18
—¿Quién dijiste? —Lester Tourville se quedó mirando fijamente a la cara de su operador de comunicaciones, seguro de no haberlo entendido bien, pero el ciudadano capitán Bogdanovich asintió vigorosamente.
—No hay error alguno, ciudadano almirante. ¿Puedo ponerle el mensaje de la ciudadana capitana Zachary?
Tourville asintió con la cabeza y la imagen de Bogdanovich fue sustituida por el encabezamiento de fecha y hora de un mensaje grabado cuyo destinatario era el jefe de personal. El encabezamiento desapareció y dio paso al rostro adusto y delgado de una mujer. El nombre que se podía leer en el parche del pecho izquierdo de su traje espacial rezaba «Zachary, Helen G.», y sus ojos oscuros parecían guardar una reminiscencia de la sorpresa que había experimentado el propio Tourville. Zachary miró fuera de la pantalla un instante y después carraspeó antes de empezar a hablar.
—Ciudadano capitán Bogdanovich —dijo con aire formal—, he de informar que el Katana, bajo mi mando, y el Nuada, con el ciudadano capitán Wallace Turner al frente, han entrado en combate con el crucero pesado manticoriano Príncipe Adrián. Después de unas hostilidades de largo alcance en las que pude aprovechar al máximo la ventaja de los misiles que tenía almacenados, el Príncipe Adrián se vio obligado a rendirse. El Katana sufrió daños moderados, que afectaron a veintiuna personas, siete de las cuales han fallecido, pero el Nuada no ha recibido ningún daño y el informe preliminar de mi oficial ejecutivo indica que las bajas del Príncipe Adrián cuando menos sextuplican las nuestras. Estamos examinando nuestro trofeo, pero parece que su tripulación ha arruinado a conciencia el material clasificado, a lo cual hay que sumar los graves daños que nosotros mismos les hemos infligido en la parte delantera de los impulsores. Actualmente tengo la impresión de que va a ser imposible repararla con los recursos que tenemos disponibles y me temo que habrá que destruir lo que queda en vez de llevárnosla con nosotros cuando nos retiremos del Sistema.
Zachary se detuvo un instante, como si estuviera tomándose un respiro mental, después prosiguió con una voz casi mecánica.
—Entre los prisioneros que hemos identificado hasta ahora se encuentran el comandante del Príncipe Adrián, capitán Alistair McKeon, de la RAM y la comandante del escuadrón escolta de la caravana que evadió nuestro ataque, la comodoro Honor Harrington. También tenemos bajo custodia a varios de los oficiales personales de la comodoro Harrington. —Zachary hizo una nueva pausa, casi como si se hubiera dado cuenta de que lo que acababa de decir resultaba imposible de creer, después se encogió de hombros tan ligeramente que casi resultó imperceptible—. Salvo que se nos indique lo contrario, tengo intención de dejar en manos del ciudadano capitán Turner y de la tripulación de su nave la tarea de asegurar el Príncipe Adrián. Así podré retomar yo mi propio mando y reunirme con el buque insignia para realizar la transferencia de los prisioneros a mi cargo tan rápidamente como me sea posible.
»Continuaré evaluando mis propios daños por el camino y le informaré de ellos. Espero poder hacerle llegar un informe completo al respecto en cuanto llegue. El ciudadano comisario Kuttner ha sido informado de mis intenciones y las ha apoyado. Zachary, corto y cambio.
La pantalla se fundió en blanco una vez más y después volvió a aparecer la imagen de Bogdanovich. La mirada del jefe de personal seguía centelleando y Tourville notó que una amplia sonrisa le cruzaba el rostro. Sabía que la emoción que le producía aquello transcendía la mera adición de un simple crucero pesado a los otros once que ya había tomado en Adler, incluso aunque el crucero en cuestión perteneciera a la Armada que había estado pateándoles el culo a los de la AP en los últimos seis años. En realidad aquello le daba igual.
—Harrington —murmuró—. ¡Harrington, por Dios!
—¡Sí, señor! Quiero decir: ¡Sí, ciudadano contraalmirante!
Bogdanovich le devolvió una elocuente sonrisa y Tourville reclinó el respaldo de su silla hacia atrás y cruzó las piernas. Su sonrisa se volvió casi soñadora y se sacó un puro del bolsillo de la pechera. No se iba a dar nunca un momento más apropiado para fumarse uno.
