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Scotty Tremaine concluyó sus ejercicios isométricos y se secó el sudor de la cara con una de aquellas toallas de mano tan ásperas que les habían proporcionado los guardias. No servían para gran cosa porque no absorbían mucho más que un envoltorio de plástico, pero suponía que debía de estar agradecido de que le hubieran dado aunque fuera aquello, ¡porque no le habían dado absolutamente nada más!

Seguridad Estatal no había entendido necesario traerles a los prisioneros su equipaje, así que Scotty, al igual que todos los demás, solo tenía el uniforme que llevaba puesto cuando lo condujeron ante Cordelia Ransom. El tejido sintético moderno era resistente y duradero; a pesar de aquello, el uso que se le podía dar a una misma prenda siempre tenía un límite. Los guardias les habían ofrecido monos de un color naranja chillón para que se cambiaran, pero sin mucho éxito, porque todos y cada uno de los prisioneros sabían que la oferta no era una cuestión de amabilidad. Aquellos monos los habrían separado de su condición, los habrían rebajado de la categoría de oficiales armados a cautivos indiferenciados y sin esperanza. Tal vez sus uniformes estuvieran gastados y hasta hechos jirones, y quizá tuvieran que esperar su turno para lavarlos a mano en el único lavabo del compartimento, pero nadie de los allí presentes había sucumbido a la oferta.

El gesto se le endureció y volvió a secarse el sudor, empleando la toalla para ocultarle su expresión al resto mientras recordaba a la única persona que sí había aceptado una oferta de los repos. El dolor que le producía aquello lo desgarraba por dentro, más dentro incluso de lo que se pudo imaginar. Más dentro incluso, pensaba en ocasiones, que escuchar a aquella sádica basura humana sentenciando a muerte a lady Harrington. En una escala cósmica de acontecimientos, probablemente la deserción de Horace Harkness no significaba tanto. Su impacto sobre el curso de la guerra sería minúsculo y, pese a que la angustia seguía incrementándose, no debería ni siquiera acercarse al hecho de que la mujer a la que Tremaine tenía más respeto en toda la galaxia iba a morir. Él sabía todo aquello. Pero también sabía que lo que debía ser y lo que era podían ser cosas muy diferentes.

Tremaine bajó la toalla y se sentó en la litera mirando aquel mamparo desnudo y, a pesar de todo lo que podía hacer, su mente insistió en regresar a su primer desplazamiento hacia la estación Basilisco. Por aquel entonces era casi tan joven como Carson Clinkscales y, aunque hubiese intentado ocultarlo por todos los medios, su carácter era vacilante y temeroso, pero Harkness se había encargado de él. Había enseñado a un joven oficial a ser un oficial, no diciéndole lo que tenía que hacer, sino mostrándoselo. Poniéndolo a prueba, empujándolo, sí, pero siguiendo una tradición inmemorial no solo de la Armada de la Reina, sino de todos los ejércitos. Seguro que aquel conductor de naves de pelo entrecano habría metido en vereda a jóvenes marineros cartagineses a los que habría convertido en auténticos oficiales en las Guerras Púnicas, porque sin duda aquel era el trabajo que correspondía a un suboficial como él. Al margen de las otras funciones que debieran desempeñar, ellos eran los verdaderos guardianes de la sabiduría tribal, los mayores responsables de levantar a cada nueva generación sobre terreno firme, y Horace Harkness había ejercido aquella función con Scotty Tremaine.

