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—¿Entonces qué tenemos en la agenda para hoy?

Horace Harkness, antiguo integrante de la Armada Manticoriana, se recostó en su cómodo asiento reclinable con las manos entrelazadas detrás de la cabeza y contoneó los dedos de los pies descalzos en dirección a sus «escoltas» mientras planteaba la pregunta.

Le habían asignado al ciudadano cabo Heinrich Johnson y al ciudadano soldado Hugh Candleman para su custodia permanente cuando decidió cambiarse de bando. Su propósito había quedado bien claro, desalentar cualquier intento de llevar a cabo actividades impropias, y Harkness sabía que se había escogido a esos dos matones de Seguridad Estatal porque eran grandes, fuertes, duros, y se les había preparado bien en el arte de desmantelar a su homólogo humano solamente con las manos. Era, tal vez, mala suerte que aquellas cualidades colmaran básicamente la lista de sus habilidades potenciales, pero nadie podía tenerlo todo.

—No demasiado… creo —respondió Johnson. El cabo no tenía tantas espaldas como Harkness, pero sí era varios centímetros más alto e impresionaba con aquel uniforme negro y rojo mientras rebuscaba su agenda electrónica en el bolsillo de su casaca. Cuando la encontró, la sacó, la encendió y entrecerró los ojos mientras la consultaba—. Hay otra entrevista HD programada para las 13.30 —le indicó un momento después—. Luego, el ciudadano comandante Jewel quiere hablar con usted algo más sobre los sistemas de comunicación mantis. Eso está programado para las, uhm… 17.00. Aparte d’eso, el resto es tiempo libre. —Se volvió a guardar la agenda en el bolsillo y se rió—. Parece que les gusta, Harkness.

—¿Y por qué no habría de gustarles? —replicó Harkness con una sonrisa perezosa y los dos hombres de SegEst se partieron de risa. Un trofeo como Horace Harkness no caía en los brazos de Información Pública todos los días y el hecho de que fuera un técnico de misiles familiarizado con los transmisores FTL que se montaban en los drones de reconocimientos mantis lo hacían más valioso aún al convertirlo en una fuente de datos técnicos que se podía aprovechar sobremanera. Pero las implicaciones más importantes en términos de emisiones propagandísticas e información tecnológica iban más allá de los horizontes mentales de Johnson y Candleman. Ellos tenían sus propias razones para estar contentos por que Harkness hubiera decidido desertar y esos motivos no tenían nada que ver con su valía para la RPH en general.

—¿Has tenido suerte con la travesía de Farley? —le preguntó Candleman, y Harkness cambió el gesto de la pereza a la maldad.

—¡Ay, hombre de poca fe! —murmuró—. Ya te dije que podría, este, mejorar las posibilidades, ¿no? Mira.

Se sacó un chip de datos del bolsillo de la camisa y se lo acercó a Candleman, que lo cogió con ganas. El soldado se quedó mirando al chip desnudo como si creyese que podría leer sus datos sin más ayuda que sus propios ojos y, según le pareció a Harkness, lo creía de verdad.

—¿Cómo funciona? —preguntó Johnson desde el mamparo de enfrente, donde estaba apoyado, y Harkness se encogió de hombros.

—Es más complicado que los demás porque tiene muchas más variables —le respondió— y las versiones de multireproducción complican las cosas aún más. Así que en lugar de instalarlo para que pudierais prever el resultado, lo he instalado para que podáis forzar el resultado mientras lo estáis reproduciendo.

—¿Cómo? —insistió Candleman y Harkness ocultó las ganas de suspirar de exasperación debajo de otra sonrisa amable.

Técnicamente, sus dos perros guardianes tenían el bachillerato y Johnson contaba en su currículo hasta con dos años de universidad. Por desgracia o por suerte, dependiendo de cómo se mirase, los dos habían sido pensionistas y su educación se la habían proporcionado por cortesía del sistema educativo de la RPH. En teoría, podía adquirirse una buena educación de esa fuente, pero hacerlo precisaba que el individuo empleara los recursos disponibles para educarse a sí mismo, porque después de tantas décadas de degradación del concepto de logro en nombre de la «democratización» y de la «reválida estudiantil», no quedaba nadie en el estamento docente que tuviera la más remota idea de cómo enseñar de verdad.