Harrington, pensó. ¡Primero Adler y ahora Harrington!
Tourville desenfundó el cigarro, le cortó el extremo con sus dientes fuertes y blancos y lo encendió con precisión extrema, mientras su cerebro sopesaba lo que podría hacer Información Pública con aquella noticia. Una simple comodoro no era una presa tan grande, sobre todo no en la galaxia plagada de vicealmirantes y almirantes que habían sembrado los mantis. Pero no había nada de «simple» en aquella comodoro en concreto.
Honor Harrington era uno de los «cocos» de la Armada Popular. Se había llegado a convertir en el paradigma de aquel vasto abismo que separaba las capacidades de la RAM y la Armada Popular, así que Tourville saboreó la sensación de haber dado un gran paso para cerrar tal brecha. Por mucho que fuera un acto a pequeña escala, su éxito en Adler había sido la mayor derrota que habían sufrido los mantis en quinientos años-T y su gente se daría cuenta, lo mismo que lo había hecho Tourville. Aquello era probablemente más de lo que el ciudadano almirante Theisman se hubiera atrevido a soñar cuando mandó a Tourville, pero ahora, como un regalo extra, las naves bajo su mando habían capturado también a Harrington.
Tourville se permitió a sí mismo valorar las consecuencias de su triunfo unos cuantos segundos más para después soplar una nube de humo y obligarse a regresar a la tierra.
Había cierto peligro en aquel éxito, reflexionó. Por una parte, qué coño, era más que probable que lo ascendieran y aquello estaba mal. Si había prosperado hasta donde lo había hecho había sido evitando el rango superior, que lo hubiera alejado de aquellos mandos independientes que le encantaban, por una parte lo hubiera expuesto al riesgo de que lo pusieran como ejemplo de fracaso; algo consustancial al mando de una flota, por la otra. Pero si Información Pública le daba mucho bombo, a la Armada no le quedaría más remedio que ofrecerle un ascenso y había pocas opciones de que se escapara una vez que se lo hubieran ofrecido.
Cualquier Armada, incluso aquellas cuyos altos mandos languidecían bajo el fervor revolucionario, tenía una norma muy sencilla sobre los oficiales que se negaban a ser ascendidos y, por tanto, mostraban una falta de preparación para aceptar la responsabilidad que acarreaba el cargo: si rechazaban el ascenso, no se les volvía a ofrecer nunca. De hecho nunca se les volvían a asignar puestos de responsabilidad… y solo en circunstancias muy extraordinarias se les volvía a dar trabajo en general. Y aunque no era el único que buscaba la manera de evitar convertirse en el cabeza de turco de Seguridad Estatal, la gente que rechazaba la promoción laboral, sobre todo en una Armada que peleaba por mantenerse con vida, tenía muchas papeletas para toparse con colegas profesionales que fueran a ayudar activamente a Seguridad Estatal para quitárselos de encima.
Tourville frunció el ceño solo de pensarlo y se guardó una nota mental para asegurarse de que sus informes le concedían todo el mérito de la captura de Harrington a Zachary y Turner. La flota sabría que él había estado al mando y su modestia sería una carta de presentación excelente para con sus iguales, pero con un poquito de suerte, bueno, admitió él, es probable que con mucha suerte, pero merece la pena intentarlo, la versión oficial se centraría en la posibilidad de ascender a Zachary y Turner. Y, pensó él, la verdad es que los dos se lo merecen. Puede que haya habido bastante de suerte en todo esto, pero la suerte también juega. ¡Dios sabe que Harrington también la ha tenido para llegar hasta donde está!
Tourville asintió con la cabeza y se sacó el puro de la boca. Lo sostuvo frente a él, estudiando el extremo candente con el ceño fruncido y repitiendo mentalmente el mensaje de Zachary. Estaba seguro de que la ciudadana capitán le hubiera dicho algo si Harrington hubiese resultado herida en la batalla, así que se alegraba de que no fuera así. Muchas de las noticias relativas a su captura le agradaban. Tourville no era uno de esos oficiales republicanos que la odiaban por lo que le había hecho a su Armada. De hecho, esa era una de las razones por las que su captura lo ponía tan contento. Ella era una enemiga a la que se podía respetar, justa acreedora de su acero, así que tenía muchas ganas de encontrarse con ella. ¡Y, pensó para sus adentros con una carcajada mental, sobre todo tengo ganas de ser el primer oficial republicano de alto rango que se encuentra con ella sin ser él su prisionero!
