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La vicealmirante Sorbanne caminó alrededor del final de su escritorio y le ofreció la mano a su visitante. Un vistazo al escritorio bastaba para que cualquiera se diera cuenta de que las responsabilidades de la primera oficial de la estación de Clairmont se habían vuelto más urgentes con la caída de Adler. Pese a todo, su conocida irascibilidad parecía estar en suspenso y su expresión tenía un aire compasivo.

—Capitán Greentree —dijo ella en voz baja, saludando en dirección a las sillas amontonadas alrededor de la mesa del café de su despacho—. Por favor, siéntese.

—Gracias, dama Madeleine.

Aquel oficial graysoniano se había acercado para realizar una visita de cortesía antes de encargarse de lo que quedaba del escuadrón de Honor Harrington en la Estrella de Yeltsin, pero su aspecto era sin duda terrible. Tenía el rostro demacrado y sombrío, con sombras que parecían de golpes por debajo de los ojos, y su cuerpo fornido parecía haber menguado. Hasta el uniforme parecía quedarle grande. Parecía que se lo habían tirado de un quinto piso, eso sí, estaba inmaculado e impecable como siempre. Pese a que Greentree se había sentado, siguiendo las instrucciones de Sorbanne, parecía como si la comodidad de la silla fuera un enemigo contra el que debía resistirse. Su postura sobre la silla. Se había acomodado en la silla rápidamente, con los pies juntos, con su gorra puntiaguda sobre el regazo y una suerte de tensión que irradiaba de su interior y que la propia Sorbanne era capaz de notar.

Ella se sentó en su propia silla y decidió no pedir el café finalmente. Aquel hombre no estaba para refrigerios y, si bien a ella no le quedaban dudas de que él sería amable, ofrecerle algo resultaría casi insultante, una trivialización de aquella preocupación que le quemaba en su interior.

—Estoy segura de que se da cuenta de por qué le pedí que me visitara, capitán —le dijo ella. Había intentado dejar fuera cualquier rastro de formalidad en su tono de voz, pero hasta en eso fracasó; lo supo nada más ver cómo el rostro de Greentree se agarrotaba al escuchar sus palabras—. Me temo que las noticias no son buenas —continuó, diciendo lo que había que decir, por más que ninguno de los dos tuviera excesivas ganas de escucharlo—. Hasta con las previsiones menos optimistas, el Príncipe Adrián tendría que haber llegado a Clairmont hace dos días. Me temo que a eso de las trece horas, hora local, se certificará su retraso… y presumiblemente su perdida.

—Yo… —Greentree comenzó a hablar y después se detuvo, con la cabeza gacha, los ojos fijos en su regazo y los nudillos blanquecinos por la presión que ejercían contra él.

Respiró hondo y Sorbanne se inclinó por encima de la mesa de café para dar unas livianas palmadas sobre su rodilla.

—No es culpa suya, capitán —le dijo dulcemente—. Usted hizo exactamente lo que había de hacerse; precisamente lo que lady Harrington quería que hiciera. Y tanto yo como mi personal hemos analizado los informes de los sensores sobre la situación táctica que se dio en Adler en el momento de la traslación al espacio-n. Incluso si hubiera acudido usted inmediatamente en su ayuda, no habría podido cambiar nada de lo que le haya ocurrido al Príncipe Adrián.

—Pero podría haberlo intentado. —Aquel susurro angustiado era tan tenue que Sorbanne dudo incluso de que Greentree se hubiera dado cuenta de que estaba hablando en voz alta. Después de sopesarlo, llegó a la conclusión de que debería actuar como si, efectivamente, aquellas palabras se las hubiera dicho a ella.

—Claro que podía haberlo intentado —espetó de manera tan directa que él se quedó mirándola, sorprendido—. La gente siempre puede intentarlo, capitán, pero a veces un oficial de la Armada tiene que saber cuándo no debe intentarlo. Cuándo intentarlo es lo fácil para él o para su reputación, o para su conciencia, a costa, eso sí, de esquivar sus responsabilidades. Estoy segura de que un buen número de idiotas que no estuvieron allí le van a decir que debería haber salido disparado al rescate de lady Harrington, independientemente de lo que ella le hubiera ordenado.

»Sin duda alguna se podría haber ahorrado todo el dolor que le van a infligir esas acusaciones si lo hubiera intentado. Pero usted y yo sabemos, por más que duela admitirlo, que habría sido una decisión equivocada. —Sorbanne se quedó mirándolo fijamente, con una expresión feroz dibujada en el rostro—. Incluso si lady Harrington no le hubiera dado la orden específica de salir del hiperespacio, usted nunca podría haber ido en apoyo del Príncipe Adrián. Estaba demasiado lejos para que llegase adonde estaba antes de que o bien cruzara el hiperlímite y escapara por su cuenta o se viera obligada a entrar en combate. En cualquiera de los dos casos, usted no podía hacer nada para cambiar el curso de lo que le haya podido suceder. Si lo hubiera intentado, se habría arriesgado a lo que probablemente le haya pasado, esto es, caer en la emboscada que algún enemigo le hubiera tendido en su camino y su primera responsabilidad, tanto por estar a las órdenes directas de lady Harrington como en calidad del capitán del escuadrón, era para con la caravana que estaba bajo su protección. Va a escuchar a mucha gente que le va a corregir, capitán. Los dos somos adultos. Sabemos que eso es lo que va a ocurrir y sabemos también que algunas de las personas que lo van a hacer serán injustas y crueles. No haga usted lo mismo.

