24
—¿Que ella qué?
Rob Pierre se quedó mirando a la pantalla de su intercomunicador con una mezcla de furia e incredulidad mientras al hombre que tenía enfrente le costaba tragar saliva.
Llevaba en la solapa la insignia del Ministerio de Información Pública y una chapa que rezaba «L. Boardman, Subdirector Segundo de Información», y su falta de entusiasmo ante aquella conversación había quedado patente.
—Puedo enviarle los chips, ciudadano presidente. —Las palabras se le trabaron por las prisas derivadas de su desesperado deseo de evitar que le echaran el muerto encima—. Quiero decir, no sé mucho, señor, y ahí podrá tener toda la información más clara de lo que yo…
—Cállese.
El tono de voz de Pierre cortó como helio helado las disculpas de Boardman, que cerró la boca de inmediato. El presidente del Comité de Seguridad Pública se quedó mirándolo con esos ojos oscuros y mortíferos suyos y después se relajó… un poco. El pánico de aquel burócrata subrayaba el enorme abismo que existía entre ellos de una manera que a Pierre lo hacía sentir lejanamente avergonzado. Tenía la capacidad de destruir (literal o figuradamente, según tuviese el día) a aquel hombre si se le antojaba, y los dos lo sabían. Aquella clase de poder era peligrosa y Pierre se obligó a recordárselo a sí mismo.
Tenía un carácter corrosivo del que debía protegerse constantemente pero, pese a todas sus precauciones, lo cierto es que aquella corrosión tenía un sabor dulce también.
Igualmente podía darse un capricho, aunque fuera uno pequeñito… ¿no? Cuando la galaxia entera parecía estar explotándole en la cara, ¿qué daño hacía demostrar que había ciertas cosas que lo irritaban y que podía aplastar de un plumazo?
Pierre respiró hondo, carraspeó y se inclinó para acercarse más a Boardman.
—Por supuesto que quiero ver los chips —le indicó, en un tono tan cargado de paciencia que llevaba implícita la palabra «¡idiota!», aunque no llegara a pronunciarla—. Pero hasta que lo haga, no obstante, infórmeme de lo más importante. Ya.
—¡Sí, señor! —Boardman pareció ponerse en posición de firmes sin levantarse de la silla. Después los hombros se le retorcieron mientras hurgaba entre los papeles de su escritorio, hasta que finalmente se oyó el crujido que indicaba que había encontrado el papel con sus anotaciones.
—Esto…, vamos a ver —murmuró, mientras las gotas de sudor le caían de la frente según repasaba las notas—. Oh. Sí, vale, ciudadano presidente. —Volvió a mirar las indicaciones y esbozó una sonrisa enfermiza—. Según el ciudadano Mancuso, mi asistente, el ciudadano contraalmirante Tourville… —prosiguió, volviendo a mirar de reojo las notas—. Eso es, el ciudadano contraalmirante Lester Tourville capturó varios navíos mantis, incluido un crucero que llevaba a Honor Harrington a bordo.
Boardman hizo una nueva pausa mirando su propia letra como si se temiese que lo que había allí anotado fuera a desaparecer si le quitaba los ojos de encima. Aunque también podía ser, pensó Pierre, que simplemente no se pudiese creer lo que acababa de decir. Lo cual era bastante razonable, por otra parte, teniendo en cuenta la regularidad con la que Harrington había pateado los culos de los oficiales de la RPH que habían tenido la desgracia de cruzarse en su camino. Pero la pausa se estiró lo suficiente como para convertirse en una nueva fuente de incomodidad y Pierre carraspeó de un modo suficientemente explosivo como para que Boardman saliera de la ensoñación que se hubiera apoderado de él.
—¡Oh, discúlpeme, ciudadano presidente! —dijo rápidamente—. Como decía, el ciudadano contraalmirante Tourville capturó a Harrington e informó de ello al Sistema Barnett, donde se informó a su vez a la ciudadana secretaria Ransom. Las implicaciones propagandísticas de tal acontecimiento le resultaron obvias, por supuesto, así que ordenó a Tourville que hiciera que Harrington regresara a Barnett.
—¡Esa parte sí la entiendo! —espetó Pierre—. ¡Lo que quiero es saber qué demonios se pensaba Ransom que estaba haciendo después de eso!
