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El astillero en el que se había construido el Tepes había modificado su diseño básico para que se adaptara mejor a su papel como embarcación privada de Seguridad Estatal.

El cambio más importante le saltó a la vista a Warner Caslet en cuanto su patrullera se aproximó a la nave, porque el Tepes tenía tres gráser y una cabeza nuclear menos a cada lado que los que debería tener una nave clase Warlord, peso que se había sustituido por equipos de salvamento en forma de un contingente «Marine» duplicado y dos muelles adicionales de gran tamaño.

Las modificaciones le otorgaron al crucero de batalla la misma capacidad reducida que la de un superacorazado, lo que le pareció excesivo hasta que los equipos tractores acercaron a la patrullera hasta uno de esos muelles y pudo ver lo que había allí atracado: no menos de tres enormes lanzaderas de asalto, cada una de ellas mejor que una pinaza y armadas hasta los dientes, estacionadas contra los topes del embarcadero. A Caslet se le abrió la boca solo con verlas.

A aquella nave nunca le asignarían a los destacamentos habituales de la Armada Popular, lo cual significaba que aquellas lanzaderas no se usarían nunca contra los enemigos de la RPH. Se habían concebido para usarse contra los enemigos del Comité de Seguridad Pública, lo cual no era exactamente lo mismo. Estaban pensadas para facilitar el aterrizaje de fuerzas de asalto sobre los planetas de la propia República con vistas a erradicar a esos enemigos de entre los propios ciudadanos de la República y Caslet deseó poder creer que su presencia no era más que fruto de la paranoia. Pero no.

Independientemente de lo que uno pudiera pensar sobre el Comité o sobre Seguridad Estatal, el hecho de que tenían enemigos reales (y con tendencias violentas) era irrefutable, hecho que lastró aún más su, ya de por sí, sombría desolación.

Las cosas no mejoraron cuando el oficial del embarcadero lo saludó. Otra diferencia más con respecto a las prácticas militares habituales es que nadie pedía permiso para subir a bordo de una nave de SegEst. En lugar de eso, se revisaban los papeles, con guardias armados esperando a abrir fuego a cualquiera que fuese lo suficientemente estúpido como para tratar de colarse con una identificación falsa. Lógicamente, Caslet tenía que admitir que mientras los oficiales del embarcadero tuvieran un control de quien estaba a bordo y quién no, la tradición de las llegadas y salidas formales no era más que eso: una tradición. Pero eso no le impedía sentir que era algo que era preciso honrar, y aquellos guardias de ojos arrogantes y la manera ociosa en la que se comportaba el oficial del embarcadero le ponía de los nervios. No es que al teniente en cuestión pareciera importarle especialmente que Caslet pudiera tener una pobre opinión de él y de su nave.

Como el resto de la compañía en el Tepes, era de Seguridad Estatal, no de la Armada, así que se limitó a torcer el gesto mientras examinaba a los recién llegados. Caslet podía estar dos escalafones por debajo de él, pero no eran más que rangos militares. Además, la maquinaria de rumores había estado funcionando ya más de seis horas, así que el oficial de Seguridad Estatal sabía que Caslet estaba en la lista negra de la ciudadana del Comité Ransom. Con todos esos datos, Caslet se prestaba a ser más objeto de desdén que de respeto.

—¿Tú, Caslet? —le preguntó, extendiéndole la mano sin contemplaciones para que el recién llegado le diese la identificación.

La pregunta retumbó en un tono de voz a caballo entre la mala educación y el aburrimiento, con más de un matiz de insolencia. Caslet se giró lentamente para ponerse frente a él. No tenía sentido reaccionar con un insulto, pero el tono de aquel tipo había reavivado las ascuas de su ira anterior hasta hacerlas arder con brío de nuevo. Una leve pátina de hielo le prevenía de empezar cualquier confrontación con Seguridad Estatal, y la cordura y el instinto de autoconservación le pedía que lo dejara correr. Pero había algo casi liberador en ser consciente de los muchos problemas en los que ya estaba metido. En cierto modo, le dejaba con una sensación de no tener nada que perder, así que puso su bolsa de viaje sobre la cubierta y le lanzó una mirada gélida con aquellos ojos almendrados al hombre de Seguridad Estatal, ignorando la mano que le había extendido.

El oficial del embarcadero se puso rojo mientras aquella mirada gélida lo examinaba de pies a cabeza con un desdén sin límites y Caslet movió los labios en lo que se podía haber considerado una sonrisa si no hubiera desnudado tantos dientes.

—Sí, yo soy el ciudadano comandante Caslet. ¿Y usted es?

Su voz salió más fría que su propia mirada, como si fuera un escalpelo, y mostró la furia (y la imprudencia) suficiente como para dejar que ese cariz calara bien dentro. El oficial de Seguridad Estatal empezó a articular una respuesta rápida y cargada de furia, y después hizo una pausa. Ya había visto a un buen puñado de hombres y mujeres desesperados, y ese brillo gélido en los ojos de Caslet lo preocupaba. Había demasiada ira y demasiado poco pánico en ellos. La maquinaria de rumores podía haber sellado un billete de ida hacia la ruina para este hombre, pero él no parecía estar al corriente… y la maquinaria de rumores era famosa por sus equivocaciones. Seguramente no estaba equivocada, pero si era así, probablemente Caslet iba a salir reforzado en su posición, no debilitado. Ya era el oficial de operaciones del segundo mando armado más importante de la República, al fin y al cabo. Si volvía a ese puesto indemne, tendría acceso a personalidades muy relevantes, y mientras el oficial de Seguridad Estatal lo miraba fijamente en aquellos ojos helados, de pronto se dio cuenta de que aquel oficial en concreto no tenía pinta de acabar siendo el tipo de personas que perdonan y olvidan.

—Ciudadano teniente Janseci, ciudadano comandante —le respondió mucho más cuidadosamente. Caslet asintió de manera cortante y Janseci se cuadró informalmente. De hecho se planteó saludarlo solemnemente, pero de haberlo hecho, habría reconocido implícitamente que debería haberlo saludado así desde el principio… y que Caslet lo había intimidado después—. Necesito comprobar su identificación, ciudadano comandante —añadió casi pidiéndole disculpas.

Caslet se metió la mano lentamente dentro de su casaca para sacar su pliego de identificaciones, se lo pasó a Janseci y sintió una especie de placer interior, fuerte como lejía, al comprobar que los guardias armados del fondo sí se cuadraban como correspondía. Y todo ello por un simple oficial de la Armada. Cuánto honor.

