21
Los guardias que estaban a bordo de la lanzadera llevaban las casacas negras y los pantalones rojos de Seguridad Estatal, no el verde y gris del ejército o el marrón y gris de los marines del pueblo. Eran muchos. De hecho, había tantos guardias como prisioneros, cada uno de ellos con una pequeña pistolas de dardos y la expresión de alguien a quien le encantaría poder usarlo.
Honor se sentó erguida y sin moverse, con Nimitz totalmente rígido e inmóvil también sobre su regazo, mientras trataba de esconderse detrás de una expresión de calma.
Mientras tanto, una nube de ojos hostiles se posaba sobre su espalda. No era fácil y hasta la máscara se le había caído cuando los guardias de Seguridad Estatal llegaron para reemplazar a la escolta naval que estaba esperando. Tampoco seguían juntos los prisioneros en este viaje, porque la lanzadera solo tenía espacio para su propio personal y para el personal comisario de mayor rango del Príncipe Adrián. El resto de los oficiales de McKeon y los suboficiales veteranos que a Tourville le habían ordenado llevar a Barnett venían en una segunda lanzadera que iba justo detrás de esta y en un rincón de su cerebro, Honor se preguntaba si los volverían a juntar después de aterrizar.
No lo sabía, pero casi deseaba que no fuera así, porque estarían mejor cuanto más lejos de lo que quiera que hubiesen preparado los repos para ellos. Hasta ahí llegaban sus convicciones, en ese momento las emociones que azotaban el interior de la lanzadera rugían y reverberaban en su interior; por eso ella entendía perfectamente por qué Nimitz tenía aquel nudo en el estómago de pura tensión. La ansiedad y el temor de sus compañeros de cautiverio, su ignorancia indefensa mientras esperaban a descubrir qué les depararía el futuro era ya suficiente carga para ella, pero es que también sentía las emociones (y previsiones) de los matones de SegEst.
Y es que eran matones, pensó para sus adentros alicaída, haciendo verdaderos esfuerzos por agarrarse a su propia fortaleza mental y por mantener su ficción de tranquilidad mientras el miedo de los demás alimentaba el suyo propio. Las agencias de Inteligencia manticorianas habían analizado a Seguridad Estatal y su papel en el mantenimiento del Comité de Seguridad Pública en las esferas de poder y Honor había visto también los informes de la OIN. En su mayor parte, los analistas del almirante Givens habían mostrado más preocupación por el impacto de SegEst en las operaciones de la Armada Popular que por el modo en el que funcionaban dentro de la sociedad civil.
Pero incluso los informes resumidos de la OIN se habían percatado de que Seguridad Estatal había reclutado a sus miembros no solo de entre elementos que habían mostrado una mayor desafección hacia el antiguo régimen, sino de la ahora extinta Oficina de Seguridad Interna, también. Los ejecutores de SegIn eran profesionales, no ideólogos. Habían llegado con ganas de virar su lealtad hacia el nuevo régimen y enseñar a sus subalternos el negocio; sus nuevos colegas habían aprendido bien la lección. De hecho, habían aprendido tanto que habían superado a sus instructores, porque habían tenido la oportunidad de practicar mucho más.
Una de las razones que explicaban la caída de los legislaturistas era que su represión se había ejercido de manera… desigual. Podía darse el caso de que una semana hicieran desaparecer a una docena de agitadores, pero la siguiente el gobierno podía conceder una amnistía general para granjearse el favor de los pensionistas. Pero esta inconsistencia era un error que el Comité de Seguridad Pública no tenía intención de cometer. Cordelia Ransom había proclamado personalmente que el «extremismo en la defensa del pueblo era la primera responsabilidad del Estado» y no pasaba ni un solo día en el que SegEst hiciese todo lo posible por estar a la altura de tal indicación. Hasta los canales de noticias oficiales repos hablaba sin remilgos del empleo deliberado del terror por parte de Seguridad Estatal contra los «enemigos del pueblo»; los cuales, al fin y al cabo, se merecían cualquier cosa que les pudiera pasar.
Honor no se había cuestionado la precisión de esos informes de la OIN, pero tampoco se había puesto a pensar a conciencia en sus implicaciones. De haberlo hecho, tendría que haberse dado cuenta de qué tipo de gente hacía falta para acometer unas medidas como esas.
Ahora sí se daba cuenta. No podía evitarlo, porque sus emociones saltaban en su interior como demonios burlones, susurrándole cosas malévolas al oído. A algunos de ellos se les veían los colmillos rojos de pura sed de sangre, perfilados con la necesidad de demostrar su propio poder sometiendo a otros bajo su bota. Había algo de enfermizo en su apetito de crueldad y aquello le revolvía las tripas a Honor, pero era peor todavía comprobar que algunos de los guardias que estaban detrás de ella no tenían hambre alguna. Sencillamente no sentían nada cuando veían a Honor y al resto de prisioneros. A sus ojos, ella y los suyos no habrían sido más que meros insectos si les hubieran dado la orden de liquidarlos a todos. El halo de muerte que transpiraban sus emociones desprendía un hedor que aterraba más que el sadismo puro. Se habían convertido en autómatas y poco importaba que se les hubiera escogido para las tareas de Seguridad Estatal, porque siempre habían sido unos sociópatas o quizá se habían deshumanizado hasta llegar a serlo por el camino. El caso es que cuando sus miradas se posaban sobre ella, Honor sentía una gélida espiral que anticipaba lo que podía venir. Todos los guardias de la lanzadera sabían lo que se había planeado para Honor y no le tenían que decir qué era para que supiera que no tendría nada que ver con los acuerdos de Deneb.
El feroz entusiasmo de aquellos profesionales del odio ya se lo había anunciado. El resto, los mortíferos, daban todavía más miedo, porque esperaban con la paciencia glacial de las pitones. Había escasa ansiedad en sus emociones, pero tampoco había rastro alguno de duda… y desde luego no había atisbo de pena.
La lanzadera traqueteó levemente al entrar en la atmósfera y Honor cerró los ojos, reposando las manos sobre la cálida suavidad de Nimitz. No malgastó ningún esfuerzo deseando lo mejor. Ya no.
* * *
Thomas Theisman miró de reojo al ciudadano contraalmirante Tourville.
Ransom había reunido a Tourville, Honeker, Bogdanovich y Foraker para que se vieran con ella antes incluso de dar la orden para que Harrington y el resto de prisioneros descendieran de la órbita. Theisman había sido excluido de la reunión, pero Tourville, que normalmente tenía un aspecto salvaje, había salido de la reunión una hora después con la expresión pálida y tensa; Honeker no presentaba un aspecto mucho más halagüeño. Theisman no fue capaz de determinar cuánta de la tensión de Tourville se debía al miedo y cuánta a la furia, pero no albergaba duda alguna en el caso de Honeker, porque el comisario popular directamente estaba aterrorizado.
