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Dolor.

Un océano crepitante de dolor le azotaba ferozmente las neuronas para hacer añicos sus pensamientos como si fueran explosiones de espuma, y no le quedó más opción que apretar las mandíbulas con fuerza para evitar un gemido de angustia. Su cerebro no quería funcionar y, pese a todo, ella sabía que solo una minúscula proporción de todo aquel dolor abrasador era suyo propio. Le dolían las heridas que tan brutalmente le habían provocado las culatas de las armas al golpearla, pero la agonía de huesos rotos y músculos rasgados pertenecían a otros, y si su alma gritaba era porque le llegaba el dolor de los demás a través de su vínculo con Nimitz.

Honor abrió los ojos y pestañeó con pesadez, tratando de descifrar lo que veía hasta convertirlo en una imagen coherente. Tardó un buen puñado de segundos que parecieron eternos en darse cuenta de que la habían colocado sobre un asiento de la lanzadera y que, pese a estar atada lateralmente con los cinturones de seguridad, se había ido cayendo para abajo y hacia un costado, de tal manera que ahora su visión era de la cubierta. Todavía tardó unos cuantos segundos más en pensar qué podía hacer al respecto.

Con dificultad se colocó recta, un esfuerzo que se hizo más complicado por las esposas que le habían colocado a la espalda; y la visión se le nubló una vez más cuando las oleadas de dolor de Nimitz le colmaron los ojos de lágrimas. Aquella extraña y profunda fusión que les había poseído en el momento de mayor desesperación seguía aferrada a ella, hasta el punto de que veía extrañamente doble. No era solo por los efectos de los golpes que había recibido, porque una parte de ella veía la cubierta y la mampara delantera de la lanzadera, pero a menos de un metro otra parte alzaba la vista a través de los ojos de Nimitz, que miraban a Fritz Montoya. El doctor se había agachado urgentemente para atenderlo y, pese a que el tacto de su mano era suave, a cada contacto el dolor punzante les enviaba nuevos espasmos a los dos, y la parte de ellos que seguía en sus cabales deseaba desesperadamente que Fritz supiera lo que estaba haciendo. El problema es que su preparación era de fisiología humana, no esfingina, motivo por el cual Honor trató de asfixiar en su nacimiento los temores que podía albergar ella misma por la ignorancia potencial del doctor. Sin embargo, a Nimitz le bastaron la mitad de esos pensamientos para hacerse cargo de lo que a Honor le asustaba en esos momentos.

Honor pestañeó una vez, sus dientes rechinaron y ella trató de combatir la dualidad de sensaciones que la inundaba. Era difícil, pero difícil de verdad, porque cada fibra de su ser gritaba para reunirse con Nimitz. Para compartir su dolor, con la esperanza de poder, de algún modo, aliviarlo, de demostrarle que no estaba solo. Pese a todo, la mezcolanza de dolor, miedo y necesidad (no solo suya, sino también de Nimitz, y alimentada del mismo modo por lo que sentían todos los prisioneros dentro de aquella lanzadera) la poseían con demasiada fuerza, mermando su capacidad de pensar. Sabía, además, que Nimitz estaba demasiado perdido en su propio dolor como para darse cuenta siquiera de que ella estaba allí. Por eso Honor luchó una vez más por separarse de él, por convertirse nuevamente en ella y solo ella.

Y al final lo consiguió, y aquello la avergonzó un poco, como si en cierto modo sintiera que había abandonado al gato. La necesidad de acercarse hasta él físicamente la impulsó a forcejear con sus muñecas apresadas, estirando los músculos hasta el máximo posible para tratar de liberarse, como si pensara que podía llegar hasta él simplemente librándose de las cadenas. Pero fue inútil. No consiguió más que unos nuevos moratones, pero es que si hubiera conseguido liberarse, los guardias de Seguridad Estatal sencillamente la hubieran vuelto a reducir en cuanto intentara acercarse a él. El recuerdo de los acontecimientos en la terminal era caótico, pero hasta ahí sí llegaba, así que volvió a apretar los dientes y decidió imponer algo de autocontrol.

Al menos aquel dolor que la acuchillaba por dentro daba buena cuenta de que Nimitz estaba vivo. Solo de pensarlo le entraron ganas de llorar, pero no alcanzaba a comprender muy bien por qué. Tanto ella como el gato fueron capaces de detectar el deleite de Ransom cuando dio la orden de asesinarlo. Había sido ese placer, la seguridad de que Ransom iba a hacerlo de verdad, lo que les había hecho entrar en acción, porque sabían que no tenían nada que perder. Pero, en cierto modo, y por alguna razón, Nimitz seguía vivo y ella empezaba lentamente a ejercer cierto control sobre el dolor y la confusión mental que retumbaba en aquel vínculo especial con el gato y que le hacía preguntarse cómo podía ser que aquello fuera cierto.