El oficial del embarcadero examinó su identificación rápidamente, después cerró el pliego y se lo devolvió a Caslet. El ciudadano comandante bajó la mirada en dirección al documento, con los ojos aún gélidos, y la dejó allí clavada durante tal vez tres segundos.

Después extendió la mano, lo recogió y se lo volvió a deslizar hacia el interior de la casaca.

—Y bien, ciudadano teniente Janseci —le dijo un momento después—, ¿sabe alguien por casualidad adónde exactamente se supone que debo dirigirme?

—Sí, ciudadano comandante. Su guía está de camino y espero… —Janseci se detuvo y alzó una mano indicándole que se acercara a un suboficial que acababa de salir de uno de los dos ascensores de aquel enorme embarcadero—. Aquí está —le indicó a Caslet con una sensación de alivio—. El ciudadano jefe Thomas lo escoltará hasta sus dependencias.

—Gracias —repuso Caslet, con tono aún frío pero correcto, antes de girarse y ver al suboficial llegar hasta donde estaba él y saludarlo.

—¿Ciudadano comandante Caslet? —Caslet le devolvió el saludo y reconoció su identidad—. Si tiene a bien acompañarme, ciudadano comandante, nos organizaremos enseguida —le dijo Thomas reuniendo dos de las tres bolsas que la tripulación de la patrullera había enviado a través del tubo de acceso mientras Janseci y Caslet se concentraban en la otra.

—Gracias, ciudadano jefe —dijo Caslet, con un tono mucho más amable que el que le había dedicado a Janseci. Cogió la tercera bolsa, se colocó el asa sobre un hombro y siguió a Thomas hacia el ascensor, preguntándose qué estaba haciendo el ciudadano jefe a bordo del Tepes. Al contrario que Janseci, Thomas se comportaba como alguien que había prestado sus servicios en la Armada de verdad y lo había hecho bien, así que a Caslet no se le ocurría qué podía haber tentado a alguien hasta el punto de pedir ser transferido hasta… aquello.

Tampoco le preguntó. En parte porque no era asunto suyo en absoluto y en parte porque le daba algo de miedo lo que pudiera escuchar. Bueno, había hombres en líneas generales honorables, como Dennis LePic, que se habían convertido en comisarios populares (y, técnicamente, oficiales de alto rango en Seguridad Estatal) porque creían en lo que les había prometido el Comité de Seguridad Pública y Caslet podía medio entenderlo. Podía incluso respetarlo, por más equivocados que le pareciese que estaban, pero no quería llegar al punto de comprender lo que podía empujar a alguien (a quien fuera) a alistarse con las fuerzas de campo de SegEst.

A pesar de que las dependencias que le habían asignado eran más pequeñas de lo que le hubiera correspondido a alguien de su rango a bordo de una nave de la Armada, al menos no eran una celda. En su situación actual, había que considerar aquello como una buena señal, pero se recordó a sí mismo, mientras le daba las gracias a Thomas, que no debía permitirse demasiadas muestras de optimismo. Se dispuso a acomodarse allí. Abrió sus múltiples bolsas y fue colocando el contenido de ellas con la eficacia y rapidez de alguien que se había pasado los últimos veinte años de su vida trasladándose de una misión a otra. Trató de no pensar en el hecho de que el Sistema Cerberus estaba a más de ciento sesenta y ocho años luz de Barnett. Hasta para un crucero de batalla, el viaje podría durar casi un mes en ambos sentidos, lo cual le daba a Ransom un montón de tiempo de margen para concluir que Caslet debería estar encerrado en una celda. ¡Y si no te organizas pronto y finges, cuando menos, ser un buen chico, eso es exactamente lo que va a decidir, idiota! O eso o directamente decidirá no permitirte volver a casa una vez que estés en Hades.

Solo de pensarlo se le dibujó un gesto amargo en el rostro, pero sabía que era cierto, así que se permitió pensar en su situación actual como un problema táctico mientras trataba de poner sus emociones bajo control. Los capitanes de un buque de guerra aprendían a poner sus emociones a buen recaudo en combate y, en situaciones como la que él estaba viviendo en ese momento, aquello también servía de gran ayuda. Aunque lo cierto, se dijo para sus adentros, es que la naturalidad con la que pensaba en Cordelia Ransom y Seguridad Estatal como el «enemigo» no era muy recomendable. No porque no funcionara, sino porque el camino mental que trazaba aquel primer paso podía hacer que su supervivencia se convirtiera, en última instancia, en algo todavía más problemático, por más que a corto plazo pudiera ayudarlo.

Casi había terminado de desempaquetar cuando sonó el intercomunicador. Caslet dejó lo que estaba haciendo y se giró para mirarlo durante un momento, antes de que volviera a sonar nuevamente. Solo de pensar que responder a aquella llamada pudiera acercarle algo más en lo que fuera que le fuese a suceder no le llenaba precisamente de ganas de contestar, pero negarse a hacerlo podría haber sido no solo inútil, sino infantil, así que finalmente pulsó la tecla de respuesta.

—¿Ciudadano comandante Caslet? —espetó la mujer de uniforme negro y rojo al otro lado de la pantalla, a lo que él asintió con la cabeza—. Estupendo. Soy la ciudadana comandante Lowell, la primera oficial. El ciudadano capitán Vladovich me pidió que le diera la bienvenida a bordo.

—Gracias, ciudadana comandante —le respondió Caslet cortésmente, aunque sospechaba que Vladovich le tenía tan poca estima a él como él le tenía a toda la Oficina de Seguridad Estatal.

—Además —prosiguió Lowell—, se me pidió que le informara de que la ciudadana del Comité Ransom y el ciudadano capitán Vladovich interrogarán a los prisioneros en breve como primer paso para su procesamiento, y se solicita su presencia en ese momento.

—Entendido, ciudadana ejecutiva —replicó Caslet. Al menos hasta ahora se habían portado con amabilidad. Claro que también podían permitírselo.

—En ese caso, ciudadano comandante, el ciudadano teniente Janseci, creo que ya se han conocido, lo acompañará hasta el interrogatorio en una media hora.

—Gracias —volvió a decir Caslet y Lowell asintió cortésmente antes de cortar la conexión. Caslet se quedó de pie un momento más, mirando a la pantalla en negro, y después se sacudió mentalmente.