Boardman se encogió con los ojos sumidos en el pánico. No solía haber choques internos entre los miembros del Comité (públicamente, al menos); pero, cuando sucedían, lo que solía venir después era la desaparición de alguno de los contendientes, y Rob Pierre solía tener cuidado normalmente de no revelar nada que pudiera ser utilizado para condenar públicamente a ninguno de sus colegas. No porque no se enfadara, sino porque alguien con su poder no se atrevía a mostrar ese enfado. Si hacía pública una confrontación, entonces su puesto al frente del Comité no le dejaría más alternativa que eliminar a quienquiera que lo hubiera enfadado, porque cualquier acción que se quedase por debajo de eso sería un menoscabo para su propia autoridad y posición.
Boardman lo sabía… y también sabía que, siendo él uno de los asistentes de más rango de Cordelia Ransom, si la furia de Pierre se descargaba sobre ella, aquello no podía traerle nada bueno a él. Claro que si no apoyaba lo suficiente a su jefa y esta sobrevivía, sin duda alguna se iba a acabar enterando de su falta de apoyo… lo cual traería igualmente unos resultados desastrosos. Pero por el momento, Ransom estaba a años luz de allí, mientras que Rob Pierre estaba apenas sesenta pisos por encima en el mismo edificio, así que el burócrata se obligó a mirar al ciudadano presidente a los ojos.
—No estoy seguro de todo lo que le pasaba por la cabeza, señor —repuso con sorprendente firmeza—. Yo no estaba allí y no he tenido tiempo de ver los chips todavía. A juzgar por la sinopsis que me han facilitado, no obstante, parece que ella invocó la sentencia a muerte que pesaba contra Harrington antes de la guerra, durante el antiguo régimen, y bueno… —Boardman hizo una nueva pausa y volvió a respirar hondo—. Ella decidió llevársela personalmente hasta Camp Charon para ejecutar la sentencia, señor —indicó.
—¿Podemos detenerla? —inquirió Esther McQueen con aspereza. Oscar Saint-Just y ella estaban sentados justo enfrente de Rob Pierre, que estaba situado detrás de su enorme escritorio; y los ojos verdes de McQueen ardían en llamas. Estaba empezando a familiarizarse con su nuevo trabajo y, por el camino, se había dado cuenta de que el Ministerio de la Guerra estaba incluso en peor forma de lo que se había figurado a partir de su experiencia en el frente. Los problemas que ya había detectado tenían un enorme parecido con los de los establos de Augías y, en todo caso, a McQueen no le hacían falta aquellos ejercicios de demencia gratuita que no hacían sino complicarle su tarea.
—No veo cómo —le respondió Saint-Just con voz monótona—. La nave informativa de Theisman ni siquiera había salido hacia Haven hasta tres días después de que Cordelia partiera hacia Cerberus. Ahora mismo estará a menos de seis días del Sistema y cualquier nave informativa que mandáramos nosotros tardaría siete días en llegar allí.
—¡Pero lo podemos intentar, al menos! —espetó McQueen—. ¡Seguro que ni siquiera alguien como Ransom colgaría a Harrington el mismo día que llegase!
—Me temo que no se está dando cuenta de lo realmente importante, ciudadana almirante —apuntó Pierre sombríamente—. Ni siquiera aunque consiguiera avisarla a tiempo, no podemos permitirnos dar una orden que contradiga su mando.
—¿Por qué no? —McQueen consiguió que su tono sonara más dulce en el último minuto, pero a pesar de su formidable autocontrol, su frustración resultaba evidente. Pierre suspiró, con la esperanza de poder fingir que la reacción de McQueen estaba fuera de lugar.
—Porque ella ya ha filtrado su «entrevista» con Harrington —le respondió Saint-Just en su lugar—. Nuestra propia gente ya lo sabe y a estas alturas los informantes de la Liga Solariana habrán enviado informes a sus despachos en el espacio de la Alianza, así que estoy seguro de que se puede imaginar la lata que darían las noticias si hiciéramos algo así. E incluso si los corresponsales de la Liga no tocaran el tema por alguna razón, los espías que supervisan nuestras emisiones a la Alianza tienen que disponer de la misma información. Y eso, por supuesto, significa que si no ha llegado ya a Mantícora, lo hará en breve… y no podemos cambiar de táctica sin quedar como estúpidos integrales.
McQueen lo miró durante varios segundos y después miró a Pierre, que asintió con gesto serio. La nueva secretaria de guerra se quedó sentada sin moverse durante un momento y después retomó la palabra con el tono de voz más calmado que pudo lograr.