El problema era que la gente que estaba de verdad motivada escaseaba. Sin nadie que les explicase las cosas, la mayoría de los jóvenes no comprendían por qué aprender era importante, para empezar. Siempre hay excepciones a esa regla general, pero la mayoría de los seres humanos aprenden a partir de la experiencia, no por norma, y hasta que uno no experimentaba las consecuencias de no recibir una educación, rara vez se siente el impulso de corregir la situación. Crear un deseo de aprender en alguien que no se había visto en la necesidad de ello precisaba de toda una estructura de apoyo, una sociedad en la que los mayores dejaran claro que de los jóvenes se esperaba que adquirieran conocimientos y que se prepararan para ponerlos en práctica. Y ese tipo de sociedad era precisamente la que no habían tenido los pensionistas antes de la guerra, porque el subsidio básico de manutención se había manejado como una bomba de relojería, por más improductiva que hubiera revelado ser. Además, ¿para qué habrían podido usar los pensionistas la educación?

Lo que era tal vez peor: los legislaturistas de antes de la guerra habían hecho lo imposible por que la respuesta a esa última pregunta fuera «nada», porque el conocimiento era algo peligroso. No querían que los pensionistas recibieran educación o se involucraran en el funcionamiento del sistema. Tal vez fueran un parásito insostenible para una economía moribunda, pero mientras que el SBM les bastara para mantener el ritmo de vida al que estaban acostumbrados, no tenían demasiada prisa en exigir el derecho a participar en la toma de decisiones políticas. Aquel, al fin y al cabo, había sido el acuerdo entre sus ancestros y los de los legislaturistas. A cambio de que «los cuidaran», los ciudadanos de la RPH habían cedido toda la toma de decisiones a la gente que se encargaba del engranaje del poder y, hasta que esa maquinaria se derrumbase, nadie había sentido la necesidad de arreglar lo que funcionaba mal.

A gran escala, el pacto de suicidio mutuo entre los legislaturistas y su estamento educativo era académico, o al menos eso creía Harkness; pero a un nivel personal, sus consecuencias habían adquirido proporciones muy importantes, porque Johnson y Candleman eran los productos típicos del sistema del que procedían. Eso significaba que padecían una ignorancia devastadora que pocos manticorianos hubieran creído siquiera posible. Gente que apenas podía trabajar con operaciones matemáticas básicas o que, como Candleman, sufrían de lo que se podía llamar analfabetismo funcional, eran de una utilidad estrictamente limitada para una maquinaria de guerra moderna, porque el mantenimiento o la puesta en marcha de cualquier equipamiento más complejo que un rifle pulsado requería al menos una cierta familiaridad con los principios básicos de la electrónica, la cibernética, la teoría gravitatoria y algunos rudimentos de otras disciplinas.

Se podía preparar a cualquier para que hiciese funcionar maquinaria moderna (la mera supervivencia en una sociedad tecnológica precisaba al menos una competencia superficial), pero para gente como Johnson y Candleman, esa competencia era como las aptitudes matemáticas que se adquirían devolviendo cambio en un centro comercial. No tenían mayor entendimiento de lo que sucedía detrás de las teclas y de las pantallas que cualquier persona de la Tierra preindustrial.

Esa era la razón principal por la que la mayor parte de las labores de mantenimiento en la Armada Popular se asignaban o bien a oficiales o a suboficiales veteranos. Si la AP anterior a la guerra hubiera deseado técnicos competentes, se hubiera visto obligada a prepararlos ella misma, y sencillamente la mayor parte de sus reclutas no tenía el tiempo suficiente como para solventar las carencias con las que llegaban. La única opción que les quedaba realmente era prepararlos como meros operarios y solo en segunda instancia como verdaderos técnicos, y esto llevaba su tiempo. Años, en la mayoría de los casos, lo cual significaba que solo resultaba realmente práctico preparar a la gente que integraba su núcleo profesional a largo plazo.

Los marines del pueblo habían tenido que afrontar los mismos problemas, si bien a menor escala. Las armaduras de batalla y las armas de apoyo no eran algo que uno quisiera ver en manos de analfabetos tecnológicos y los días en los que la escoria de una sociedad sin educación podían convertirse en soldados del frente sin haber recibido una educación de refuerzo intensiva ya habían pasado desde que el rifle de cerrojo pasó de moda. Con todo, los marines siempre habían sido un equipo que había dado buenos rendimientos durante mucho tiempo, pese a tener pocos reclutas. Si a eso se le unía su equipamiento (relativamente) sencillo, se habían visto capaces de imponer un nivel de preparación más uniforme que les había acercado bastante a las competencias tácticas de sus homólogos manticorianos, aunque el mantenimiento seguía siendo un problema crónico para ellos.