Pero no se había detenido ahí, y los ojos de Scotty ardieron al recordar el resto de cosas que Harkness y él habían hecho juntos. Al margen de un año en el que lo habían reasignado del crucero pesado Impávido al Trovador del capitán McKeon antes de la Primera Batalla de Yeltsin, el veterano jefe y él siempre habían estado juntos. Habían prestado sus servicios en el Príncipe Adrián y combatido allí juntos en la Tercera Batalla de Yeltsin, y habían estado también en las dos primeras batallas de Nightingale. Y cuando a Scotty lo transfirieron al Viajero, Harkness había seguido sus pasos, y los dos se habían salvado la vida mutuamente… y las del resto de supervivientes de la maltrecha tripulación. Nunca había sido capaz de definir su relación (nunca había sido nada que precisase definición), pero siempre había estado ahí y, muy en el fondo, Scotty Tremaine sabía que nunca podía perderse la esperanza, por desesperada que fuera la situación o escasas las opciones, siempre que Harkness estuviera a su lado.

Y ahora no lo tenía, y era como si uno de los principios físicos fundamentales se hubiera violado a sí mismo. Una de las certezas inquebrantables de su vida se le había desmoronado en la palma de la mano, y esa parte de él tan herida solo deseaba gritarle al universo por haberlo traicionado de aquella manera. El único problema era que no había sido el universo quien había hecho aquello y las pataletas no iban a servir de nada.

Scotty respiró hondo y contuvo el aire unos segundos, llorando la muerte del hombre que Horace Harkness fue una vez, y de nuevo se obligó a aparcar su pena. Ya volvería.

Lo sabía. Pero también era el oficial de más rango de aquel compartimento. Su trabajo era liderar (predicar con el ejemplo), así que recordó las lecciones que Harkness le había enseñado antes de la traición final, y la necesidad de estar a la altura de aquellas enseñanzas se convirtió en una extraña urgencia adicional. Era casi como si mientras lo honrase, en cierto modo, algo perverso, significaría que Harkness no había caído del todo. Y además era lo que lady Harrington hubiera esperado de él (y el capitán McKeon).

Había ciertas personas a las que sencillamente resultaba impensable fallar y Scotty se preguntó si McKeon o lady Harrington sabrían alguna vez que era esa imposibilidad de no llegar a sus estándares, no el coraje o la dedicación o el patriotismo, lo que le impedía reconocer ante Clinkscales, o ante Mayhew, o ante Jamie Candless, o ante Robert Whitman que, en el fondo, estaba desesperado.

Y también, tenía que admitirlo mientras se volvía a levantar, era también por Horace Harkness. Las enseñanzas del veterano jefe le habían calado tan hondo que no podía abandonarlas justo ahora, independientemente de lo que hubiera ocurrido a bordo del Tepes.

James Candless observó al capitán Tremaine atravesar el compartimento en dirección hacia el alférez Clinkscales. A pesar de su propio estatus como oficial de la Marina, Candless se sentía fuera de lugar estando confinado allí con aquellos oficiales y sabía que a Whitman le pasaba igual. Pero también sabía que la verdadera razón por la que se sentían tan cuesta abajo y sin frenos era que les habían arrebatado lo más importante de sus vidas. Ellos eran hombres de armas graysonianos y su gobernadora estaba apresada y había sido condenada a muerte, mientras que ellos seguían con vida.

Aquella era la vergüenza que ambos compartían, pensó Candless mientras Tremaine se agachaba para sentarse junto a Clinkscales y le hablaba con tranquilidad, tratando de animarlo. Tenían que haber muerto antes de permitir que nadie le pusiera las manos encima a la gobernadora, pero no lo habían hecho. No habían estado presentes cuando los repos la habían condenado a muerte y los oficiales que sí habían estado no querían hablarle de lo ocurrido, aunque lo sabían. No era culpa suya, pero hablarlo no cambiaba nada. La gobernadora había sido golpeada y reducida en el suelo. Nimitz había sufrido graves heridas y estaba medio muerto. Y la mujer a la que habían jurado proteger había sido enclaustrada y puesta a disposición de la gente que la odiaba a muerte.