—Ciudadano presidente, esto hay que pensarlo con mucho cuidado. En sí misma, como una simple oficial militar, Harrington no es tan relevante. No niego sus capacidades ni el daño que nos ha hecho. De hecho, admitiré que, sea enemiga o no, es una de las mejores en este campo. Estrategas como ella salen posiblemente media docena de veces en cada generación (si se tiene suerte), pero en el fondo, desde una perspectiva puramente militar, no es más que una almirante más, o comodoro, dependiendo de a qué ejército esté sirviendo en este momento.
»Pero la ciudadana del Comité Ransom está cometiendo un error muy, muy grave si considera a Harrington exclusivamente como una oficial militar. El Reino Estelar de Mantícora ve a esa mujer como una de sus dos o tres mayores héroes de guerra. El protectorado de Grayson no solo la considera una heroína, sino una de las más destacadas. Y nuestra propia Armada la ve tal vez como la oficial más deslumbrante del otro bando. Estoy segura de que la flota, y al menos algunos segmentos de nuestro público civil, tendrán una sensación de alivio y victoria si saben que se la ha borrado del mapa. Pero con mandarla a un campo de prisioneros ya habremos conseguido eso. No tenemos que matarla… y su ejecución basada en unos, me perdonarán por calificarlos, «cargos inventados», tendrá consecuencias que irán mucho más allá de la pérdida de sus capacidades para el ejército aliado o de cualquier ventaja propagandística que pudiéramos tener nosotros a corto plazo. La vamos a convertir en una mártir, señor, y eso la hará diez veces, ¡cien veces!, más peligrosa que lo que ha sido nunca en vida. E incluso si no atendemos en absoluto al efecto que su ejecución tendría en el otro bando, piensen en lo que significará para nuestro propio pueblo. Los mantis no nos van a perdonar nunca por esto, pero nunca, y con todo el debido respeto al ciudadano SaintJust, no es el personal de SegEst el que va a caer en sus manos. Es la Armada y los marines, y nuestras fuerzas de asalto sabrán que son ellos los que van a pagar por esto. No solo va a hacer que sea inevitable que se pongan nerviosos por su propio futuro, sino que también va a sembrar una desconfianza inevitable entre ellos y Seguridad Estatal, porque estén en lo cierto o no, es a ellos a quienes van a culpar por llevar a cabo la ejecución.
McQueen observaba el rostro de los dos hombres que tenía enfrente mientras les hablaba, pero no atisbó en ellos ni rastro de la furia que se esperaba que fueran a provocar sus comentarios. De hecho, no podía recordar haber visto emoción alguna en la cara de Saint-Just, y la expresión de Pierre era más de concordar con ella y de cansancio que de ira. No obstante, el presidente meneó la cabeza cuando McQueen terminó su alegato. Pierre se recostó de nuevo en la silla, con una mano en los archivos mientras la otra masajeaba sus ojos, y volvió a intervenir con voz seria.
—No puedo ponerle un pero a sus análisis —apuntó—. Pero incluso aunque Harrington sea más peligrosa para nosotros como mártir, no podemos permitirnos desautorizar a Cordelia. No en público. —Pierre bajó la mano que tenía levantada y su mirada oscura hizo que McQueen permaneciese clavada en su asiento—. Se equivoca. Sé que toda esta idea es estúpida y usted también, lo mismo que Oscar, pero es que ella ya lo ha hecho público. Si la desautorizo ahora, también tendré que hacerlo públicamente, y no puedo. No después de que haya pasado tan poco tiempo desde el asunto de los igualitaristas. No, teniendo en cuenta que es uno de los miembros originales del Comité, además de la cabeza visible de Información Pública. Sencillamente no nos podemos permitir una confrontación en público en este momento, no cuando solo Dios sabe quién puede estar esperando cualquier fractura entre nuestra cúpula para aprovecharse. No, ciudadana almirante —concluyó, meneando la cabeza con gesto de cansancio—, por muy alto que sea el precio que tengamos que pagar por dejar que el procedimiento siga su curso, siempre será menor que el coste de detener a Cordelia.