Pero el hecho de que la respetara, tanto por su hoja de servicios militares como por su importancia política, lo conminaba a que se la tratase con la cortesía que merecían su rango y sus logros. La reputación de la República por tratar adecuadamente a sus prisioneros de guerra no había sido precisamente digna de admiración bajo el régimen de los legislaturistas. Lester Tourville era uno de los oficiales que se sintió avergonzado y triste por ello, y la fama de la República había empeorado aún más bajo el nuevo régimen. Seguridad Estatal tenía ahora autoridad absoluta para la gestión de prisioneros, tanto militares como políticos. La Armada tenía que pelear continua y clandestinamente para que sus prisioneros de guerra no cayeran en las garras de SegEst.
Por desgracia, la Armada no solo ganaba las batallas que Seguridad Estatal elegía vencer, e incluso aquellas victorias no eran normalmente más que el resultado de la decisión de Seguridad Estatal de permitir que la Armada se ocupara del personal que hacía falta para poner en marcha sus propios campos de prisioneros de guerra mientras Seguridad Estatal se concentraba en cárceles más relevantes (y políticamente sensibles).
Era posible, probable incluso, que SegEst exigiera que a Harrington la llevasen a una y Tourville se percató de ello, lo que hizo que su sonrisa se desvaneciera hasta dejar su rostro colmado de inexpresividad. No era solo que ella se mereciera algo mejor, sino que, al contrario que los matones de SegEst, Tourville y cualquier otro miembro de la Armada Popular tenía un interés directo en que se le dispensase un tratamiento adecuado al personal aliado que cayese en sus manos. Había muchos más oficiales de la AP en manos aliadas que lo contrario, así que si los mantis decidían tomar represalias por los malos tratos a su personal, no sería Seguridad Estatal quien pagara los platos rotos.
El ciudadano contraalmirante puso el respaldo recto de nuevo y observó pensativo a su oficial de comunicaciones. Se dio cuenta de que la expresión de Bogdanovich, aquella mirada de perplejidad en los ojos de su jefe de personal, se debía a que él también se había dado cuenta del cambio de humor de su almirante sin llegar a entender las razones que lo motivaban. Pero Bogdanovich estaba en un segundo plano en los pensamientos de Tourville. Había aspectos de esta situación por los que había pasado por encima con la explosión de júbilo inicial, así que su mente empezó a reconsiderar cómo se podían afrontar mejor las repercusiones que se cernían al final del camino. ¿Podía mencionar la ayuda de Everard Honeker? Lo cierto es que no podía explicarle su razonamiento al comisario popular en el informe, pero Honeker había sido su vigilante político el tiempo suficiente como para que desarrollaran un cierto entendimiento mutuo.
Y Honeker querría cosechar su parte de crédito por la captura de Harrington, lo cual podría hacerle inclinarse a escuchar lo que Tourville tuviera que decir. Hablando en plata, Honeker pertenecía al despacho de Seguridad Estatal, así que cabía esperar un razonable grado de lealtad por su parte hacia la institución, pero también era al menos casi un oficial que se había visto expuesto a las realidades del servicio armado. Y más importante aún, no era idiota como muchos otros comisarios. Pese a que a buen seguro no iba a admitirlo públicamente, parecía comprender que una Armada que tuviese la expectativa de ganar una guerra sencillamente no podía ignorar realidades operacionales por cumplir a pies juntillas la doctrina revolucionaria, por más necia que esta pudiera llegar a ser. De hecho había demostrado su voluntad de mirar hacia otro lado de vez en cuando en aras de favorecer la racionalidad y la eficacia, pero ¿podría Tourville convencerlo para que prestara su apoyo a su decisión de mantener a Harrington en manos de la Armada en lugar de entregársela a Seguridad Estatal?
