a abrir fuego o algo, joder!

La voz atronadora del jefe de personal encerraba un odio descarado que no se habría permitido mostrar bajo ningún concepto un mes antes. Aquellas palabras restallaron como un látigo, pero Honeker ni siquiera pestañeó. Había tenido tiempo de sobra durante el viaje como para darse cuenta de que estaba tan sentenciado como Tourville y sus oficiales. Suponía que la culpa era de Tourville, pero no podía echársela. Se había metido de lleno con pleno conocimiento de causa y seguía convencido de que el oficial de la Armada estaba en lo cierto. La decisión de Cordelia Ransom de asesinar legalmente a Honor Harrington iba a ser un desastre para todos, no solo para la gente que había intentado evitarlo. La Liga Solariana se iba a enfadar casi tanto como los mantis y sus aliados, lo cual acarrearía unas consecuencias demoledoras para la transferencia de tecnología de la Liga a la RPH, y un buen puñado de miembros del propio ejército de la República iban a renegar de aquel asunto y se iban a sentir avergonzados por él, tal y como Tourville había predicho. Y al margen de todas las consideraciones pragmáticas que hacían que la ejecución fuese un acto de locura, tratar de mantener a Harrington con vida había sido lo correcto desde un punto de vista moral, también.

No, por más que lamentase (y temiese) las consecuencias, Honeker no podía echarle la culpa a Tourville por hacer el esfuerzo o por reclutar su propio apoyo tácito. Y aquello había producido un efecto extraño en Everard Honeker. Se había subido a bordo del Conde Tilly y antes de aquello a bordo del antiguo buque insignia de Tourville, el Rash alDin, para espiarlo a instancias de SegEst y del Comité de Seguridad Pública y, a pesar de que había llegado a apreciar a aquel contraalmirante luchador y elocuente, nunca había perdido de vista que era el vigilante de Tourville. Que siempre debía existir una línea de separación, algo que los mantuviera a cada uno a un lado y que le permitiera estar al acecho constantemente de cualquier signo que inspirase desconfianza en el ciudadano contraalmirante.

Pero la línea se había esfumado a estas alturas. Tal vez era solo porque Honeker sabía que los habían sentenciado a los dos, pero aun así seguía siendo un alivio de dimensiones descomunales. En parte, él sabía que aquello se debía a que no tenía que seguir mintiendo (a los demás o a él mismo) para justificar actos que siempre había sabido muy en su interior que eran injustificables. Al traicionarlo y condenarlo por intentar cumplir con su deber, por más estúpido que este hubiera resultado, el sistema lo había liberado finalmente de sus ataduras para con él, y ahora se daba cuenta de que gente que no era «de fiar», como Lester Tourville y su personal, eran bastantes mejores paladines de la causa para la que una vez creyó que servía el Comité que lo que gente como Cordelia Ransom podría serlo nunca.

Ajeno a los pensamientos que se escondían detrás del silencio de su comisario popular, Tourville se limitó a asentir con la cabeza en dirección a Bogdanovich, porque obviamente el ciudadano capitán se encontraba en lo cierto. Todo el Sistema Cerberus era un homenaje monumental a la paranoia institucional de los servicios de seguridad de la RPH, pretéritos y actuales por igual. Sus coordenadas ni siquiera figuraban en la base de datos astrográfica del Conde Tilly, porque la existencia misma del sistema, por no hablar ya de su ubicación, había estado clasificada por la Oficina de Seguridad Interna cuando el antiguo régimen autorizó en primera instancia la construcción de Camp Charon.

Incluso hoy, o quizá sobre todo hoy, ese era un secreto guardado a ultranza que solo conocía SegEst. El hecho de que nadie más tuviera ni la más remota idea de dónde se encontraba no era más que la primera capa de lo en serio que se tomaban su defensa.

En todos sus años de servicio, Tourville rara vez había visto defensas orbitales tan abrumadoras como las que rodeaban Hades (también conocido como Cerberus B-2) y sus tres lunas, todas ellas de gran tamaño. Los datos al respecto a los que tenía acceso el Conde Tilly estaban bastante limitados, pero el ciudadano capitán Vladovich le había dado un resumen incompleto cuando se decidió que la nave acompañaría al Tepes por aquel camino. No le había quedado más remedio porque el sistema de aquel planeta lunar estaba asediado por fuego de artillería que hubiera reducido a cenizas a cualquier nave que hiciera un movimiento en falso. Pese a todo, un vistazo superficial a la información que les había proporcionado Vladovich había bastado para poner de manifiesto que la desconfianza crónica de SegEst había producido un engendro defensivo tan extraño que no se lo podrían haber imaginado ni Tourville ni ningún miembro de su tripulación.