En su cabeza centellearon vagos recuerdos que fue incapaz de ver con nitidez. Se acordaba lo suficientemente bien de haber lanzado a Nimitz contra Ransom y también de su breve refriega antes de que los guardias la redujeran en el suelo, pero todo lo demás estaba en medio de una nebulosa. Se acordó también de una imagen de LaFollet peleando por llegar hasta donde estaba ella y de otra de McKeon arrodillándose por los golpes, y no pudo evitar morderse el labio al darse cuenta de lo mucho que su desafío podía haberles costado a los demás. Sin embargo, nada ofrecía una respuesta al hecho de que Nimitz siguiera con vida todavía, a no ser que…

Honor frunció el ceño al escuchar en su interior el eco tenue de una voz que se colaba entre sus recuerdos. No lograba juntar las palabras, pero sí reconocía la voz. Era la de Shannon Foraker y, si bien no era capaz de recordar sus palabras, su tono azorado sí le vino rápido a la memoria. De alguna manera Shannon consiguió convencer a Ransom para no matar a Nimitz allí mismo, pero ¿cómo? ¿Y qué le había costado a ella?

Honor no tenía respuestas para tales preguntas, así que giró la cabeza en busca de alguien que se las pudiera facilitar. Pero no había nadie a su lado. Estaba sola en la primera fila de asientos, donde la habían dejado tirada. Empezó a girarse para mirar detrás de ella, pero una mano la agarró por el pelo sin contemplaciones, arrancándole un gemido de dolor, y evitó que se diera la vuelta, obligándola a mirar al frente. Honor apretó los dientes aún con más fuerza, evitando exteriorizar cualquier otra señal de lo mucho que le dolía, mientras su torturador tomaba la palabra.

—Quédate donde estás, chamaquita. —Era la capitana de Seguridad Estatal que había asumido el mando y cuyo acento le resultaba embriagadoramente familiar. Honor tardó pocos segundos en darse cuenta de dónde lo había escuchado antes: a Tomas Ramirez y otros refugiados de la conquista repo de San Martín, el planeta deshabitado de la Estrella de Trevor. Honor se preguntaba cómo se sentiría la mujer que tenía a su espalda ahora que su tierra natal había sido conquistada de nuevo por la Alianza. Por el momento, no obstante, la procedencia de su acento significaba mucho menos para Honor que el tono, mezcla de deleite y desdén, de aquella mujer—. Tú no hablas, tú no giras la cabeza, tú no haces nada a no ser que alguien te lo diga. ¿Lo entiendes?

Honor no dijo nada y la mano que le sujetaba el pelo giró la muñeca hasta levantarla unos milímetros del asiento. La gravedad de San Martín era mucho mayor incluso que la de Esfinge y Honor se mordió el labio con fuerza mientras la guardia hacía gala de la fuerza que le había conferido su planeta de nacimiento. Honor nunca había imaginado que con solo levantar a alguien por el cabello podía dispensarse tanto dolor. Mientras tanto, la voz de la matona de Seguridad Estatal se volvía más fría y más áspera.

—¡Que si lo entiendes, chamaquita!

—Sí. —Honor se obligó a decir aquella única palabra con el tono más neutral que pudo.

Y de algún modo logró también no emitir ningún gemido de alivio cuando la otra mujer le soltó el pelo con un gesto de desdén. El dolor palpitante de Nimitz emborronaba la capacidad de Honor de leer las emociones de los demás, pero tampoco le hacía falta para reconocer la malévola sensación de satisfacción que estaba experimentando aquella mujer por sus actos… y por los que habrían de venir. Honor se dio cuenta de que no era una de aquellas personas frías y sin emociones. Era una de las que disfrutaban de su trabajo.

—Bien. De todas formas, te vas a divertir lo tuyo viajando al Infierno, chamaquita. Créeme, no vas a desear más.

Honor escuchó el suave roce del tejido del uniforme sobre la tapicería del asiento, señal de que su torturadora se había vuelto a reclinar en su sitio, justo detrás de ella. Sin necesidad de mirar, Honor sabía que no había nadie más en esa fila, tampoco. Sus captores la habían utilizado como una especie de cortafuegos; para evitar el apoyo de sus superiores, la habían separado físicamente de ellos, y ella sabía que aquel era solo el primer paso.

