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Hamish Alexander sintió como si alguien le hubiera pegado un directo a la barriga.

Se hundió en la silla, sin apartar la vista del rostro de Nathan Robards, y su grandiosa cabina a bordo de la NAG Benjamín el Grande permaneció totalmente en silencio, sin más sonido que el del tictac rítmico y paciente del reloj. Fue el duque de Cromarty quien le había regalado aquel reloj, pensó para sus adentros, como si estuviese buscando algo, lo que fuera, para distraerse. Pero ahora sus tictacs pequeños y precisos no hacían más que enfatizar la quietud que le rodeaba, como si el propio superacorazado fuese incapaz de creer lo que el teniente del buque insignia le decía.

—¿Que «se la da por desaparecida»? —repitió, finalmente, y hasta a sus propios oídos aquellas palabras le sonaron como si pertenecieran a alguien que creía que podía convertir lo cierto en falso solo con cerrar los ojos y desearlo con la suficiente fuerza.

—Sí, milord —respondió aquel joven graysoniano—. Tengo aquí el mensaje de la almirante Sorbanne. —Robards le ofreció a Haven Albo la pantalla electrónica que llevaba bajo el brazo como si se muriese de ganas de quitársela de encima, pero el conde meneó la cabeza.

—Luego. —Su voz sonaba brusca y bajó la vista hacia sus manos para tragar saliva—. Ya lo veré más tarde, Nathan —matizó más naturalmente después—. Dime solo lo importante.

—El informe preliminar de la almirante Sorbanne no entra en muchos detalles, milord —continuó Robards con tono respetuoso, pero Haven Albo se limitó a asentir con la cabeza impacientemente y el teniente volvió a llevarse la pantalla bajo el brazo, afectado, e irguiéndose para proseguir con una versión abreviada de los acontecimientos—. Como ya ha informado la dama Madeleine —indicó—, los repos se han asegurado, al menos, un control temporal del Sistema Adler tras destruir el destacamento de la comodoro Yeargin, pero lady… —Robards hizo una pausa, como si su propio informe lo hubiera cogido a él mismo por sorpresa. Después de aquello se llevó la mano a la boca, tosió y continuó con una voz pretendidamente normal—. Lady Harrington no estaba al corriente de tales hechos, así que no tenía motivos para predecir la presencia de un ente hostil en aquel lugar.

»Por razones que siguen sin estar claras, según el informe de la almirante Sorbanne, estaba visitando la nave del capitán McKeon, que avanzaba a la vanguardia de la caravana. En algún punto entre la traslación al espacio-n del Príncipe Adrián y la del grueso de la caravana, lady Harrington se percató de la presencia de los repos y ordenó al capitán McKeon atraer la atención del enemigo para desviarlo del punto de traslación. También ordenó al capitán Greentree que regresase al hiperespacio con la caravana. Su intención era proceder de manera independiente hacia Clairmont y la última vez que se la vio, el Príncipe Adrián parecía haberse librado de todos sus perseguidores, excepto un crucero enemigo o un crucero de batalla que debería haber sido capaz de obligarlo a entrar en combate durante un breve espacio de tiempo. Pero…

Robards se detuvo y se quedó de pie un segundo más. Después sus hombros se hundieron notoriamente y su mirada se encontró con la de su almirante.

—Eso es lo único que sabemos, milord —musitó calmadamente—. A juzgar por la hora en la que la nave debió de salir con destino a Clairmont, el Príncipe Adrián lleva un retraso de cincuenta horas. La almirante Sorbanne acaba de constatar oficialmente que la da por perdida.

—Ya veo. —Haven Albo se quedó con la vista baja en dirección a su escritorio y sus fosas nasales se hincharon al respirar hondo—. Gracias, Nathan —le dijo—. Déjame el mensaje de dama Madeleine. Lo veré más tarde.

—Sí, milord.

La pantalla parpadeaba con el mensaje en el momento que Robards la dejó en una esquina del escritorio. Después se retiró y la escotilla se cerró a su paso sin hacer apenas ruido. La cabina de día se inundó de silencio, roto únicamente por el suave y meticuloso tictac del reloj y el conde se sentó muy, muy despacio. ¿Cuántas naves se habían dado por retrasadas y presumiblemente perdidas en los últimos años y habían aparecido por algún lado finalmente? Deben de haber sido unas cuantas. Tiene que ser así. Pero en ese preciso momento no se le ocurría el nombre de ninguna y, de algún modo, sabía que el Príncipe Adrián no sería una de ellas. ¿Cómo ha podido pasar?, se preguntaba. Pero si ella era demasiado buena como para que los repos le pudieran cortar las alas, McKeon lo mismo. Por Dios, ¿qué habrá sucedido?

Las cabezas de misiles. Tenía que ser eso. Eran las cabezas que ella misma le había avisado que los repos estaban empezando a desplegar. Pero no podían haber procedido de la nave que ella sabía, tampoco. Bastante se cuidaba Honor de esas cosas. Si hubiera transportado misiles ocultos, su índice de aceleración se habría visto reducido y a ella no se le habría pasado por alto algo así. Se habría preguntado por qué estaba acelerando tan despacio y el conde sabía que habría llegado a la conclusión correcta.

Haven Albo se levantó y se llevó las manos a la espalda para deambular de un lado a otro, con el ceño fruncido y la mirada clavada en la cubierta mientras su cerebro valoraba las diferentes posibilidades.

Alguien estaba ahí agazapado, concluyó. Tiene que ser eso, lo único contra lo que nadie se puede proteger. Dios, ¿qué probabilidades había de que ocurriera algo así?

Pero tenía sentido. Una nave de la que ella no hubiera tenido constancia, ahí escondida, delante de sus narices, cargada hasta los topes de cabezas de misiles y esperando hasta que le resultara imposible evitarla. Haven Albo cerró los ojos invadido por el dolor, pintando mentalmente el momento en el que ella se hubiera dado cuenta de todo, el instante en el que se debió de percatar de lo que estaba ocurriendo… y de que no había forma alguna de evitarlo. Y después la carnicería que el conde había visto ya demasiadas veces (desatada por él mismo demasiadas veces), mientras una oleada de cabezas láser estallaba contra el Príncipe Adrián como una de esas tormentas boreales de Esfinge.