Candless rechinó los dientes y cerró los ojos mientras se resistía a sucumbir ante el dolor que le producía aquel fracaso. Sabía que Whitman lo compartía con él, pero ni siquiera Whitman sabía hasta qué punto alcanzaba su propia desesperación. Durante seis años siempre habían estado en su sitio, protegiéndola de sus enemigos y, llegado el caso, de sí misma (de su propia valentía y necesidad de arriesgarse por los demás). Y ahora estaba sola y solo Tester sabía dónde, y solo él sabía qué abusos estarían cometiendo sobre ella y cómo iba a morir, y lo peor es que a Jamie Candless se le negaría incluso el derecho de morir a su lado.

Candless abrió los ojos una vez más y miró a Tremaine y Clinkscales, en cuyo rostro reconoció una inusitada madurez, como si afrontar su propia indefensión lo hubiera liberado de esas inseguridades propias de la juventud. Candless volvió la cabeza para mirar a Whitman, que estaba lavando a mano su uniforme en el lavabo, y después a la teniente Mayhew, que estaba sentada en una esquina jugando al ajedrez contra el teniente cirujano Walker, sobre un tablero que solo existía en sus cabezas. Si todos seguían adelante era porque se negaban a darse ya por vencidos, pero ¿cuánto duraría aquello? Incluso aunque supieran cuánto tiempo tardarían en llegar a Hades, no había ni reloj, ni calendario, ni forma humana de saber cuánto tiempo llevaban ya a bordo. En todo caso, sabían que en algún momento acabarían llegando, ¿y entonces qué? ¿Qué pasaría cuando la gobernadora estuviese muerta y ellos no fueran más que un grupo de presos olvidados y sin nombre en una prisión de dimensiones planetarias?

No sabía cuáles eran las respuestas a esas preguntas, tampoco importaba, porque las respuestas no le eran de ninguna utilidad personal. Tenía las mismas opciones de salvar a la gobernadora que de secuestrar aquella nave entera, pero sí había una cosa que podía hacer, y la decisión se le antojó sorprendentemente sencilla para alguien que nunca se había dado cuenta de que pudiera albergar ínfulas exaltadas. No le iban a dejar morir con la gobernadora… pero antes o después, en algún lugar, en algún momento, le llegaría la ocasión. No de inmediato. Se negaba a actuar con prisas, porque era importante que la cosa llegara a buen puerto y estaba decidido a que así fuera. Al menos una de ellas. Al menos uno de los bastardos de uniforme negro y rojo antes de que hiciera que le mataran, eso era lo único que pedía… y lo único que deseaba en aquel vasto universo.

* * *

—Muy bien, carne de prisión. ¡A vestirse! —Aquella guardia de voz despectiva le arrojó el mono naranja a Honor con una mano y se quedó de pie, a una distancia prudencial, mientras desempaquetaba el guante de plástico con la otra mano.

Honor cogió aquel ropaje áspero sin mirarlo siquiera, con los ojos clavados en su interlocutora mientras los dos guardias entraban en la celda para la habitual «inspección de suicidios» de después de las comidas. Normalmente, al igual que aquel día, el segundo era el sargento Bergren, al que le gustaba especialmente aprovechar cualquier oportunidad para humillarla, pero si no hubiera sido él, hubiera sido Hayman, o quizá el propio Timmons, porque el caso es que el segundo guardia era siempre un hombre. Era parte del proceso de degradación.

Hasta Seguridad Estatal tenía sus normas. Su personal podía ignorarlas o violarlas, pero los procedimientos oficiales existían y, sobre el papel, al menos, parecían casi razonables.

Pero Timmons y su destacamento de animales bípedos sabían que pervertir aquellos procedimientos sin violarlos técnicamente (demasiado) no hacía más que ensanchar las posibilidades de humillación y degradación del desafortunado que cayese en sus manos.

La letra de la normativa decía que los registros al desnudo y los registros de cavidades efectuados sobre los prisioneros debían ser realizados por personal de seguridad del mismo sexo y Timmons insistía en que sus matones se ceñían a la legislación. Pero las leyes también estipulaban que debía haber un mínimo de dos guardias presentes en cualquier momento que un prisionero prioritario fuese sometido a tales exámenes… y ese segundo guardia siempre era un hombre.