Las intenciones de Ransom estaban bien claras. Con el paso de los años, las fuerzas de seguridad de la RPH habían descubierto que era mucho más eficaz «hacer desaparecer» a los agitadores. Era una táctica que SegIn había usado con suficiente frecuencia contra los opositores al régimen legislaturista, y SegEst lo había llevado a unos niveles inusitados y omnipresentes. Y funcionaba, pensó para sus adentros con lástima, porque infundía infinitamente más terror saber que la gente que te importaba podía, sencillamente, desvanecerse. La muerte era terrible, pero era un final, una conclusión. La desaparición era simplemente la puerta a la ignorancia y la emoción más cruel de todas: la esperanza de que aquel a quien querías seguía vivo… en alguna parte. Y eso era lo que lo hacía tan eficaz: el efecto dominó de una única «desaparición» podía tener a doce individuos en vilo esperando que su sumisión pudiera hacer que recobrasen la vida y, en última instancia, que reapareciese la persona a la que querían.

Pero su caso era diferente, porque Ransom había orquestado toda aquella confrontación ante las cámaras para justificar oficialmente la ejecución de Honor. No cabía duda de que podía cambiar de opinión sobre la necesidad de hacerla pública (a fin de cuentas, la secretaria de Información Pública podía borrar cualquier historia que desease), pero Honor no creía que lo fuera a hacer tampoco. Ransom quería que sus enemigos, domésticos y externos, reales o imaginarios, supieran lo que le había ocurrido a Honor, y eso significaba que la muerte de Honor tendría que ser una historia de portada en las noticias de la noche. Se podrían incluir las habituales advertencias solemnes de «Contenido violento» y «Las siguientes imágenes pueden dañar la sensibilidad del espectador», porque en el fondo precederían a la emisión de algo deseado: los «enemigos del pueblo» pagando por sus crímenes. De hecho, casi la sorprendía, si lo miraba con distancia, que no le hubieran pegado un tiro ya. Había una cantidad ingente de sitios totalmente favorables en el Sistema Barnett como para poder lidiar con un detalle como ese. ¿Por qué mandarla entonces a Camp Charon?

Pensar en todos aquellos detalles no la conducían a ninguna parte, pero no podía evitarlo. Había una especie de fascinación terrorífica en contemplar su propio asesinato a sangre fría, así que siguió pensando si tal vez Ransom habría elegido Camp Charon para ejecutarla solo con la intención de confirmar que aquellas instalaciones existían. De ser así, el acontecimiento marcaría un cambio radical en la política que SegIn había establecido hacía décadas y que SegEst había mantenido desde entonces. En un segundo plano de su frenética actividad cerebral, Honor se preguntó si debía sentirse halagada por ser ella la catalizadora de todo aquello.

Durante setenta y pico años, los legislaturistas, primero, y el Comité de Seguridad Pública, después, habían negado sistemáticamente que hubiese planetas como Hades o lugares como Camp Charon. Su existencia no era más que un rumor malicioso que habían hecho circular los opositores al régimen, sin demasiado fundamento. De hecho, los desmentidos de los legislaturistas habían sido tan consistentes que las agencias de Inteligencia del Reino Estelar casi habían llegado a creérselo. Al fin y al cabo, como había señalado más de un analista, los rumores de que existiera un planeta-cárcel como aquel habrían sido casi igual de eficaces que la realidad para controlar a la población repo, y alimentar el rumor también habría sido bastante más barato que crear un Camp Charon de verdad.

Pero se había llegado al consenso de que la prisión existía de verdad y durante esos años se había dado el caso de unos cuantos enemigos «desaparecidos» que, de pronto, habían sido «rehabilitados» entre rumores de que los habían estado guardando allí. Las descripciones fragmentarias de aquel lugar dibujaban un planeta al que oficialmente se denominaba Hades, pero que recibía el nombre de «Infierno» en boca de cualquiera al que hubieran mandado allí. Nadie al margen de las fuerzas de seguridad de la RPH sabía dónde estaba, pero todos los informes coincidían en señalar que escapar de allí resultaba imposible, y abundaban las historias que contaban que los peores prisioneros políticos y militares que la República había capturado en setenta años-T habían sido enviados a su superficie.