—¿Pero qué le voy a decir a Grayson? —preguntó Greentree desesperado—. ¿Que he perdido a la gobernadora, almirante?

—¡Usted no ha perdido a nadie, capitán! —le medio espetó Sorbanne—. Lady Harrington cumplió con su deber, justo igual que usted. Ella escogió llevar ese uniforme, asumir los riesgos que implica estar al mando de un escuadrón en tiempo de guerra. Y también eligió darle la orden al Príncipe Adrián de atraer al enemigo para alejarlo de la caravana.

—Ya lo sé —repuso Greentree un momento después—. Supongo que tiene razón y le agradezco que tenga la amabilidad de recordármelo. Algún día, no me cabe duda, lo que me ha dicho significará mucho para mí. Pero ahora mismo, en este preciso momento, dama Madeleine, en lo único que puedo pensar es en toda esa gente de Grayson. No porque me vayan a echar la culpa de lo sucedido, sino porque la han perdido. Porque todos la hemos perdido. Es solo que… no parece posible.

—Lo sé —suspiró Sorbanne echándose hacia atrás sobre el respaldo de su silla y recorriendo con los dedos su pelo corto para finalmente esbozar una medio sonrisa—. Siempre lo parece con la gente que es realmente buena, ¿verdad? No son como nosotros. Son invencibles, en cierto modo… o inmortales. Nadie lo es y cuando ellos caen, el resto de nosotros tenemos que encontrar la manera de remontar el vuelo.

—No creo que podamos remontar el vuelo esta vez —musitó Greentree sombríamente—. Haremos lo que podamos, almirante, sobreviviremos. —El capitán le devolvió la medio sonrisa antes de proseguir—. Somos graysonianos y los graysonianos sabemos una o dos cosas de supervivencia. Pero ¿quién va a poder llenar el hueco que ella deja? ¿Ser lo que ella era? —Greentree sacudió la cabeza—. Seremos un planeta más pobre por el mero hecho de haberla perdido, dama Madeleine, y los que la conocimos siempre nos preguntaremos qué habríamos podido hacer o adónde habríamos podido llegar si no la hubiéramos perdido.

—Tal vez el deseo de estar a la altura de lo que crea que ella esperaba de usted le inspire a llegar todavía más lejos —le sugirió Sorbanne con dulzura—. Qué mejor legado que ese para cualquier mujer. Y no dé por sentado automáticamente que «la ha perdido», tampoco. Lo único que sabemos por el momento es que el Príncipe Adrián llega con retraso. Por supuesto, tenemos que ponernos en lo peor, pero casi siempre hay supervivientes, incluso cuando hay naves perdidas en combate y por lo que yo sé de lady Harrington, ella tenía, tiene, la fuerza moral para aceptar la responsabilidad de dar la orden de rendición a una nave de la reina. No creo que haya dejado que el Príncipe Adrián luchara hasta la muerte si era obvio que no podía vencer; no cuando, a buen seguro, sabía que usted había conseguido sacar a la caravana de allí. Yo diría que hay probabilidades de que esté viva y la hayan apresado.

—Probablemente tenga razón, señora —replicó Greentree—, y de verdad espero que así sea. Pero los repos no tienen fama de tratar como se debe a los prisioneros de guerra. Si yo estuviera en el Comité de Seguridad Pública, lady Harrington sería una de esas oficiales que no tendría ninguna prisa por intercambiar. Odio tener que estar pensando en una situación que la sitúe a ella en sus manos, aunque no tanto como pensar que pueda estar muerta, pero sigo aborreciéndolo igualmente. Y teniendo en cuenta la pinta que tiene esta guerra de alargarse, pueden pasar años, décadas incluso, hasta que consigamos tenerla de vuelta.

—Ahí me temo que no puedo rebatirlo —admitió Sorbanne con un nuevo suspiro—, pero unos cuantos años es mejor que nunca, capitán.

—Sí, señora —murmuró Greentree—. Es mejor.

El capitán volvió a bajar la vista hacia su gorra y la dejó allí unos segundos que parecieron eternos. Después se puso en pie y se la colocó debajo del brazo izquierdo.

—Gracias, almirante Sorbanne —prosiguió, extendiéndole la mano derecha mientras ella imitaba su gesto y se levantaba—. Le agradezco que haya empleado su tiempo en contármelo personalmente y también sus consejos. —Greentree consiguió esbozar una sonrisa que hubiera podido parecer casi natural en una cara menos demacrada—. Supongo que por mis quejidos pudiera parecer como que los graysonianos nos hemos olvidado de que lady Harrington es también manticoriana, señora, pero no lo hemos hecho. Sabemos lo mucho que su Armada la va a echar de menos también.