No había ni una fortaleza tripulada en todo aquel sistema estelar. Montones de minas (viejas armas nucleares «de contacto», diseñadas para eliminar pequeñas embarcaciones y boyas láser pensadas para atacar NLA y naves espaciales, ambas suficientemente gruesas como para pensar en traspasarlas) rodeaban el planeta y sus lunas, aderezadas con plataformas de energía más sofisticadas y modernas, por si acaso. Tourville sospechaba que había misiles de tierra sobre la superficie del planeta como poco y tal vez también sobre las lunas. En conjunto, Hades debía tener potencia bruta de combate suficiente como para equipararse a un escuadrón entero de superacorazados… pero todas aquellas armas se manejaban por control remoto desde Camp Charon. Ni siquiera había una estación orbital de carga. Todo en un radio de un generoso minuto luz hasta el planeta estaba cubierto por cantidades ingentes de artillería, pero no se había tolerado la presencia orbital tripulada permanente de ninguna clase y Tourville se preguntaba a qué se debía aquello.

Sin lugar a dudas, los campos de minas y las plataformas de energía eran más baratos que los sistemas tripulados y, como no estaban tripulados, no había necesidad alguna de encontrar personal para poblarlos. Claro que «barato» era un término absolutamente relativo cuando se hablaba de defensas de este calado, pero lo que se ahorraba en términos absolutamente relativos también contaba. Eso sí lo podía entender, lo mismo que podía entender que la decisión de SegEst (como la de Seguridad Interna) de ocultarle la ubicación de aquel lugar a sus propios militares implicaba que no podían contar con personal armado para nutrir sus defensas. ¡Pero sí que podían haber reunido suficiente personal de entre sus propios hombres como para poblar una estación de carga! Aquello habría simplificado tremendamente el traslado de mercancías (y prisioneros) desde la órbita hasta la superficie, así que ¿por qué no lo habían hecho? ¿Eran tan paranoicos que no se fiaban de nadie, ni siquiera de los suyos, aunque estuviesen orbitando por encima de ellos?

Tourville no tenía la respuesta y dudaba que la fuera a tener nunca. Tampoco entendía por qué les preocupaban las defensas orbitales en cualquier caso. Si no iban a permitir que la Armada supiera dónde estaba el sistema, entonces todas aquellas minas y plataformas de control remoto de energía que había en la galaxia eran, en última instancia, inútiles, porque un planeta tenía una desventaja táctica enorme: no se podía esconder. Un atacante siempre iba a saber exactamente dónde estaba y eso implicaba que un solo crucero de batalla (probablemente hasta un crucero pesado) podía borrar del mapa todas las armas que orbitaban en torno a Hades con solo cabezas nucleares de viejo cuño lanzadas en trayectorias puramente balísticas desde más allá del alcance de las defensas. Unas cuantas detonaciones de cincuenta o sesenta megatones se llevarían por delante aquella red de minas interconectadas y ni siquiera con medidas para modernizar aquella instalación se podría evitar un colapso, cuando menos, temporal de las plataformas espaciales que lograran sobrevivir a la destrucción pura y dura. Tourville suponía que los misiles terrestres de la superficie del planeta y de sus lunas (si es que, en realidad, había alguno) sobrevivirían a un ataque así, pero cualquier planificador defensivo sabía que los sistemas puramente orbitales (incluso cuando se trataba de fortalezas propiamente dichas con laterales reforzados) no tenían posibilidades cuando se enfrentaban a atacantes móviles.

La única explicación que se le ocurrió es que quienquiera que hubiera ordenado aquel gasto inmenso y a fondo perdido para organizar aquel sistema para contrarrestar ataques, no se había preocupado de consultar a un planificador defensivo medianamente competente. Y bueno, el caso es que aquello tenía su lógica, ¿no? Si no se fiaban de su propio personal militar como para llegar al punto de negarse incluso a decirles que existía una prisión, por no hablar ya de dónde estaba, no fuera a ser que decidieran atacarla por alguna razón inimaginable, era altamente improbable que fueran a consultarle a esa misma gente sobre cómo podían fortificarla contra ellos mismos, ¿no?