Bogdanovich y Foraker estaban igual de pálidos que sus superiores, pero había una sutil diferencia entre los dos. El rostro impasible del jefe de personal demostraba claramente miedo, si bien sabía controlarlo mejor que Honeker. La oficial de operaciones, por su parte, parecía una mujer con ganas de estrangular gente a dos manos. Con toda la fama que la adornaba sin demasiadas habilidades sociales, Shannon Foraker no era tonta y lo disimulaba bajo de un férreo autocontrol; pero la absoluta falta de expresión de su rostro alargado dejaba más patente si cabe el fuego asesino que ardía en el interior de sus ojos azules.
Y ahora era el momento de representar aquel circo macabro y a Theisman le dio por pensar en Warner Caslet mientras la lanzadera se asentaba en el lugar previsto para ello.
Caslet estaba casi más enfadado que el propio Theisman por el más que probable destino de Harrington. De hecho, había estado lo suficientemente enfadado como para entrar como un vendaval en el despacho de Theisman para protestar abiertamente delante de Dennis LePic… y en unos términos que seguramente ningún comisario podría pasar por alto. Así y todo, LePic lo había pasado por alto. Debía de haberlo hecho, porque Caslet no había sido arrestado. Theisman había hecho todo lo posible para proteger a su oficial de operaciones ordenándole que se fuera a inspeccionar el perímetro de plataformas de sensores del sistema. No es que sea mucho, se dijo para sus adentros amargamente, pero tal y como están las cosas, mantener a Warner fuera de las garras de SegEst tiene que computarse como una gran victoria.
La lanzadera aterrizó y abrió su escotilla y Theisman se percató de que SegEst ya había acogido bajo su custodia a los prisioneros. Los uniformes de los guardias que desembarcaban eran inconfundibles y la lanzadera tenía los números del casco del Tepes. Además, los guardias que rodeaban la alfombra eran también de Seguridad Estatal: no había un solo marine o militar uniformado a la vista. De la Seguridad Estatal había muchos y todos armados hasta los dientes. Pero bueno, los de la Seguridad Estatal iban siempre armados hasta los dientes. Sus integrantes nunca iban a ningún sitio solos, siempre en parejas, nunca iban a ningún lado desarmados… lo cual ya decía bastante de su paranoia o de cómo los veía el pueblo al que supuestamente protegían, o tal vez de ambas cosas.
El labio de Theisman quería torcerse en un gesto de desdén, pero no había sitio para el desdén hoy. No cuando temía saber por qué había allí tantos guardias.
Paseó la mirada a lo largo de la terminal hasta encontrar a Ransom conversando de pie informalmente con el ciudadano capitán Vladovich, capitán del Tepes. La presencia de Vladovich era un aliciente más para poner a Theisman de los nervios, porque aquel hombre no debería haber sido ascendido nunca hasta su nivel actual. Theisman lo sabía por propia experiencia, porque él había estado en la última promoción anterior a la guerra en la que se había rechazado el ascenso de Vladovich a capitán… por decimoséptima vez. Aquel hombre se había pasado más de veintiséis años-T como teniente. Hasta en un ejército en el que se necesitaban contactos con los legislaturistas para ascender hasta capitán, casi tres décadas en el grado de teniente deberían haberle dado a aquel hombre alguna pista sobre el hecho de que su carrera había llegado a un punto muerto. Y lo había hecho. Su innegable ambición, decisión y experiencia lo habían convertido en alguien demasiado valioso como para ordenarle que se retirase, pero la oscura veta de sadismo que atravesaba su personalidad había aparcado cualquier posibilidad de promoción para él. Se deleitaba demasiado atormentando a sus subalternos, siempre de maneras que no violaban (mucho) lo estipulado en los reglamentos. Eso era algo que los legislaturistas estaban dispuestos a tolerar solo cuando se trataba de uno de los suyos, y por mucho que al propio Theisman le hubiese molestado que los legislaturistas ejercieran tal dominio sobre la elección de los altos cargos militares, en el caso de Vladovich se alegraba bastante de que no le hubieran dejado ascender más. Por supuesto, Vladovich nunca llegó a entender la verdadera razón por la que no se le ascendía. Se convenció a sí mismo de que se debía a que él no era un legislaturista. De hecho, había llegado a creer (no solo pensar, sino creerse de verdad) que era objeto de una venganza, una trama deliberada para excluirlo de rangos más altos para que su capacidad y talento no dejara en vergüenza a los legislaturistas.
Con el antiguo régimen, su carácter era sencillamente patético. Con el nuevo, lo convertía en alguien muy adecuado para servir en los brazos paramilitares de Seguridad Estatal. Pese a todos sus defectos, tenía un gran manejo de la realidad militar y su ardor a la hora de descubrir y destruir a los «enemigos del pueblo» era mítico. Por desgracia, parecía que no había aprendido nada sobre las responsabilidades inherentes al mando. Se rumoreaba que era poco popular hasta con el personal de SegEst y los informes contaban que dirigía el Tepes como si el crucero fuera de su propiedad personal y su tripulación (excepto sus preferidos) fueran sus sirvientes. No cabía duda de que siempre se había cuidado de disfrazar su actitud bajo los tópicos habituales del servicio al pueblo, pero su sucio favoritismo y el modo en el que enfrentaba a una facción de su tripulación contra la otra le revolvía las tripas a Theisman. Y era increíblemente estúpido, a la vez. Vladovich probablemente se creía que no había posibilidad de que ordenaran a su nave entrar en combate como a cualquier unidad normal de la flota; pero como ocurriese alguna vez, iba a encontrarse empuñando un arma lastimosamente defectuosa, pensó Theisman amargamente. Una tripulación cuyo capitán hubiera puesto a unos contra otros entraría en combate con las dos manos atadas a la espalda, mermada por la falta de cohesión y Vladovich ni siquiera parecía percatarse de ello.
Pero de momento parecía al cien por cien un capitán de cualquier crucero de batalla, por mor del uniforme rojo y negro de Seguridad Estatal, mientras hablaba con Ransom, aparentemente sin darse cuenta de que la tripulación HD estaba grabando hasta el último detalle de aquel día. Ransom se había girado hacia las ventanas y la alfombra que se extendía tras ellas, en un pretendido intento de mostrar desinterés, ante lo cual Theisman rechinó los dientes. Tanta teatralidad (y tan obvia) podría haber sido divertida para alguien con menos poder, pero ejercida por Cordelia Ransom daba miedo. Porque no era alguien sin poder y su lenguaje corporal encerraba un mensaje concreto. No hubiera exhibido de manera tan evidente su desdén hacia los prisioneros, no al menos con las cámaras grabándola, si tuviera alguna intención de tratarlos con cierto respeto, y la sonrisa de anticipación de Vladovich no hacía más que confirmar lo que el ciudadano almirante se temía.