—Por supuesto, capitán —corroboró Sorbanne, estrechándole la mano con firmeza—. Ahora tengo que despedirme de usted —prosiguió—. Debe regresar a Yeltsin y yo tengo cosas que organizar por aquí. Le comento a título personal que estoy reuniendo un grupo de reconocimiento para que salga hacia Adler. Mandaremos una docena de cruceros de batalla y cruceros con una división de apoyo de superacorazados, así que a no ser que se hayan reforzado a conciencia, deberíamos ser capaces de asestarles un buen golpe que les devuelva a Barnett o al lugar del que procedan.

—Ojalá pudiéramos ir nosotros, señora.

—Lo sé, a mí también me gustaría que vinieran, pero… —Sorbanne se encogió de hombros y Greentree asintió con la cabeza y le soltó la mano. Ella le devolvió el gesto y él se giró para dirigirse a la puerta de la oficina, pero ella alzó la voz y él se detuvo.

—Una cosa, capitán —le dijo con toda la tranquilidad, mientras él se daba la vuelta para ponerse cara a cara con ella—. A juzgar por lo que he visto de usted, es un hombre que cree que está cumpliendo con su deber, por poco agradable que le resulte —le dijo—, pero me he tomado la libertad de enviar una pequeña nave hacia Yeltsin. Salió hace dos horas, con la misión de hacer llegar la noticia de la presumible pérdida de lady Harrington.

—Ya veo. —Greentree se quedó mirándola un momento y después suspiró pesadamente—. Lo entiendo, dama Madeleine y aunque probablemente no debiera, le estoy agradecido por ello.

—No diré «de nada» —repuso Sorbanne—, porque desearía que nadie tuviera que decirle a su gente que ha desaparecido, pero…

Sorbanne se encogió de hombros de nuevo y Greentree asintió con la cabeza.

—Me marcho, pues, señora —dijo él.

Un momento después la puerta se deslizó tras sus pasos hasta cerrarse por completo y Madeleine Sorbanne se quedó de pie, observándola durante varios segundos antes de respirar hondo y asentir ella también con la cabeza.

—Buena suerte, capitán —musitó. Después enderezó los hombros y emprendió el camino de regreso a la silla que había detrás de su escritorio y a las responsabilidades que aquel puesto implicaba.

Treinta minutos después, uno de los ascensores de la NAG Jason Álvarez se detuvo y Thomas Greentree respiró hondo antes de poner un pie fuera. Se obligó a caminar con toda la normalidad que le fue posible, pese a que sabía que su rostro tenía un aspecto prácticamente pétreo. No podía evitarlo. De hecho, no estaba siquiera seguro de que quisiera, porque lo que estaba a punto de hacer era casi un ensayo, a un nivel muy personal y doloroso, de lo que le esperaría cuando volviera a la Estrella de Yeltsin. Así pues, su expresión no era más que el mero espejo de su corazón, que yacía como granito congelado bajo su pecho.

Dobló la esquina y sus ojos se quedaron clavados en los hombres uniformados de verde que estaban en pie junto al camarote de lady Harrington. En condiciones normales, aquella tarea pertenecía a James Candless o a Robert Whitman, en calidad de miembros más jóvenes de su destacamento habitual de tres hombres para su guardia personal.

Cuando estaba… fuera, no obstante, se cogía a otros para salvaguardar la santidad de sus aposentos. En calidad de segundo de a bordo de Andrew LaFollet, Simon Mattingly tenía demasiado rango como para desempeñar esa función, pero alguien tenía que hacerlo y en ausencia de LaFollet esa persona era el cabo Mattingly. Podía haber plantado a cualquiera allí, aun así allí estaba él mismo, tan firme como una lanza, con los hombros bien cuadrados y los botones y apliques metálicos de su uniforme brillantes como pequeñas estrellas centelleantes. Llevaba puesto hasta el broche dorado con el escudo de armas de Harrington que un hombre de armas personal de la gobernadora solo se ponía en las ocasiones más selectas. Al verle, Greentree apretó los dientes.

El silencio de aquel hombre de armas era todo un mensaje tácito que él entendió perfectamente. La presencia del cabo no era una mera formalidad, era una tarea diaria. Y la gobernadora no se había ido, solo estaba ausente, y cuando volviera, se encontraría a sus hombres haciendo su trabajo. Daba igual lo que tardase, daba igual lo que tuviera que esperar, Simon Mattingly iba a quedarse vigilando aquel lugar. Solo con aquel gesto, de alguna manera habría conseguido evitar su marcha por completo.

El capitán se detuvo y Mattingly se puso en posición de firmes.

—¿Puedo ayudarlo, capitán? —espetó.