Pero fuera cual fuera la lógica que estuviese detrás de aquellos emplazamientos, Yuri tenía razón: los paranoicos que los habían elegido nunca iban a permitir el acceso de ningún buque de guerra tripulado por nadie que no fuera su propia gente, e incluso esos solo se acercarían a Hades lo estrictamente necesario. Y estacionar al Conde Tilly alrededor de Cerberus B-3 lo dejaría a diecisiete minutos luz de aquella prisión planetaria, lo cual condenaría a Tourville, Honeker, Bogdanovich y Foraker a permanecer a una distancia de tres horas en pinaza. Bueno, al menos el Tilly también estaría bastante lejos del radio de sus defensas. Con su actual estado de ánimo, para Lester Tourville aquello era un gran logro.

—Muy bien —le dijo finalmente a Fraiser—. Supongo que el ciudadano capitán Hewitt ya dispone de esa información. —Fraiser asintió con la cabeza y Tourville se encogió de hombros—. En ese caso, haga saber a la ciudadana del Comité Ransom que su mensaje ha sido recibido.

A nadie en todo el puente de mando se le escapaba el hecho de que Tourville no le había dicho a Fraiser que aceptara el mensaje de Ransom, pues confirmar sus órdenes supondría inmediatamente obedecerlas. Tampoco se les escapó a ninguno, ni siquiera a Honeker que, según las rutinas militares, un acuse de recibo tan seco era, en realidad, una manera nada velada de insultar al emisor del mensaje original. Era posible que Ransom no se diese cuenta, pero, francamente, a Tourville ya no le importaba de qué se daba o de qué no se daba cuenta Cordelia Ransom.

El vector del Conde Tilly se fue separando gradualmente del Tepes y Tourville observó cómo el pequeño punto brillante de Cerberus B-3 se iba haciendo más grande en la pantalla principal.

* * *

Horace Harkness se desperezó al escuchar el pitido del reloj de pulsera que guardaba bajo su almohada. Se lo había quitado de la muñeca y lo había metido debajo de la almohada para evitar que su sonido despertase a alguien más, así que cuando volvió a sonar, Harkness no pudo evitar blasfemar en silencio. No había conseguido pegar ojo en toda la noche, aunque nadie lo habría pensado con solo mirarlo, o eso esperaba él, al menos. De hecho, si había puesto la alarma era porque era la única manera que se le ocurría para no estar mirando compulsivamente la hora cada cinco minutos. Harkness creyó estar seguro de que la almohada silenciaría su sonido completamente, pero ahora incluso cuando ya lo había apagado, su voz callada parecía reverberar en aquel oscuro compartimento como si fuera un verdadero trueno.

Aquello estaba exclusivamente en su cabeza, se dijo con firmeza para sus adentros… aunque su pulso no pareció muy intimidado por aquella firmeza. Y era así porque el pitido le indicaba que era la hora de poner su plan en marcha. Bueno, eso y el hecho de darse cuenta de las ínfimas posibilidades que tenía de que saliera bien. Por desgracia, era el único que se le había ocurrido, lo cual no lo dejaba con muchas opciones.

El reloj volvió a pitar y Harkness metió la mano a toda prisa bajo la almohada para silenciarlo. Respiró hondo, se mojó los labios y se empezó a incorporar sobre la litera.

Con las piernas colgando en el lateral de la cama, se fue levantando muy lentamente, con los pies descalzos y silenciosos sobre la cubierta. La respiración lenta y profunda de Heinrich Johnson y los ronquidos nasales de Hugh Candleman no cesaban y Harkness apretó los dientes. Esta era la parte del plan que menos le gustaba, pero no tenía alternativa, así que se deslizó por la cubierta como un fantasma. El débil resplandor de la luz nocturna que Candleman insistía en dejar proporcionaba una iluminación tenue al compartimento que le permitía ver hacia dónde se dirigía mientras avanzaba silenciosamente hacia la litera de Johnson. Al llegar a la altura de su cabeza, hizo una pausa, respirando hondo y en silencio, y después atacó.