Sin embargo, las numerosas bajas que habían sufrido la Armada Popular y los marines en las primeras etapas de la guerra, por no mencionar las purgas de oficiales que habían seguido a los asesinatos de Harris y las bajas sufridas por el levantamiento de los igualitaristas, habían mermado peligrosamente las existencias de personal militar con preparación. El Comité de Seguridad Pública había actuado para reclutar a veteranos que ya habían cumplido su servicio y aquello casi había cubierto la escasez inicial por completo, pero la única solución real pasaba por la educación y la preparación de los sustitutos que se necesitaban de acuerdo con los estándares modernos… preferiblemente antes de que se metieran en un campamento de reclutas. Había gente lo suficientemente realista en la RPH como para reconocer ese hecho y, al margen de sus defectos, Cordelia Ransom sí que había conseguido venderle eso bien a la chusma. En una especie de lógica retorcida y demente, la necesidad de pelear en una guerra que comenzó para preservar un estilo de vida parasitario había conducido a una situación en la que los parásitos en cuestión estaban deseosos, ansiosos incluso, de abandonar su estatus parasitario, regresar a las escuelas y aprender los modos para poder proporcionar el apoyo que necesitaban de ellos los militares. Era una pena que a nadie se le ocurriera hacer esos arreglos antes de que estallara la guerra.

Mientras tanto, no obstante, la gente con una formación adecuada seguía siendo alarmantemente escasa y se les necesitaba no solo para lo militar, sino también para mantener el funcionamiento de las infraestructuras civiles e industriales de la República.

El equilibrio de la asignación de personal entre los brazos armados y los lugares donde se fabricaban las armas con las que esos brazos armados peleaban seguía siendo un problema enorme para la RPH. La situación iba mejorando (y mucho más rápido que lo que los líderes aliados más complacientes hubieran creído posible), pero en el futuro inmediato los suministros de mano de obra seguían yendo justos.

Sin embargo, al menos quedaba un área en la que la gente con una mínima formación podía ser empleada con presteza por el Estado, y por ahí Harkness regresó a Johnson y Candleman. No había nada preocupante de raíz en los cerebros que les habían tocado en suerte, sencillamente nadie se había molestado en familiarizar aquellas mentes con sus propios potenciales. Eran ignorantes, no, estúpidos, y Seguridad Estatal no necesitaba hiperfísicos. A ese respecto, incluso con naves como el Tepes en su inventario, SegEst no precisaba un número enorme de técnicos de misiles y gravíticos, y los pocos que necesitaban podían sacarse de la Armada, haciendo uso de la absoluta prioridad de la que gozaban las fuerzas de seguridad.

Lo que a SegEst sí le hacía falta, no obstante, eran tropas de choque y sicarios en los que se pudiera confiar cuando hiciera falta obedecer y partirle la cabeza a cualquier enemigo del pueblo que se señalara como objetivo. El setenta y cinco o el ochenta por ciento de su personal encajaba dentro de esta categoría y no requería demasiada formación para apretar el gatillo de un arma de pulsos o para aporrear a un disidente. A juzgar por los estándares de sus iguales, Johnson y Candleman estaban por encima de las capacidades de la media… y a ninguno de ellos se les habría permitido prestar servicio a bordo de ninguna nave en la que Harkness hubiera sido asignado, de cualquier manera.

Había un punto, al fin y al cabo, en el que la ignorancia se convertía en estupidez, porque uno a duras penas podía esperar que la gente, por muy brillantes que fueran innatamente, se fuera a proteger de peligros de cuya existencia nadie se había molestado en alertarles nunca.

Y justo en ese momento, los guardianes de Harkness estaban dejando aquello bien patente.

—Mirad —dijo él un momento después, sonriendo aún a Candleman—. La travesía de Farley no es como el resto de juegos que he, esto…, modificado para vosotros. Esta es una versión simplificada del simulador de entrenamiento real de la Armada, lo cual significa que sus parámetros son mucho más complejos que los del resto de paquetes, ¿de acuerdo?