—Janseci —murmuró—. ¡Maravilloso! Me pregunto si él estará tan contento de ser mi guía como yo lo estoy de que él lo sea.

La pantalla no respondió nada. Suspiró, se volvió a sacudir mentalmente y volvió a sus tareas de desempaquetado.

* * *

—Vaya, vaya, vaya. ¡Mira qué gatita nos han traído!

Honor se negó a girar la cabeza o mover siquiera los ojos para localizar al hombre que acababa de hablar. En lugar de eso, se quedó muy quieta, mirando de frente e intentando que no se notara nada en su rostro de aquella sensación de hormigueo en el estómago mientras observaba aquel paisaje ceniciento y desnudo. Los humanos eran humanos, vinieran de donde vinieran o fueran donde fueran. En grupo eran inevitablemente agitadores y todo buque de guerra tenía su calabozo para tratar con contingencias así. Pero el calabozo de esa nave era mucho más grande que cualquiera que hubieran visto sus ojos y la escasa iluminación, los mamparos, grises y lóbregos, y el potente olor a desinfectante podrían haber sido diseñados específicamente para hundir en la miseria a cualquiera.

Y no había duda de que se habían diseñado a tal efecto, elucubró Honor. Aquella no era solo una instalación para hacinar prisioneros, era la primera etapa de un proceso diseñado para reducirlos hasta un estado de obediencia servil absolutamente maleable… eso dando por sentado que no los liquidaran antes.

Honor se tomó un respiro mental y se negó a que aquel pensamiento calara hondo en su interior. Su mente estaba ahora más clara, porque el dolor abrasador de Nimitz había remitido. No sabía si aquello se debía simplemente a que Montoya se las había apañado para paliarlo o si era una mera cuestión de distancia entre ellos, pero el caso es que tenía una extraña sensación a caballo entre el agradecimiento por la claridad mental y la angustia por la separación. Pero ceder a la angustia no le iba a ser de ninguna ayuda, se recordó para sus adentros, y la claridad mental, tal vez sí.

—Vaya zorra más estirada, ¿no? —comentó aquella voz de hombre al comprobar que Honor se limitaba a estar allí de pie, en silencio, a la espera—. Bueno, supongo que es algo que podemos arreglar.

Alguien se rió, pero la ciudadana capitana De Sangro meneó la cabeza.

—Nada de eso, Timmons. La ciudadana del Comité Ransom quiere que esta llegue intacta. Cualquier cosa que se salga de ahí se traducirá en que alguien acabará despellejado, y no voy a ser yo.

—¡Joé! —espetó aquel tal Timmons antes de carraspear y escupir sobre la cubierta. El gargajo aterrizó a dos centímetros del pie de Honor y la oficial naval que seguía estando firme en su interior se percató de aquel acto con un disgusto distante. Aquel tipo de comportamiento no debería ser tolerado nunca, aunque fuera por una cuestión meramente higiénica, a bordo de un navío manticoriano, pero allí a nadie parecía importarle—. Así que nada de sacar los pies del tiesto, ¿eh? Eso le quita gran parte de la gracia, De Sangro.

—No sabes qué pena me da —dijo la capitana—. Mira, tengo cosas mejores que hacer que perder el tiempo hablando contigo. Tú hazte cargo de esta puta y yo me largo.

—Tú siempre con prisas, joé, ¿que no? —Timmons soltó una carcajada—. ¡Vale, vale! Dame para firmar.

Honor permaneció de pie sin mover una pestaña mientras Timmons garabateaba una firma y ofrecía la huella de su pulgar al escáner de la pizarra digital. No había emociones en su rostro mientras la facturaban como si fuera una mercancía. De hecho, su falta de expresividad podía haberse confundido con pasividad para cualquiera que nunca la hubiera visto practicando su coup de vitesse o afilando el florete. No es que albergase ilusiones de que ningún arte marcial pudiera salvarla de lo que le fuera a suceder, pero tampoco había adquirido aquellas habilidades con propósitos exclusivamente de combate. Se había pasado cuarenta años aprendiendo a hacer uso de su disciplina y capacidad de concentración cuando le hacía falta… y nunca antes había necesitado ninguna de esas dos cualidades tanto como sabía que las necesitaba ahora.

—¡Ea, ahí lo tienes! —dijo Timmons, devolviéndole la pizarra firmada—. Firmado, sellado y entregado. Que tengas buen día, De Sangro.

—Idiota —espetó De Sangro antes de hacerle un gesto a los otros dos miembros de su destacamento para que volvieran a meterse en el ascensor y dejaran a Honor con Timmons y su destacamento.

Pasaron uno o dos segundos en silencio, después una nube de manos la agarró por la parte superior de los brazos y empezaron a marearla. El movimiento era rápido y brutal, y estaba pensado para sorprenderla y desorientarla, pero ella se relajó, como si aquello fuera un ejercicio de evasión de ataque en la Salle, así que al final no lograron ni una cosa ni la otra. De hecho, la falta de oposición por parte de Honor hizo que el hombre que tenía detrás se medio trastabillase y, al extender las manos buscando equilibrio, acabase sujetándose a los brazos de Honor. El hombre gruñó alguna blasfemia y Honor sonrió muy ligeramente con cierto poso de amargura. Era una pequeña victoria, pero sabiendo que aquella era una batalla en la que era imposible lograr el triunfo final; cada victoria, por pequeña que fuera, era importante.

Los giros la pusieron cara a cara con Timmons y a Honor no le dijo gran cosa lo que vio.

El hombre era al menos un par de centímetros más alto que ella, con espaldas anchas y una cara que, de hecho, tenía algo de encanto detrás de aquella rudeza. En su uniforme llevaba la insignia de primer teniente de la Marina Popular, un rango que, pensó ella, debería ser equivalente en las fuerzas de tierra de Seguridad Estatal. Tenía el pelo bien recortado y el uniforme recién planchado, con unos dientes muy blancos que se dejaban ver cuando sonreía y, en general, una apariencia inmaculada que no obstante no era más que una máscara, una superficie engañosa que a duras penas conseguía esconder algo muy diferente que había bajo ella.