Con la mano izquierda cogió a Johnson por el mentón y lo levantó de sopetón, colocando la nuca del guardia de SegEst en un escorzo contra la almohada y dejándole el cuello arqueado. El cabo abrió los ojos, sin ser capaz de enfocar correctamente y en medio de la confusión, pero ni siquiera se daba cuenta de que estuviera despierto, ni mucho menos de lo que estaba ocurriendo, cuando Harkness bajó la mano derecha como si fuera un hacha. Johnson empezó a intentar respirar, pero aunque hubiese tratado gritar no se le habría escuchado nada porque tenía la laringe hecha pedazos. Acto seguido se empezó a dar golpes y a moverse bruscamente mientras peleaba con todas sus fuerzas por conseguir un aliento que nunca llegaría. A esas alturas, Harkness ya se había marchado. Heinrich Johnson era ya un hombre muerto, solo que él aún no se había dado cuenta, y Harkness todavía tenía que ocuparse de Candleman.

El segundo guardia de SegEst emitió como un ronquido y se removió en la cama sumido en sueños. Con todo lo violenta que había sido, la agonía de Johnson no se había escuchado mucho y Candleman no había tenido la oportunidad de percatarse de dónde podían proceder aquellos sonidos ásperos y ahogados que lo habían molestado en sueños. El guardia que quedaba seguía transitando perezosamente hacia el umbral del desvelo cuando dos manos encallecidas se encajaron en su cabeza y giraron explosivamente. Por un momento pareció como si aquel horrible crujido de vértebras hubiera podido sepultar completamente los sonidos que emitía Johnson en sus desesperados esfuerzos por respirar, que poco a poco se iban desvaneciendo. Después, esos sonidos murieron también y Horace Harkness se quedó de pie en medio de la oscuridad, con los ojos cerrados, y entre escalofríos de asco.

No era la primera vez que mataba a alguien, pero sí que era la primera vez que había matado a alguien que había llegado a conocer de verdad y también era la primera vez que lo hacía con las manos, no con misiles o explosiones de energía. Sin duda, era algo diferente. Se sentía sucio, porque ni Johnson ni Candleman habían llegado a sospechar lo que se les venía encima. Pero de eso se trataba. No podía permitirse que lo sospecharan, así que se había convertido en su compañero, su buen amigo y colega, el traidor de los mantis. Solo así había conseguido asesinarlos mientras dormían.

Harkness apretó los puños contra ambos costados y se quedó de pie sin mover un músculo, excepción hecha de los escalofríos que no podía evitar. Pero entonces se le ensancharon las fosas nasales y volvió a abrir los ojos. Ya había tenido que pasar por aquello cuando lo planeó todo y era consciente de lo que había. No tenía alternativa y lo sabía, y por más agradables que pudieran haber sido Johnson y Candleman entre cervezas y mientras planeaban su siguiente timo, no dejaban de ser matones de SegEst.

Dios sabe cuánta gente habrían ayudado a torturar o a matar. Pensar aquello podía ser un intento de poner su conciencia a salvo, pero no por ello era menos cierto, reflexionó mientras dejaba atrás a los muertos y se volvía hacia sus taquillas.

Las dos estaban cerradas, pero Horace Harkness había abierto unas cuantas que no eran suyas durante su carrera. Además contaba con la ventaja de que había visto cómo las abrían sus propietarios decenas de veces. Introdujo las claves rápidamente y su boca esbozó una sonrisa hambrienta al ver que las luces internas de las taquillas hacían refulgir las armas de sus vigilantes muertos.

Se puso el cinturón de Johnson alrededor de la cadera antes de coger la pistola de pulsos para revisarlo. El cargador y el condensador estaban al máximo de su capacidad y con las manos revisó rápidamente los bolsillos del cinturón para confirmar la presencia de cargadores de repuesto. Después metió la casaca del uniforme de uno de los dos cabos y un par de pantalones en una bolsa de lavandería y se giró hacia la taquilla de Candleman. Realizó el mismo examen que había ejecutado previamente con la otra y se colgó el segundo cinturón de armas en diagonal, desde el hombro derecho a la cadera izquierda, como si fuera una bandolera. Finalmente cerró las taquillas, cogió entre los brazos el miniordenador que había usado para piratear los juegos y lo enchufó a la ranura de acceso que había en la pared del compartimento.