Haven Albo se giró y se puso frente al enorme cuadro de Benjamín IV, que presidía la mampara que había detrás de su escritorio, con el rostro retorcido por el dolor. Retrasada y presumiblemente perdida. La jerga burocrática retumbó burlona en su cabeza y él apretó los puños a su espalda, deseando saber si ella estaría viva o muerta. Incluso si estaba viva, la habrían capturado. Sí o sí.

Se acordó entonces de su conversación con el gran almirante Matthews, en la que tuvo que hacer frente a preguntas sobre sí mismo y sus sentimientos. Nunca las había respondido. Siempre las había dejado al margen, se había negado a pensar en ellas y ahora… Ahora parecía altamente improbable que fuera a conocer nunca las respuestas. Y aun así, mientras observaba los ojos color avellana del retrato del mamparo, sabía que siempre iba a sentirse responsable, él personalmente, y aquello iba a ser una pesada losa, por lo que hubiera ocurrido. A ella nunca la habrían mandado a Adler si no la hubieran puesto de nuevo a trabajar tan pronto, si no hubiera sentido lo que fuese que hubiese sentido por él aquella noche, no hubiera pedido ella misma tan pronto reincorporarse. Por eso, en un sentido que nadie más podría conocer, aquello era culpa suya.

Nunca supo exactamente cuánto tiempo se quedó mirando al rostro del difunto protector, en cuyo honor se puso aquel nombre a la nave, pero el caso es que al final, después de respirar honda y pesadamente, se volvió a poner en marcha.

No había razón alguna para dar por supuesto que estaba muerta, le dijo a su propia conciencia. Ya había demostrado una extraña habilidad para esquivar a la muerte y casi siempre había algún superviviente en casi cualquier nave. Hasta (y a menos) que confirmaran irrefutablemente su deceso, en su cabeza habría sobrevivido. Tenía que ser así.

Se dio la vuelta dejando el retrato nuevamente a su espalda y se volvió a quedar sentado de nuevo frente a su escritorio. Nada más empezar a extender la mano hacia la pantalla que le había dejado Robard, se echó atrás. Aquello también podía esperar, insistió su cerebro con firmeza, tras lo cual se giró hacia su terminal y las montañas de informes que lo esperaban. Nunca pensó que pudiera tener ganas de enfrentarse a aquella retahíla interminable de detalles burocráticos inherentes a las labores de mando de activar una flota, pero lo cierto es que aquel día así era, así que se zambulló en ella como un hombre que busca refugiarse de sus demonios.

* * *

La casaca verde oscura de Thomas Theisman caía de cualquier manera sobre el respaldo de la silla y sus pies, enfundados en calcetines, reposaban sobre una mesa de café de cobre golpeado. El cuello de la camisa había sido abierto precipitadamente y su mirada estaba clavada con aire taciturno sobre su copa. Ni siquiera un ciudadano almirante podía permitirse los precios del whisky de la Antigua Tierra que hubiera llegado a la RPH en aquellos días, así que Theisman rara vez bebía. No tenía siquiera suficiente afición a la bebida como para haberse hecho con su propio suministro de alcohol, pero su oficial se las había apañado para llevar a Barnett una marca que imitaba el whisky que se embotellaba en la Antigua Tierra. Y aunque no fuera bebedor habitual, Theisman sospechaba que aquella era una imitación bastante pobre, conclusión a la que llegó en cuanto el primer vaso logró cauterizarle las papilas gustativas. La copiosa cantidad que había consumido desde entonces le estaba quemando el estómago con una virulencia que no había cambiado en absoluto su veredicto previo acerca de la calidad de la bebida, pero que al menos estaba teniendo el efecto deseado de anestesiarle el cerebro, así que volvió a echarse más de aquel líquido ámbar sobre el hielo de su copa mientras maldecía a la condenada diosa de las casualidades.

Cordelia Ransom había estado en el Sistema Barnett diez días antes de que llegara la nave informante de Tourville y él se había permitido albergar un hilo de esperanza. Sus equipos HD estaba por todas partes, metiendo las narices por aquí y por allá, rondando a todo el mundo y, en general, causando estragos a resultas de su ejercicio de mando.

Hasta su propio personal de confianza se había sentido incómodo por tener a los de Información Pública merodeando por allí y su personal de Inteligencia se había apresurado a protegerse contra potenciales brechas de seguridad.

Debía de haber estado bien, pensó para sus adentros, haber vivido antes de que las velas Warshawski volvieran a hacer posible la navegación interestelar real. Hoy en día las naves informativas podían tardar semanas o hasta meses en terminar sus trayectos, pero, por desgracia, parecía que llegar, llegaban siempre. Las grandes agencias de noticias como la Unión de Faxes Intragalácticos, Reuters de Beowulf y el Servicio de Noticias Interestelar, todos ellos con sede en la Liga Solariana, eran bastante malas, pero al menos el acceso restringido y las alertas de seguridad podían limitar el daño que infligían. Tampoco era que se pudiera contar absolutamente con aquellas medidas y la insistencia oficial de la Liga en la «libertad de prensa» lo complicaba aún más. Sus corresponsales parecían pensar que sus pases de prensa los convertían en dioses. La seguridad de la base de DuQuesne habían llegado a pillar a un par de reporterillos (uno de FIU y otro de SNI) intentando colarse en una lanzadera de mercancías con la evidente intención de conseguir a bordo entrevistas de la tripulación de un superacorazado al que se dirigía.

No obstante, Theisman confiaba razonablemente en su capacidad de proteger la seguridad operacional de cualquier agente externo; a lo que tenía miedo era a sus propios propagandistas. Dios sabía que NavInt y SegEst dedicaban suficiente tiempo (y dinero) a agentes neutrales para que les hiciesen llegar grabaciones de las actividades domésticas de los mantis. Esas grabaciones tenían ya semanas o incluso meses cuando les llegaban a los analistas, pero los hombres de Inteligencia siempre se las apañaban para cosechar al menos algún dato útil de todo aquello, aunque solo fuera en calidad de información de contexto. A Theisman no le quedó más remedio que asumir que la Alianza devolvía el favor en lo que tocaba a la República, lo cual significaba que una sola palabra equivocada en emisiones de propaganda podía desbaratar secretos que la Armada podía haberse pasado meses intentando esconder, y todo por culpa de algún tipo de Información Pública que ni entendía ni le importaban las realidades operacionales y solo quería una cita jugosa.