A pesar de su autocontrol, Honor se sobresaltó al darse cuenta de qué era aquello… y por qué su máscara no lograba ocultárselo. Era como si Timmons llevase consigo un olor a sangre muerta, y en parte era así. Pero no en un sentido físico. Lo que Honor sentía procedía del interior de él y sus fosas nasales se ensancharon al percatarse de que, incluso estando tan separada de Nimitz que apenas podía sentir su dolor, era capaz de detectar las emociones de otra persona. Aquello no había ocurrido nunca antes. O eso pensaba ella, en cualquier caso, pero lo cierto es que tampoco lo sabía seguro, porque nunca había intentado leer las emociones de otra persona en las escasas ocasiones en las que ella y el gato habían estado separados físicamente. ¿Era aquello algo nuevo? ¿O era algo que podía haber conseguido de haberlo intentado en cualquier momento? Y, siendo sus sensaciones de la presencia de Nimitz tan débiles, ¿estaba leyendo a Timmons a través del gato… o lo estaba haciendo ella sola?

El momento del descubrimiento la distrajo, lo cual rompió brevemente su caparazón de falta de emotividad, pero Timmons ni se percató. Su atención estaba en el tablón de notas que le había dado De Sangro. Pulsó la tecla de avance de página varias veces, leyendo por encima los datos en la pantalla durante cinco minutos por lo menos. Después alzó la vista con una sonrisa de oreja a oreja de nuevo y Honor tuvo que esforzarse por esconder un escalofrío. Las formas de vida esfinginas eran inmunes a la hidrofobia de la Antigua Tierra, pero si un hexapuma había podido contraer esa enfermedad, habría sonreído de esa manera.

—Tenemos una prisionera especial con nosotros, niños y niñas —le dijo a su destacamento—. Esta de aquí es Honor Harrington. Estoy seguro de que habéis oído hablar de ella. —Se escucharon unas risas desagradables a modo de respuesta y él también soltó una carcajada—. Eso me parecía. Claro que está un poquito venida a menos. Aquí dice que se la van a llevar a Camp Charon para tirarle del cuello un poquitín. Qué pena.

El hedor a sangre de sus emociones era ahora más fuerte y a Honor se le volvió el estómago del revés, pero había conseguido volver a controlar su expresión y tenía ya la mirada clavada de nuevo en él. A Timmons no le gustaba. Ella podía sentirlo en él (la furia fusionándose con un sadismo peor que cualquier cosa que hubiera podido sentir en De Sangro), y sabía que la falta de respuesta era peligrosa. Aunque tampoco había nada que ella pudiera hacer que no fuera peligroso.

Honor esperaba que las emociones humeantes de Timmons se desbordaran, pero no lo hicieron, y sintió un escalofrío de terror aún más profundo al darse cuenta de que, bajo aquel exterior calmado y sonriente, lo cierto era que Timmons disfrutaba aquel estallido de furia. La ira y el sabor a crueldad que lo colmaban eran como drogas, algo que lo llevaba al límite, y la necesidad de controlarlas lo ponía más aún, como si la imposibilidad de una gratificación instantánea fuera una manera de refinar o destilar aquellas emociones, como si el momento inmediatamente anterior a darles rienda suelta fuera casi más dulce que el momento en sí.

—Según esto —prosiguió con un tono de voz calmado que no le engañaba ni a él ni a Honor—, algunos de sus amigos se van a unir a la fiesta, pero son militares. Ellos van a ir arriba, ella va a ser la única que se quede aquí abajo. Como que te hace sentir un poquito de pena por ella, ¿que no?

Los demás se volvieron a desternillar de risa y Honor pensó de fondo si aquello sería parte de un plan orquestado para derrumbar la resistencia del prisionero o si simplemente Timmons se lo pasaba bien con esos detalles de cara a la galería. Tampoco importaba demasiado, desde luego. Las consecuencias prácticas serían las mismas en un caso que en otro.

—¿Cómo puede ser que los demás sean militares y ella no? —preguntó un guardia con un solo galón que atestiguaba su condición de cabo—. A mí los uniformes me parecen iguales.

—Cualquiera puede llevar un uniforme, imbécil —le dijo Timmons con un aire de paciencia infinita—. Pero según esto… —prosiguió, señalando a la pizarra—… en concreto esta es una asesina en serie, un enemigo del pueblo. Tenemos con nosotros a una criminal civil, gente, y como bien sabemos todos, los acuerdos de Deneb no son válidos para los criminales sentenciados por tribunales civiles. Esto significa que toda esa mierda sobre cómo tratar a los prisioneros militares se va a tomar por saco.

—¡Pues vaya homenaje que nos espera! —espetó el cabo.

—Tampoco te emociones, Hayman —le reprendió Timmons con una sonrisa—. ¡Me sorprende siquiera que se sugiera que alguien de mi destacamento se pudiera tomar libertades con un prisionero bajo nuestra custodia! Tal vez esta no sea una prisionera militar, pero hay que seguir los procedimientos adecuados en todo momento. ¿Queda claro?

—Si usted lo dice, señor —replicó Hayman—, ¡pero menudo desperdicio!

—Hombre, tampoco puedes asegurar —prosiguió Timmons en voz baja— que no se vaya a quedar sola y le vaya a apetecer algo de compañía después de un rato aquí abajo. Y lo que ocurra con consentimiento entre dos adultos… —Timmons dejó la frase en el aire y se encogió de hombros para paladear aquel deleite ponzoñoso que le producía la situación de Honor—. Mientras tanto, no obstante —continuó Timmons más bruscamente—, que la vayan procesando. Ocúpate tú de eso, Bergren. —Le entregó la pizarra digital a un sargento bajo y musculado—. Aquí dice que tiene un ojo artificial y ya sabes cuáles son las reglas sobre los implantes. Tráete a Wade aquí abajo para que se lo quite y, si no puede, llama al cirujano.

—Sí, señor, ¿y lo demás?

—Es una asesina convicta, ciudadano sargento, no un invitado a gastos pagados —medio suspiró Timmons—. Procedimiento estándar. Registro al desnudo, registro de cavidades corporales, corte de pelo, revisión de enfermedades, ya sabe cómo va. Y dado que la ciudadana del Comité quiere asegurarse de que llega intacta, es mejor ponerle vigilancia para que no se suicide, también. De hecho —prosiguió, con otra de esas sonrisas amplias suyas—, más nos vale que tomemos todas las precauciones posibles. Quiero que la examinen, a fondo, ya me entiende, cada vez que se abra su celda. Y eso incluye las comidas.