Lo único que el ciudadano contraalmirante no podía hacer era tratar de ganarse el apoyo de Honeker interpelando solamente a las obligaciones morales y el honor de la flota. No porque Honeker no fuera a comprender que tal apelación tuviese una intención cabal, sino porque el comisario popular (como cualquier comisario popular) venía con rechazo de serie a cualquier cosa que recordase a los conceptos prerrevolucionarios del antiguo régimen. A fin de cuentas, para ellos constituía un acto de fe imperecedero la creencia de que el régimen legislaturista se había derrumbado como resultado de su propia decadencia corrupta, así que el Comité de Seguridad Pública se había embarcado en una cruzada revolucionaria a muerte contra las fuerzas reaccionarias de la aristocracia, el elitismo y los arraigados intereses plutocráticos. Los valores de aquellos que se opusieran a la justicia y el progreso no eran más que mentiras, concebidas para manipular a las masas y que, por ende, tenían que ser apartadas por no ser más que el reflejo de elites avariciosas, que habían conspirado a lo largo de la Historia para oprimir y degradar al pueblo. Como la propia ciudadana del Comité Ransom afirmaba con orgullo: «El honor es algo a lo que se refieren los plutócratas cuando quieren cargarse a alguien».
Tourville había llegado a sospechar que Honeker suscribía más valores de esos que Ransom despreciaba por decadentes de lo que estaba dispuesto a admitir, pero el comisario popular era como uno de esos hombres que procedían de una familia muy religiosa y que seguía acudiendo a la iglesia con regularidad sin llegar a admitir que, silenciosamente, se había ido volviendo agnóstico. Fuera lo que fuera lo que transcurría en las profundidades de su mente, nunca iba a desafiar abiertamente la doctrina ortodoxa, así que Tourville tenía que cimentar su argumentación (en lo explícito, al menos) sobre la base de un análisis de ventajas y desventajas sólidas, tangibles e inmediatas. Pese a que la parte agnóstica de Honeker podía, de hecho, escuchar la parte moral, tenía que proporcionarle al comisario algo más que les diese a ambos la posibilidad de fingir que era aquella, y no otra, la verdadera razón de su apoyo.
La apuesta más segura son los acuerdos de Deneb, se dijo Tourville para sus adentros.
Dios sabe que SegEst los ha violado suficientes veces, pero siguen siendo la base oficial reguladora del tratamiento de personal capturado e interpelan directamente a los militares firmantes para procurar un trato adecuado a los prisioneros de guerra militares.
Y la Liga Solariana acepta responsabilidades por la supervisión del tratamiento de los prisioneros de ambos bandos en esta guerra. SegEst habrá conseguido embaucar a los investigadores de la Liga hasta este momento, pero ¿y si le planteo a Honeker que Harrington va a ser una prisionera de un perfil especialmente elevado? Los mantis no van a aceptar ninguna excusa por algún «informe impreciso» si ella desaparece, por no mencionar el hecho de que ella es también una gobernadora. ¡Hasta esos idiotas que la Liga ha enviado aquí tendrán que mover el culo e investigar la situación a conciencia si «perdemos» a un jefe de gobierno! Y también podría argumentar que la eficacia militar se vería resentida si nuestra gente espera que el otro bando viole los acuerdos y dispense a los prisioneros malos tratos… No, mejor dejemos la idea de los malos tratos al margen. Es posible que se ponga a la defensiva si le sugiero que de Seguridad Estatal se espera que maltrate a los prisioneros, incluso si los dos sabemos que es eso exactamente lo que ocurre. Digamos que si tratamos a Harrington de un modo que viole lo que estipulan los acuerdos, es probable que un régimen políticamente reaccionario, como el del Reino Estelar, tome represalias, y nuestra gente lo sabe.
Tourville mantuvo la mirada baja en dirección a su puro con el ceño fruncido durante unos segundos más, sopesando diversas formas de plantear su argumentación.
Necesitaba pulirlo un poco, escoger las palabras precisas… y pensar en alguna forma de pillar a Honeker en un escenario que entorpeciese cualquier grabación de la comunicación antes plantearle las cosas de viva voz al comisario. Por suerte, disponía de varias horas antes de que el Katana tuviera la posibilidad de mandarle sus prisioneros al Conde Tilly.
Después de su retahíla de pensamientos volvió a centrarse en la cara de Bogdanovich y sonrió, al fin.