Theisman se giró para no verlos más y dirigió su mirada hacia la ventana por la que se podía ver al personal manticoriano y graysoniano salir de la lanzadera, desde donde los obligaron a empujones a formar una fila de a uno. Sus guardias los hacían desfilar sobre la alfombra de ceramigón, primero, y los conducían luego a la escalera mecánica que les llevaría a la terminal, después. Theisman achinó los ojos y creyó reconocer a la mujer que encabezaba la fila. Cómo no identificar aquella figura esbelta y atlética, aunque no llevase en los brazos al gato de color crema y gris. Theisman respiró hondo al reconocer también al veterano capitán de espaldas anchas que caminaba inmediatamente detrás de ella. Alistair McKeon. Otro manticoriano que Theisman conocía y cuyo buen criterio también apreciaba. ¿Qué iba a pensar McKeon de él después de hoy? No era culpa de Theisman y él lo sabía, y una parte de él sintió un imparable espasmo de ira, esta vez dirigido a Harrington y a McKeon tanto como a Ransom. Era irracional, y él lo sabía, pero seguía sintiéndolo. Iban a juzgarlo a él, lo mismo que él hubiera hecho si los papeles estuviesen cambiados. Y, tal y como él también habría hecho, no sentirían más que desdén hacia su persona, porque al contrario que él, nunca se habrían visto atrapados entre las obligaciones para consigo mismos y las obligaciones hacia una nación estelar que había caído en las manos de una panda de lunáticos.
Por eso sintió ese horrible latigazo de ira. Porque por mucho que lo avergonzara la sensación de impotencia, era precisamente eso lo que sentía realmente. Porque deseaba ser merecedor de su respeto y no podía. Y porque sabía que no tenía sentido siquiera desafiar a Ransom. Hacerlo no lograría nada más que condenarlo a él junto a Harrington y pese a que la parte de él que se encontraba cansada y enfadada le insistía en que podía hacer mucho más que morir por una compañía así, el resto no pensaba lo mismo.
Por muy impotente que se sintiera en ese momento, era su deber seguir vivo y hacer lo que pudiera (cualquier cosa que pudiera) para mitigar los excesos de aquellos chiflados.
Lo sabía ahora y un rincón frío de su cerebro se preguntaba por qué había tan pocos regímenes represivos que parecieran darse cuenta de que ellos mismos habían creado a los rebeldes que, en última instancia, deberían destruirlos. ¿Cómo podía gente como Cordelia Ransom o Rob Pierre, después de haberse aprovechado de esa ceguera de los legislaturistas, ser incapaces de reconocerlo cuando les pasaba a ellos mismos?
La fila de prisioneros llegó hasta la parte superior de la escalera mecánica y los pensamientos de Theisman se vieron interrumpidos al ver que uno de los guardias llevaba a Harrington hacia el espacioso salón VIP en el que Ransom y su corte (mitad deseosos, mitad no) esperaban. El soldado Seguridad Estatal usó la culata de su pistola de dardos sin muchas contemplaciones para pastorear a sus prisioneros, que pasaron lo suficientemente cerca como para que Theisman pudiera ver y reconocer el gesto de contrariedad de McKeon al observar cómo la culata del arma golpeaba el hombro de Harrington. Pero pese a toda su fortaleza, la ira evidente de McKeon daba mucho menos miedo que la completa falta de expresión del hombre uniformado de verde que iba tras él. El corte de su uniforme lo etiquetaba como graysoniano, lo cual lo convertía en uno de los «marines» que, evidentemente, eran los hombres de armas de Harrington… cosa que sin duda explicaba la peligrosa tensión que lo quemaba por dentro. Theisman había visto esa falta de expresividad antes. Sabía qué significaba y el espectador indefenso que se escondía tras su rostro imploraba que aquel graysoniano de pelo caoba no perdiera el control. Rodeado por tantos guardias armados hasta los dientes, las consecuencias de un ataque suicida solo podía derivar en una matanza.
Un gruñido ordenó a los prisioneros que se detuvieran y, por primera vez, Theisman se obligó a sí mismo a intercambiar miradas con Honor Harrington.
Su aspecto era peor de lo que se temía, si es que aquello era posible, y tras aquella ojeada Theisman se mordió el labio hasta que casi le sangró. Su rostro era incluso más inexpresivo que el de su hombre de armas. Las únicas veces que la había visto antes de aquello en persona fue durante e inmediatamente después de la primera operación desastrosa de la República en Yeltsin. Entonces tenía el ojo izquierdo cubierto por un parche y todo ese lado de su cara estaba salpicado de heridas; y, pese a todo, tenía más expresividad que hoy. Ahora no mostraba nada, ni miedo, ni esperanza, ni actitud desafiante, ni siquiera curiosidad. Pero no era más que una máscara, bastante pobre, por cierto, y a Theisman quedó impresionado por lo que ocultaba tras ella. Venía preparado para la ira, el desdén, hasta el odio, pero lo que vio era miedo. Peor que miedo, era terror, acompañado de desesperación.
La boca le empezó a saber a sangre por la intensidad con la que había llegado a morderse el labio. De ser él quien estuviese en su situación, Theisman sabía que tendría miedo, pero no esperaba que Harrington lo demostrase de manera tan patente. Pero entonces vio el modo en que acunaba a su ramafelino, la voluntad desahuciada de protegerlo que se averiguaba a través de su lenguaje corporal, y lo entendió todo.
—Así. —Aquella palabra pronunciada escuetamente le apartó la mirada de Honor.
Cordelia Ransom había abandonado la conversación con Vladovich para mirar a los prisioneros y sus ojos azules parecían tan despectivos como su tono de voz. Torció el gesto al realizar un barrido visual por la fila de prisioneros y después resopló con desdén.
Aquel sonido displicente se dejó oír nítidamente en medio del silencio generalizado del salón y Theisman pudo comprobar que más de un prisionero de guerra se estremecía enfurecido.
—¿Y quiénes dice que son estos, ciudadano mayor? —le preguntó Ransom al guardia más veterano de Seguridad Estatal.
—¡Enemigos del pueblo, ciudadana del Comité! —ladró el mayor.
—¿Ah, sí?