—Sí, señor. Me ocuparé de ello personalmente —prometió Bergren mientras extendía la mano para sujetar a Honor por el cuello de la casaca—. Vamos, carne de prisión —gruñó a toda prisa. Era suficientemente bajo como para que al agarrarla por el cuello ella tuviera que ir encorvada hacia abajo, lo que la obligaba a caminar a trompicones tras él.

Era una experiencia humillante, pero ella sabía que era lo que se suponía que debía ser… y que aquella humillación, además, era solo el principio.

—Un momento, Bergren —dijo Timmons.

El sargento se giró para ponerse cara a cara con el teniente y, como tenía agarrada a Honor, a ella no le quedó más remedio que darse la vuelta con él. Sin liberarla ni soltarla un ápice, Timmons se le acercó, le puso dos dedos bajo la barbilla y se la alzó para que lo mirara. Era un gesto de desprecio, como si fuera una niña, pero ella se dejó mover con aquella débil presión lo justo para comprobar en los ojos de él la decepción porque la falta de resistencia por parte de ella le había birlado la oportunidad de obligarla a levantar la cabeza contra la oposición de la postura a la que Bergren la estaba sometiendo.

—Una cosa, carne de prisión —le dijo—. De vez en cuando, nos llega aquí alguien que se piensa, qué coño, que no tiene nada que perder y trata de montar jaleo, y esa pizarra dice que tú vienes de un planeta de alta gravedad. También dice que eres una luchadora que se las da de estupenda y supongo que ya escuchaste a la ciudadana capitana De Sangro decirme que te quieren intacta cuando llegues a Camp Charon. Imagino que pa ti eso supone que te puedes poner borde con nosotros porque no te podemos patear el culo sin hacer enfadar a la ciudadana del Comité Ransom. Pues si eso es lo que piensas, adelante, pero acuérdate de esto. Ahí arriba tienes a otros veinte o treinta amigos tuyos y cada vez que nos des un problema a alguno de nosotros, se lo haremos pagar a ellos, ya que no podemos tomarla contigo.

Timmons sonrió de nuevo y le dio un nuevo tirón burlesco en la barbilla antes de asentir con la cabeza mientras miraba a Bergren.

—Llévatela de aquí y vete familiarizándote con ella.

—¿Y bien? ¿Puede ayudarlo?

* * *

Fritz Montoya separó la vista del ramafelino que tenía en el camastro situado justo enfrente de él. A McKeon, Venizelos, LaFollet, Anson Lethridge y a él, por ser los oficiales masculinos de mayor rango, se les había asignado un compartimento amplio sin decoración alguna. Al margen de la media docena de camastros y de los complementos minimalistas que había en una esquina, podía haber pasado perfectamente por unas dependencias de un carguero. Estaba tan desnudo que daba una sensación absoluta de provisionalidad y de entorno frío e impersonal. Probablemente la inconsciencia no era buena señal, pensó Montoya, pero al menos le había permitido manipular al gato sin que este se retorciese entre agudos gritos de dolor.

—No lo sé —admitió el médico—. No tengo suficientes conocimientos de ramafelinos. Hasta donde yo sé, no los tiene nadie que no sea de Esfinge.

—Pero algo tiene que saber —imploró LaFollet. El hombre de armas se arrodilló al pie del camastro con una mano reposando suavemente sobre el costado de Nimitz. Una de sus mejillas estaba fuertemente decolorada e inflamada por el impacto de una culata, y había llegado hasta allí caminando con una dolorosa cojera. Montoya sospechaba, además, que tenía el hombro izquierdo cuando menos dislocado, pero la angustia que se atisbaba en su tono de voz era por el ramafelino, no por él.

—Sé que tiene la costilla central derecha rota —musitó Montoya, apesadumbrado—, y estoy casi seguro también de que su hombro central derecho y su brazo superior están igualmente rotos. La culata lo cogió desde arriba y el golpe fue hacia abajo, así que estoy bastante seguro de que le rompió tanto la escápula como la articulación. No creo que le cogiera lo suficientemente de lleno como para dañarle la columna, pero no tengo forma de estar convencido, y tampoco sé lo suficiente sobre esqueletos ramafelinos como para estar seguro de que puedo colocarle los huesos que sí sé que están rotos en unas condiciones mínimamente óptimas. No obstante, con lo que he visto, o adivinado, puedo decir que la cuenca del hombro va a precisar de reconstrucción quirúrgica y yo ni siquiera dispongo de las instalaciones adecuadas para hacer algo así.

—Es… —LaFollet tragó saliva—. ¿Está diciendo que va a morirse? —le preguntó con un tono de voz menos quebrado, a lo que Montoya respondió con un suspiro.

—Estoy diciendo que no lo sé, Andrew —le respondió Montoya mucho más afable—. Hay algún síntoma bueno. El mejor es que no sangra por la nariz ni por la boca. Eso junto al hecho de que, aunque tenga la respiración lenta y superficial, se mantiene constante, sugiere cuando menos que ninguno de los huesos rotos le dañó los pulmones y no he percibido ninguna distensión en esta sección central tampoco, lo cual sugiere que si hay alguna hemorragia interna, debe de ser menor. Si pudiera hacerme con algo para entablillarlo, le podría inmovilizar la extremidad rota y el hombro, lo cual con suerte evitaría más daños, pero aparte de eso… —Montoya hizo una leve pausa y volvió a suspirar—. Aparte de eso, no puedo hacer nada, Andrew. Que salga con vida o no depende de él mucho más de lo que depende de mí. Por lo menos los ramafelinos son duros.

—Lo entiendo —medio susurró LaFollet mientras acariciaba la cadera de Nimitz—. Él nunca se ha rendido ante nada en esta vida, doctor —musitó el hombre de armas—. No lo va a hacer ahora.

—Espero que no, pero…

El médico interrumpió su alocución al escuchar que se abría la escotilla y del otro lado aparecía un teniente de las fuerzas de tierra de SegEst con aspecto arrogante, seguido por dos hombres con sus respectivas pistola de dardos. El resto de oficiales capturados cambiaron de postura para mirar cara a cara a los intrusos con una especie de solidaridad instintiva que el teniente cortó de raíz con un bufido de desprecio.

—¡En pie! —ladró—. ¡La ciudadana del Comité Ransom quiere veros!