Honor entendía el efecto que Timmons esperaba que aquello tuviera sobre ella. Y tal vez hubo un momento en el que hubiera tenido razón al esperarlo. Pero no ahora. Los años en los que la sombra de Pavel Young había asolado su vida habían pasado hace mucho tiempo, y ahora ella ya tenía aquel veneno completamente bajo control. Los días que se había pasado trabajando con hombres la habían ayudado a dejarlo de lado, pero lo que había expelido el veneno de su sistema de verdad había sido el amor de Paul Tankersley y ahora acudía a los recuerdos de ese amor como quien se pone una coraza.

El animal que había detrás de los ojos lascivos que se refocilaban con la humillación de su desnudez podían ser masculinos, pero fuera lo que fuera, Honor no lo llamaría nunca hombre y el desdén infinito que sentía hacia él, y hacia todos sus captores, se fundía con sus recuerdos de Paul y su propia negativa a que aquellas criaturas la derrotaran. Fue aquella mezcla de fortalezas, cada una de ellas potente por sí misma pero todas ellas más arrolladoras que la simple suma de sus partes cuando se juntaban, la que le permitió recoger el mono sin cambiar un ápice su expresión ni tan siquiera pestañear.

Honor empezó a ponérselo, con la mirada clavada en el mamparo desnudo e ignorando completamente a sus guardias y, bajo su diversión superficial por aquellas humillaciones, notó que en el fondo se sentían desconcertados y enfadados. Los tenía confundidos porque, sin que hubiera forma de que supieran dónde radicaba su fortaleza, no entendían nada. No podían comprender qué le permitía mantener aquella ausencia de respuesta tan insana, pero sí sabían que no debían confundirlo con pasividad. Que esa prisionera escogía ignorarlos como forma de desafío, no como método de escape o rendición. Fuera cual fuera la fuente de su fortaleza interior, le permitió evadirse de ellos de una manera profunda y radical que nadie más podía haber alcanzado, y ellos la odiaban por eso.

Honor entendía su confusión. La experiencia que tenían les indicaba que el abuso y la negación sistemática de su humanidad deberían haberla roto. Tendría que haber derrumbado su actitud desafiante, como había ocurrido siempre antes y, sobre el papel, Honor sabía que también tendrían que haberlo conseguido esta vez.

Su celda desnuda y lóbrega no tenía espejo, pero tampoco le hacía falta para saber qué aspecto tenía. Su preciada normativa prohibía que los prisioneros llevaran cualquier tipo de prótesis cibernéticas o mejoras biónicas y uno de los técnicos le había desactivado el ojo artificial… y los nervios sintéticos de la parte izquierda de la cara. Aquello suponía un insulto gratuito, una privación innecesaria que no tenía propósito alguno, ¡estaba claro que en modo alguno su ojo o sus nervios faciales podrían ser considerados un «riesgo para la seguridad»! Pero aquello no les había coartado y la relativa sencillez de sus instalaciones tecnológicas había evitado que simplemente le apagaran los implantes. Sin los códigos de acceso ni la tecnología para obtenerlos, lo habían hecho por la fuerza y sencillamente los habían quemado, cegándole el ojo izquierdo y dejándole la mitad de la cara entumecida e inmóvil. Honor sospechaba que el daño era irreparable y que harían falta repuestos completos… siempre y cuando fuera a vivir lo suficiente como para que se los pudieran poner.

Pero sus pequeñas crueldades no se habían detenido ahí. Le habían afeitado la cabeza por motivos de «higiene», cortando las trenzas que tantos años le había costado dejarse crecer. Pero ahí, al menos, sus esfuerzos por deshumanizarla habían caído en un saco roto que, en el fondo, le divertía, porque parecían no ser conscientes de que ella misma se había cortado el pelo de esa manera durante casi treinta años por pura comodidad.