Ransom caminó despacio delante la fila. Bueno, no, pensó Theisman, «caminó» no es la palabra. Se pavoneó delante de la fila. Se paseó ufana y, de repente, a él le entró vergüenza ajena solo de ver la imagen que estaba proyectando aquella mujer. ¿No se daba cuenta ni por asomo de lo vacía y pequeña (de lo estúpida) que estaba quedando retratada? ¿O de cómo su desdén podía afectar a los miembros del ejército de la República? Dondequiera que estuvieran sus prisioneros, habían luchado abiertamente y con sus mejores armas por sus propias naciones estelares, lo mismo que Theisman había luchado por la suya, así que cuando Ransom escupió sobre su valor y dedicación, estaba escupiendo, en realidad, sobre el de él mismo. ¿Además, qué había hecho ella para ganarse el derecho de tratarlos con desdén? ¿A cuántos enemigos había hecho frente ella en combate? Hasta cuando era una insurrecta antes del golpe, había sido una terrorista, una asesina, una criminal homicida, no una guerrera. Tal vez ella no lo veía de esa forma, pero eso no podía cambiar la realidad. Y como no podía, su desdén teatralizado la empequeñecía a ella, no a ellos, fuera ella capaz de verlo o no, y sus propios servicios de HD estaban grabándolo todo. En breve aquello sería retransmitido al conjunto de la República Popular y, después de eso, no tardaría mucho en acabar surcando las ondas de la Alianza Manticoriana y la Liga Solariana. Solo de pensarlo le rechinaban los dientes.
Pero no podía hacer nada más que quedarse allí de pie, con el rostro petrificado mientras observaba cómo Ransom se detenía delante de McKeon.
—¿Y tú eres? —le preguntó con frialdad, como si él fuera el oficial de mayor rango allí presente. Por un momento McKeon no dijo nada y volvió rápidamente la vista hacia Harrington, que estaba de pie a su lado. Ella no le devolvió la mirada, pero asintió ínfimamente y él respiró hondo.
—Capitán Alistair McKeon, Real Armada Manticoriana —dijo con una voz áspera, cuyos tonos cayeron a plomo como si fueran hierro puro. Sus ojos grises brillaban de ira, pero Ransom se limitó a resoplar de nuevo y siguió con su pavoneo por toda la fila. Después regresó a su posición original y el personal de HD se giró para cogerla de perfil mientras señalaba a Harrington con el dedo.
—¿Qué está haciendo este animal aquí, ciudadano mayor? —inquirió.
—Pertenece a la prisionera, ciudadana del Comité.
—¿Y por qué no se le ha quitado? —La voz de Ransom era más dulce, casi aterciopelada, y el labio se le quebró dibujando una sonrisa hambrienta mientras observaba los ojos de su víctima. Harrington no movió ni un músculo de la cara, pero Theisman percibió que se le tensaban todavía más en cuanto Ransom empezó a saborear su poder como si fuera una cosecha única.
—Recibimos órdenes de no hacerlo, ciudadana del Comité —le indicó el mayor de Seguridad Estatal—. Su propietaria es la prisionera de mayor rango y se nos ordenó que se le permitiera quedárselo.
—¿Cómo? —Los ojos azules de Ransom se volvieron hacia Tourville con una mirada glacial. Su expresión era más que triunfal en ese momento, y a Theisman se le cayó el alma a los pies porque de pronto entendió lo que estaba a punto de suceder. Ransom iba a desautorizar a Tourville y sus esfuerzos por proteger a Harrington arrebatándole al ramafelino y destruyéndolo delante de las cámaras, pensó enfermizamente para sus adentros. Estaba seguro… pero se equivocaba de nuevo, porque todas sus sospechas se quedaban cortas con respecto a lo que Ransom pretendía de verdad.
—¿He escuchado bien, ciudadano mayor? ¿Dice usted que esta mujer es la prisionera de mayor rango de todos estos militares?
—¡Sí, ciudadana del Comité!
—Entonces ha habido algún error —le informó Ransom, con la mirada aún clavada en el rostro pálido de Tourville—. Esta mujer no es entonces una prisionera militar.
—¿Discúlpeme, ciudadana del Comité? —le dijo el ciudadano mayor y, por si quedaba alguna duda de que toda su conversación con Ransom era una charada cruel, su tono de voz las despejó todas. Las palabras eran las adecuadas, pero no había ningún tono de sorpresa en su voz y Theisman se tensó al comprobar que varios de los soldados del ciudadano mayor se cambiaban de posición para ponerse ligeramente detrás de los prisioneros.
—Claro que no —insistió Ransom con frialdad—. Esta mujer es Honor Harrington, ciudadano mayor. Acabo de comprobar los historiales esta misma mañana y sobre ella pesa una orden de arresto civil. Es anterior al comienzo de las hostilidades. —Hasta Harrington se sobresaltó por la sorpresa que le producían aquellas palabras y Ransom sonrió sin piedad.
»Honor Harrington —prosiguió estudiadamente— fue procesada por asesinato por destruir deliberadamente y sin que mediara provocación el carguero republicano desarmado Sirius en el sistema Basilisco hace once años, ciudadano mayor. Se le ofreció la oportunidad de defenderse ante el tribunal, pero la rechazó y sus superiores plutocráticos se negaron a entregarla para que fuese juzgada, lo cual hizo que el Ministerio de Justicia no tuviera más elección que ordenar que se la juzgara in absentia. Por supuesto, fue condenada… y la sentencia era a muerte.
Ransom se quedó mirando a Tourville a los ojos, y el ciudadano contraalmirante apretó los puños. Los ojos de él saltaron rápidamente a Harrington y después regresaron a Ransom. Theisman pudo sentir la ira de Tourville y su vergüenza agonizante, y no deseó nada más excepto que pudiera mantener la boca cerrada, pero Tourville sintió que le habían provocado demasiado.
—¡Ciudadana del Comité, debo protestar! —bramó—. La comodoro Harrington es una oficial de la Armada. Como tal, debe…
—¡No es una oficial de la Armada! —lo interrumpió la voz de Ransom como un látigo—. ¡Es una asesina convicta, ciudadano contraalmirante, y bien haría usted en recordarlo!
—Pero…
—Tenga cuidado, ciudadano contraalmirante. Tenga mucho cuidado.
La voz de Ransom sonaba de repente mucho más dulce y Honeker sorprendió a Theisman agarrando a Tourville por el codo. No pensaba que el comisario popular tuviera tanto valor, o preocupación por Tourville, pero la presión de sus dedos parecían recordar que el ciudadano contraalmirante no era el único que estaba en el punto de mira de Ransom. Bogdanovich y Foraker corrían tanto peligro como él mismo y no tenían tanto rango para protegerse las espaldas, así que Tourville reculó y cerró la boca.