Harkness hizo una pausa, alzando los ojos y Candleman miró a Johnson. El cabo asintió, lo cual pareció reconfortarlo, así que volvió la vista de nuevo hacia Harkness con gesto de atención.

El jefe manticoriano se sintió culpable por un instante al comprobar que el matón de SegEst le miraba con ojos confiados y, al mismo tiempo, aterradoramente desprovistos de cualquier ápice de entendimiento de lo que le estaban hablando. Harkness había pasado tiempo suficiente de servicio como para estar seguro de que cualquier persona que SegEst le hubiera asignado habría estado receptiva ante la idea de manipular la biblioteca de juegos electrónicos de la nave. La combinación de aburrimiento, avaricia y un muy humano (por innoble) deseo de ponerse por encima de los compañeros había producido la misma ambición en prácticamente todas las naves manticorianas en las que Harkness había estado prestando servicios, y aquellos factores funcionaban si cabe con más fuerza a bordo del Tepes. Con todo, sabía que había tenido suerte de que le tocaran aquellos dos, porque Johnson había sido operario y estraperlista desde tiempo inmemorial. De hecho, era bastante competente dentro de los límites de sus conocimientos, pero también era tan avaricioso como se podía esperar y ni él ni Candleman tenían los conocimientos suficientes como para darse cuenta de las consecuencias de facilitarle a Harkness el acceso a la biblioteca de juegos.

No es que Harkness hubiera saltado de sopetón con aquella oferta. La posibilidad de hacer algo que pudiera poner en peligro su acuerdo con la ciudadana del Comité Ransom era impensable, así que había hecho exactamente lo que se le había pedido. Había grabado docenas de cortes de propaganda en los que alegremente condenaba su alma contando relatos falsos de los «crímenes de guerra» que había observado o ayudado a cometer. En otras grabaciones, cuando fueran emitidas, interpelaría denodadamente a sus antiguos compatriotas para que siguieran su ejemplo y desertaran para unirse a sus verdaderos aliados de clase en lugar de seguir sirviendo a sus explotadores plutócratas. Y aunque se había cuidado de advertir al ciudadano comandante Jewel de que no era más que un técnico con una comprensión bastante limitada de la teoría que había detrás de los generadores de pulsar gravitatorio que había aprendido a manejar, también se había pasado horas debatiendo el sistema con ella y explicándole las claves de su funcionamiento. A estas alturas, Harkness calculaba que había cometido al menos unas treinta formas diferentes de traición, suficientes, sin duda, para que le fuera imposible (o, cuando menos, muy desaconsejable por las consecuencias fatales que pudiera tener) volver a casa.

Como les había demostrado su buena fe a sus superiores y había recibido a cambio cada vez más libertad de movimientos, Johnson y Candleman habían pasado a llevar a cabo sus labores de vigilancia cada vez más como una mera formalidad. Sus propias actividades de contrabando durante sus años anteriores a la estación Basilisco tampoco le habían venido mal. Una vez que Johnson había bajado la guardia y los dos empezaron a intercambiar batallitas del pasado, el cabo se había dado cuenta rápidamente de que o bien estaba en presencia de un maestro de verdad, cuyos logros hacían palidecer cualquier cosa que él mismo se hubiera siquiera atrevido a contemplar, o del mayor mentiroso de todo el universo conocido.

A medida que las batallitas iban en aumento, se vio forzado a aceptar que Harkness era, verdaderamente, un hombre de gran talento… y un alma gemela. En él buscaba consejo, con cautela al principio, y las sugerencias de Harkness habían incrementado su margen de beneficios en más de un veinte por ciento durante la primera semana. A partir de ahí, había sido absolutamente natural que lo introdujera en el imperio del juego que el cabo ayudaba a mantener de tapadillo. El líder real de las operaciones ilícitas a bordo del Tepes era el sargento Boye, pero Johnson era uno de sus ayudantes más veteranos y el hecho de que las apuestas a bordo de la nave estaban completamente en contra de la normativa hacía que el imperio de Boyce fuera aún más lucrativo, porque no era probable que nadie fuera a irle a ningún oficial con el cuento del dinero que le había hecho perder.

También había llegado a la conclusión de que no le preguntaría al cabo cómo se las había apañado (sobre la teoría, aparentemente, de que no se podía ser culpable de algo que se desconocía) y había hecho recaer todo el peso de la operación sobre los hombros de Johnson.