Después accedió con la contraseña de Johnson. Si a los ordenadores les importaran aquellas cosas, el del Tepes se habría quedado sorprendido por el salto cuántico que habían experimentado las habilidades de programación del ciudadano cabo Heinrich Johnson, NS SE-1002-56722-0531-HV. Pero a los ordenadores aquello les daba igual y Harkness se coló rápidamente por las rutas que había ido creando mientras Johnson y Candleman pensaban que estaba amañando los resultados de unos juegos para favorecerlos.

No se había atrevido a hacer cambios de importancia en el sistema principal, no fuera a ser que alguno de los oficiales con cierta formación informática fuera a toparse con aquello, pero eso tampoco le había impedido ir programando los cambios por adelantado en el miniordenador. Claro que intentar activar todos los paquetes cuando debían y en el orden que debían iba a ser un pequeño problema, pero esperaba haber tomado las suficientes precauciones al respecto. Había también un aspecto de programación que se había visto obligado a cambiar antes de tiempo. Según lo revisaba, emitió un gruñido de satisfacción: se había activado hacía dieciocho minutos y veintiún segundos, justo como se le había indicado, y Harkness sonrió al comprobarlo. Seguía habiendo un millar de cosas que podían salir mal, pero aquella era la parte que más le había preocupado hasta entonces. Ahora tenía que hacer lo segundo más peligroso, pensó mientras ejecutaba un comando.

Hasta donde sabía el resto de la tripulación a bordo del Tepes, allí no había ocurrido nada, pero Harkness y su miniordenador tenían más información. Entre medias de las entrañas electrónicas del crucero de batalla había media docena de programas que habían cambiado abruptamente porque Harkness había escrito encima de las versiones antiguas otras que él mismo había modificado después de descargarse las originales en su miniordenador. En la mayoría de los casos, las modificaciones eran sutiles, en otras no tanto, pero todos los cambios se habían realizado días o incluso semanas antes.

A pesar del tamaño de algunos de los programas y de los grupos de programas involucrados en la operación, las sustituciones se fueron realizando a una velocidad que hubiera resultado inconcebible para cualquiera que hubiera vivido en los tiempos de los chips y los circuitos impresos. Harkness solo se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración al exhalar de puro alivio nada más ver el mensaje de la confirmación de la ejecución de los comandos parpadear en el monitor. Después cerró la sesión, desconectó el miniordenador de la ranura, se lo metió en el bolsillo, se echó al hombro la bolsa de lavandería con el uniforme de Johnson y caminó a toda prisa hacia el final del compartimento. La rejilla de ventilación iba a ser otro trago difícil, pero aquella era la menor de sus preocupaciones en aquel momento.

* * *

Warner Caslet cuadró los hombros y se puso firme en cuanto el ascensor se detuvo y las puertas se fueron deslizando hasta abrirse por completo. Las últimas cuatro semanas habían sido peores de lo que se había esperado, no tanto por que no hubiera habido nada agradable que llevarse a la boca, sino por su absoluta impotencia. Sabía exactamente lo que le iba a pasar a Honor Harrington y a su gente, y no podía hacer nada al respecto excepto lo que Cordelia Ransom tuviera pensado hacer con él. Cuando lo pensaba un poco, le sorprendía ligeramente que a Ransom le hubiera bastado dejar a su «enlace militar» solo con los prisioneros durante tanto tiempo, aunque aquello podía deberse a que había subestimado su inteligencia. Tal vez sencillamente ella se había dado cuenta de que cuanto más pendiese la espada de Damocles sobre la cabeza de él, más daño le haría cuando la dejara caer y constatara que las esperanzas que se hubiera permitido albergar eran pura ilusión.

Aparte de eso, el Tepes estaba a punto de cruzar el perímetro de los satélites que protegían al planeta Hades. De hecho, estaba a poco más de media hora de la órbita de estacionamiento, aunque se suponía que él no debía poseer tal información. Caslet no entendía muy bien qué sentido tenía tratar de ocultárselo, a no ser que formara sencillamente parte de la obsesión de SegEst de guardárselo todo para sí. En cualquier caso, no había sido muy difícil descubrirlo. Y como sabía qué estaba a punto de suceder, había decidido visitar de nuevo a Alistair McKeon y a Andreas Venizelos.