Ransom se quedó mirándolo durante unos segundos y después asintió levemente.
—Mejor —dijo ella y se giró hacia el jefe de la guardia, dejando a Tourville en un segundo plano—. Y ahora, ciudadano mayor —prosiguió—, dado que la orden de arresto y ejecución de esta mujer es de índole civil, no es un tema que incumba a los militares, ¿verdad? Independientemente de los desafortunados hechos que hayan acaecido subsiguientemente entre la República Popular y el Reino Estelar de Mantícora —su tono de voz convirtió las últimas cuatro palabras en improperios—, estos no pueden afectar a las decisiones de la justicia civil en tiempos de paz, ni se puede permitir que un uniforme militar proteja a su portador del veredicto de un tribunal civil anterior a la guerra. Creo que la sección veintisiete, subsección cuarenta y uno de los acuerdos de Deneb contemplan ese aspecto en concreto. —Ransom miró rápidamente a Theisman, quien de algún modo logró aparcar cualquier vestigio de odio de su expresión—. De hecho —prosiguió—, la sección veintisiete declara específicamente que el estatus militar de los individuos queda anulado si han sido condenados por un delito civil antes del comienzo de las hostilidades… lo cual significa que esta mujer no es una prisionera militar en absoluto. Así que tenemos la suerte de que usted y su gente, como representantes del sistema de justicia civil del pueblo estén aquí para hacerse cargo de ella, ¿verdad?
—¡Sí, ciudadana del Comité! —espetó el ciudadano mayor cuadrándose y saludándola—. ¿Cuáles son sus órdenes?
Thomas Theisman apretó los dientes de pura indefensión mientras Ransom sonreía al matón de Seguridad Estatal, porque sabía lo que iba a decir. Y era culpa suya, pensó amargamente. No había duda de que ella habría encontrado un resquicio legal para hacer lo que quería hacer de todas formas, pero había sido él el que había sugerido atenerse a lo estipulado en los acuerdos de Deneb; y lo más enfermizo de todo era que ella los había citado correctamente. La sección cuarenta y siete, subsección cuarenta y uno, había sido añadida después de la guerra de la Asociación Kersey contra la República Manitoba. El autoproclamado gobierno de Kersey les había puesto a unos cuantos convictos por asesinato de Manitoba el uniforme para realizar «operaciones especiales» contra el que fue su mundo y después había reivindicado su estatus como prisioneros de guerra para protegerlos, en caso de ser capturados, y evitar así que fueran ejecutados. Por supuesto, la Asociación Kersey era poco más que un grupo de piratas y asesinos organizados, pero su abuso de los acuerdos había llevado a la modificación posterior en un esfuerzo por evitar los vacíos legales que habían explotado los habitantes de Kersey. Y ahora otra banda de asesinos va a utilizar esa modificación para sus propios fines retorcidos, pensó Theisman amargamente, en este caso para usar la farsa legal de aquel «juicio» anterior a la guerra como algo perfectamente legítimo.
—La tendrán bajo custodia para llevársela al Tepes, ciudadano mayor —le indicó Ransom al oficial Seguridad Estatal, si bien sus ojos fríos y triunfantes no se despegaron ni un instante de la cara de Harrington—. La guardarán a buen recaudo a bordo de la nave hasta que llegue a las instalaciones carcelarias de Seguridad Estatal en el Sistema Cerberus, donde la entregará usted al encargado de Camp Charon para que lleve a cabo la ejecución.
Todo era una pesadilla. No era real, insistía una parte del cerebro de Honor. No podía estar sucediendo. Pero el resto de ella sabía que podía suceder, y así era. Sus ojos volaron rápidamente hacia el rostro de Thomas Theisman mientras Ransom la llamaba asesina y la vergüenza indefensa que vio en él fue la última prueba. El placer cruel y frío que sintió Ransom al fijar su destino atravesó su interior también a través de Nimitz, y era como un cuchillo que se abría paso lentamente dentro de una herida. Pero fue la desesperación de Theisman lo que lo convirtió todo en algo real y lo que la despojó de cualquier ficción de esperanza.
Ella se había olvidado por completo de aquella condena. Todo el mundo sabía que era un ardid propagandístico, un intento por parte de los legislaturistas de convencer a sus propios súbditos y a la Liga Solariana de que ellos eran las víctimas inocentes de una agresión manticoriana. ¿Qué otra cosa podían haber hecho? Si no hubieran sostenido que el Sirius era un «carguero desarmado», habrían tenido que admitir que habían mandado una nave-Q de siete millones y medio de toneladas en lo que constituía una violación deliberada del territorio manticoriano. Y, sin embargo, todo aquel asunto había sido tan absurdo que ella nunca había llegado a creer que alguien pudiera tomárselo en serio, sobre todo después de tanto tiempo.
Pero a pesar de que aquel triunfo vengativo de Ransom la atravesó como si fuera veneno puro, Honor se dio cuenta de que, en realidad, tampoco importaba mucho.
Ransom quería ver a Honor muerta y no solo por lo que Honor le había hecho a la Armada Popular. No, había algo oscuro y pernicioso, algo personal, en el odio que le profesaba, y a pesar de su propia desesperación, Honor se dio cuenta de qué era.
Miedo. Ransom tenía miedo de ella, como si Honor personificara todas y cada una de las amenazas al propio puesto de Ransom. En su cabeza, Honor era la encarnación de la amenaza militar de la Alianza a la República y, por ende, a la propia Ransom. Y, pese a todo, el odio de la ciudadana del Comité iba más allá de aquello y, mientras Ransom volvía la vista hacia Tourville, Honor lo comprendió. Los esfuerzos del ciudadano contraalmirante por protegerla no habían hecho más que convertirla en otra amenaza: la amenaza de que el propio ejército de la República pudiera volverse contra el Comité de Seguridad Pública.
Había habido suficientes rumores de un creciente descontento en el Sistema Haven, en la que las facciones lunáticas de la chusma de Nuevo París habían organizado al menos una intentona golpista. El ejército lo había derrocado (en cierto modo, para sorpresa de la OIN), pero ¿y si los militares no frenaban el siguiente intento? ¿Y si empezaban a pensar por sí mismos, a establecer sus propias políticas y comenzaban a poner pegas a las del Comité? Solo había un modo en el que alguien como Ransom podía interpretar los actos de Tourville (como el primer movimiento de alguna especie de trama para derrocar la autoridad del Comité), porque nunca se le ocurriría pensar que el ciudadano contraalmirante había obrado exclusivamente por un sentido de la decencia. Cordelia Ransom no concebía que se pudiese ver a los enemigos como oponentes honorables que merecían ser tratados honorablemente, así que daba por sentado que, igual que lo habría hecho ella, Tourville estaba desplegando alguna complicada estrategia en la que Honor era una ficha más sobre el tablero.