—Me temo que eso es imposible —repuso Montoya con un tono de voz firme pero tranquilo que hubiera sorprendido a cualquiera que no le hubiera visto realizar cirugía de emergencia mientras la enfermería temblaba por los impactos enemigos. Hasta el teniente pareció desconcertado por un momento, pero se recuperó rápidamente.

—Ya veo que tenemos a un humorista a bordo —les espetó a sus compañeros, dos armarios empotrados que iban armados hasta los dientes. Ellos soltaron una risita pero la voz del teniente se volvió más fría según se agachaba hacia Montoya—. Tú no dictas las reglas aquí, manti. Somos nosotros quienes lo hacemos, y si te digo que saltes, ¡saltas, coño!

—La ciudadana del Comité Ransom me ordenó mantener a este gato con vida —le indicó Montoya, con una voz más fría aún que la del propio teniente—. Le sugiero que averigüe si lo decía de verdad o no antes de sacarme de aquí a rastras.

El teniente se balanceó sobre sus talones con una expresión que, de pronto, se había vuelto pensativa. Se quedó dudando un momento y después miró a otro de los guardias.

—Comuníquese con la ciudadana capitana —dijo—. Entérese de si quieren al médico o si se debe quedar aquí con el animal.

—¡Sí, ciudadano teniente! —El soldado hizo un saludo y se volvió a meter por el pasadizo. Pasaron varios minutos que parecieron horas antes de que regresara y volviera a saludar de nuevo—. La ciudadana capitana dice que deje al médico aquí, pero que se lleve al resto —informó.

—Muy bien. —El teniente movió la cabeza en dirección a McKeon y señaló la escotilla con el dedo—. Ya lo has oído, manti. Poned vuestros afligidos culos en marcha.

Los prisioneros se pusieron de pie sin moverse y miraron todos a McKeon. El teniente apretó los labios y se acercó al capitán un poco, pero se detuvo en cuanto vio que McKeon lo miraba con desdén.

—Podéis seguir pegándonos con vuestras culatas, pero todo tiene un límite y, antes o después, alguno de nosotros os pondremos las manos encima, repo. —La voz cavernosa de McKeon era tan glacial como su mirada y el teniente no supo muy bien cómo responder. Después se volvió a activar con otro bufido.

—Probablemente tengas razón, manti, así que ¿por qué no empezamos por dispararte a ti antes de que eso ocurra?

—Porque tienes las pelotas más pequeñas que el cerebro y necesitas que te den las órdenes por triplicado antes de atreverte a hacer una mierda —repuso McKeon con desdén y una sonrisa mientras el teniente se ponía rojo de ira. Pero McKeon también sabía hasta dónde podía llegar, así que acto seguido asintió hacia sus compañeros y les hizo una última indicación.

—Caballeros, en marcha. Nos han invitado a reunirnos con la señorita Ransom.

* * *

Warner Caslet deseó estar en otra parte, en cualquiera, mientras el ciudadano teniente Janseci lo guiaba hacia el interior del gimnasio del Tepes. Había maquinaria de ejercicios al borde de la pista de baloncesto (parecía un cementerio de huesos de dinosaurio) y una docena de soldados de Seguridad Estatal armados hasta los dientes al otro extremo de la pista. Cordelia Ransom y el ciudadano capitán Vladovich estaban sentados detrás de una mesa que había sido cubierta a toda prisa con una bandera de la RPH. Detrás de Ransom estaban, cómo no, sus inevitables guardaespaldas. Se habían colocado estratégicamente un par de equipos de videograbación HD para asegurarse de que a sus lentes no se les escapaba un solo detalle de la representación pendiente. En realidad, toda la escena parecía desprender un aura irreal y macabra. Caslet supuso que la falta de espacio hizo inevitable que se usara el gimnasio (era una de las pocas zonas de la embarcación que podía proporcionar la cantidad de espacio que Ransom había concluido evidentemente que le hacía falta), pero ese telón de fondo de máquinas de ejercicios, bandejas con pelotas de baloncesto y voleibol, y el resto de instrumental de juegos y ejercicios le parecía que estaba increíblemente fuera de lugar.

Tampoco es que a nadie le importara lo que le pareciera a Warner Caslet. Janseci lo condujo hasta la mesa y Ransom lo miró por encima del hombro durante un momento.

Sus ojos azules lanzaban una mirada fría, pero era consciente de las cámaras que la observaban, así que no dijo nada y simplemente señaló a la silla vacía que había a uno de los costados, lejos de ella y de Vladovich. La sensación de desafío y enfado que había atizado el fuego de la confrontación de Caslet con Janseci desapareció entonces ante la frialdad de aquellos ojos. No en vano había un universo de diferencia entre un oficial joven y arrogante y la mujer que ocupaba el tercer o segundo escalafón del Comité de Seguridad Pública.

Caslet se hundió en la silla y se sentó en silencio mientras comenzaba a escucharse el sonido de pasos de gente aproximándose que le indicaron que los prisioneros aliados estaban de camino. Se dio la vuelta hacia el lugar de donde procedían los sonidos y no le quedó más remedio que apretar los dientes cuando vio cómo traían a los presos. No se usaron tanto las culatas esta vez, pero los maltrechos reclusos mostraban múltiples signos que evidenciaban un maltrato anterior. A unos pocos les resultaba difícil ponerse en pie o siquiera caminar y Caslet mordió aún más fuerte al ver a Geraldine Metcalf tratando de no derrumbarse. El ojo izquierdo de la oficial táctica estaba tan inflamado que no podía ni siquiera abrirlo y la ceja de ese mismo lado había creado una costra de sangre, producto del impacto de la culata de una pistola de dardos. El ojo derecho parpadeaba nerviosamente en un gesto de clara desorientación. Marcia McGinley estaba de pie junto a ella, también bastante maltrecha, pero capaz aún de prestarle un brazo en el que apoyarse a su amiga para conseguir que se mantuviera en pie.