Lo cual, en muchos sentidos, implicaba que al final acababa recayendo sobre el propio Horace Harkness, porque los juegos en las bibliotecas del Tepes eran mucho más fáciles de manipular que cualquiera que se hubiera podido encontrar a bordo de una nave manticoriana.

Harkness se quedó completamente atónito al darse cuenta de lo obsoletos que eran.

Varios eran, de hecho, meras variantes de juegos que vio por primera vez hacía cincuenta años-T, al principio de su carrera naval. Siempre había dado por sentado acertadamente, como se supo más tarde, que la maquinaria militar repo y los programas que la ponían en marcha tenían que ser cuando menos comparables a los de la RAM. Eran claramente inferiores, pero si no hubiera estado en condiciones de competir, la guerra habría terminado hacía años. Aquella hipótesis era la razón por la que no se le había ocurrido que algo que constituía la base de las apuestas a bordo pudiera ser tan extremadamente ingenuo… o tener unos sistemas de seguridad tan precarios. Se daba por sentado que cualquier juego que se pudiera trucar acabaría siendo trucado tarde o temprano, y por eso la gente que estaba a bordo de las naves manticorianas era objeto de inspecciones regulares por parte de los equipos electrónicos de ingenieros para asegurarse de que todavía no había sucedido. Tal vez era más significativo aún que la gente que diseñaba aquellos juegos (y sus sistemas de seguridad) sabía que había personas inteligentes y extremadamente bien preparadas que eran capaces de trasvasar sus talentos al lado oscuro para violar esas medidas de seguridad.

Pero no había tanta gente con esa preparación en la Armada Popular… y menos todavía en SegEst. Lo cual significaba que la biblioteca de juegos contenía toda una plataforma de programas con especificaciones de seguridad que eran irrisoriamente sencillas para cualquiera que se hubiera tenido que pegar con los programas manticorianos. Harkness había empezado poco a poco, alterando las probabilidades ligeramente a favor de la casa en media docena de juegos de cartas y dados. No le había hecho falta hacer nada más para demostrar que estaba en lo cierto y la avaricia de Johnson había hecho el resto a partir de entonces.

Desde el punto de vista de Harkness, había un gran componente de riesgo en el proyecto. No en arreglar los programas, aquella parte era un juego de niños, sino porque para arreglarla, en primer lugar, tenía que tener acceso a la biblioteca en la que estaban almacenados y si los superiores de Johnson descubrían que un antiguo manticoriano había hecho algo así, las consecuencias serían funestas. Pero Johnson tenía razones de peso para ocultar lo que estaba sucediendo… y no tenía ni idea de por qué podrían enfadarse sus superiores.

A ojos de Johnson o Candleman, la biblioteca de juegos era sencillamente eso: una biblioteca de juegos. Era sencillamente un punto en medio de aquella amalgama informática, que no comprendían muy bien, donde se almacenaban los juegos y, hasta donde ellos sabían, no tenían acceso a nada más en el sistema. Pero Horace Harkness era un artista. Su habilidad para utilizar al sistema de personal de la RAM para asegurarse de que siempre lo asignaran a los sitios a los que asignaban a Scotty Tremaine había dejado perplejo a más de un observador, pero aquello era porque ninguno de ellos se había dado cuenta de que lo conseguía pirateando los registros de DepPers. Era posible que se hubiera reformado considerablemente desde su primera etapa en la estación Basilisco con Tremaine y lady Harrington, y a buen seguro había abandonado varias operaciones de contrabando que había mantenido de tapadillo, pero a un hombre así no le gustaba perder la práctica… Y las barreras de seguridad que se habían erigido para bloquear el acceso de una pandilla de analfabetos tecnológicos (que no deberían andar curioseando por allí) eran obstáculos de risa para alguien que había violado los sistemas de seguridad de los registros clasificados del departamento de Personal de la Real Armada Manticoriana.