Pero por muy monumental que hubiese sido el quebradero de cabeza ocasionado por la presencia de Ransom allí, sus propios encuentros con ella le habían insuflado la esperanza de que tal vez no se le hubiera escogido a él como cabeza de turco para cuando cayese Barnett. Claro que tampoco podía estar seguro. Aparte de todas las cosas que también podía ser, Cordelia Ransom habría sido una maravillosa jugadora de póquer; aunque también era cierto que ella había pasado muchísimo tiempo con él y le había grabado suficientes entrevistas como para que a él le diese por pensar que su intención era sencillamente despacharlo con la caída de Barnett. Los guiones con los que trabajaron sus entrevistadores reforzaron también su esperanza en este sentido. Mucha de la propaganda había sido demasiado obvia (y estridente) para su gusto, pero los clips HD estaban claramente diseñados para presentar a un tal Thomas Theisman lo más heroicamente posible. A buen seguro, Información Pública no iba a invertir tanto tiempo (y la atención personal de su directora) construyendo la figura de alguien de quien pretendían prescindir en breve. Después de todo, la pérdida de un héroe público no haría más que minar la moral civil, ¿no? Sobre todo cuando la secretaria de Información Pública había presentado personalmente a aquel héroe como el paladín de la República.

El mero hecho de pensar en que lo habían convertido en el embajador del Comité de Seguridad Pública le daba arcadas, pero si aquel era el peaje necesario para poder sobrevivir, estaba encantado (y hasta aliviado) de pagarlo. Pero incluso cuando empezaba a pensar que el interés de Ransom en él podía conducirle a la salvación, la casualidad lo había estado esperando para poner una nueva mota sobre su conciencia.

Porque si Ransom no hubiera estado en Barnett rodando metraje encaminado a convertir a Thomas Theisman en un héroe, nunca hubiera visto el informe de Tourville.

El ciudadano almirante gruñó alguna blasfemia y volvió a apurar un nuevo trago. El alcohol lo quemaba según descendía por su cuerpo y parecía explotar en su estómago, pero parecía haber alcanzado el límite de consuelo que podía ofrecerle, así que se recostó en su silla con un suspiro.

No estaba seguro de cómo Tourville había conseguido que su comisario popular firmase su plan para tratar a los prisioneros, pero parecía obvio a juzgar por el informe que, efectivamente, lo había logrado. La intención de Tourville había sido mandar a todos los prisioneros, incluidos los oficiales, a la instalación que la Armada tenía en Tarragona. No podía decirse que los campos de prisioneros fueran hoteles de lujo; pero, al contrario que Seguridad Estatal, la Armada tenía un interés personal muy marcado en tratar al personal militar aliado que se capturara de una manera digna. Además, la comisión de prisioneros de guerra de la Liga Solariana, que supervisaba que los contendientes cumplieran con lo estipulado en los acuerdos de Deneb, tenía un despacho en Tarragona y archivaba listas de todos los prisioneros que allí entraban. Eso significaba que el Reino Estelar sería informado del destino del Príncipe Adrián en cuestión de semanas… y que Honor Harrington estaría a salvo. Nada podría protegerla de la posibilidad de que SegEst reclamase su entrega, pero Seguridad Estatal había seguido hasta entonces una política de dejar a los prisioneros de guerra en manos de los militares a los que llegaran en primer lugar. Tourville y Theisman podían al menos albergar la esperanza de adherirse a esa misma política en el caso de Harrington, e incluso si no lo hubieran pretendido, su ubicación podría haber sido un asunto de interés público y su fama le habría otorgado una capa más de protección. A buen seguro, ni siquiera Seguridad Estatal sería tan estúpida como para maltratarla delante de todo el mundo. ¡Solo habría que pensar en las sustanciosas oportunidades que algo así le habría brindado a la propaganda de la Alianza!

Sin embargo, la presencia de Ransom había hecho descarrilar los esfuerzos de Tourville y sus órdenes habían hecho temblar al propio Theisman. Ransom había decidido anular los planes de Tourville de mandar a todos los prisioneros a Tarragona y había insistido en enviar a Barnett a todos los oficiales de alto rango y a una muestra de los suboficiales más veteranos. Era algo probablemente inevitable en cuanto se enteró de que entre los capturados se encontraba Harrington, pero lo que aterrorizaba a Theisman era la orden de eliminar cualquier mención a la captura. Nadie, ni los inspectores de la Liga, ni los mantis, ni siquiera los miembros de la Armada, a nadie se le debería decir que Harrington estaba presa. Una orden así hacía sonar las alarmas de los peores presagios para cualquier ciudadano de la RPH.

La antigua Oficina de Seguridad Interna que tenían los legislaturistas antes de la guerra ya daba bastante miedo. La formalidad de los juicios había sido ya un matiz irritante al que SegIn no había estimado oportuno prestar atención, así que casi todo el mundo había oído historias de alguien a quien SegIn o la Policía de Higiene Mental, o cualquiera de sus incontables agencias hermanadas, había hecho desaparecer. Y los juicios ya no eran un matiz irritante, sino una oportunidad de oro para la propaganda y una herramienta para legitimar las atrocidades de Seguridad Estatal. Así y todo, la primera etapa del proceso permanecía inmutable. Los juicios estrella vendrían más tarde, pero hasta que SegEst decidiera cómo quería abordar cada caso en concreto, a esa persona se la hacía desaparecer. Siempre se la podía traer de vuelta si se estimaba que un juicio podría ser deseable… y si era más conveniente evitarlo, era simplemente cuestión de que la desaparición se hiciera permanente.