McQueen se recostó en su asiento y cerró la boca pese a que las protestas seguían ardiéndole en la punta de la lengua. Su indignación la alimentaban la furia y el disgusto casi tanto como la propia lógica; pero no hacía falta ser físico hiperespacial para darse cuenta de que la decisión ya estaba tomada antes incluso de que lo informaran de lo que había sucedido. Pierre y Saint-Just estaban siendo tan estúpidos como Ransom, al menos a largo plazo, pensó amargamente para sus adentros, pero tratar de convencerlos de aquello solo iba a minar su propia posición, a la par reciente y frágil. Hasta ese momento, sus protestas parecían haber suscitado un cierto consenso. Ellos no podían negar la validez de sus argumentos, tan solo tenían la sensación de que una fractura abierta con Ransom pesaba más que lo que ella había señalado. Se equivocaban, pero si quería mantener el poco o mucho respeto que se hubiera granjeado al manifestar su opinión, tenía que abandonar su defensa antes de que su lamentable decisión actual de desoír sus argumentos se convirtiera en algo aún peor.
—Muy bien, ciudadano presidente —suspiró finalmente—. Sigo creyendo que es un error grave, pero la decisión es, en última instancia, algo político. Si tanto usted como el ciudadano del Comité Saint-Just consideran que sería… desaconsejable desautorizar a la ciudadana del Comité Ransom, son ustedes los que tienen que tomar la decisión.
—Gracias, ciudadana almirante. —Pierre parecía verdaderamente agradecido y McQueen se preguntaba por qué, si era él el presidente del Comité. Tanto él como Saint-Just podían hacer lo que les saliera de las narices, con o sin su aprobación… por ahora, de momento—. Me temo muy mucho que su análisis de la reacción de nuestros propios militares es, posiblemente, bastante atinado —prosiguió—, y vamos a necesitar toda la ayuda que podamos recabar para que no se nos vaya demasiado de las manos. A tal efecto, le agradecería cualquier consejo que le pudiera dar al ciudadano Boardman. —McQueen elevó una ceja y Pierre sonrió sarcásticamente—. El ciudadano Boardman va a redactar el comunicado oficial del Comité y el borrador de un comunicado para nuestras propias Fuerzas Armadas, pero sus capacidades no me inspiran, cómo decirlo, la mayor de las confianzas. Sobre todo en lo que se refiere a los militares, va a necesitar toda la ayuda que pueda conseguir para hacer que esto suene bien.
—Ciudadano presidente —repuso McQueen con franqueza—, no creo que podamos hacer que esto les suene «bien» a los militares de ninguna manera. Lo máximo que podemos desear es que les parezca lo menos malo posible, pero por supuesto estoy dispuesta a ofrecerle al ciudadano Boardman toda la ayuda que esté en mi mano.
—Gracias —volvió a decir Pierre y McQueen siguió sus indicaciones. Se puso en pie y asintió al resto con exactamente la misma mezcla de deferencia y sentido de su propio aprecio hacia ellos, después caminó hacia la puerta y se dirigió a los ascensores. Tuvo que esforzarse al máximo, eso sí, para que su manera de caminar no revelase la ira que seguía hirviendo en su interior.
Bueno, al menos no he sido yo quien ha tomado la decisión, se recordó a sí misma. Lo cierto es que he presentado batalla para que no se tomara, y no solo por propia conveniencia. Curioso. Por primera vez en años puedo decir honestamente que tengo «las manos limpias»… y eso no cambia absolutamente nada.
McQueen llamó al ascensor y cruzó los brazos mientras esperaba.
Por otra parte, todo esto puede traer algo bueno, al menos, musitó para sus adentros. No inmediatamente, no, pero la ejecución fue idea de Ransom, y Pierre y Saint-Just se negaron a desautorizarla, ¿verdad? Y el cuerpo de oficiales va a saberlo, lo mismo que lo sé yo. A la postre, los mantis también lo van a saber. Eso puede ser una baza interesante cuando llegue la hora. Al fin y al cabo, en algún momento voy a exhibir mi indignación moral por los excesos de Seguridad Estatal y del Comité, ¿no?
Las puertas del ascensor se abrieron y Esther McQueen torció el gesto dibujando una sonrisa sardónica al franquear la entrada.