Lo cual significaba que, durante las dos últimas semanas, Harkness había estado campando por las entrañas de los sistemas de información y control del Tepes casi a sus anchas. Además de trastear con los programas de juego, había tenido cuidado de no hacer ningún cambio y mucho menos dejar alguna huella que los condujese hasta él, pero había amasado una cantidad ingente de información sobre la nave, su trayectoria, su destino, su tripulación y sus procedimientos operativos. El hecho de que Johnson y Candleman vieran sus actividades de pirateo como poco menos que magia negra lo había ayudado enormemente, porque le había garantizado la clase de privacidad a la hora de trabajar de la que habían gozado todos los magos que había habido a lo largo de la historia. Eso implicaba que no tenía que inventarse ninguna forma de llevar a cabo sus indagaciones mientras ellos lo vigilaban constantemente por encima del hombro. De hecho, normalmente lo solían dejar en un lado del compartimento y no le molestaban mientras trabajaba con el miniordenador que habían sido capaces de suministrarle y en la otra punta, ellos se dedicaban a echar partidos de viejo póquer. Por una cuestión de mera seguridad, Harkness había creado su propia versión de lo que se seguía llamando «programa maestro» para cambiar a una pantalla más inocua al instante por si a alguno de sus guardianes le entraba la curiosidad y se acercaba a echar un vistazo, pero apenas había tenido que recurrir a él.

De hecho, el mayor problema ahora era que ya había concluido sus preparativos. Tan solo una pequeña parte de las horas que había dedicado a aquel miniordenador se habían empleado en modificar los programas de juego, pero Johnson y Candleman daban por supuesto que todo el tiempo se había dedicado al fin que ellos conocían, así que si de repente recortaba aquellas horas, pero seguía cumpliendo con las peticiones que le hacían para modificar los programas, hasta ellos se empezarían a preguntar por qué de pronto necesitaba mucho menos tiempo. Por eso Harkness había sugerido modificar la travesía Farley, que era una recreación extremadamente simplista de la mayor batalla que había librado jamás una Armada de la Liga Solariana. Fuera o no simplista, un juego diseñado para permitir que hasta diez jugadores controlaran más de seiscientas naves de un bando era más complicado que el resto de juegos por varios cuerpos de distancia, así que Harkness pensaba que el tiempo que le haría falta para conseguir su nuevo objetivo consumiese su tiempo libre sin mayor problema.

Pero ahora que ya había acabado, todavía tenía que explicárselo a sus cómplices, así que respiró hondo y se dispuso a ello.

—A ver —comenzó—, hay un enorme número de variables en este programa y el hecho de que, en un juego tan grande, todas las naves sean controladas de manera individual por alguien (por otro jugador, no solo la máquina), no hace más que complicarlo. Eso significa que debo tener cuidado con la manera en la que me aproximo a él, porque si lo hago a lo bruto es bastante probable que quede rastro, ¿de acuerdo?

Candleman no dijo nada, pero Johnson asintió con la cabeza.

—Eso lo entiendo —corroboró el cabo—. Entonces temías que si, pongamos, el orden de llegada en la variante Tango de repente empieza a favorecer a los soleados cada vez que se juega, o si una de las naves de los jugadores empieza a desobedecer sistemáticamente las órdenes, alguien se va a enterar.

—¡Eso es! —exclamó Harkness con alborozo—. Por eso, he dispuesto las cosas para que cuando uno habilita una de las identidades de jugador, se le tenga un rato en la cola para seguir contando con una ventaja. Debes tener cuidado al usarlo, pero, básicamente, si pulsas dos veces el botón de disparo en una situación comprometida, la máquina te va a dar un cincuenta por ciento adicional de probabilidades de acertarle.

—¡Qué tío! ¡Eso sí que lo entiendo! —se congratuló Candleman.

—Claro que sí —le dijo Harkness con una amplia sonrisa—. Como digo, hay que tener cuidado y no utilizarla demasiado, pero debería darte una buena ventaja en situaciones comprometidas. También he hecho unos ajustes en la subrutina de asignación de daños. Si una de «nuestras» naves recibe un impacto, en el parte de daños estos se reducirán notablemente. Ese asunto todavía necesita que lo limemos un poco y tengo algunas ideas más al respecto, pero básicamente, lo que tendréis que hacer es usar esto juego a juego. Claro que, con esta clase de ventaja, tendríais que ser capaces de darle para el pelo a algún pobre infeliz sin problemas.

—Yo también lo creo, sí —asintió Johnson con una sonrisa—. Gracias. —Johnson le cogió el chip a Candleman y lo sopesó sobre su mano durante un instante—. Tienes razón, Harkness —dijo un segundo después—. Te mereces cada centigradito de tu parte.

—Me alegro de que lo pienses —repuso Harkness con una sonrisa también—. Me gusta pensar que me gano mi sueldo allá donde estoy, cabo, y siempre cuido de mis amigos.