Theisman no podía creer que Ransom pretendiera que fuera eso lo que le ocurriera a Harrington, porque estaba seguro de que ella se daba cuenta de las desventajas que comportaba tal actuación. Eso se dijo a sí mismo, casi desesperadamente, y sabía que si lo hacía era porque, en su interior, no estaba tan seguro como le gustaría. Al fin y al cabo ya se habían hecho demasiadas estupideces en nombre de la revolución y de la «guerra del pueblo». Ya se había derramado demasiada sangre simplemente porque se podía. Y Theisman no quería que fuera eso lo que le ocurriera a Honor Harrington.

Bebió otro sorbo, esta vez más pequeño, del vaso; cerró los ojos y apretó el cristal frío contra su frente, mientras el aroma del whisky le traía a la cabeza pensamientos que no se habría atrevido a articular sin las piruetas etílicas que le proporcionaba la bebida a su cerebro.

Theisman respetaba a Harrington. Más aún: le debía su propia vida, las vidas de la tripulación a la que había dejado rendirse cuando tenía todo a su favor para haberlos hecho saltar por los aires y acabar con el asunto. Desde aquel momento, había seguido mostrando la misma actitud compasiva hacia sus enemigos. Warner Caslet había sido devuelto a la República porque Harrington tuvo la sensación de que el Reino Estelar estaba en deuda con él y su tripulación. El ciudadano capitán Stephen Holtz y los cuarenta y seis supervivientes del NAP Achmed habían sobrevivido únicamente porque Harrington les había enviado sus pinazas para sacarlos del casco muerto de su embarcación cuando ni siquiera estaba segura de si las naves de salvamento que le quedaban podrían mantener con vida a sus propios supervivientes. Después, además, preparó todo para que los repatriaran con Caslet y su gente.

La Armada Popular había contraído una deuda de honor con Harrington y Thomas Theisman estaba en deuda con ella personalmente, argumentos ambos que reforzaban la necesidad de un comportamiento recíproco. Honor Harrington era, lisa y llanamente, alguien a quien la República debía tratar con dignidad y respeto si esperaba que su propio personal recibiese el mismo tratamiento. Y solo de pensar…

En ese momento se escuchó el pitido de admisión y Theisman gruñó de irritación. El ciudadano almirante presionó un botón que había sobre el brazo de su silla.

—¿Sí? —refunfuñó.

—Me gustaría hablar con usted, ciudadano almirante —se escuchó y acto seguido Theisman se puso firme al reconocer inmediatamente la voz de Cordelia Ransom al otro lado. Pareció como si el tiempo se detuviese, como si aquel instante se estirase hasta la eternidad; y, en aquella suspensión cristalina, se dio cuenta de lo increíblemente estúpido que había sido por su parte emborracharse cuando Cordelia Ransom estaba pululando por algún lugar de aquel mismo sistema.

Pero entonces el instante se hizo pedazos y el instinto de supervivencia supo domesticar la tentación del pánico. Podría haber sido estúpido, pero pegarse a sí mismo no le iba a librar de las consecuencias. Había que pasar a la acción, así que se sacudió violentamente y se precipitó hacia su silla.

—Eeh, ¡un momento, ciudadana secretaria! —logró decirle, mientras buscaba a tientas las botas con los pies y se volvía a abrochar el cuello de la camisa antes de extender la mano hacia el inhalador que había junto a la botella de whisky. Lo odiaba a muerte y rara vez bebía tanto como para recurrir a él, pero había aprendido por las malas que debía tenerlo a mano para cuando eso sucediera. Hasta ese momento, creía que aquella noche desastrosa durante su tercer año en la academia sería la más notable de las peores borracheras de su vida. Ahora ya no lo tenía tan claro, así que elevó el inhalador, presionó el botón y respiró hondo.

Las súbitas y ásperas ganas de toser lo cogieron por sorpresa. Su cabeza sabía que aquello tendría que venir, pero el resto de él no, así que la sensación fue como si su cráneo se expandiera inmensamente. Por un instante pensó que se moría. Poco después solamente deseaba que hubiera sido así. Bueno, al menos, aquel cacharro del demonio había logrado el efecto deseado. Tenía el estómago todavía más revuelto que antes, pero tenía la mente clara, prácticamente la habitación ya no daba vueltas como si estuviese bailando una polka a su alrededor.

Theisman se sacudió de nuevo y se metió el inhalador en el bolsillo de los pantalones antes de agarrar la casaca de la silla. Empezó a ponérsela de nuevo y después cambió de opinión. Estaba en su camarote personal, al fin y al cabo, y Ransom no lo había avisado de que venía. Dadas las circunstancias, se negó a saludarla vestido con todo el uniforme como si fuera un corderito acelerado que tratase de presentar el mejor aspecto delante del cazador.

Así pues, dejó la túnica sobre el galán, respiró hondo y presionó el botón de admisión.

La puerta se deslizó hasta abrirse por completo y Cordelia Ransom apareció tras ella, flanqueada (como siempre) por sus forzudos guardaespaldas. De hecho, Theisman se dio cuenta de que era un par diferente al que la había acompañado hasta su despacho el primer día. No es que aquello pareciese importar mucho. Parecía obvio que venían en packs intercambiables.

—Buenas tardes, ciudadana secretaria —saludó él—. No esperaba su visita.

—Me hago cargo, ciudadano almirante —repuso ella, alzando la cabeza. Sus ojos azules se posaron por un instante sobre su casaca y después se movieron rápidamente hacia la botella de whisky y el vaso que había encima de la mesa de café—. Le pido disculpas por molestarle sin previo aviso, pero hay algunos temas que me gustaría debatir con usted. En privado.

—¿Aquí mismo? —indicó Theisman cortésmente. El inhalador le había dejado un dolor de cabeza palpitante, pero el dolor parecía ayudarlo a aclarar sus pensamientos. Sus ojos se posaron fugazmente en los guardaespaldas de ella. Pero la indirecta no surtió efecto.