—Sí, cabo. Quería hablar con el ayudante MacGuiness.

—Un momento, señor.

Mattingly pulsó el botón del intercomunicador y permaneció a la espera. Varios segundos después, algo más de lo normal, respondió una voz que a Greentree le costó reconocer.

—¿Sí? —Aquella respuesta monosilábica sonó apesadumbrada y sin brillo y cayó por el intercomunicador como una losa. Mattingly volvió la mirada rápidamente hacia el capitán.

—Al capitán Greentree le gustaría hablar contigo, Mac —respondió con tono tranquilo.

Se hizo otro momento de silencio y después la escotilla se abrió de par en par.

Mattingly no dijo nada más. Simplemente se volvió a poner en posición de firmes y Greentree pasó por su lado hacia el interior del cuarto de lady Harrington. MacGuiness se quedó de pie justo en el lado de la escotilla que daba hacia su despensa, con los ojos sospechosamente hinchados, algo sobre lo que Thomas Greentree no iba a profundizar.

Al contrario que Mattingly, el ayudante tenía los hombros caídos; aquello le dio a Greentree por primera vez pistas fiables sobre su verdadera edad. Los brazos le colgaban de un modo raro a ambos lados, como si las manos que tenía a cada extremo hubiesen olvidado de alguna manera para qué servían. Las arrugas que los tratamientos de alargamiento vital habían conseguido ocultar sí se mostraban ahora, cargadas por los sentimientos de pena y preocupación. El capitán percibió que su presencia allí le había imbuido de una suerte de fortaleza que había derivado en esperanza, como si MacGuiness hubiese concluido que la presencia de Greentree allí era bastante para creer que portaba alguna noticia, como si, en el fondo, a fuerza de desearlo, aquello se fuera a convertir en realidad.

—Buenos días, señor —dijo con voz ronca, tratando de recibirlo con una sonrisa—. ¿Le apetece algún refrigerio? Estoy… —La voz se le entrecortó y tuvo que carraspear—. Estoy seguro de que la comodoro querría…

Sus manos se cerraron y la voz murió definitivamente. Greentree notó que por su mente pasaba un sentimiento de culpa tan intenso como irracional. Era su expresión la que había cortado la alocución de MacGuiness y él lo sabía. Lo vio por la manera en que al ayudante se le estiró el gesto, por la manera en que los hombros se le encorvaron como queriendo zafarse de algún golpe aterrador. Pero no había manera de ahorrarle el mal trago, así que el capitán cogió aire y tomó la palabra.

—La almirante Sorbanne lo ha hecho oficial —anunció, tratando de hallar algo de amabilidad en una brevedad brutal—. Esta tarde se ha hecho oficial el retraso del Príncipe Adrián y se contempla la posibilidad de que se haya perdido. —El rostro de MacGuiness palideció y Greentree posó la mano derecha sobre el hombro del anciano—. Lo siento, MacGuiness —musitó con mucha más dulzura—. Por el momento, lady Harrington solo está desaparecida. Hasta que no recibamos una notificación por parte de los repos o los inspectores de la Liga, eso es todo lo que sabemos. Yo… —Greentree hizo una pausa y estrechó con más fuerza el hombro del ayudante bajo su mano—. Quería que lo escucharas de mi boca, no por rumores.

—Gracias, señor —susurró MacGuiness, al que le costaba pestañear mientras miraba cada esquina de la cabina vacía—. No parece… —comenzó a decir para acabar deteniéndose, apretando los dientes y apartando la cabeza, ocultando su rostro del capitán—. Gracias por decírmelo, señor —murmuró en una voz con tan poco aliento que su sonido resultó extraño—. Si me permite yo… tengo cosas que atender.

MacGuiness se libró de la mano que Greentree había posado sobre su hombro y caminó a toda prisa hacia la cabina dormitorio de lady Harrington. La escotilla se cerró tras él y Greentree se quedó mirándola en silencio varios segundos, después suspiró y volvió a la escotilla. Estaba seguro de que Mattingly debía de haber adivinado la razón de su visita a MacGuiness, pero eso tampoco le iba a librar a Greentree de la obligación de contárselo a él también. De ser el portavoz oficial de la noticia que nadie de la gente de lady Harrington quería escuchar.

Detrás de él, en la cabina dormitorio de Honor Harrington, James MacGuiness estaba sentado en una silla, mirando a la funda gemada de la espada Harrington sobre la cabina de cristal que guardaba la Estrella de Grayson y la Llave Harrington. MacGuiness no emitía sonido alguno y su cuerpo no se movió ni un milímetro. Las lágrimas que se deslizaban por su rostro cayeron tan silenciosas como gotas de lluvia.

* * *

Honor suspiró, alzó la vista del libro que había estado fingiendo leer durante la última hora, más o menos, y se frotó los ojos cansinamente. Se quedó sentada un momento más y después dejó el libro, sacó las piernas de aquel camastro estrecho, caminó hasta el centro del compartimento que compartía con Marcia McGinley, Geraldine Metcalf y Sarah DuChene y empezó a realizar series de estiramientos.