* * *
Miranda LaFollet se sentó en un asiento a la sombra y observó a los niños jugar. Farragut estaba tendido sobre la panza en el asiento de al lado, con la mandíbula apoyada amigablemente sobre su muslo. Ella bajó la vista y le sonrió mientras extendía la mano para sentir esa suavidad mágica de su lomo. Un suave ronroneo empezó a retumbar en sus oídos mientras Farragut arqueaba la espalda mínimamente, aunque hasta esa respuesta tan delicada convertía aquella sensación de sorpresa en algo auténticamente nuevo. Miranda no podía imaginarse que podía haber hecho para merecerse aquel amor o la magia de su vínculo con él. Él era su acompañante, su paladín, su amigo más cercano, todo en uno, y el simple hecho de pensar en una vida sin él se había vuelto ya inconcebible para ella. Sencillamente era algo que no podía ocurrir y sentía una gratitud indescriptible hacia…
Sus pensamientos se cortaron de golpe y sus ojos grises se volvieron sombríos. Siempre ocurría así. Había conseguido aparcar aquel pensamiento concentrándose en las cosas que había que hacer, las sencillas rutinas diarias que podían consumir gran parte de su tiempo; pero entonces sucedía algo y la oscuridad regresaba con una fuerza abrupta y brutal.
Miranda volvió la vista hacia el resto de los gatos y una preocupación familiar se apoderó de ella. Samantha y Hera se estiraban con las extremidades apoyadas sobre un roble de la Antigua Tierra, meneando el extremo de sus colas prensiles mientras cuidaban de los gatitos y observaban a Casandra y Andrómeda perseguir a sus hermanos entre la maleza bajo la atenta mirada de Artemisa. A juzgar por aquella escena, todo parecía completamente normal, pero Miranda ya estaba allí cuando James MacGuiness regresó de Grayson. Lo había observado mientras hablaba a Samantha y, con Farragut entre los brazos, sentía la tensión que se cortaba entre ellos mientras MacGuiness le explicaba lo ocurrido al compañero de Samantha.
Si alguien de los allí presentes había dudado alguna vez de que los ramafelinos entendían su idioma, nunca volverían a hacerlo. Samantha se puso tensa e incómoda desde el momento en que MacGuiness entró por la puerta, lo cual indicaba claramente que estaba sintiendo su confusión emocional; aunque tampoco es que nadie hubiera necesitado un sentido empático para anticiparlo. El rostro abatido y cansado de MacGuiness ya se lo había gritado al universo entero y, además, se había agachado precisamente delante de Samantha para hablar con ella. La gata se había puesto rígida delante de él, con los ojos verdes clavados en los de MacGuiness, y él se lo había contado todo.
Miranda no iba a olvidar nunca ese momento. Ya lo había oído en las noticias y sabía que su hermano, al igual que su gobernadora, estaban desaparecidos. Pese a todo, seguía teniendo al resto de su extensa y adorable familia… y a Farragut. Por muy terrible que hubiera sido la noticia, tenía gente que la quería y obligaciones con las que distraerse. Pero Samantha había perdido a la persona que había adoptado apenas veinte meses-T antes. Ahora su compañero y su persona estaban desaparecidos, y la desolación que podía verse en sus ojos le retorcía el corazón a Miranda. El resto de gatos se habían volcado con ella, hasta Farragut, proporcionándole la calidez física de sus cuerpos y la más intensa y profunda de su propia presencia. Con todo, por muy empática o telepática que fuera, Samantha se había sentido tan sola en aquel momento como lo hubiera estado cualquier humano.
En algunos sentidos, los días interminables que habían transcurrido desde entonces habían sido una bendición, porque habían limado la inmediatez del impacto de la noticia.
Tal vez el tiempo no curase todas las heridas, pero nadie (gato o humano) podía soportar la angustia del momento de la pérdida indefinidamente y, como Miranda, Samantha había sido su familia. Ella tenía al resto del clan que Nimitz y ella habían traído a Grayson, y a sus hijos, así que decidió ocultarse bajo ellos de la misma manera desesperada que Miranda se había refugiado en su familia. Y los gatos no se habían olvidado tampoco de MacGuiness. Era como si comprendiesen (y no había duda de que así era) que él también necesitaba a su «familia» en un momento como aquel, y uno de los adultos siempre le llevaba un gatito al que aferrarse mientras dormía o mientras tenía que afrontar cualquier otro problema. Lo cuidaron con tanta atención como lo hicieron con los hijos de Samantha, y Miranda también se percató de que el personal de la hacienda Harrington hacía lo propio. Nadie de la gente de lady Harrington iba a admitir nunca lo que estaban haciendo, por supuesto, pero la verdad era que estaban tan unidos a MacGuiness como a la gobernadora, y en cierto modo cuidarlo era como una promesa hacia lady Harrington de que su hogar y su asentamiento estaría listo para cuando volviera.