Había más, algunos de los cuales Caslet había llegado a conocer bien a bordo del Viajero. El dolor le retorció las entrañas cuando vio que empujaban a la fuerza a Scotty Tremaine, Andrew LaFollet y James Candless por la escotilla, y el dolor se convirtió en la quemazón propia de la vergüenza en cuanto comprobó que los tres lo reconocían. Caslet se obligó a sí mismo a cruzar su mirada con las suyas, con la esperanza de que advirtieran que era un islote que nada tenía que ver con aquello, pero el gesto de los presos no dio a entender nada y él volvió la vista hacia otros reclusos. Había veinticinco, incluidos los cinco oficiales más veteranos del puente de mando del Príncipe Adrián que habían sobrevivido, cinco miembros del personal de Honor Harrington, sus tres hombres de armas, dos o tres oficiales que no pudo identificar y nueve suboficiales. A uno de los suboficiales sí que lo reconoció, porque la cara magullada del boxeador profesional Horace Harkness era difícil de olvidar, pero se preguntaba por qué los suboficiales habían sido desplazados hasta Barnett cuando sus comisarios superiores habían sido enviados a las instalaciones militares de Tarragona. A juzgar por sus expresiones, ellos también se lo preguntaban, pero no dijeron nada; se quedaron allí, inmóviles, esperando a que sus oficiales encontraran la respuesta.

El gimnasio se inundó con un profundo silencio mientras Ransom se recostaba en la silla para observar a los prisioneros con gesto adusto. Caslet reparó en que uno de los equipos de HD cambiaba de ubicación para enfocarla de perfil (la mejor perspectiva para capturar su mirada de acero, sin duda), pero ella no pareció percatarse. Mientras, seguían transcurriendo los segundos. Entonces carraspeó y tomó la palabra.

—Esta… gente —dijo con frío desdén— son nuestros prisioneros. Los uniformes que lleváis bastan para identificaros como enemigos del pueblo, pero la República Popular os habría mostrado las cortesías debidas al personal militar capturado si no hubierais revelado vuestro verdadero carácter a través de vuestros actos en Enki. Como estimasteis oportuno atacar a nuestro personal, matando a cuatro de nuestros hombres por el camino, habéis perdido cualquier protección que os pudiera haber brindado vuestro estatus militar. Que quede eso bien claro.

Ransom hizo una pausa y el silencio sonó diferente esta vez. Venía más cargado, como si en esta ocasión lo acompañase un aura glacial que no presagiaba nada bueno, porque era obvio que las aclaraciones previas de Ransom tenían la intención de allanar el camino para lo que habría de venir después, y nadie sabía qué sería eso.

—Se os va a trasladar a Camp Charon, en el planeta Hades —prosiguió después de lo que pareció una pequeña eternidad y esbozó una sonrisa heladora—. Estoy segura de que todos habéis oído historias sobre Camp Charon y os aseguro que todas eran ciertas. No creo que ninguno de vosotros vaya a disfrutar de su estancia allí… y va a ser muy, muy larga.

Su voz combinaba la crueldad y el placer, pero Ransom tenía más cosas en la cabeza que limitarse meramente a burlarse de aquella gente indefensa, y Caslet se preguntaba qué sería.

—La República Popular, no obstante, reconoce que alguno de vosotros, quizá hasta muchos de vosotros, os sentís engañados por vuestros propios gobernantes elitistas y corruptos. A los ciudadanos de estados plutocráticos nunca se les consulta cuando sus señores optan por ir a la guerra, al fin y al cabo, y como adalid del pueblo en su lucha contra la plutocracia, una de las responsabilidades del Comité de Seguridad Pública es extenderle una mano compañera a las otras víctimas de los regímenes imperialistas. Como representante del Comité, es por ende mi deber ofreceros la oportunidad de separaros de los líderes que os han mentido y que os han usado para satisfacer sus propios intereses.

Ransom detuvo su alocución un momento más y el silencio volvió a adquirir propiedades distintas una vez más. La mayoría de los prisioneros la miraban con cara de incredulidad, y aquel gesto era sincero, porque no podían creerse que Ransom estuviera diciendo aquello de verdad. Caslet también compartía su asombro. Como la mayoría de ciudadanos de la República, había visto confesiones de «crímenes de guerra» por parte del personal aliado que había sido capturado y nunca se había creído ninguna. La mayoría de los «criminales de guerra» confesos habían reconocido sus fechorías con pesadez y sin expresividad alguna, lo que indicaba obviamente que no hacían más que repetir las palabras que otros les habían escrito. Algunos habían perpetrado sus «confesiones» penosamente, ya que estaban bajo el efecto de las drogas, y otros miraban fijamente a la cámara con ojos aterrorizados, balbuceando cualquier cosa que pensaran que sus captores querrían escuchar. También es cierto que unos pocos sonaban más naturales que todo aquello, pero Caslet imaginaba que no eran más que una o dos manzanas podridas en todo un cuerpo de hombres y mujeres íntegros, y desde luego no bastaban para convencer a nadie de que la cooperación era infinitamente preferible a las cosas que SegEst podía hacerle a una persona. ¡Pero tampoco podía creerse que Ransom fuera a pedir voluntarios traidores delante de sus propias cámaras! Independientemente de lo que pudiera creer la chusma, al menos ella debería saber que a aquella gente que había confesado se la había obligado a hacerlo, así que era más estúpida de lo que él pensaba si creía que alguien que hubiera servido bajo las órdenes de Honor Harrington iba a derrumbarse así de fácil.

Caslet se quedó allí sentado sin moverse, observando cómo los prisioneros de guerra les devolvían la mirada a Ransom y Vladovich. Desde donde estaba sentado podía ver la cara de Ransom con facilidad, y pudo apreciar cómo apretaba los dientes y cómo sus mejillas se poblaban de puntitos rojos. No esperaría que se fueran a derrumbar con eso, ¿verdad que no?

—A ver si os lo dejo claro —les dijo después de otra larga pausa, con voz fiera y macabra—. La República Popular está dispuesta a mostrar piedad con aquellos de vosotros que reconozcáis los propósitos criminales a los que vosotros y vuestros compañeros habéis sido sometidos, y que estén dispuestos a liberarse de sus cadenas. Tal vez os quede algún efecto secundario del lavado de cerebro al que vuestros líderes os han sometido y penséis que sería poco honroso «desertar al otro bando». Pero el caso es que no estaríais desertando. En realidad, estaríais volviendo a vuestro verdadero bando, el bando del pueblo que lucha con justicia contra sus opresores. Pensadlo detenidamente antes de rechazar esta oferta. No os la volveremos a hacer, por más que lo que haya en Camp Charon os pueda hacer desear haberla aceptado antes.