Sea lo que fuere lo que esperasen conseguir con aquello, difícilmente la pérdida de sus trenzas podría haber hecho que su resistencia se derrumbara.

Y pese a que su espíritu seguía intacto, ella sabía, hubiera o no hubiera espejos, que su reclusión la iría mermando físicamente poco a poco. Timmons parecía no ser consciente de que ella poseía un metabolismo potenciado y de la gasolina que este requería. Honor no sabía si aquello era verdad o si Timmons únicamente quería que le mendigase la comida adicional que necesitaba; tampoco importaba mucho que fuera una cosa u otra.

Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que prefería morir antes que pedirle nada.

La parte de su rostro que seguía con vida se había demacrado y su tono muscular se había ido pudriendo por influjo de la pobre alimentación y de la falta de ejercicio. Honor sabía que Cordelia Ransom había expresado su voluntad de que estuviera en buena forma para cuando la colgaran delante de las cámaras y, en cierto modo, sintió una especie de satisfacción perversa al saber qué se iba a llevar en cambio. Con todo, mientras observaba los muros de su fortaleza espiritual, Honor sabía que se estaba volviendo peligrosamente distante. No tenía una idea muy clara del tiempo que llevaba dentro de aquella celda en la que la luz y la temperatura no cambiaban nunca, donde no había nada que leer ni que hacer, donde no se le ofrecía más distracción que las comidas y la humillación burlona de los guardias. No había duda de que estaban llegando ya a su destino y a su ejecución, pero en cierto modo aquello no parecía importar apenas. No había cruzado una palabra con sus captores en todo el tiempo que llevaba allí, por largo que fuera, y a veces pensaba, en la quietud cambiante de sus pensamientos en soledad, que tal vez se había olvidado hasta de hablar. En cierto modo, resultaba curioso que se hubiera vuelto muda, replegando las partes de su cerebro que se encargaban de entablar conversaciones con otras personas para reforzar las áreas vitales de su interior. Había una sensación de que algo menguaba con aquella pérdida del habla, una sensación de que la cuerda de otra de las anclas con el mundo se estaba rompiendo, y Honor sabía que aquello no era más que una faceta de su deliberada desconexión interna de los sádicos que controlaban su existencia física.

Pero aún quedaba otra ancla, cuya existencia sus guardias desconocían por completo, y que ella sabía que nunca le iba a fallar. Era débil y se encontraba reducida, y mucho, a una sombra de lo que fue una vez, pero ahí seguía, y precisamente por eso, ella sabía que Nimitz seguía con vida.

Honor se aferró a aquella ancla, no como el náufrago que se agarra a un clavo ardiendo, sino como el amante que se aferra a su amado, porque sentía su dolor (físico, sin cambios, y espiritual porque percibía su dolor y no podía sanarlo), y sabía que ahora, como nunca antes, se necesitaban el uno al otro. Y les quedaba, al menos, aquella bendición, porque ninguna de aquellas criaturas sádicas y detestables a bordo del Tepes hubiera imaginado que tal vínculo seguía existiendo, que se retroalimentaban el uno al otro con él. No de esperanza, porque no la había, sino de algo más importante. De amor. De la seguridad absoluta de que siempre estarían ahí el uno para el otro, de que a ninguno de ellos se les permitiría caer en soledad, independientemente de lo que pretendieran los repos.

Y aquella era la última pata de su fortaleza, la que ni el teniente Timmons, ni el sargento Bergren, ni el cabo Hayman le iban a poder arrebatar.

Honor se metió dentro del mono y empezó a enfundarse las mangas, pero una mano la sujetó por el hombro. Dejó de vestirse, con el cuerpo completamente inmóvil, y a pesar de ese distanciamiento que tanto le había costado conseguir, el pulso se le aceleró, porque era la mano de Bergren.