Farragut se revolvió y levantó la cabeza del regazo de Miranda. Ella volvió la cabeza para ver qué había llamado su atención y esbozó una sonrisa al ver quién era el nuevo inquilino del asentamiento Harrington que caminaba hacia ella. En cierto sentido, no podía haber escogido peor momento para llegar a Grayson, pero Miranda estaba profundamente agradecida de que la doctora Harrington estuviera allí.
La doctora se había sumergido en la tarea de organizar la clínica con una energía tan formidable como la de su hija y los resultados habían sido impresionantes. Los médicos manticorianos habían ido desembarcando en masa en Grayson durante los últimos años.
Al menos un tercio eran mujeres y el enorme desfase entre la medicina moderna y la que se practicaba en Grayson antes de la Alianza se había disipado en buena parte hasta el punto de echar por tierra cualquier reserva que se pudiera tener respecto a la presencia de mujeres médicos. A cualquier médico le resultaba difícil argumentar que las mujeres podían ser menos competentes que ellos cuando el conocimiento médico de las mujeres en cuestión iba por lo menos con un siglo de adelanto con respecto al suyo. Aunque claro, nada era imposible para aquellos que tuvieran los prejuicios suficientes. Un cierto porcentaje de los médicos graysonianos más conservadores se las habían apañado para mantener sus prejuicios, pero eran una minoría bien diferenciada. A pesar de eso, no obstante, algunos miembros de la profesión médica en Grayson (y no todos ellos retrógrados, en ningún caso) asumían que la relación de la doctora Harrington con la gobernadora, más que sus propias capacidades, era lo que mejor explicaba su elección para dirigir la clínica.
Hasta ese momento, lo más que alguien había conseguido aferrarse a esa suposición después de conocerla era menos de veinte minutos, independientemente de si se acercaban a ella para consultarle un asunto administrativo o médico. La doctora Harrington se había preparado en las mejores universidades médicas y en los mejores hospitales universitarios de toda la galaxia conocida, tenía sesenta y cinco años-T de experiencia de la que tirar y una energía y entusiasmo que hubiera envidiado cualquiera con un cuarto de su edad; y (lo mismo que su hija) se sentía sencillamente incapaz de dar algo que no fuera el máximo de sí misma. Ni siquiera tenía que tratar de impresionar a sus críticos, sencillamente tenía que ser ella misma.
Por desgracia (o por suerte, tal vez, el juicio mental de Miranda estaba aún por decidir), las diferencias entre su experiencia y la de su hija se habían puesto de manifiesto enseguida. De hecho, a un observador imparcial se le habría perdonado que se preguntara si la sociedad de Grayson iba a poder sobreponerse al impacto de la doctora Harrington.
Miranda estaba segura de que Allison Harrington no tenía maldad, pero no por eso su sentido del humor era menos puñetero; y a eso había que sumarle que la doctora era plenamente consciente de cómo se podían sentir los elementos más conservadores de Grayson con respecto a la reputación de Beowulf. La cena de la primera noche con los Clinkscales lo había dejado bien patente, porque se había presentado con un vestido con la espalda al aire de color gris humo hecho de seda fina, muy fina, de neogusano de Naismith que tenía, además, un escote de vértigo. La sencillez de su corte era abrumadora, pero el tejido opaco se ceñía a su cuerpo como el humo que parecía ser, resaltando las curvas de manera tan reveladora que, durante los primeros segundos, Miranda temió por la salud del regente. Ya no era ningún jovencito, al fin y al cabo, y el impacto potencial de aquel vestido en su presión arterial habría bastado para preocupar al más pintado. Pero lo cierto es que Clinkscales se tomó aquella primera muestra de fuerza de la doctora Harrington con más prudencia de lo que Miranda se había esperado, evitando cualquier muestra de confusión, consternación o ira. De hecho, sonrió y todo al agacharse para besarle la mano con una formalidad exquisita antes de acompañarla a la mesa del comedor, donde le presentó a sus esposas.
Miranda no sabía si las habría puesto en antecedentes o no. Más bien lo dudaba, pero durante los últimos tres años las tres habían demostrado una flexibilidad que, a buen seguro, habría sorprendido a su marido en alguna ocasión. Su respuesta al vestido de Allison se centró en un reconocimiento de la calidad de su tejido y la sencillez del diseño que dio paso a una comparación sobre los estilos graysonianos y manticorianos. Para sorpresa de Miranda, Allison se había sumado a la conversación, con ese brillo en los ojos de quien disfruta de una buena tertulia, razón por la cual Miranda llegó a una conclusión que no se lo había esperado en absoluto.