Y ahora Ransom tenía intención de utilizar la ejecución de Honor como la ocasión perfecta para confirmar la existencia de aquel lugar. Por un momento, pensar que Ransom se sentía tan amenazada (o que ella creía que el control del Comité de Seguridad Pública era tan frágil) como para que quisiera asegurarse de que sus enemigos sabían que el puño de hierro existía de verdad, que todos los rumores del poder intimidatorio de SegEst se basaban en algo cierto, insuflaron un aire de esperanza en Honor. Era como una prueba de que había una grieta en la armadura del enemigo.

Pero cualquier atisbo de euforia desaparecía incluso más rápido de lo que llegaba. Más allá de las implicaciones que aquello pudiera tener sobre el destino de la República Popular o de la guerra en sí, Honor Harrington no iba a estar allí para contarlo, así que sintió nuevamente cómo la desesperanza de su futuro estallaba contra ella una vez más mientras se quedaba mirando al mamparo. Sabía que se suponía que debía sentirse así, sin esperanza, que la matona que tenía a su espalda había sembrado deliberadamente esa sensación como el primer paso para destruir su ánimo; pero una cosa era saberlo y otra cosa era ser capaz de resistirlo. Su memoria volvió a recitar las palabras exactas de la sentencia de muerte de Cordelia Ransom una y otra vez, como si fuese un disco rayado, como si, pensó para sus adentros, algo en su interior estuviera decidido a grabarle a fuego en la memoria que ni ella ni Nimitz tenían un futuro por delante. Era un pensamiento estúpido, pero no pudo sacudírselo de encima, y ni siquiera estaba segura de que quisiera hacerlo, porque de alguna manera el acto de admitir lo que le esperaba le dejaba una sensación de claridad. Tal vez era la confirmación, pensó. Tal vez escuchar su propia condena habría de liquidar todas las dudas y extinguir las últimas ascuas que la atormentaban sobre alguna tonta y pertinaz esperanza de seguir con vida.

A su modo, aquello tenía algo de piadoso. Si ya no quedaba esperanza, entonces no había razón alguna para actuar como si la hubiera, así que sintió cómo el alivio de la apatía la inundaba. Podía hasta dejar ir su dignidad, pensó casi somnolienta. Podía abandonar la ficción de orgullo y coraje, porque aferrarse a aquellas cualidades no haría más que animar a sus captores a aplastarla y, seguramente, no eran valores que tuvieran mucho significado para una mujer muerta. ¿Por qué tratar de mantener la máscara, jugar el papel de una oficial de la reina que afronta la adversidad con fortaleza?

Dejarse ir, nada más, le urgió una voz interior. Van a volcarse en romperte, ya has visto casos parecidos, así que ¿por qué no dejar que lo hagan? ¿Por qué soportar las consecuencias que te acarreará el intentar detenerlos? Déjate llevar, haz el papel que ellos te digan que hagas. No va a tener ningún significado. Solo significaría algo si tuvieras alternativa. Si hubiera alguna opción de cambiar algo, y no la hay.

Aquella voz era insidiosa, tentadora, y una parte racional y muy fría de sí misma sabía que incluso tenía razón. No había ninguna razón lógica para someterse a lo que le iban a hacer sus captores si los desafiaba, porque al final iba a morir de todos modos. Pero se dio cuenta de que sí había razones, pensamientos que seguían rondando por allí con aquella nitidez cristalina. No eran lógicas, no, pero seguían siendo razones que no dejaban de ser importantes por el hecho de ser ilógicas.

Al fin y al cabo, nadie más que los repos podrían saber qué había hecho y cómo, así que la manera en la que se comportase no iba a importarle un rábano a nadie… más que a ella. Esa era su cruz. Cómo se comportase ante sus captores y cómo muriese sí que le importaba a ella y, si iba a morir, y si Nimitz iba a morir con ella, debían hacerlo de pie.

No porque ella fuera una oficial de la reina. Ni siquiera porque tuviese que dar ejemplo delante de su gente. Ya lo era y ya lo había dado, y aquello era importante, pero esa identidad y esa deuda para con su gente no eran más que una parte de lo que ella era en conjunto. En un último análisis, aquellas cosas eran relevantes solo porque le importaban a ella, no por lo que cualquier otra persona pudiera pensar. No. La verdadera razón para negarse a rendirse era que Nimitz y ella se debían a sí mismos dignidad hasta el final, un último desafío a la gente como la mujer que tenía a sus espaldas, que haría cualquier cosa que estuviera a su alcance para arrebatarle aquella dignidad. Resistir a sus enemigos invitaría a esos enemigos a rellenar el tiempo que le quedara a ella y a su amado amigo con brutalidad y humillación, pero incluso ante esa perspectiva, Honor sintió un sutil halo de fortaleza volviendo a fluir en su interior.