No debía hacerlo, por supuesto. Si se le había subido a bordo era específicamente para asumir oficialmente la responsabilidad por el estado en el que se encontraran los prisioneros, pero buscar deliberadamente cualquier contacto adicional con ellos no hacía más que minar aún más las, ya de por sí, escasísimas opciones de supervivencia que pudieran quedarle. Él lo sabía, pero tampoco podía evitarlo.

A pesar de su estatus oficial, no había sido capaz de que le dieran acceso a lady Harrington porque, al fin y al cabo, no era un prisionero militar… oficialmente. Su único intento por conseguir un informe sobre el estado en el que se encontrara había sido rechazado tan salvajemente que no se había atrevido a insistir más. Lo que sí había podido era acceder prácticamente a voluntad a los prisioneros de guerra que seguían siendo considerados militares. Tal vez aquello se debía a que no había pedido permiso, simplemente se había aprovechado de su rango y de sus obligaciones en calidad de «enlace» para traspasar la barrera del teniente de SegEst que estaba al cargo de ellos.

Lo cierto es que no esperaba salirse con la suya así sin más, pero al parecer el teniente no había informado a los mandos superiores de sus visitas; a no ser, claro, que las autoridades superiores hubieran decidido darle cuerda para usar las cámaras de seguridad y así poder obtener una prueba de su felonía. Al fin y al cabo, ¿qué razón legítima podía esgrimir un oficial de la RPH para codearse con enemigos del pueblo capturados más allá de lo que exigiesen estrictamente sus responsabilidades oficiales?

No había duda de que los chips HD iban a ser muy útiles en su juicio… suponiendo que a alguien se tomara la molestia de concederle uno.

Después de salir del ascensor, Caslet asintió cortésmente con la cabeza a los cuatro guardias de la mesa de seguridad que había a mitad de camino del pasillo. Los guardias de SegEst levantaron la vista alarmados, se tensaron y escondieron las tazas de café que se suponía no debían estar bebiendo, aunque en cuanto vieron que solo era Caslet se relajaron. Independientemente de lo que la rumorología vaticinase sobre su futuro, no era más que un oficial de la Armada, así que el sargento encargado de la vigilancia les hizo una indicación a los demás para quedarse donde estaban mientras él se acercaba por el pasillo para recibir al visitante.

—¿Qué puedo hacer por usted, ciudadano comandante? —le preguntó sin molestarse en saludar siquiera.

—Me gustaría hablar con los prisioneros de más rango, ciudadano sargento Innis —repuso Caslet, ante lo que el guardia se encogió de hombros.

—Me tiene sin cuidado —gruñó él mientras hacía un gesto con un brazo para que se acercara uno de los otros tres mientras Caslet daba media vuelta para dirigirse hacia la escotilla, que estaba cerrada con llave. La mujer que estaba detrás de aquel escritorio respondió con un gesto, desenfundó una pistola de dardos y se situó un par de metros por detrás, cubriendo la escotilla. Solo entonces introdujo el sargento la combinación que abría la puerta.

—¡En pie, mantis! —vociferó el sargento por la escotilla recién abierta—. Tenéis visita.

La luz inundó el compartimento al abrirse la escotilla y Caslet sintió una punzada de culpabilidad al ver a aquellos hombres adormilados incorporarse en sus literas. Era noche cerrada según los relojes del Tepes, pero si se hubiera esperado hasta el amanecer, se habrían ido antes de que pudiera verlos.

Caslet asintió con la cabeza en dirección al sargento una vez más y se introdujo en el compartimento para que Innis pudiera cerrar una vez que estuviera dentro. Los bostezos se convirtieron en quietud a medida que los ojos de los prisioneros de guerra fueron sustituyendo la somnolencia por la tensión de las especulaciones, aunque Caslet se limitó a quedarse allí de pie, con las manos entrelazadas a su espalda, a la espera de que acabaran de desperezarse.

La primera vez que había acudido a visitar a aquellos hombres, su recibimiento había sido frío. No les había culpado por ello. De hecho, había esperado que fuera peor aún, pero eso se debía solo a que no sabía que el «coronel» LaFollet estaba en aquel mismo compartimento. El hombre de armas de lady Harrington lo había reconocido y se lo había presentado al resto de sus compañeros, y a juzgar por el modo en que lo había hecho se podía adivinar que aquel repo era diferente. Por aquel entonces, Caslet ya había trabado una pequeña amistad con McKeon. Venizelos seguía estando más suspicaz pero, al igual que McKeon (y sobre todo, LaFollet y Montoya), también le estaba agradecido a Caslet por sus esfuerzos para conseguir suministros médicos adicionales para Nimitz, así que cualquier hostilidad quedaba en el terreno de lo velado.