McGinley apartó la vista de la jugada de ajedrez a la que estaba dándole vueltas. Se quedó mirando a Honor durante un momento sin articular palabra y después miró a DuChene y alzó una ceja. La astrógrafa asintió como respuesta a la pregunta nunca formulada y las dos se levantaron para unirse a Honor. Ella se hizo a un lado para hacerles sitio y las tres se colocaron en círculo en ese extraño movimiento casi de baile al que se vieron obligadas por lo limitado del espacio en el que practicaban sus ejercicios.

Metcalf, mientras tanto, las observaba desde su propia cama. No había sitio para que ella también se uniera hasta que una de las otras se sentara, así que se quedó esperando pacientemente, pero Nimitz no estaba preparado aún para ver un buen regazo parado y no lanzarse a por él. Se abalanzó hacia su objetivo desde los pies de la cama de Honor hasta llegar adonde estaba Metcalf y la oficial táctica se rió al ver cómo se le subía por las piernas y se le acomodaba en el vientre para que lo tocaran.

Honor observaba a las demás por el rabillo del ojo mientras continuaba con sus ejercicios y deseaba en silencio que hubiera un poquito más de espacio. Lo cierto es ni estando sola hubiera habido espacio suficiente para practicar sus katas como era debido.

Con las otras merodeando a su alrededor, probablemente les hubiera infligido algún daño serio si se hubiera puesto a intentarlo. Y, a pesar de todos los inconvenientes de estar allí todas apretujadas, aquella parte en su interior que se iba erosionando más y más cada día por el peso muerto de su indefensión daba gracias por que las demás estuvieran allí.

No es que ninguna de ellas quisiera estar allí, pero al menos ella y Nimitz no tenían que afrontar la carga adicional del aislamiento que la adecuada cortesía militar les hubiera impuesto de haber estado en una embarcación de mayor tamaño.

A pesar del océano existente entre el rango de Honor y el de las demás, McGinley, Metcalf y DuChene eran las prisioneras de guerra de mayor rango y a los repos les resultaba imposible ofrecerle a ninguno de sus prisioneros, ni siquiera a Honor, camarotes individuales. El ciudadano capitán Bogdanovich se había disculpado por el ciudadano contraalmirante Tourville por haberlas metido a las cuatro allí juntas, pero el Conde Tilly no era más que un crucero de batalla. No había mucho espacio que rascar por allí, pero por más espartano que fuera el compartimento, concebido por los diseñadores de la nave para albergar a seis oficiales de bajo rango, era preferible a estar en una celda del calabozo.

En un primer momento, Metcalf y DuChene se habían sentido un poco más que incómodas por estar en el mismo sitio que Honor… y Nimitz, por supuesto. Parecía que entendían, de alguna manera, que era culpa suya que ella no tuviera la privacidad que estaban convencidas que merecía y la diferencia de rango no hacía más que empeorar las cosas. Honor había hecho todo cuanto estaba en su mano para quitarles de la cabeza la idea de que tuvieran la culpa de nada de lo que hubiera pasado; la presencia de McGinley había sido de gran ayuda en este sentido. Ni Metcalf ni DuChene habían prestado sus servicios junto a Honor antes de aquello. Al margen de algún que otro contacto breve durante sus visitas a bordo del Príncipe Adrián, eran completas desconocidas, pero McGinley, como oficial de operaciones de Honor, era una especie de puente entre ellas.

Tenía el mismo rango que las otras dos, pero se encontraba más cómoda en su papel como segundo miembro en importancia dentro del personal de Honor y su relación profesional con ella había ido extendiéndose progresivamente a Metcalf y DuChene. No había nada que pudiera borrar del todo aquella sensación de anormalidad y extrañeza, pero después de los primeros días las otras se habían ido asentando.

Seguía existiendo la diferencia de rangos, por supuesto, incluso en aquellas circunstancias novedosas y limitadas. Honor no era solo su superior, sino su primer oficial, la oficial de más rango de todos los prisioneros de guerra aliados, lo cual requería de ella permanecer en cierto modo al margen de los demás. Nunca podría esperar ser «una de las chicas», pero habían llegado a un punto de comodidad en el modo de relacionarse y Honor se alegraba de esto, porque había sido lo suficientemente sincera consigo misma como para admitir que en su situación actual necesitaba cualquier sensación de estabilidad que pudiera conseguir. Su contacto con el resto de prisioneros de guerra era prácticamente inexistente, y a aquel miedo que la corroía por el futuro incierto que les aguardaba se le empezaba a sumar una sensación de desconexión, de no saber exactamente qué le ocurría a la gente de la que ella se seguía sintiendo responsable.

Nimitz, por otra parte, parecía casi hasta contento… pero las apariencias eran ilusorias.