El concepto de las conversaciones en privado obviamente no afectaba a su exclusión y a Theisman le dio por pensar de repente una cosa. Se preguntaba si era el choque residual entre el contenido del inhalador y los posos de su embriaguez lo que había liberado su pensamiento como para llegar a hacer tal asociación, pero una vez hecha resultaba tan evidente que se preguntaba cómo era posible que no hubiese caído antes. La presencia de aquellos guardaespaldas no tenía nada que ver con que Ransom tuviese ninguna sensación de verdadero peligro. Estaban presentes única y exclusivamente porque ella era tan importante que podía tenerlos. Eran una expresión de su poder y su importancia, un tótem, un trofeo del que no estaba dispuesta a prescindir.

—Aquí mismo —respondió ella, ajena a los pensamientos que parpadeaban en la cabeza de él. Theisman se apartó y le hizo un gesto con una mano para invitarla a elegir una silla.

—Solo estaba tomándome una copa para relajarme —se justificó—. ¿Puedo ofrecerle otra?

—No, gracias. Pero, por favor, rellénese la suya si lo desea.

—De momento estoy bien, gracias —le dijo Theisman mientras esperaba a que se sentara antes de ponerse cara a cara con ella—. ¿En qué puedo ayudarla, ciudadana secretaria? —le preguntó con un tono cortés mientras los guardaespaldas aparcaban a la espalda de ella.

—Me gustaría hablar de los actos del ciudadano contraalmirante Tourville —respondió ella y él sintió una puñalada de alarma, porque la voz de ella sonaba fría y sus ojos volvían a tener aquella aura impasible.

—¿Con respecto a qué, señora? —A Theisman se le hizo un nudo en aquel estómago maltratado por el whisky, aunque consiguió que su preocupación no saliese a relucir ni en su voz ni en su expresión. No fue fácil y las siguientes palabras de Ransom lo hicieron todavía más complicado.

—No estoy muy contenta con su evidente intento de poner a sus prisioneros bajo custodia militar —detalló ella.

—No estoy seguro de estar entendiéndola bien, ciudadana secretaria —dijo Theisman con toda la tranquilidad que pudo—. Sus prisioneros ya están bajo custodia militar y él informó de su captura y pidió permiso para enviarlos directamente a Tarragona.

—No se ande con jueguecitos conmigo, ciudadano almirante. —La voz de Ransom era todavía más fría, pero esta vez iba acompañada de una tímida sonrisa—. La lealtad a los subordinados es una cualidad admirable, pero ya sabe a qué me refiero. Esta tal Harrington no es una prisionera de guerra normal y corriente, tanto usted como Tourville lo saben. Su captura tiene unas connotaciones políticas de primer orden. ¡Como tal, el modo en que se disponga de ella ha de ser una decisión política, no militar!

—Pero, ciudadana secretaria —intentó abordarla Theisman—, según los acuerdos de Deneb…

—¡No me interesan los acuerdos de Deneb! —espetó Ransom. Después se inclinó hacia delante y se quedó mirando fijamente a Theisman—. Los acuerdos de Deneb fueron firmados por los legislaturistas, no por los representantes del pueblo, y el pueblo no debe fidelidad a las reliquias arcaicas del pasado plutocrático, ¡y menos cuando está envuelto en una pelea a muerte con otros elitistas plutocráticos! ¿Cómo no se dan cuenta de eso ustedes, los militares? ¡No me diga que esta es otra de sus batallas entre «guerreros» contra «enemigos honorables» o «compañeros oficiales», ciudadano almirante! Es una guerra de clases, una lucha revolucionaria en la que el único resultado aceptable no es la derrota sino la aniquilación de nuestros enemigos, porque si no conseguimos borrarles del mapa esta vez, seguro que ellos nos machacarán después y volverán a imponernos su legislación explotadora. Lo único, y digo bien, lo único que importa aquí es ganar, y solo quienes tengan la visión política y la voluntad de admitir esto podrán ofrecer alguna opción de supervivencia. Pues bien, el Comité de Seguridad Pública tiene esa visión, ¡nos negamos a deshacernos de cualquier herramienta u opción que nos pueda ayudar a vencer solo por una mierda de papel que nosotros jamás hemos firmado!

Thomas Theisman se preguntaba si el inhalador había funcionado después de todo, porque el fervor que se desprendía de sus palabras parecía absolutamente genuino. Pero aquello era ridículo… ¿no? ¡Lo que acababa de decir estaba completamente en consonancia con la línea oficial de propaganda de la República, pero la mujer responsable de defender aquella línea debería de tener más sensatez que todo aquello!

—Estoy de acuerdo en la teoría, ciudadana secretaria —apuntó cuidadosamente Theisman—, pero me da la sensación de que se dan algunas consecuencias prácticas, tácticas, no cuestiones fundamentales, que también hay que tener en consideración.

Ransom estrechó los labios en una mueca que dio miedo, pero no interrumpió, así que él se masajeó la sien palpitante y continuó aún con más precaución.

—Más concretamente, señora, me parece que los altos rangos de la Armada Manticoriana creen todavía en el sistema por el que estamos luchando y ven los acuerdos de Deneb como una parte importante de ese sistema. Si los violamos…

—¡Tonterías! —irrumpió Ransom, impaciente—. Bueno, no me cabe duda de que esos profesionales de la preguerra del enemigo se creen todas esas sandeces. ¡Al fin y al cabo, son mercenarios que fueron lo suficientemente estúpidos, o a los que les habían lavado lo suficientemente el cerebro, o que tenían la suficiente avaricia como para presentarse como voluntarios para servir a los explotadores imperialistas que les pagaban! Pero desde que comenzó la guerra, su Armada se ha visto obligada a reclutar gente de entre las masas del pueblo. A medida que continúen las refriegas, tendrán que reclutar a más soldados de entre las masas populares, igual que nosotros, y esos no van a creerse las mentiras de esos elitistas. ¡Se darán cuenta de que los están sacrificando en una guerra contra los de su propia estirpe para beneficiar a sus enemigos naturales y, cuando lo hagan, se volverán contra sus señores feudales, al igual que lo hicimos nosotros!

Theisman se estremeció. No pudo evitarlo, porque acababa de descubrir un secreto aterrador: Cordelia Ransom se creía de verdad su propia propaganda.

Se quedó allí sentado, muy quieto, deseando haber elegido otra noche para emborracharse, obligándose a tomarse un respiro mental. Es que no puede creérselo, se refutó a sí mismo. ¿O sí? ¿Será posible que se crea lo que le dice a los trabajadores?