Si ese era el caso, entonces debería ser aplastado, de un modo, además, que sirviese de lección para que el resto de militares no se atreviesen a hacer ruido de sables delante del Comité de Seguridad Pública o sus miembros, y si Ransom podía aprovechar para llevarse por delante a Honor, mejor que mejor.
Aquellos pensamientos parpadeaban en el interior de su cerebro, pero por fuera parecía paralizada, incapaz de reaccionar, moverse o hablar. Ransom trasladó su sonrisa triunfante de nuevo desde Tourville hacia su víctima y Honor ni se inmutó. No podía, pero una peligrosa oleada de movimientos empezó a recorrer toda la fila de prisioneros.
Ransom se percató de ello y esbozó una sonrisa que hubiera podido congelar el helio mientras volvía a mirar al mayor de Seguridad Estatal y señalaba con el dedo a Nimitz.
—Mientras tanto, ciudadano mayor, llévese a esa criatura fuera y destrúyala. Inmediatamente —musitó con dulzura.
—¡Sí, ciudadana del Comité!
El ciudadano mayor hizo un nuevo saludo y después avisó con un gesto a dos de sus hombres.
—Ya habéis escuchado a la ciudadana del Comité —gruñó—. Obedeced.
—¡Sí, ciudadano mayor!
Los dos guardias empezaron a avanzar en dirección a Honor y una espita saltó en su interior. La resistencia era poco menos que inútil, porque si ella se resistía, al menos parte de los suyos harían lo mismo, y estaban rodeados por guardias armados. Ella sabía que sería eso exactamente lo que ocurriría y se dijo para sus adentros que debía aceptar lo que le ocurriese a ella o a Nimitz. No podía, no debía, permitirse ningún gesto de cara a la galería que desatase una matanza de los hombres y las mujeres de los que seguía siendo responsable, así que se dio la orden mental a sí misma de no preparar nada por el estilo.
Pero aquella era una orden que no podía obedecer. En ese momento su vínculo con Nimitz se volvió, de repente, más fuerte e intenso que nunca. Ya no eran dos seres independientes y su identidad fusionada no tenía ninguna duda al respecto… solo un objetivo.
Los guardias se disponían a ejecutar la orden de Ransom y se les avisó de que se esperasen algo de resistencia, pero la pasividad de Honor los había dejado desconcertados. O tal vez sus reflejos en alta gravedad eran, sencillamente, demasiado rápidos para ellos. Fuera cual fuera la razón, sus movimientos resultaron ser muy lentos, incluso sobre aviso, cuando ella pegó un brinco y alzó los brazos para tirarles a Nimitz como un halconero que lanza su ave contra algo.
El ramafelino se convirtió en un borrón de color gris y crema que se arqueó sinuosamente por encima de las cabezas de los guardias y el salvaje rugido de su grito de guerra fue la única advertencia de que dispuso el ciudadano mayor. Aquel hombre de Seguridad Estatal chilló agonizante en cuanto los seis paquetes de cimitarras que Nimitz tenía por garras le destrozaron la cara. Su grito se apagó con un gorgoteo cuando un último zarpazo le seccionó la yugular. Pero aquel hombre no era más que un paso intermedio para Nimitz, una plataforma de lanzamiento desde la cual redirigir su trayectoria hacia su verdadero objetivo, así que después de acabar con su primera víctima saltó hacia el pecho de otro guardia de la Seguridad Estatal. El nuevo objetivo chilló de dolor tratando en vano de zafarse de su atacante, un demonio de seis extremidades que le siseaba y le gruñía mientras revoloteaba por encima de él, clavándole las garras en el vientre y el pecho. Acto seguido saltó desde sus hombros para ir directo hacia Cordelia Ransom.
El primer golpe con la culata de una pistola de dardos impactó contra el cuerpo de Honor antes incluso de que Nimitz alcanzara al ciudadano mayor, pero como lo vio venir pudo minimizar el efecto del golpe. Después de dejar que le diera en el lateral, se zafó del segundo guardia y, tras caer, se puso inmediatamente en pie de un brinco. Los talones se clavaron en la barriga de aquel hombre y ella rodó nuevamente para evitar a otros dos más. Acto seguido se volvió a poner en pie, impulsándose sobre una sola rodilla, y con el puño izquierdo le pegó un directo brutal en la ingle a su enemigo más inmediato. El guardia que sufrió el impacto se dobló hacia delante y ella siguió avanzando una vez más, aprovechando el impulso de su talón derecho para rematar la cara de su oponente.
Lo golpeó en la nariz, rompiéndole los huesos hasta llegar al cerebro, y con la mano izquierda buscó apoderarse de su pistola de dardos según caía.
No llegó ni a tocarlo porque enseguida apareció la culata de otra arma y esta vez su propietario no erró el golpe. Le dio limpiamente en la base del cuello, haciéndola caer sobre el suelo, aturdida e incapaz de moverse. Después vinieron otros dos golpes sobre los riñones y las costillas mientras se escuchaban gritos y órdenes entremezclados con ruidos de golpes entre los chillidos de la segunda víctima de Nimitz.
No pudo ni volver la cabeza, pero sí vio de reojo fogonazos del caos. Vio a McKeon abatir a uno de los guardias, al que le partió la rótula, y después desplomarse bajo una batería de golpes de culata. Andrew LaFollet estaba completamente fuera de sí. Giró con una agilidad felina y pilló a un soldado de Seguridad Estatal con la guardia completamente baja, de tal manera que con el puño le destrozó la garganta como si hubiese utilizado un martillo.
Enseguida dos más se abalanzaron sobre él y este los recibió con una nube de puños, codos y patadas voladoras. Los dos cayeron abatidos, uno con el cuello roto, y él se precipitó entonces hacia la mujer que acababa de golpear a Honor en las costillas y que alzaba de nuevo el arma para impactar sobre ella una vez más.
Entonces llegó otro guardia y lo golpeó de lado con la pistola de dardos con tal violencia que lo levantó del suelo. A continuación, llegó una segunda culata y LaFollet acabó con sus huesos en el suelo junto a las piernas de Honor, justo en el momento en el que Andreas Venizelos y Marcia McGinley eran reducidos bajo el implacable peso de media docena de soldados de la Seguridad Estatal.