A Honor no podía ocultarle su sensación de encontrarse atrapado, a pesar de que su alegría podría haber engañado a cualquiera que no tuviera aquel vínculo con sus emociones. Nimitz había llegado a conocer bien a McGinley a bordo del Álvarez y por eso ahora le exigía sin rubor que le diese mimitos. De hecho, llegado el caso, no había tenido problema en pedir la ayuda de las tres subalternas de Honor. Ella se hubiera sentido casi hasta abandonada de no ser porque se había dado cuenta de que los mimos y juegos con Nimitz se habían convertido en una especie de terapia ocupacional… y que su tendencia a deleitarse con las atenciones de todas ellas no había sido sino un factor crucial para limar la incomodidad inicial de Metcalf y DuChene.

Además, observar cómo Nimitz manipulaba a las demás para sacarlas de sus espirales depresivas le había ayudado a la propia Honor a distraerse de la suya. Y sus compañeras de prisión no eran las únicas a las que el gato había conseguido encandilar. De hecho, Shannon Foraker había visitado a Honor y a Nimitz con tanta regularidad que Honor empezaba a preocuparse por ella. Para un oficial repo, adquirir tanta familiaridad con un oficial manticoriano era comprar muchas papeletas para meterse en un problema grave, así que Honor se sentía un poco culpable por no haberle dejado caer a Foraker que tal vez fuese conveniente guardar un poco las distancias. Pero la verdad era que agradecía demasiado las visitas de la ciudadana comandante como para incitarla a que las dejase de hacer y Tourville había decidido emplear a su oficial de operaciones como su enlace oficial con Honor.

Ciertamente, Foraker había sido una buena elección, si su objetivo era asegurarse de que escogía a alguien de confianza para velar por el correcto tratamiento de sus prisioneros, pero Honor había llegado a pensar que el ciudadano contraalmirante tenía motivos adicionales. A pesar de su ascenso, la oficial de operaciones no había cambiado mucho desde que Honor se la encontró en Silesia y estaba claro que ella quería devolverle a Honor el favor por lo bien que la habían tratado a bordo del Viajero. Pero lo que sus superiores, en la mayoría de los ejércitos, habrían interpretado como un intento honorable por su parte, podría ser extremadamente peligroso para un oficial de la actual Armada Popular. Aquella era la verdadera razón, según las sospechas de Honor, por la que Tourville la había convertido en su enlace. Como se le había ordenado velar por la seguridad de los prisioneros, sus superiores podrían cargar duramente contra ella por desatender conscientemente sus obligaciones.

Era improbable que la oficial de operaciones se diese cuenta de lo que Tourville se traía entre manos (siempre suponiendo, claro, que Honor estuviera en lo cierto), pero aquella ignorancia era parte de su encanto. Tenía casi la inocencia de un niño. No idiotez ni estupidez, sino una negativa, o quizá directamente una incapacidad, para permitir que sus relaciones personales las dictasen las presiones ideológicas que aquejaban a la Armada Popular en aquellos días. Parecía estar desprovista completamente de aquella paranoia constructiva que servía de ayuda al resto de sus colegas en medio de aquel campo de minas y solo de pensar lo que podía ocurrirle si su talento caía en desgracia ante sus superiores a Honor le entraban sudores fríos. No cabía duda de que era estúpido preocuparse por lo que podría sucederle a una oficial del ejército enemigo, sobre todo cuando aquellos talentos convertían a la oficial en cuestión en un activo peligroso y único para los de su bando, pero resultaba difícil acordarse de eso cuando Foraker se había esforzado en recordarle a los cocineros del Conde Tilly las necesidades alimenticias específicas de Honor, o cuando se había pasado por allí para jugar al ajedrez en su tiempo libre con McGinley, o cuando había traído apio para Nimitz, o cuando le había venido a traer a Metcalf los cuadros que habían conseguido recuperar de su cuarto en el Príncipe Adrián.

Y por poco que pareciese darse cuenta Foraker de los riesgos potenciales que se cernían sobre ella, estaba claro que de lo que sí era consciente era de la mayor preocupación de Honor, y se había puesto manos a la obra para remediar aquello. No solo había traído a otros repos para que conocieran a Nimitz, en cuyos encantos se podía confiar para destensar las más rígidas fórmulas de cortesía, sino que también se había «llevado prestado» al gato varias veces. Oficialmente, se lo había llevado para hacer ejercicio, pero en realidad se lo llevaba para presentárselo a tanta gente como fuera posible a bordo del Conde Tilly con la intención evidente de convencerlos de que no representaba peligro alguno para ellos.

Honor le agradecía inmensamente a Foraker todos sus esfuerzos, aunque se hubiera sentido menos optimista sobre el éxito de aquellas maniobras si no se hubiese enterado de que Tourville, cuando menos, sabía que Nimitz sí era un peligro. El ciudadano contraalmirante había invitado con cierta regularidad a cenar a McKeon, al «coronel» LaFollet y a ella. Honor estaba agradecida por aquella oportunidad que le brindaba para ver a sus compañeros, aunque sabía que a LaFollet aquellas cenas se le atragantaban. Y lo más importante, las cenas le dieron la ocasión a Tourville de «dejar caer» que el servicio de Inteligencia del ejército repo había conseguido redactar un informe completo sobre ella.