Al final llegó a la conclusión de que no. Era una maestra manipulando a la chusma y ya había cambiado de postulados sobre la marcha con mucha rapidez en los primeros días, siempre intentando amoldarse a los deseos y las urgencias informes y cambiantes de la chusma. Y le había ido muy bien poniéndose al frente de todo aquello, tratando de anticipar el próximo movimiento, como para que fuera una ideóloga de verdad.

Pero eso solo te dice qué era, Thomas. Ya han pasado años desde entonces, años en los que ha podido poner su sello personal a lo que la chusma quería. Ahora mismo ya no está anticipando en qué sentido van a ir sus deseos: está modelando esos deseos.

Su maltrecho estómago se tensó solo de pensarlo, aunque seguía habiendo un conflicto fundamental entre las imágenes de la manipuladora cínica, que no le cabía duda que era, y la ideóloga apasionada que podía creerse las frases que acababa de escupir. La mujer que se llevaba guardaespaldas a todas partes para demostrar lo importante que era y cuyo ministerio de propaganda moldeaba y forjaba sus mentiras para apoyar cualquier demanda que el Comité se preocupara en realizar, hacían de ella una embajadora del proletariado aún más improbable que el propio Theisman. Tenía que saber que estaba mintiendo; si no, no podría haberlo hecho con tal consistencia y tan bien.

Pero había otra posibilidad, casi tan aterradora como probable. Después de tanto tiempo en una posición de poder desenfrenado, después de tantos años de ser capaz de convertir la verdad oficial en cualquier imagen que a ella le pareciera bien, ¿podría ser que hubiera perdido la capacidad de reconocer lo que era real de verdad? Theisman había conocido oficiales de poderosas familias legislaturistas que habían caído presas de una ceguera similar. Sabían que las situaciones que describían en sus informes al Almirantazgo tenían tan solo una relación distante con la verdad, pero dada su posición familiar, nadie se atrevía a desacreditar aquellos relatos. Y con el paso de los años, habían llegado a funcionar en dos niveles: uno en el que mentían a sus superiores para proteger sus pequeños imperios privados y otro en el que creían de verdad que podían convertir algo en verdad simplemente diciendo que lo era. ¿Había alguien en la República Popular que le pudiera decir a Cordelia Ransom que se equivocaba? No tenía iguales, al margen de Rob Pierre y Oscar Saint-Just, y toda la fuerza opresora de la Oficina de Seguridad Estatal la respaldaba. ¡Pero si se entendía como alta traición cuestionar el evangelio según Información Pública, por amor de Dios!

Su locura había ido más lejos de lo que él había sospechado, pensó aterrorizado. Al menos uno de los miembros del triunvirato que dirigía su nación estelar había llegado a ver a sus enemigos a través del prisma distorsionado de sus propias invenciones, ¡y de hecho, estaba tomando decisiones (decisiones sobre las que se cimentaba la vida o muerte de la República) sobre tales bases!

—No puedo hablar en nombre de todos los oficiales de la Armada, ciudadana secretaria —dijo él después de una pausa que esperaba no se hubiera hecho peligrosamente larga—, pero sí hablo en mi nombre cuando digo que nunca he dudado de que la política militar debe estar sujeta al control civil.

Theisman escogió sus palabras con un cuidado exquisito. Nunca había corrido más peligro en toda su vida y lo sabía. Pero, en cierto modo, alguien tenía que ponerle las cosas claras a Ransom para tratar de que volviera a aceptar una política que contuviese ciertos vestigios de razón, y él parecía el único portavoz disponible. Sus náuseas y las palpitaciones en la cabeza no parecían ser de gran ayuda; las palmas de sus manos no abandonaban esa sensación de humedad ni remotamente; y aun así, el miedo le estaba otorgando a sus pensamientos una lucidez asombrosa.

—Mi preocupación por el cumplimiento de los acuerdos de Deneb procede de mi propia lectura de la actitud que están adoptando los inspectores de la Liga Solariana y, me perdonará que se lo diga, de las directrices políticas que, de hecho, he recibido al respecto. —Todo lo cual, pensó para sí, era cierto, aunque no lo era de la manera que Ransom lo tenía en la cabeza.

—¿Qué directrices políticas al respecto? —inquirió Ransom con suspicacia.

—Las declaraciones oficiales de Información Pública siempre han enfatizado que la RPH iba a tratar a sus prisioneros de una manera «adecuada», una definición que la mayoría de naciones estelares llevan a cabo ateniéndose a lo estipulado según los acuerdos de Deneb. Nunca se especificó que fuéramos a actuar dentro de esos límites, pero ciertamente parecía implícito, y sé que varios representantes de la Liga Solariana con los que he hablado asignaban tal interpretación a nuestras manifestaciones. Y, si bien me doy cuenta que la desinformación desempeña un papel crucial en tiempos de guerra, no he recibido directiva alguna que sugiriera que nuestra intención en este caso era despistar. Bajo estas circunstancias, la única conclusión a la que considero factible llegar es que, de hecho, se exige de mis subordinados y de mí que nos atengamos a lo estipulado por esos acuerdos. Lo cierto es que no estaba preparado para arriesgarme a entrar en conflicto con las intenciones aparentes del Comité dando órdenes a mis oficiales para que adopten cualquier otra posición que no sea esa.

—Ya veo. —Ransom se reclinó en la silla, cruzó las piernas e irguió la cabeza una vez más—. No lo había pensado en esos términos, ciudadano almirante —dijo un momento después, con un tono de voz mucho menos glacial—. Ha sacado usted un tema que está claro que el Comité no ha valorado con suficiente detalle. Hará falta un anuncio coherente de arriba abajo si esperamos que nuestros comandantes sepan a qué política atenerse, ¿no? —Ransom apretó los labios y después asintió con la cabeza lentamente—. Puedo verlo. De hecho, me pregunto por qué no lo he visto antes, porque lo cierto es que ya habíamos reconocido la necesidad de enunciar claramente otros cambios de política. Es obvio que el secretario Saint-Just y yo tenemos que sentarnos a discutir esto, también, con vistas a promulgar las directivas correspondientes.