La mayoría de los otros prisioneros de guerra no llegaron siquiera a tener tiempo para reaccionar antes de que los obligaran a arrodillarse a golpes, pero seguía oyéndose el grito de guerra de Nimitz justo cuando otra soldado de Seguridad Estatal se volvió a interponer entre él y Ransom. La nueva guardia no estaba intentando interceptarlo, de hecho lo que quería era quitarse de su camino, pero se convirtió en la última barrera que lo separaba de su presa, así que Nimitz pegó otro grito y le seccionó la garganta. La soldado se desplomó en medio de un charco de sangre, pero su ejecución lo había retrasado demasiado y, finalmente, un arma consiguió dar en el blanco y él se retorció de dolor con un gran grito.
Honor gritó con él, con la cara contra el suelo, porque el intenso dolor de su herida la atravesaba a ella también. Era como si su espalda y sus costillas se hubieran roto ante aquel golpe salvaje y empezó a sentir espasmos, tratando de consolarse de la herida que había sufrido el otro. Honor sintió que la pistola de dardos se alzaba una vez más y, sabedora de que estaba a punto de empezar su descenso demoledor, desnudó los dientes mientras Nimitz le gritaba a su asesino. La culata del arma empezó a bajar, pero un par de manos la detuvo a mitad del golpe y la tiró hacia un lado hasta que aterrizó contra el suelo. El guardia escupió alguna blasfemia y se giró hacia el manticoriano que había interceptado su golpe pero, al ver quién era, se quedó helado y confundido.
Porque no era un manticoriano, al fin y al cabo, era Shannon Foraker la que se lo estaba quitando de en medio con un golpe y se dirigía a toda velocidad hacia Ransom.
—¡Si matas al gato, ella morirá! —El grito de la oficial de operaciones se hizo escuchar en medio de la confusión mientras Foraker sujetaba la mano de la ciudadana del Comité—. ¡Están unidos! —gritó—. ¿Lo entiendes? ¡Si matas al gato, ella muere también!
Honor estaba tendida en el suelo, demasiado aturdida todavía como para moverse o pensar con claridad, pero su cuerpo se arqueaba mientras Nimitz se retorcía de dolor y Ransom achinaba los ojos. Se había esperado una cosa así, de hecho, lo había planeado; pero no se esperaba ser ella quien viese tan de cerca la muerte. Y todo había sucedido tan rápidamente que no había tenido tiempo para reaccionar. Ahora sí tenía tiempo, y el pánico se apoderó de ella al ver a la media docena de cuerpos que Nimitz, Honor y LaFollet habían dejado por el camino. Ransom desnudó los dientes ante el gato herido que tan denodadamente había intentado liquidarla y que tan cerca había estado de conseguirlo, y ordenó a Foraker que se apartara de su camino.
Pero entonces se obligó a sí misma a respirar hondo. Cerró los ojos mientras se repetía mentalmente que debía volver a retomar el control y la voz volvió a sonar fría cuando los abrió de nuevo.
—¿Qué quieres decir? —espetó.
—Lo que acabo de decir… señora. —Foraker se arrodilló junto a Nimitz, asumiendo un riesgo que la mayoría de esfinginos no se habría atrevido a correr nunca, porque hasta un gato tullido podía infligir aún horribles daños—. Los ramafelinos son empáticos y, probablemente, telepáticos —prosiguió, obligándose a hablar rápido pero claro—. Están unidos a sus compañeros y, cuando mueren, sus compañeros mueren o entran en un estado catatónico.
—¡Tonterías! —gruñó Ransom.
—No lo son —dijo otra voz y, al oírla, la ciudadana del Comité se giró para ver de dónde procedía. Como el resto de los manticorianos en la sala, Fritz Montoya estaba de rodillas, con una pistola de dardos presionándole la nuca, pero el caduceo del servicio médico brillaba en el cuello de su camisa.
—¿Qué quieres decir? —le repitió Ransom con suspicacia.
—Lo dicen los libros de medicina —dijo Montoya, corroborando la ridícula teoría de Foraker—. Los vínculos de los ramafelinos con los humanos son poco comunes, y no sabemos tanto sobre ellos como nos gustaría, pero las consecuencias de la muerte de un gato están bien claras. El estado catatónico es más frecuente que la muerte, pero el índice de mortandad supera generosamente el cuarenta por ciento.
Ransom juntó los labios como si fuera a escupir, pero una vez más se obligó a sí misma a detenerse y a respirar hondo. Le estaba entrando el bajón de adrenalina y su miedo tardío empezaba a convertirse en una sensación de alivio por haber podido sobrevivir. Le resultaba difícil pensar mientras repasaba mentalmente el dosier de Seguridad Estatal sobre Harrington.
Se lo había estudiado detenidamente antes de planear los acontecimientos de esa tarde y sus previsiones de la reacción de Harrington ante la orden de matar al gato habían sido bastante acertadas. El problema era que había demasiados agujeros negros en su historial como para saber si Foraker tenía o no razón.
Ransom gruñó alguna blasfemia mentalmente porque no le quedaba más remedio que reconocer aquello. Los vídeos de las noticias de Grayson eran su mejor fuente de información sobre los ramafelinos, porque Harrington era una heroína planetaria. Siempre había sido un buen ejemplar en su planeta de adopción y su vínculo con aquel animal poseía una fascinación ilimitada para su público. Por desgracia, los graysonianos sabían poco sobre cómo funcionaba aquel vínculo. Los informes advertían a Ransom de que el animal era peligroso y más inteligente de lo que la mayoría de la gente suponía, igualmente indicaba que la manera más eficaz de hacer daño a Harrington era quitárselo y matarlo; pero no tenía información alguna sobre la naturaleza real del vínculo existente entre ellos dos.
Ransom volvió la mirada hacia Harrington, que seguía retorciéndose en el suelo, y de nuevo entornó los ojos. La manera en la que estaba allí tendida, medio girada sobre un lado, en posición fetal, era exactamente igual que la del gato. De hecho, al margen de que el animal tenía seis extremidades y Harrington solo cuatro, las posturas eran prácticamente idénticas. Y ella no era ni siquiera consciente de eso. No podía haber adoptado esa postura de manera deliberada, lo cual hablaba a favor de la posibilidad de que Foraker tuviera razón.
Por otra parte, Foraker sentía que le debía algo a Harrington. ¿Había tenido las agallas y la estupidez suficientes como para arriesgarse a engañarla con objeto de proteger a aquella manticoriana?
—¿Y cómo ha llegado a saber eso, ciudadana comandante? —le preguntó la ciudadana del Comité tras un momento largo y fulminador.