—Se acerca el día del desembarco, carne de prisión —le dijo al oído con tono de regodeo, resoplando un aliento húmedo y caliente sobre su piel desnuda—. No queda mucho para que ese cuello rígido tuyo se alargue un poquito. —Ella no dijo nada y no movió ni un músculo, pero él sí se rió y, con los dedos, ejecutó sobre su hombro una parodia burlesca de una caricia—. Estaba pensando que tal vez te apetecería relajarte un poco antes de que cuelguen tu culo inútil de la horca —continuó, apretando la mano, obligándola a darse la vuelta para ponerse cara a cara.

Los ojos de Bergren la recorrieron y ella sintió el carácter enfermizo que latía tras ellos.

Ni rastro de comparación entre su lujuria y lo que ella y Paul habían compartido. De hecho, esa hambre enferma de Bergren era peor incluso que la que había percibido de Pavel Young. Young la odiaba. Quería castigarla delante de los que consideraba sus iguales. Había sido un odio estúpido y vacío, el odio de una persona para la que los otros seres humanos no eran personas, sino simples cosas que existían para su conveniencia; aunque, al menos, había sido algo personal.

El odio de Bergren, no. Le daba igual quién o qué era ella, excepto porque su resistencia pasiva había frustrado sus esfuerzos orientados a que le tuviera miedo. Podía haber sido cualquiera (absolutamente cualquiera), puesto que lo único que le interesaba de verdad era infligir dolor. Físico, mental, espiritual… no le importaba de ningún modo, porque su necesidad de hacer daño y de castigar no nacían de ninguna ofensa específica que ella hubiera cometido contra él. Nacía de todas ellas, de todas las afrentas o indignidades, reales o imaginadas, que había «sufrido» a lo largo de su existencia. No había nada en él más que odio y un interior vacío que se moría de ganas de devorar y destruir a cualquiera que rechazara compartir su odio.

El ojo artificial de Honor estaba muerto, con la pupila fija, centrado, pero pese a todos sus esfuerzos, el derecho pestañeaba con un desdén frío hacia aquel pseudohumano corrupto que tenía delante, y la boca se le torció en un gesto de desprecio.

—Sí, carne de prisión —continuó él, con la voz más dulce y, si cabe, más desagradable—. Creo que te hace falta relajarte un poco, así que ¿por qué no abres esas piernas?

Dicho eso, le chupó los labios y miró de reojo a la guardia femenina. No es que fuera a intervenir, porque estaba tan enferma como cualquiera de los miembros masculinos del personal de Timmons. De hecho, su expectación era incluso más enfermiza que la de Bergren.

—Vente p’aquí, carne de prisión —le susurró, acercándola con la mano que la sujetaba por el hombro y dirigiendo hacia sus pechos la que le quedaba libre.

Pero no llegó a tocárselos porque en cuanto lo vio, la zurda de Honor lo atacó como una víbora, y en cuestión de segundos solo se oían sus gritos de dolor mientras Honor sujetaba con sus dedos la muñeca de él como si la tuviera atornillada. Bergren trató de liberarse, pero la mano de Honor era como una esposa de acero. Su pasividad le había hecho olvidar sus orígenes de alta gravedad, lo mismo que le había convencido de que siempre iba a comportarse de manera pasiva. De pronto, el miedo (más oscuro, más desagradable y mucho más fuerte por lo inesperado) se instaló en sus ojos a medida que ella le apretaba más y más mientras esbozaba una caricatura de sonrisa con la parte derecha de la boca.

—¡Quítame la mano de encima!

Las cinco palabras se escucharon con una claridad peligrosa que sorprendió hasta a Honor después de tantos días interminables de silencio. Había acero en ellas y un hambre que multiplicaba la que tenía inicialmente y, por un solo instante, sirvieron para helarle la sangre. Pero Bergren volvió en sí enseguida y dio un paso al frente para tratar de empotrarla contra el mamparo.