Allison Harrington era presumida. No, no en un sentido negativo, simplemente era más que consciente de su propio atractivo y su pasión por los «modelitos» era igual o mayor que la de cualquier graysoniana. En cierto modo, Miranda había dado por sentado que lady Harrington era la típica mujer manticoriana. Estaba claro que la gobernadora hacía todo lo posible por estar presentable y no cabía duda de que disfrutaba como la que más yendo como un pincel, pero siempre había sido algo secundario para ella. Y, en cierto modo, también era secundario para su madre. En el plano profesional, mientras trabajaba para organizar la clínica y comenzar la ingente tarea de elaborar el mapa de los genomas de todos los ciudadanos del asentamiento Harrington, era tan eficaz y disciplinada como la gobernadora, y no se podía preocupar menos por su aspecto. Pero una vez que abandonaba la clínica, se emocionaba casi como una niña con la ropa, las joyas y los cosméticos… esas cosas, en fin, hacia las que su hija parecía mostrar una absoluta indiferencia.
Aquella afición se completaba con una pasión particular por pinchar a los más criticones, y la combinación de su belleza, su talla profesional como la mejor experta en genética que había pisado jamás el planeta de Miranda, su sentido del humor, y su retranca de Beowulf la convertía en un arma mortífera allí en Grayson. Los tradicionalistas, que en su momento se sintieron escandalizados por «aquella mujer extranjera», ya estaban colocando en el punto de mira a la madre de la mujer extranjera. La doctora Grayson era equilibrada, tenía confianza en sí misma y (al contrario que a su hija) le encantaban las fiestas, las cenas y los bailes. Los disfrutaba sin disimulo y hasta la extenuación y, allí donde la gobernadora se sintió fuera de lugar y ridícula cuando empezó a habituarse a la indumentaria femenina graysoniana «adecuada», Allison, ayudada y alentada por las esposas del regente y (sobre todo) por Catherine Mayhew, se había metido de lleno en los modelos más extravagantes que había sido capaz de encontrar. Muy pocas graysonianas se habrían puesto la ropa que llevaba ella, pero estaba claro que ella hacía lo que le venía en gana, y que su belleza de ojos almendrados y su encanto arrollador hacía todo lo demás.
Debió de resultar tentador para todos los miembros de la vieja guardia etiquetarla como una ridícula y una frívola que procedía de una sociedad casquivana, pero cualquiera que cometiera el error fatal de dejar que su fachada juvenil le permitiera subestimarla no tendría opción de enmendar su falta. Era obvio que ella echaba de menos, y quería, mucho a su esposo, pero también se había pasado más de setenta años-T deleitándose con su habilidad de atraer a los machos de la especie. Hasta ese momento había evitado hacer cualquier cosa que pudiera avergonzar a su hija, pero Miranda sospechaba que la única razón para obrar así era que podría avergonzar a lady Harrington. Pero estaba claro que no le iban a doler prendas en utilizar la reputación de Beowulf para atraer a los buitres sociales hasta hacerlos incurrir expresamente en falsedades que le permitiera ponerlos a sus pies. Miranda no había tenido más que observarla en una sola fiesta para darse cuenta de dónde venían las despiadadas dotes tácticas de su hija.
Pero tampoco había habido mucho tiempo para que Allison escandalizara Grayson como Dios manda antes de que las fiestas se suspendieran de inmediato después de la noticia de la desaparición de la gobernadora. Un nubarrón había descendido sobre todo el asentamiento Harrington, y en particular sobre la hacienda Harrington y la gente que mejor la conocía. Lord Clinkscales había mandado inmediatamente al Tankersley a Mantícora para transportar al padre de lady Harrington hasta Grayson, y el protector Benjamín y su familia estaban listos para reconfortar a Allison en su ausencia. Y aun así, las cosas no habían salido como ellos esperaban porque se habían dado cuenta de que, muy en su interior, cuando se aparcaban las bromas y la moda y las poses, lo que quedaba era una serenidad personal inmensa y una fortaleza sin límites. A ella se había aferrado poderosamente cuando se informó de la desaparición de su hija y, en cierto modo, se lo había propagado a todo el personal de lady Harrington. Lo que la gobernadora había llamado medio en broma su círculo de confianza (MacGuiness, Miranda y Howard Clinkscales) se había visto en la necesidad especial de refugiarse en la serenidad de la doctora y ella los había acogido allí de buen grado. No llevaba ni dos meses en Grayson, pero Miranda apenas podía imaginarse la hacienda Harrington sin ella. Y lo que era más importante, quizá, no quería imaginársela sin ella.