No era como la fortaleza que conseguía reunir cuando llevaba a una nave al campo de batalla, o como el valor que había exhibido liderando a su gente a aquella batalla que ella pensaba que podría llevarlos a la muerte. Confrontada con aquel momento de extraña lucidez, Honor se dio cuenta de que la fortaleza que había conseguido reunir en aquellos otros momentos había tenido siempre un punto de… no bravuconería exactamente, pero sí algo parecido. Algo que era lo bastante real, pero enfocado hacia los demás, no hacia ella. En cierto modo, era un don, un poder que la acompañaba desde el exterior para permitirle que su gente la acompañara cuando no había nada más a qué aferrarse. Una confluencia de deber y responsabilidad, de determinación de hacer su trabajo porque los demás dependían de ella, porque había jurado hacerlo y habría muerto antes de romper tal promesa, y porque las reglas precisaban que llevase el juego hasta tales extremos. Y detrás de esa intersección de deber, determinación y las necesidades de los demás estaba la tradición, el ejemplo de los grandes capitanes del Reino Estelar, que servían a la vez de modelo, inspiración y reto. ¿Cuántas veces se había dejado envolver por el manto de Edward Saganami o Travis Webster o Ellen D’Orville sin darse cuenta siquiera de que lo estaba haciendo?

La fortaleza que sentía ahora, sin embargo, no tenía nada que ver con esas fuentes externas de necesidad de cumplir con su obligación por los demás. Por primera vez desde que tenía uso de razón, estaba en una posición en la que nada de eso importaba. No, aquello tampoco era cierto. Sí que importaba, pero se había convertido en secundario, por detrás de su deber hacia sí misma y hacia Nimitz. El apoyo había quedado relegado a un segundo plano, también. Lo que sentía ahora era su fortaleza, la suya y la de Nimitz, y la desesperación desapareció de sus ojos en cuanto se hizo cargo de aquello en toda su plenitud.

Qué extraño, pensó para sus adentros. Había tenido que llegar a aquel punto, a darse cuenta de todo lo que era y todo lo que debería ser antes de terminar, para desbloquearse, para encontrar la verdadera fortaleza escondida en su interior. Pero ahora la había encontrado, y mientras la miraba con una claridad mental meridiana, se daba cuenta de que aquella fortaleza no tenía fin. Podía apagarse, podía alejarse de ella por un momento, de hecho, podía ser suprimida y superada una y otra vez, pero siempre volvería, porque la fuerza era ella misma y ella misma era la fuerza. Era demasiado honrada consigo misma y demasiado realista como para mentirse a sí misma. Si tenían el tiempo y la determinación suficientes, criaturas expertas como aquellas que trabajaban para Seguridad Estatal podían destruir a cualquiera, pero en cierto modo, aquel era el tema. Podían destruirla. Con la medicación adecuada, las presiones y las sobredosis adecuadas, podían machacarla, incluso reprogramarla para convertirla en una cosa completamente diferente. Pero aquello no era más que otra forma de ejecución, y mientras ella estuviera viva, mientras quedase rastro de la persona que fue y siempre había sido, allí estaría aquella fortaleza inundándola por dentro. En ese sentido, nadie podría arrebatársela jamás, solo podría rendirse ante sí misma.

La comodoro lady dama Honor Harrington se sentó en el asiento de la lanzadera, con el rostro y el cuerpo dolorido por los golpes, y las manos esposadas a la espalda, mientras la agonía de Nimitz palpitaba en su interior y su expresión de calma dejaba de ser ya una mera máscara para engañar a sus enemigos.

* * *

—Ya puede pasar, ciudadano comandante.

—Gracias. —Aquella respuesta brusca de Warner Caslet no iban dirigidas al guardia del exterior del despacho del ciudadano almirante Theisman. De hecho, lo cierto es que lamentaba haber hablado de manera tan tosca al ciudadano jefe Maynard, y sabía que era peligroso, también, pero no pudo evitarlo. Estaba demasiado enfadado como para darle a esos pensamientos el peso que deberían haber tenido… y aquello, por supuesto, era lo que convertía aquella tosquedad en peligrosa.