—El ciudadano contraalmirante Tourville me asignó las tareas de enlace con los prisioneros a bordo del Conde Tilly —respondió Foraker sin dudar—. Durante el ejercicio de tales obligaciones, le pregunté al doctor Montoya sobre cualquier necesidad sanitaria especial que pudieran tener. Dadas las circunstancias, el doctor consideró oportuno alertarme sobre la naturaleza del vínculo de la como… de la prisionera con el gato.
—Ya veo —repuso Ransom muy despacio. Una parte de ella estaba segura de que Foraker mentía, pero solo una parte; y el cirujano había corroborado la versión de la oficial de operaciones con suficiente rapidez y naturalidad. Ransom quería ver a aquel desagradable animal muerto de una vez, pero ¿y si Foraker y Montoya decían la verdad?
Sus planes de grabar los detalles de la ejecución de Harrington se irían a la basura si mataba al gato y Harrington acababa muriendo o entrando en estado catatónico de resultas de aquello.
Ransom se imbuyó enfurecida en sus pensamientos unos segundos más y después sonrió. Era una sonrisa fría y desagradable, y Thomas Theisman sintió escalofríos al verla.
—Muy bien, doctor Montoya —musitó secamente—, usted se encargará de mantener al animal con vida. —Ransom asintió con la cabeza para que el guardia que vigilaba al doctor le retirase la pistola de dardos de la nuca y Montoya se apresuró a arrodillarse junto a Foraker—. Hágalo lo mejor que sepa —le demandó Ransom—. Quiero que esté sano cuando la prisionera llegue al cadalso.
La sonrisa de Ransom se volvió aún más fría al ver la reacción de Harrington ante la posibilidad de que su animal estuviera enjaulado, sabedora de que en el momento en el que ella muriera, su precioso Nimitz iría detrás. Inmediatamente después, se giró hacia la musculosa capitana de Seguridad Estatal que seguía en el escalafón al mayor asesinado.
—Por lo que respecta al resto de esta… gente, ciudadana capitana… De Sangro —dijo, leyendo el título grabado sobre la chapa de su pecho—, está claro que sus actos aquí no habían sido provocados. —Dicho eso hizo un gesto con la mano en dirección a los heridos sollozantes de Seguridad Estatal y hacia los cuerpos de los que ya no volverían a sollozar nunca más—. Incluso bajo los acuerdos de Deneb, un prisionero de guerra que ataca a nuestro personal, excepto si está intentando escapar o si actúa en legítima defensa, pierde las protecciones estándares que se dispensan al personal militar capturado.
Ransom se giró para sonreír a Theisman, que apretó los dientes al comprobar que la ciudadana del Comité volvía a citar los acuerdos de manera adecuada con la intención de pervertir su intención.
—Los acuerdos no nos dan el derecho de ejecutarlos por sus actos, algo que, por supuesto, no optaríamos por hacer en ningún caso —le confesó piadosamente al oficial de SegEst, aprovechando que estaban las cámaras—. En vista de su ataque criminal y sin provocación de por medio contra nuestro personal, no obstante, resulta obvio que no está de más ubicarlos en algún lugar más seguro. Por la autoridad que me confiere mi cargo dentro del Comité de Seguridad Pública, le ordeno que se encargue de ellos en nombre de la Oficina de Seguridad Estatal para que se les conduzca a Camp Charon, donde serán encarcelados. Se les puede enviar en el mismo medio de transporte que el que tenía su excomandante.
—¡Por supuesto, ciudadana del Comité! —ladró el ciudadano capitán, llevándose instantáneamente una mano hacia la boina para hacer el gesto de saludo. Theisman sintió que la ira y la impotencia pesaban sobre él como si lo aquejasen físicamente.
No debería sentirse sorprendido, se dijo para sus adentros, pero lo cierto es que lo estaba. Incluso ahora lo estaba. Era sorprendente que tras toda una carrera esperando infructuosamente que al menos uno de sus superiores tuviese un comportamiento semicivilizado, aún no pudiese prever algo como lo que acababa de suceder, pensó casi sin inmutarse, y es que visto con retrospectiva, debía de haberlo dado por seguro desde el primer momento. Estaba claro que Ransom había desplegado su juego de crueldad hasta el final. A la ciudadana del Comité no le hacía falta ser un genio para imaginarse cómo iba a reaccionar Harrington ante la condena a muerte de su ramafelino. Aunque solo hubiese mirado por encima su dosier, le hubiese salido de cajón. La reacción de sus oficiales cuando los de Seguridad Estatal la redujeron en el suelo había sido igualmente predecible y Ransom había confiado simplemente en que se desarrollaría de tal manera, lo cual le dejaba el camino expedito para mandarlos a todos a Cerberus con Harrington.
Claro, seguro que lo había pensado de antemano. En cuanto se giró de nuevo hacia Tourville, una sensación de triunfo y malicia se fundieron en su sonrisa.
—Y con respecto a usted, ciudadano contraalmirante —le dijo—, creo que debe regresar a Haven conmigo. Lo que ha ocurrido aquí plantea serias dudas sobre la calidad de su juicio en lo que se refiere a estos prisioneros. Creo que debería pasarse por el Almirantazgo para debatir cuáles son los procedimientos que deben seguirse cuando se captura personal enemigo.
Tourville no dijo nada. Le sostuvo la mirada, negándose a retroceder un solo paso, pero con Ransom daba lo mismo. Ella estaba dispuesta a permitirle su bravata. De hecho, haría que el resultado final fuese todavía más satisfactorio.
—De hecho —prosiguió—, creo que debería traer a todo su personal… y al ciudadano comisario Honeker también. —Ransom miró a Theisman—. El ciudadano contraalmirante Tourville y su buque insignia escoltarán al Tepes hacia el Sistema Cerberus, ciudadano almirante —le indicó—. Por favor, haga llegar las órdenes oportunas para que se ejecute tal acción.
—Sí, ciudadana del Comité. —Theisman consiguió que la voz sonara más normal que la de Tourville, pero no resultó fácil. Y el poder hacerlo lo hizo sentir contaminado.
—Bueno, pues con eso creo que hemos terminado —dijo Ransom satisfecha y, acto seguido, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza en dirección a De Sangro—. A esos —dijo, moviendo la mano con desdén en dirección a los prisioneros magullados y arrodillados—, métalos a bordo de la nave, ciudadana capitana. Estoy segura de que encontraremos un acomodo adecuado para todos ellos.
—¡A la orden, ciudadana del Comité!
La ciudadana capitana volvió a saludar y después alzó la cabeza apuntando a su destacamento y las culatas de las armas metieron prisa a los prisioneros para que se pusieran de pie y salieran de aquella sala. A los que no podían andar los arrastraron y, mientras Thomas Theisman observaba cómo se marchaban, supo que nunca más podría volver a sentirse limpio.