Miranda vio cómo Allison se acercaba y su sonrisa irónica se hizo más patente. Como la «abuela» humana de los hijos de Samantha, la doctora Harrington vigilaba de cerca lo que hacían los pequeños. En ese sentido, tenía un gran interés en todos los gatos que se habían mudado a Grayson. Miranda se preguntaba si parte de eso se debía a que eran como un hilo conductor con su hija, pero independientemente de la base, su interés era profundo y genuino. Miranda se preocupaba desde entonces de mantenerla informada de cualquier detalle interesante o divertido, y más ahora, sobre ellos y sabía que la broma pesada que Farragut y Hood le habían gastado al jefe de jardineros aquella mañana le iba a resultar especialmente graciosa.
Pero entonces la sonrisa de Miranda se desvaneció, porque algo no iba bien. Tardó varios segundos interminables en darse cuenta de qué era y, cuando lo hizo, saltó como un resorte del banco, como si fuera un ente informe y aterrorizado. Nunca había visto a Allison Harrington caminar así. Aquella energía, aquel entusiasmo que tan característicos eran en ella se habían desvanecido para dar paso a un tranco plomizo y mecánico. Era como si las piernas se le siguieran moviendo porque no tenían más remedio, o como si su propietaria ni supiera ni le importara hacia dónde se encaminaban sus pasos y siguiera andando ciegamente hasta toparse con algún obstáculo que la quitara de en medio.
Miranda bajó la vista fugazmente para observar a Farragut. Los ojos del gato estaban fijos en Allison y tenía las orejas erizadas mientras un tenue gruñido le retumbaba en la garganta. Después de ver que Miranda la observaba y devolverle la mirada brevemente, sus ojos de color verde oscuro dirigieron su atención hacia Allison. Miranda miraba hacia los lados, confundida, tratando de entender qué estaba ocurriendo, y el corazón le dio un vuelco al comprobar que todos los gatos adultos estaban empezando a aparecer por allí como por arte de magia. Salían de entre los matorrales, aparecían dando saltos de extremidad en extremidad, precipitándose por los caminos, y todos ellos (todos y cada uno de ellos) tenían la mirada fija con una tremenda urgencia en la madre de la gobernadora.
Se fue acercando con aquel paso lento y mortal y Miranda fue a su encuentro, tratando de combatir aquel terror informe que se apoderaba de ella. Se preguntaba, para sus adentros, hasta qué punto aquello era una reacción instintiva al modo en el que Allison se movía y hasta qué punto, si es que lo era de algún modo, era un simple eco de la reacción de los gatos. ¿Qué clase de respuesta podía esperar un humano de nueve gatos adultos preocupados hasta la desesperación? Aquellos pensamientos sonaban lejanos, perdidos y, en el fondo, sin importancia, así que Miranda volvió en sí y puso la mano sobre el hombro de Allison.
—¿Milady? —Miranda escuchó el miedo en su propia voz, a pesar de que no tenía ni idea aún de cuál podría ser la fuente que lo originaba. Su roce sirvió para detener a Allison, pero por un momento Miranda pensó que no la había escuchado… o que estaba tan perdida en su propio dolor que la estaba ignorando. Pero entonces Allison alzó la vista y el terror informe de Miranda se le subió de repente a la garganta, estrangulándola, porque aquella desolación absoluta de los ojos almendrados de Allison la desgarró por dentro—. ¿Qué ocurre, milady? —le preguntó, con voz áspera y acelerada, mientras Allison levantaba la mano para cubrir la que Miranda le había puesto sobre el hombro.
—Miranda… —respondió ella con un tono apagado y mortecino que a Miranda le costó entender.
—¿Qué ocurre, milady? —repitió con más dulzura. A Allison le temblaban los labios.
—Yo… —La doctora Harrington se detuvo y tragó saliva—. Era el HD —dijo finalmente—. Acabo… Acabo de ver las noticias. Un comunicado de la Liga procedente de… de los repos y… —La voz se le apagó de nuevo y se quedó allí, de pie, observando a Miranda con aquellos ojos enormes y afligidos.
—¿Qué clase de comunicado? —preguntó Miranda, como si fuera una niña quien lo hacía, y su miedo se convirtió en pánico cuando la cara de Allison Harrington se acabó por arrugar completamente.