Caslet entró en el despacho de Theisman e hizo una pausa al ver que Dennis LePic estaba de pie en uno de los extremos del escritorio del ciudadano almirante. Fue tan solo una breve pausa, porque después sus pies lo llevaron por la alfombra hasta la altura de sus superiores. La presencia del comisario popular vertió un jarro de agua fría por su interior, como si aquello sirviese para reiterar todas las razones por las que él ya sabía que debía ocultar su ira, aunque lo cierto es que aquello solo servía para empeorar aquella furia. No porque culpase a LePic personalmente de lo ocurrido, sino porque LePic, pese a todos sus esfuerzos por ser un buen hombre, se había asociado voluntariamente con la gente a la que sí culpaba por todo aquello.

Y tú también, en cierto modo, ¿no, Warner?, dijo su cerebro con aire despectivo. Podías haberte hecho el héroe y desafiar al nuevo régimen. Podías haberte negado a mancharte las manos o comprometer tus principios o tu honor, ¿no? Te habrían pegado un tiro, sí, pero podías haberlo hecho… y no lo hiciste. Así que no seas más papista que el papa con un tipo como LePic.

—¿Me había hecho llamar, ciudadano almirante? —preguntó, intentando enterrar los ecos del enfado debajo de una apariencia de normalidad. Theisman asintió con la cabeza.

Había algo distinto en la cara del ciudadano almirante. No había nuevas arrugas, pero sí que parecía que Theisman había envejecido en cuestión de horas. Y, mientras observaba el cambio en su comandante, Caslet se dio cuenta de que lo que les había ocurrido a los prisioneros debía de haber sido peor incluso de lo que le habían informado. O tal vez no.

Tal vez era solo que Theisman había estado demasiado cerca, había visto lo sucedido, y sus implicaciones, demasiado nítidamente.

—Eso me temo, Warner —dijo Theisman un momento después—. No me cabe duda de que ha oído hablar de los… desgraciados acontecimientos de esta mañana.

Le hizo la pregunta a Caslet, pero la mirada estaba clavada en LePic mientras hablaba.

El comisario popular no decía nada, pero algo brilló en sus ojos. Sus labios se estrecharon y las fosas nasales se abrieron de par en par, pero se limitó a asentir brevemente y de mala gana, como si quisiera respaldar el calificativo de Theisman. Era poca cosa, pero su significado golpeó a Caslet como si fuera un grito, porque colocaba al comisario popular, por el momento, al menos, en el lado de los oficiales militares a los que supuestamente debía espiar.

—Sí, ciudadano almirante, así es. —El ciudadano comandante habló con parsimonia, no porque estuviese de acuerdo él también con la elección de adjetivos de Theisman. No había discusión alguna sobre las razones del ciudadano almirante para mandarlo en la expedición de inspección de la que acababa de regresar, pero más o menos se hacía una idea de cuáles eran, y estaba dividido entre la gratitud y una sensación de que, en cierto modo, se había ausentado de su puesto. Que había evadido su responsabilidad de estar presente cuando Honor Harrington se vio las caras con Cordelia Ransom.

—Pues me temo que va a traer ciertas repercusiones —dijo Theisman, mirando de nuevo a LePic, como si estuviera sopesando hasta qué punto debería ser franco. El caso es que Caslet podía entender aquello. Fuese o no un aliado temporal, había un límite en lo que Theisman se podía arriesgar a decir delante del comisario. Ya había visto esos mismos pensamientos cruzarle el rostro al primer oficial, pero fuese como fuese, en ese momento meneó la cabeza como un caballo que se sacude las moscas o un toro preparándose para embestir—. En concreto —prosiguió—, la ciudadana del Comité Ransom tiene la sensación de que los militares no han abrazado adecuadamente las realidades de la guerra total contra nuestros enemigos de clase.

»Ella cree que hay demasiados oficiales entre nosotros que siguen aferrándose a conceptos elitistas y desfasados relativos al «honor». Aunque tal hecho se puede entender en abstracto, ella tiene la sensación de que ha llegado la hora de romper con esos hábitos de pensamiento, que crean una peligrosa sensación de empatía hacia los enemigos del pueblo que actualmente tratan de minar nuestra determinación de luchar como parte importante de sus esfuerzos por derrotar y destruir a la República.

A pesar de su propia ira, Caslet no pudo evitar abrir los ojos como platos ante la virulencia sin paliativos del tono que estaba empleando Theisman y su mirada salió disparada hacia LePic. Nadie podría haber culpado al ciudadano almirante por sus palabras, pero la voz con la que las había pronunciado estaba marcada por un desdén y una sensación de disgusto que se hundían casi al mismo nivel que los del propio Caslet.