No funcionó. De hecho, Honor apenas se movió, y entonces él gruñó ásperamente y ella retorció la mano. La súbita explosión de dolor en su muñeca lo hizo arrodillarse.

—¡Suéltalo, puta! —La otra guardia accedió al interior y se llevó la mano a la porra que tenía en el cinturón, y Honor giró la cabeza para mirar a la otra mujer a los ojos.

—Atrévete a golpearme con eso y te parto la columna —le espetó sin inmutarse, y la mujer de Seguridad Estatal se quedó petrificada por la seguridad con la que había pronunciado aquellas palabras. Acto seguido se volvió a activar.

—¡No lo creo, carne de prisión! —replicó con aire despectivo—. Si lo haces, no llegarás muy lejos y te aseguro que no te va a gustar lo que te van a hacer los demás si lo intentas siquiera. Además, tienes amigos ahí arriba, ¿te acuerdas?

La guardia volvió a dar un paso al frente con confianza renovada… y Bergren chilló al notar un chasquido en la muñeca. Honor le pegó una patada y se giró para ponerse cara a cara con su acompañante, que reculó ante aquel fuego frío y hambriento de sus ojos.

—Tienes razón —le dijo Honor con dulzura—. Tengo amigos «ahí arriba» y puedes hacer los jueguecitos enfermizos que quieras amenazándolos. Pero este no. Ni siquiera por ellos. Y en caso de que te hayas olvidado, Ransom me quiere «intacta», ¿te acuerdas? Así que juega a otra cosa, repo, pero dile al resto de la basura de aquí abajo que hay límites.

Bergren empezó a suspirar arrodillado, agarrándose la muñeca. Sin darle tiempo para que reaccionase, Honor sacó a pasear el pie derecho y le estampó la planta en la cara.

Bergren salió despedido hasta la esquina, gruñendo medio inconsciente, y la otra guardia se estremeció de terror y de odio hacia Honor por provocárselo.

—Puedes volver con tus amigos y hacer lo que quieras —le dijo con el mismo tono de voz dulce—. Ya lo sé. Pero más te vale que te traigas a todos, repo, y una vez que se acabe, no habrá forma, ninguna en todo el universo, de que me entregues con vida a Ransom.

La mitad viva de sus labios esbozó una sonrisa tímida y aterradora, y la mujer que tenía enfrente dio un paso hacia atrás involuntariamente, agarrando su porra y tratando de comprender cómo el equilibrio de poder en aquella celda podía haberse desnivelado de una manera tan radical en un instante tan breve, cuando todas las cartas estaban en su poder. Pero entonces miró al único ojo marrón de aquella mujer medio desnuda y demacrada que tenía enfrente y quien le devolvió la mirada fue una loba, una líder de la manada herida, muerta de hambre y debilitada, que había sido objeto de mofa y hostigada por los sabuesos de aquel lugar, pero que no volvería a serlo. Una loba que estaba dispuesta a morir allí mismo antes que seguir soportando más vejaciones. Una loba, pensó para sus adentros entre temblores, que, de hecho, estaba deseando (anhelando con rabia, tal vez) morir aunque solo fuera para clavarle los colmillos en la garganta a aquellos chuchos que la estaban incordiando.

La mujer miró aquel ojo hambriento y peligroso, y entonces lo supo. Supo exactamente cómo había cambiado el equilibrio.

A continuación apartó la mano de la porra con mucho cuidado y, sin retirar la mirada de la cara de Honor, se agachó, ayudó a un quejumbroso y medio inconsciente Bergren a levantarse y lo sacó de la celda sin pronunciar palabra. Cuando salió, cerró la puerta con llave y una parte muy dentro de ella se preguntó si estaba encerrando a la loba en su jaula… o si se estaba poniendo ella a salvo de la loba.