—Estoy seguro de que el Comité tomará la decisión correcta, señora. —¡O, cuando menos, espero, qué coño, que Pierre y Saint-Just te desautoricen!—. ¿Puedo efectuar una sugerencia temporal para determinar el rumbo de nuestras actuaciones mientras tanto?

—Por supuesto —aprobó Ransom casi con gentileza.

—Gracias. —Theisman tuvo cuidado de no limpiarse el sudor de la ceja y trató de sonar todo lo razonable y confiado posible sin llegar al punto de la confrontación y sin dar señal alguna de estar escogiendo hasta la extenuación, como en realidad era, todas y cada una de sus palabras—. A un nivel puramente pragmático, creo que nos reportaría beneficios aplicar los acuerdos al conjunto de prisioneros de guerra sin pedirles, o permitir, a los comandantes militares locales que tomen decisiones en sentido contrario, a no ser que reciban directrices específicas desde arriba. —Como en ese momento Ransom iba a abrir la boca, Theisman le hizo un gesto para anticiparse y continuó su argumentación—. No estoy sugiriendo que no haya que tomar decisiones políticas en algunos casos concretos, pero veo tres ventajas fundamentales en la observancia de los acuerdos en la mayoría de los casos.

»Una es que a los militares les hacen falta algunas instrucciones generales sobre las que basar sus acciones. Me hago cargo de que los comisarios estarán disponibles para darnos consejo, pero sin una política general como la que digo, nos encontraremos en una posición en la que cualquier comandante de un sistema, flota, destacamento o escuadrón y su comisario tendrán que estipular sus propias políticas a título individual. Me temo que el único resultado posible de algo así sería el caos generalizado. Si, por el contrario, seguimos usando los acuerdos como una primera guía, los comandantes locales pueden adoptar sus decisiones sobre esa base para asegurarse de que se siguen unas disposiciones consistentes sobre el personal capturado. Cuando haya que ordenar excepciones sobre esa política, se le comunicarán debidamente a través de directrices políticas que se les trasmitan a los comandantes en cuestión más tarde.

Theisman hizo una pausa hasta que Ransom asintió a regañadientes.

—¿Y el resto de ventajas? —preguntó.

—La segunda —dijo Theisman— son las oportunidades propagandísticas que proporcionaría la adhesión a los acuerdos y viceversa: los peligros que podrían derivarse de un abandono oficial y completo de su cumplimiento. Los acuerdos son importantes para los segmentos de toma de decisiones tanto de la Alianza como de la Liga Solariana. Si no admitimos que los responsables de la toma de decisiones son los representantes legítimos del pueblo —¡pero como no lo admitamos tampoco lo serán!—, no podremos negar la realidad objetiva de que son ellos los que están tomando esas decisiones en este momento. Entre esas decisiones se encuentran aquellas bajo las que estamos recibiendo apoyo clandestino de ciertos elementos dentro de la Liga. Si denunciamos los acuerdos, seguro que quienes están apoyando la guerra contra nosotros van a intentar retratarnos lo peor posible ante los suyos, lo cual podría tener como efecto colateral el fortalecimiento de las convicciones de los mantis, por no mencionar que les proporcionaría argumentos adicionales como para intentar cortarnos el suministro de ayuda que estamos recibiendo de la Liga.

»Sí, por el contrario, seguimos ciñéndonos a lo estipulado en los acuerdos, podemos presentarnos como aliados naturales de las gentes del Reino Estelar. Recuerde que solo un veinte por ciento del personal enemigo capturado son oficiales, ciudadana secretaria, y en su mayor parte no provienen de la aristocracia ni de la plutocracia. Pongámoslo de otra manera: al menos el ochenta por ciento de los prisioneros que se beneficien de nuestra observancia de los acuerdos procederán del resto de clases de la sociedad manticoriana. Si ponemos el énfasis en el hecho de que tratamos a nuestros prisioneros como estipulan los acuerdos, les daremos la seguridad a los aliados naturales que pueda haber entre nuestros enemigos de que les vamos a tratar bien si se rinden… o se pasan a nuestro bando.

—Uhm. —Ransom se frotó la nariz un momento, con los ojos caídos y aire pensativo, y después asintió lentamente—. Algo de eso hay, es verdad, ciudadano almirante —concedió finalmente.

—Por supuesto, si hacemos que esa sea nuestra posición oficial, tendremos que ser muy selectivos con las instancias que no cumplamos de todas las provisiones ridículas que contienen los artículos. Si no, los propagandistas mantis se ceñirán de inmediato a los casos puntuales en los que adoptamos otras… medidas como prueba de que mentimos.

»Eso era, señora. —¡Claro, imbécil! Por eso se lo sugeriste, pensó Theisman, pero no se vio ni un atisbo de tales pensamientos interiores en la expresión de su rostro—. Simplemente le estoy ofreciendo mi punto de vista al respecto de este tema.

—Lo entiendo, ciudadano almirante. ¿Pero no dijo que había una tercera ventaja?

—Sí, señora. Dejémoslo en que es una cuestión de reciprocidad. Si tratamos bien al personal que capturemos, tenemos una base para exigir que ellos dispensen un trato similar a nuestra propia gente. En efecto, tendrán que tratar a sus prisioneros al menos igual de bien que nosotros tratamos a los nuestros o se verán perdiendo puntos en la guerra de la propaganda. Creo que eso merece la pena por dos razones. En primer lugar, tengo la sensación de que tenemos una responsabilidad moral de verlo como que el personal que está librando esta guerra del pueblo merece ser tratado lo mejor posible bajo cualquier circunstancia, incluso en caso de que el enemigo los capture. En segundo lugar, la moral de nuestro ejército será mayor si nuestro personal tiene la sensación de que recibirán un buen trato en el caso de que caigan en manos enemigas.

Cuando estaba a punto de enumerar otra razón más para esperar un trato recíproco de los prisioneros de guerra, se detuvo y lo hizo justo a tiempo. Decirle a la secretaria de Información Pública que los mantis habían capturado hasta ese momento diez o quince veces prisioneros que la RPH no era, probablemente, su jugada más inteligente.