El comisario popular se movía intranquilo, pero seguía sin decir nada. Y Caslet se dio cuenta de que aquello se debía a que lo soliviantaba menos el tono de Theisman que el hecho de saber que estaba justificado.

—A la luz de sus conclusiones —continuó el ciudadano almirante con esa misma voz de ácido hiperrefrigerado—, la ciudadana del Comité considera que es su deber, como miembro del Comité de Seguridad Pública, empezar a señalar los errores de los cuerpos de oficiales. Según eso, ha llegado a la conclusión de que aunque los prisioneros están ahora bajo custodia de la Oficina de Seguridad Estatal, se debería asignar temporalmente una delegación de oficiales militares a Seguridad Estatal para que observen el modo adecuado de tratar a los enemigos del pueblo. A tal efecto, la ciudadana del Comité me ha ordenado enviar al Conde Tilly como escolta del Tepes hasta Cerberus para que el ciudadano contraalmirante Tourville y su personal puedan integrar el núcleo de esa delegación. Además —Theisman entrecerró los ojos y clavó la mirada en la de Caslet como si de los ojos salieran dos rayos láser—, ha requerido expresamente su presencia.

—¿Mi presencia, ciudadano almirante? —La sorpresa de Caslet era auténtica y se quedó pestañeando mientras Theisman se lo confirmaba asintiendo con la cabeza—. ¿Ha explicado la ciudadana del Comité por qué desea que la acompañe?

—No —respondió Theisman, pero su tono apagado revelaba que sospechaba cuál era la razón. Y después de pensarlo durante unos segundos, Caslet se dio cuenta de que él también lo sabía.

Claro. Los informes que ya había escuchado lo habían advertido de que la falta de precaución de Shannon habían acabado condenándola finalmente al desastre del que él la había intentado salvar por todos los medios. Había pocas probabilidades de que alguien como Ransom no hubiera mirado el historial de Shannon. Al fin y al cabo, ¿cómo podía haber llegado hasta donde estaba sin que Seguridad Estatal hubiese dado fe de lo poco que se podía confiar en ella, de no ser porque sus superiores en el ejército la hubieran tapado? Y si Ransom lo había comprobado, sabía que Caslet no solo había sido el primer oficial de Shannon, sino que también había recomendado su ascenso, en dos ocasiones. Una nueva comprobación le hubiera servido para atestiguar su propia ausencia en su «viaje de inspección» y, si bien no había razón oficial para dudar de las órdenes de Theisman, a Ransom no le temblaría la mano para sumar dos más dos. Su conexión con Shannon era lo único que le hacía falta y no era el tipo de personas que cometía excesos a medias. Si Caslet había tolerado a una oficial como Shannon bajo su mando, entonces no cabía duda de que él también albergaba peligrosas simpatías elitistas. Y era enteramente posible que Ransom también viera aquello como una manera de darle en los morros a Theisman por mandar a Caslet lejos en primera instancia. A duras penas podía entender Ransom que hubiera oficiales de la Armada que hicieran piña para protegerse los unos a los otros de su gobierno, pero la pregunta era: ¿podría ahora?

La amargura de sus propios pensamientos asustó a Caslet, porque le conducían a un destino que le daba miedo alcanzar, un destino al que se negó deliberadamente a mirar demasiado de cerca.

—Ya veo —dijo, después de una breve pausa—. ¿Para cuándo está programada nuestra partida, ciudadano almirante?

—La ciudadana del Comité tiene intención de partir del Sistema Cerberus a las 19.30 —le informó Theisman—. ¿Podrá tenerlo todo listo para entonces?

—Por supuesto, ciudadano almirante. ¿Se podrá hacer cargo el ciudadano capitán Ito de mis obligaciones durante mi ausencia?

—Eso espero, sí.

—En ese caso, debo hablar con él antes de subirme a bordo del Conde Tilly para asegurarme de que está al día de todo lo que usted, el ciudadano comisario LePic y yo hemos estado hablando —empezó Caslet, para después hacer una pausa, arqueando las cejas al darse cuenta de que Theisman tenía algo que matizar.

—Es posible que quiera hablar con Ito de estos temas —suspiró el ciudadano almirante—, pero no va a subir a bordo del Conde Tilly.

—¿Ah, no, ciudadano almirante?

—No, ciudadano comandante. La ciudadana del Comité Ransom ha solicitado que se le asigne temporalmente a su equipo personal para ejercer la función de enlace militar con los prisioneros hasta su llegada oficial a Cerberus.