En un primer momento aquello la había dejado perpleja, aunque después de pensarlo un poco se dio cuenta de que tampoco tenía por qué estarlo. Al fin y al cabo, ella misma había visto los informes que rutinariamente elaboraba la OIN sobre oficiales repos que la RAM había catalogado como suficientemente relevantes como para seguirles la pista.

Simplemente ella no había pensado que la Armada Popular pudiera verla a ella con esos ojos. Pero lo cierto era que sí… y una parte de ese informe incluía numerosos detalles sobre su carrera en Grayson. A juzgar por los comentarios deliberadamente informales de Tourville, era obvio que aquellos detalles incluían cortes del sangriento vídeo de ella y Nimitz frustrando el intento de asesinato de la familia del protector Benjamín. Nadie que hubiera visto aquel metraje podría cometer nunca el error de subestimar el potencial letal de Nimitz y, si bien estaba claro que Tourville no se sentía amenazado por él, Honor dudaba seriamente que cualquiera que tuviera el rango suficiente como para poder haberlo visto compartiese su ecuanimidad.

Desde aquella perspectiva, al menos, la existencia de tal informe sobre ella hacía mucho más probable que acabasen separándola de Nimitz. De hecho, si ella hubiera sido una repo, tenía la sospecha de que ya habría cuestionado la pertinencia de permitir que un prisionero pudiese quedarse con una «mascota» de la que se sabía que había matado a gente. Admitir aquello no la ayudó en absoluto a sentirse más segura, así que no pudo evitar que la impresionase aún más comprobar hasta qué punto las incertidumbres sombrías que se cernían sobre su futuro estaban llegando a afectarla.

No era como la presión que había estado acostumbrada a hacer frente anteriormente.

Todo lo contrario, era un tipo de presión que a ella, concretamente a ella, le venía especialmente mal. Hubiera sido imposible, y se estaba dando cuenta poco a poco, pensar en una situación que pudiera haber revertido tan cruelmente los pilares de su personalidad contra ella misma. El acto mismo de dar la orden de rendición del Príncipe Adrián había convertido su sentido del deber y la responsabilidad hacia su reina y su ejército en una fuente de culpabilidad, no de fortaleza. El sentido homólogo de deber para con su personal, el sentido de obligación y responsabilidades mutuas que existía entre cualquier oficial y cualquiera que estuviese bajo sus órdenes, se había convertido en otro aguijón malicioso, porque no había manera de quitárselo de encima. Había hecho todo lo posible por representar sus intereses y la decencia de oficiales como Tourville y Foraker había evitado que sus captores cometieran abusos con su gente… de momento.

Pero ahí estaba el tema, ¿no? No tenía poder para proteger a su personal si, no, mejor, cuando a Tourville lo sustituyera cualquier otra persona. Y más allá y por encima de todas aquellas preocupaciones agotadoras estaba su vínculo con Nimitz. Lo que había sido el apoyo más importante de su vida durante más de cuarenta años, la fuente de su estabilidad y el amor al que podía acudir hasta en los peores momentos, constituía ahora mismo la mayor amenaza a la que se enfrentaba. Podía perder a Nimitz. Se lo podían quitar de las manos, podían incluso matarlo en cuanto un oficial del Ejército o la Marina repo chasquease los dedos para atraer a cualquier matón de SegEst. Peor todavía, hasta un simple guardia de un campo de concentración valdría. No podía hacer nada para protegerlo de toda aquella gente y la desesperación que manaba en su interior podía ocultársela a sus subordinados, pero no desaparecía nunca.

Y como no podía hacer desaparecer su desesperación o terror, esta no hacía más que crecer, como si fuera una infección incurable. El núcleo más oscuro del miedo se hacía más fuerte y profundo, carcomía sus reservas de fortaleza y minaba su autoestima. Lo único que podía hacer era tratar de ignorarlo. Evitar pensar en ello. Fingir que no estaba allí… cuando sabía perfectamente que lo estaba.

Aquello la destrozaba. Ella lo sabía, notaba que cada vez era más frágil, mientras el veneno de la indefensión la iba devorando a pedacitos y era una sensación que detestaba. No solo por el efecto que estaba teniendo sobre ella, sino, sobre todo, por lo que estaba impidiéndole hacer por la gente a la que había metido en aquello.

Ella sospechaba que solo McKeon y LaFollet (y tal vez McGinley) se daban cuenta de lo mucho que se estaba desgastando. Esperaba, de cualquier forma, que nadie más se hubiera dado cuenta. Ya era suficientemente malo que la gente más cercana a ella se viera obligada a apechugar con sus errores y su preocupación por sus propios miedos, cuando ellos mismos tenían miedos y preocupaciones propios y todo el derecho a exigir de ella apoyo para poder sobrellevarlos. Pero…

Sonó un ligero pitido y Honor miró hacia arriba aliviada, dando gracias por poder salir de aquella encorsetada espiral de su autocondenación. La escotilla del compartimento se abrió y al otro lado de la puerta apareció Shannon Foraker, a la que Honor saludó con una sonrisa en la boca. Pero su sonrisa se desvaneció en cuanto vio la expresión de Foraker. Al mismo tiempo notó cómo McGinley y DuChene, a su espalda, iban aminorando la marcha de sus ejercicios para acabar deteniéndose.