—Ya veo —repitió Ransom. La secretaria colocó los codos sobre los reposabrazos de su silla y los dedos bajo el mentón, observando a Theisman con ojos opacos. Él le devolvió la mirada sin titubear, tratando de ignorar la quemazón de su estómago—. Debo decir, ciudadano almirante —prosiguió después de un momento de silencio—, que estoy impresionada por su capacidad de razonamiento al argumentar todo esto. Es una pena que usted haya sido tan, ejem, apolítico antes de esto. Podemos hacer un buen uso de un primer oficial con esa capacidad de análisis.

—He permanecido sin posicionarme políticamente porque no creo que pueda estar a la altura de una carrera política —dijo Theisman con un generoso diez mil por ciento de modestia.

—Yo no estoy tan segura de eso —musitó Ransom—. ¡Lo cierto es que tiene usted un manejo estupendo de los aspectos propagandísticos de esta situación!

—Me halaga que lo piense, señora, pero no estoy seguro de estar de acuerdo con usted —repuso Theisman quien, a su vez, se cuidó muy mucho de no añadir que el hecho de que ella creyese que él tenía un «manejo estupendo» de la situación actual decía mucho sobre lo poco que ella la controlaba—. De hecho, estoy seguro de que si lo piensa bien, se dará cuenta de que todas mis observaciones remiten a lo que yo entiendo como implicaciones militares de su política sobre los acuerdos. Lo que a mí me preocupan son cosas como no poner en peligro nuestro contacto con los expertos técnicos de la Liga Solariana, o no fortalecer la voluntad del enemigo de seguir luchando, o debilitar la nuestra propia. Me temo que, más allá de eso, mi dominio de las dimensiones políticas y económicas generales de la guerra es limitado. ¿Recuerda nuestra conversación el día que llegó aquí? Toda mi vida adulta y mi carrera han transcurrido en el seno de la comunidad militar, no de la sociedad en general. Tengo una sensación bastante arraigada de que, en una guerra como esta, debería permanecer allí donde sé más.

—Tal vez tenga razón —dijo Ransom—. Francamente, a la luz de su historial en la materia, no sería muy inteligente por nuestra parte intentar devolverlo a usted al sistema capital. Los esfuerzos bélicos precisan de una dirección política para llegar a buen puerto, pero también necesitan de oficiales capaces de trasladar tal dirección hacia una acción exitosa en el campo de batalla.

Theisman asintió con la cabeza en lo que pareció una media reverencia, pero no dijo nada, y ella bajó las manos para recorrer los reposabrazos una y otra vez.

—Me ha dado bastante sobre lo que pensar, ciudadano almirante —dijo ella—. Tal vez me haya precipitado al calificar los acuerdos como algo inútil. Pero que sepa que sigo sin ver ninguna razón para que tengamos que considerarnos atados a unos acuerdos obsoletos diseñados por nuestros enemigos de clase si el hecho de descartarlos nos proporciona alguna ventaja. Con todo, lo cierto es que usted me ha hecho pensar en la imprudencia de hacer algo así sin pensar primero cuidadosamente en las consecuencias.

Theisman volvió a asentir con la cabeza. El nudo del estómago ya se había hecho fuerte con aquella mezcla de tensión y whisky barato, los esfuerzos por evitar que se le notara en la voz y en la expresión hacían que le entraran ganas de vomitar. Sin embargo, parecía que sus esfuerzos habían merecido la pena, así que intentó por todos los medios no pensar en todas las otras formas en las que alguien como Ransom podría provocar desastres… o atrocidades.

—En cualquier caso —espetó algo más abruptamente, impulsándose hacia arriba desde la silla—, está claro que este no es el momento de denunciarlos unilateralmente. —El alivio que sintió Theisman al escuchar esas palabras hizo que le temblaran tanto las piernas que tuvo problemas para intentar ponerse en pie imitando a su invitada. Pero la cosa no había terminado aún—. Y en los casos en los que se considere oportuno violar los acuerdos —añadió Ransom—, deberemos tener cuidado con las justificaciones que proporcionamos… en eso tiene toda la razón, ciudadano almirante.

Por suerte para Thomas Theisman, la ciudadana secretaria se estaba dando ya media vuelta hacia la puerta según decía esa última frase, porque gracias a eso se perdió el relámpago de terror puro que sacudió el rostro del ciudadano almirante pese a todo.

—Sí —prosiguió, pensativa, mientras él la escoltaba cortésmente hasta la puerta—, esto va a haber que pensarlo bien durante un tiempo. Tal vez lo que deberíamos hacer es centralizar todas las decisiones concernientes a los prisioneros de guerra. Podríamos adoptar una política según la cual los nombres del personal capturado se hagan llegar a los inspectores de la Liga exclusivamente a través de las oficinas centrales. De esta manera podríamos restringir los contactos y movimientos no escoltados de los inspectores a los planetas en los que pusiéramos esas oficinas centrales, ¿no? —Su voz se iluminó ante tal pensamiento—. ¡Claro que sí! Podemos adoptar la posición de que es un asunto de nuestra propia seguridad militar y que hacer las cosas de manera ordenada y organizada nos permitiría asegurar de manera mucho más fácil que nuestros prisioneros de guerra reciben el trato adecuado. ¡Hasta les diremos la verdad! Por supuesto —agregó, esta vez con otra de esas sonrisas glaciales y hambrientas—, eso también significará que no tendremos que admitir nunca más que hemos visto a los… prisioneros inoportunos. ¡Qué pena que no nos hayamos dado cuenta de esto antes! Nos habría simplificado la situación actual enormemente.

Theisman se tragó las bilis mientras la secretaria de Información Pública se detenía junto a la puerta para estrecharle la mano cálidamente.

—¡Muchas gracias, ciudadano almirante! —exclamó con entusiasmo—. Ha sido usted de tremenda ayuda para los esfuerzos bélicos. ¡Si tiene alguna otra idea así de buena, por favor, compártala conmigo!

Ransom volvió a estrecharle la mano, sonrió encantada y se marchó y Thomas Theisman no aguantó mucho más tiempo antes de vomitar.