Ransom se inclinó hacia delante, con los antebrazos apoyados sobre la mesa y recorrió con aquellos ojos azules, fríos y penetrantes toda la hilera de prisioneros. Su postura la hacía parecer una especie de predadora de pelo dorado, agazapada a la espera de saltar en cualquier momento, hasta el punto de que uno o dos prisioneros se movieron a causa de la incomodidad que les producía su mirada hambrienta. Pero nadie dijo ni una palabra y, finalmente, Ransom inspiró hondo y se volvió a recostar una vez más sobre la silla.

—Muy bien. Ya habéis tomado una decisión. Dudo que vayáis a disfrutarla. Ciudadana capitana De Sangro, llévese a los prisioneros.

—¡Sí, ciudadana del Comité! —La capitana de Seguridad Estatal llamó a firmes y después alzó la cabeza mirando a sus soldados—. Ya habéis oído a la ciudadana del Comité. ¡Meted a esta escoria elitista otra vez en sus jaulas!

—¡Un momento! —Las cabezas se giraron al unísono al escuchar aquella voz entre los prisioneros. Un oficial de espaldas anchas y pelo oscuro salpicado con mechones plateados al que Caslet no conocía dio un paso al frente, haciendo caso omiso a las peligrosas miradas que le lanzaban los guardias. Ransom alzó la cabeza.

—¿Y tú eres?

—Capitán Alistair McKeon —respondió el oficial desconocido sin inmutarse.

—¿Deseas unirte al pueblo en su lucha contra sus opresores? —La voz de Ransom goteaba sarcasmo, pero McKeon ignoró la pregunta.

—En calidad de oficial de la reina más veterano de entre los aquí presentes —continuó, todavía con ese tono desafiante y mordaz—, protesto formalmente por los abusos y el maltrato a mi personal. Y exijo ver a la comodoro Harrington… ¡inmediatamente!

—¡Un «oficial de la reina» no pinta nada aquí! —espetó Ransom—. Ni tampoco me impresionan tus protestas ni tus exigencias. Los únicos derechos que tienes son los que el pueblo escoge otorgarte y, por el momento, no se me ocurre ninguna razón para dártelos. Y con respecto a la mujer que llamas «comodoro Harrington», claro que volverás a verla… ¡en la horca!

—Según los acuerdos de Deneb… —comenzó McKeon y Ransom se puso de pie a toda prisa.

—¡Ciudadana capitana De Sangro! —ladró Ransom e inmediatamente una culata golpeó violentamente a McKeon en la boca. El capitán cayó al suelo, escupiendo sangre y dientes rotos y Venizelos dio un paso hacia delante enfurecido, pero Anson Lethridge y Scotty Tremaine lo sujetaron. El teniente cirujano Walker se arrodilló junto a su capitán y la mirada que le lanzó al hombre que había aporreado a McKeon le hizo retroceder involuntariamente. Ransom observaba con desdén mientras Walker examinaba a McKeon y le ayudaba a ponerse en pie. McKeon se tambaleó y se apoyó en el médico de su embarcación mientras se llevaba una mano a la boca. Al bajar la mirada vio la sangre, prácticamente no se inmutó, y enseguida alzó los ojos en dirección nuevamente a Cordelia Ransom.

—Espero que tus cámaras hayan grabado eso. —Las palabras le salieron un tanto espesas, pero se le entendió—. Serán una prueba importante cuando te juzguen después de esta guerra.

Ransom se puso blanca y, por un instante, Caslet se temió que Ransom lo eliminase allí mismo. Pero entonces la ciudadana del Comité respiró hondo y se recompuso.

—Si hay algún juicio después de la guerra, no será el mío —repuso gélidamente—. Ni tampoco estarás tú para verlo. ¡Ciudadana capitana De Sangro!

Ransom alzó la cabeza en dirección a la escotilla y De Sangro empezó a ladrar una nueva retahíla de órdenes.

Los guardias comenzaron a empujar a los prisioneros hacia la escotilla y Caslet se volvió a sentar en la silla con una sensación enfermiza de agotamiento y derrota. La «entrevista» había sido más corta de lo que se esperaba y, a pesar de lo que le había ocurrido a McKeon, menos desagradable. Pero también había sido una parodia de todas las cosas en las que le habían enseñado a creer y…

—Esperad un momento. ¡Esperad un momento!

Caslet alzó la cabeza y Ransom giró la suya desde la conversación que estaba manteniendo con Vladovich mientras aquella voz se abría paso estruendosamente en medio del gimnasio. El veterano jefe Harkness se empeñaba en seguir de pie donde estaba, no tanto por ofrecer resistencia al soldado de Seguridad Estatal que estaba intentando sacarlo de allí, sino sencillamente ignorando sus esfuerzos. El veterano jefe estaba allí plantado, como un roble, pero en su maltrecho rostro anidaba una expresión de pánico que Caslet no se esperaba en absoluto.

—¡Esperad un momento! —vociferó de nuevo—. No soy ningún héroe… ¡y, qué demonios, no se me ha perdido nada en Camp Charon!

—¡Jefe! —bramó Venizelos—. ¿Qué crees que est…?

El grito del comandante mutó en un gruñido de angustia al sentir cómo una culata golpeaba su vientre. Harkness ni siquiera giró la cabeza, porque tenía los ojos clavados en Ransom con una intensidad desesperada.

—Mire, señora… señorita ciudadana del Comité o lo que quiera que sea… Llevo en la Armada casi cincuenta malditos años-T. No me he presentado voluntario a ninguna maldita guerra, pero era mi trabajo, ¿lo entiende? O eso me dijeron, de cualquier forma, y era el único trabajo que sabía hacer. Pero esta guerra no me va a meter ningún dinero extra en la cuenta corriente, ¡y no quiero pudrirme en prisión por las peleas de algún ricachón hijo de puta!

—¡Harkness, no! —Scotty Tremaine observaba al veterano jefe con el rostro abatido por el horror y la incredulidad ante lo que estaba viendo. Su grito le granjeó, cómo no, un golpe con la culata de otra arma. Tremaine cayó al suelo, entre arcadas, y esta vez Harkness sí miró hacia atrás.

—Lo siento, señor —se justificó con aspereza—, pero usted es oficial. Tal vez piense que tiene la obligación de bajar a los infiernos. Pero yo no soy más que un suboficial y ya sabe la de veces que me degradaron antes de que llegara siquiera a ser jefe. —Harkness meneó la cabeza y volvió a girarse en dirección a Ransom, con una expresión mezcla de vergüenza, miedo y desesperación—. Si nos está ofreciendo un traslado, señora, ¡yo lo acepto de buen grado! —espetó.