—¿Para ejercer la función de…? —empezó a preguntar Caslet antes de poder detenerse y después cerró la boca de golpe, mandando la cuestión al limbo, mientras apretaba los puños a ambos lados—. Con el debido respeto, ciudadano almirante, no creo que sea la mejor elección para esa tarea —apuntó después de varios segundos de tensión y después miró a Theisman con gesto suplicante—. No tengo ninguna experiencia en labores de seguridad y nunca me han asignado a la Inteligencia Naval, por no hablar ya de Seguridad Estatal. Sin duda hay otros oficiales mejor cualificados que yo para tratar con el personal enemigo capturado.

Theisman no apartó la mirada, pero sí meneó la cabeza. No para refutar las indicaciones de Caslet sobre su experiencia o su cualificación, pero sí lo hizo suavemente y la mirada del ciudadano comandante se volvió hacia LePic. El comisario popular alzó la vista hacia él, la fijó y al final suspiró.

—Me temo que la ciudadana del Comité Ransom ha insistido, ciudadano comandante —dijo. Su tono sonaba menos corrosivo que el de Theisman, pero su ira callada (y su empatía) le llegaban más adentro tratándose de él. No solo porque fuera un representante directo del mismo Comité de Seguridad Pública en el que estaba Ransom, sino porque había elegido serlo; así que la desaprobación del comisario hizo que Caslet se preguntara si Ransom había siquiera comenzado a entender el enorme daño potencial que le había infligido a su causa aquella mañana.

Pero, independientemente del daño que aquello pudiera producir en el futuro, aquello no iba a salvar a Warner Caslet de su venganza en el presente y él lo sabía.

—Lo entiendo, señor —le dijo a LePic, apesadumbrado. De hecho, la expresión quejumbrosa del comisario hizo que el propio Caslet tuviera una extraña sensación de empatía hacia él—. Puedo estar listo para informar a Ito hacia las 13.00 h, ciudadano almirante —prosiguió—. Dos o tres horas serán más que suficiente. ¿Podrá estar con nosotros?

—Lo intentaré —corroboró Theisman, que se puso de pie detrás de su escritorio y le extendió la mano derecha. Caslet se cuadró y extendió la suya para estrecharle la mano a su primer oficial con firmeza. Theisman le dedicó una sonrisa que contenía tanta tristeza como advertencia.

—Mientras tanto —le dijo—, será mejor que se vaya ocupando de su equipaje. El ciudadano jefe Maynard ya está trabajando a sus órdenes y debería de tener todo listo para el momento en el que usted se reúna con Ito.

—Sí, ciudadano almirante. —Caslet apretó por última vez la mano a Theisman y asintió respetuosamente en dirección a LePic, para girarse finalmente hacia la puerta, que se abrió delante de él y le permitió continuar su camino. Antes de irse, hizo una pausa, se volvió, y pudo ver cómo Theisman carraspeaba un poco.

—Ito estará a la altura mientras usted esté ausente, pero el ciudadano comisario LePic y yo esperamos que vuelva lo antes posible, Warner —le dijo el ciudadano almirante—. Espero que la situación militar empiece a calentar motores en las próximas semanas y, teniendo en cuenta lo mucho que el ciudadano comisario y yo necesitamos de su talento, le hemos pedido a la ciudadana del Comité que tramite por la vía rápida su regreso.

Los ojos almendrados de Caslet se abrieron de par en par y después volvieron a su posición habitual al comprobar que LePic asentía con la cabeza. Si se había metido en los problemas que él temía con Ransom, sus superiores habían corrido un grave riesgo haciéndole tal petición. Era el tipo de riesgo que habría esperado que un hombre como Theisman estuviera dispuesto a correr, pero el hecho de que LePic lo hubiera asumido también le cogió absolutamente por sorpresa, así que tuvo que tragar saliva antes de poder responder nada.

—Gracias, ciudadano almirante. Le agradezco ese voto de confianza. A los dos —concluyó, con la voz algo entrecortada.

—No es ni más ni menos que lo que merece, ciudadano comandante —dijo LePic.

—Se lo agradezco de cualquier forma, señor. Intentaré volver lo antes posible.

—Estoy seguro de que sí, Warner —le dijo Theisman con tranquilidad—. ¡Buen viaje!

—Gracias, ciudadano almirante.

Caslet miró en el interior de los ojos de su primer oficial por última vez, asintió y salió por la puerta, que se cerró silenciosamente a su paso mientras Thomas Theisman y Dennis LePic se miraban el uno al otro en silencio.