Los pensamientos sobre el gato llevaron a Caslet por el compartimento hasta la litera de LaFollet, y el corazón le dio un vuelco con una sensación de incomodidad que le resultaba familiar al comprobar que Nimitz hacía esfuerzos por elevar su pata de entre el nido de mantas para saludarlo. Los huesos de los ramafelinos soldaban más rápido que los de los humanos, pero nadie de la tripulación del Tepes había mostrado interés alguno por proporcionarle a Montoya las herramientas que habría necesitado para tratar las lesiones de Nimitz convenientemente. El gato había recuperado gran parte de su fuerza, pero su brazo y hombro centrales, que habían quedado hechos añicos después del ataque, estaban aún convalecientes, tratando de «curarse» aún en las posiciones aproximadas en las que Montoya había podido buenamente recolocarlos. La lesión lo había despojado de su habitual elegancia y fluida movilidad, y daba pena contemplar el dolor que asomaba en sus ojos y sus orejas medio caídas al intentar desplazarse, pero el gato se negaba a dejar que la autocompasión lo acabase gobernando. Por eso se obligó a ponerse prácticamente en su posición natural, con una ligera desviación hacia la derecha porque la parte que tenía convaleciente amenazaba con quebrar su equilibrio, y esbozó un saludo de bienvenida en dirección a Caslet.

El hecho de que a Nimitz le cayese bien y se fiara de él había sido realmente el elemento decisivo para que los prisioneros humanos lo aceptaran, y Caslet lo sabía, y por eso le extendió suavemente la mano por encima de la cabeza y después se giró hacia McKeon.

—Lamento despertarlo, capitán —musitó—, pero pensé que debería saber que entraremos en la órbita de Hades dentro de cuarenta minutos. —McKeon se agarrotó y Caslet notó que la misma ola de tensión se extendía por el compartimento—. La hora de a bordo no está sincronizada del todo con la hora local —prosiguió—, pero llegaremos a Camp Charon dentro de unas dos horas y será entonces cuando los bajen. Yo… creí que querría saberlo.

* * *

Harkness dobló una última esquina y se detuvo, con un nudo en el estómago todavía.

Sacó el miniordenador y la ventana móvil del dispositivo se centró en una parte concreta del sistema de ventilación y mantenimiento que había copiado del subsistema de ingeniería, y pulsó una tecla que amplió la pantalla. La escala cambió y Harkness pudo ver lo que le rodeaba en ese momento con mucho más detalle, lo que le arrancó un gruñido de satisfacción.

Los legos en la materia tendían a pensar que las naves espaciales eran trozos de metal que envolvían pasajes y compartimentos, pero cualquier profesional sabía que había más detrás de todo aquello. Como el cuerpo humano, las naves estaban llenas de arterias y vasos capilares que transportaban energía, luz, aire, agua y el resto de ingredientes vitales de un mundo artificial en su interior. Y, al contrario que el cuerpo humano, también disponían de escotillas de inspección y pasadizos que proporcionaban acceso a los componentes que pudieran necesitar alguna reparación o ajuste.

Ni qué decir tenía que la presencia de aquellas vías de acceso secundario suponían una pesadilla para los arquitectos navales, que tenían que poner puertas de seguridad para sellarlas y diseñar también pasadizos y ascensores que los profanos pudieran utilizar en caso de una súbita pérdida de presión, pero no había alternativa. Y si algún hombre conseguía llegar hasta allí y tenía el tiempo suficiente, podía acceder literalmente a cualquier parte que quisiera sin usar aquellos pasadizos y ascensores.