—¿Sí, ciudadana comandante? —inquirió ella y, como siempre, lo inquebrantable de su voz la dejó sorprendida. Debió sonar tan crispada y tensa como ella misma se sentía, como un cable al que no paran de estirar.

—El ciudadano almirante Tourville me envía para presentarle sus respetos y para informarle de que hemos recibido nuevas órdenes, comodoro.

Si la voz de Honor sonó antinaturalmente natural a sus propios oídos, la de Foraker salió con una firmeza igualmente antinatural. Hasta las palabras sonaban en cierto modo equivocadas y Honor se dio cuenta de que, si lo hacían, era porque lo eran. Foraker era la mensajera, pero el mensaje era de Tourville. La ciudadana comandante hizo una pausa para carraspear antes de proseguir.

—La embarcación informativa ya ha regresado de Barnett —continuó, mirando directamente a los ojos de Honor—. Los informes del ciudadano almirante Tourville estaban destinados al ciudadano almirante Theisman, el primer oficial del sistema y a su comisario, pero la ciudadana Ransom, del Comité de Seguridad Pública, está actualmente en ese mismo sistema y, por supuesto, se le ha enseñado el mensaje.

Honor notó que se le paraba la respiración. Al escuchar el nombre de Theisman se alumbró en su interior un halo de esperanza, porque ella y el ciudadano almirante se conocían y, aun siendo enemigo, era un hombre íntegro y valiente. Pero el nombre de Cordelia Ransom aplastó cualquier esperanza, hasta el punto de que Honor tuvo que emplearse a fondo para no dejar entrever el terror que la había invadido mientras se obligaba a sí misma a mirar a los ojos a Foraker.

—La mayoría de su personal alistado y sus oficiales de menor rango serán transportados directamente a una instalación militar del Sistema Tarragona —le comunicó Foraker—. Usted, en cambio, junto a sus oficiales de rango superior y alguno de sus suboficiales de más antigüedad regresarán con nosotros a Barnett a bordo del Conde Tilly. —La ciudadana comandante hizo una nueva pausa, como si estuviese intentando encontrar alguna manera (la que fuera) de evitar completar su mensaje. Pero no la había y su voz se volvió más plana aún cuando prosiguió—. La ciudadana Ransom le ha dado personalmente instrucciones al ciudadano almirante Tourville para que la conduzca hasta Barnett, comodoro. De acuerdo con su mensaje, desea entrevistarse con usted en persona antes de determinar cómo se ha de disponer en su caso en concreto.

—Ya veo. —La voz de soprano de Honor ni se alteró. Era como si estuviera a un lado, viendo a una extraña utilizar su cuerpo y su voz. Ella había visto los informes de la OIN sobre el Comité de Seguridad Pública y sus miembros. Conocía el historial de Cordelia Ransom y, conociéndolo, no podía mentirse a sí misma sobre las razones por las que Ransom pudiese querer «entrevistarse» con ella… o a qué clase de «disposición» se referiría. Así y todo, por alguna extraña razón, se percató lejanamente, se sentía casi aliviada. Al menos ahora no podía ya atormentarse con falsas esperanzas.

En ese momento escuchó el ruido de los pies de Nimitz saltando del regazo de Metcalf al suelo para cruzar la cubierta en dirección adonde estaba ella. Ella se agachó, sin apartar la mirada de Foraker, y lo cogió en brazos, abrazándolo contra sus pechos con tanta intensidad que le sorprendió ver que no chillaba de dolor. Allí el universo pareció detenerse para ella. Solo estaba Foraker, la pena en sus ojos confirmando que compartía las estimaciones de Honor sobre lo que el futuro le reservaba, y la vívida e infinitamente preciosa calidez de aquel ramafelino entre sus brazos.

Pero entonces se dio cuenta de que se equivocaba. Había una cosa más que, ni siquiera ahora, podía evadir. Era su deber. Su deber para con la reina, a la que no podía deshonrar mostrando debilidad. Deber para con su gente, a la que no podía fallar derrumbándose en el momento en el que más la necesitaban. Y, finalmente, deber para consigo misma. El deber de reunir los fragmentos que quedaran de su fortaleza erosionada y presentarlos de una forma que al menos le permitiese fingir algo de dignidad.

—Gracias, Shannon. Y, por favor, hágale llegar mi agradecimiento al ciudadano almirante Tourville, tanto por informarme como por sus múltiples muestras de amabilidad —dijo lady dama Honor Harrington serenamente y después sonrió.