Y eso era precisamente lo que había hecho Harkness. Entonces apagó el miniordenador, se lo volvió a meter en el bolsillo y se deslizó por los últimos metros del conducto de ventilación en el que se encontraba. No es que fuera el mejor camino para alcanzar su destino, pero creía que llegaría todo lo cerca que podía pedir en una situación como aquella. La rejilla que había al final daba a la gran pared del pasadizo, pero estaba lo suficientemente lejos de los ascensores. No era muy probable que hubiese alguien vigilando aquel sector. Al fin y al cabo, lo único que se podía ver por allí era el mamparo al que iba a dar aquel pasillo sin salida, pero su posición también implicaba que Harkness no iba a poder ver qué había por allí antes de entrar en acción, y no le gustaba mucho la idea de saltar a ciegas. Por otra parte, tampoco tenía otra opción, y ya había pasado tiempo suficiente visionando las cámaras de seguridad que cubrían aquel pasillo como para saber qué debía esperar encontrarse allí. Harkness imploró en silencio estar en lo cierto, colocó los pies contra la rejilla, agarró los dos pistolas de pulsos y se impulsó con fuerza.

* * *

—¿Por qué cree que pasa tanto tiempo con los mantis, sargento? —preguntó el ciudadano cabo Portero.

—¡Y yo qué coño sé! —El ciudadano sargento Calvin Innis se encogió de hombros y extendió la mano para coger su taza de café una vez más. La ciudadana soldado Donatelli lo vio y se la acercó, y él asintió con la cabeza para agradecerle el gesto antes de volver a mirar a Porter—. Lo único que sé es que se supone que es el oficial d’enlace, y mientras que nadie me diga que no puede verlos, me importa una mierda en qué ande metío. Claro, que como no tenga autorización para estar aquí abajo, el ciudadano capitán Vladovich le va a dar p’al pelo si se entera, ¿no te paece?

—Y tanto —corroboró con una sonrisa el ciudadano soldado Mazyrak, el cuarto miembro del destacamento—. ¿Hacemos una porra a ver cuánto tarda en bajar en persona a husmear por las habitaciones?

Innis y él intercambiaron sonrisas de maldad y el sargento se rió a carcajadas antes de levantar la taza. Le hacía falta reírse, pero le hacía falta todavía más la cafeína, así que refunfuñó para sus adentros y le pegó un sorbo a la taza. No llevaba ni una hora de servicio y ya odiaba la guardia nocturna. Parecía que nunca podía dormir bien cuando le encargaban trabajar de noche, lo cual era estúpido, porque el tiempo cronológico solo servía para llevar un control de los términos «noche» y «día» a bordo de la nave. Pero ahí estaba. Siempre andaba con esa sensación de fatiga, esa sensación de que la piel se le estrechaba alrededor de los ojos, lo que hacía que el café fuera más que bienvenido, y…

De repente se escuchó un ruido fuerte que interrumpió el hilo de sus pensamientos y el sargento dio un respingo, producto de la sorpresa, y acabó derramándose café hirviendo por toda la casaca. En cuanto empezó a entrar en contacto con la piel espetó una blasfemia brutal mientras con la mano que le quedaba libre trataba en vano de limpiarse el pecho. Acto seguido, se giró hacia la fuente del sonido, dispuesto a despellejar a quienquiera que lo hubiera emitido.

No fue hasta el momento en el que comenzó a darse la vuelta cuando su cerebro empezó a ponerse a la altura de sus reacciones y no pudo por menos que levantar una ceja ante la sorpresa que le producía darse cuenta de que el sonido procedía de su izquierda y los ascensores quedaban a su derecha. Y, sin embargo, los ascensores eran la única vía de acceso hacia aquella zona y sus tres subordinados estaban justo allí, enfrente de él. La ciudadana soldado Donatelli estaba sentada detrás de la mesa de seguridad, mientras que el ciudadano cabo Porter y el ciudadano soldado Mazyrak estaba apoyado sobre los codos encima del mostrador. Entonces, si estaban todos con él y los ascensores quedaban a su derecha, ¿qué demonios…?

Innis no llegó a completar el pensamiento porque, antes incluso de que viera salir volando la rejilla del ventilador, atravesó su campo visual un cuerpo humano con los pies por delante. No tuvo tiempo para reconocer al suboficial manti que había desertado para unirse a la República, de hecho, apenas tuvo tiempo de pensar de dónde había salido, porque aquel espectro tenía una pistola de pulsos en cada mano. Lo último que sintió el ciudadano sargento Calvin Innis fue una oleada de perplejidad al comprobar que un huracán de dardos de tres milímetros se los llevaban por delante a él y a su destacamento.