—Una noticia fabulosa, Yuri —concluyó—. Por favor, informe inmediatamente al ciudadano comisario Honeker y después disponga lo necesario para recibir a la comodoro Harrington y los otros prisioneros de alto rango con las cortesías militares que correspondan. Según tengo entendido, ella siempre se ha cuidado de tratar a sus prisioneros como merecían y mi intención es devolverle la cortesía.
—Sí, ciudadano contraalmirante.
—Gracias. Y hágamelo saber… este, cuarenta y cinco minutos antes de que nos encontremos con el Katana.
—Sí, ciudadano contraalmirante.
—Gracias —repitió Tourville antes de cortar la comunicación. Se le había apagado el puro, así que volvió a encenderlo, soplando reflexivamente mientras se mecía suavemente en la silla hacia delante y hacia atrás. ¿Y ahora exactamente cómo, se preguntó Tourville, le pongo las cosas a Honeker para que me preste su apoyo en esto?
* * *
—La ciudadana capitana Zachary le hace llegar sus respetos y le pide a usted y a sus oficiales que me acompañen al embarcadero para efectuar la transferencia hacia el buque insignia, comodoro.
Honor se giró ante el sonido de la voz del ciudadano comandante Luchner. No había escuchado la escotilla abrirse y una parte de ella se preguntaba en qué medida su aplastante desesperanza tenía que ver con aquella falta de atención. Ella sabía que lo vacío de su expresión era prueba suficiente para que cualquiera pudiese saber lo absolutamente derrotada que se sentía, pero también era lo más que podía conseguir, así que se limitó a asentir con la cabeza al oficial ejecutivo del Katana.
—Gracias, ciudadano comandante. —Honor se sintió lejanamente sorprendida por el tono de su propia voz. Le salía un poquito áspera, como si fuera algo que no recordara completamente cómo manejar y, aparte de eso, sonaba tan natural, tan normal, que estaba segura de que debía pertenecer a alguien que se hacía pasar por ella. Acto seguido se sacudió aquella idea estúpida de la cabeza y carraspeó. Aquello no pareció ser de gran ayuda.
—Por favor, trasládele mi gratitud a su oficial al mando. Usted y su personal han sabido cuidar bien de nuestra gente… especialmente de los heridos. Se lo agradezco.
Luchner iba a responder pero se detuvo. Podía decir poca cosa, al fin y al cabo, así que se limitó a asentir amablemente con la cabeza y apartarse para indicarle a Honor el camino.
Ella obedeció ante su gesto y dio la impresión de que con cada paso que daba, sus nervios crecían. La vitalidad que manaba de sus andares había desaparecido para ceder ante una fatiga brutal que le hacía caminar pesadamente y que no tenía nada que ver con un estado físico. O, más bien, era un cansancio que coronaba su fatiga física… sospechaba que la seguiría acompañando mucho después de que consiguiera recuperarse físicamente.
Alistair McKeon caminaba junto a ella y Honor notaba cómo la agonía (la vergüenza) lo carcomía por dentro incluso de una forma más cruel que la que sentía ella misma.
Deseaba reconfortarlo, si bien, siendo realistas, no había nada con lo que pudiera hacerlo; e incluso aunque lo hubiera habido, McKeon no estaba en disposición de aceptarlo. Era como un padre en pleno duelo por la muerte de un hijo, por la cual se culpaba; y el hecho de que no fuera culpa suya en absoluto no significaba nada para él en ningún momento.
No era Alistair la única persona cuyo estado emocional la azotaba, porque el de Andrew LaFollet iba a la zaga. Su expresión, completamente desprovista de emociones, podría pasar desapercibida para los demás, pero Honor era capaz de percibir hasta el más mínimo matiz de su acentuada sensación de desprotección… y fracaso. Los ecos de esas mismas emociones repiqueteaban por detrás de su cabeza y procedían de James Candless y Robert Whitman también, pues no en vano eran hombres de armas graysonianos que ya no iban a poder proteger a la mujer a la que habían jurado guardar.
Su preocupación desesperada por ella amenazaba con ser más de lo que ella misma podía soportar.
Honor tenía ganas de gritarles a todos, de ordenarles que pararan de una vez. De rogarles que se cuidaran de protegerla de sus emociones, al menos ya que no iban a poder protegerla de nada más. Pero incluso aunque hubiese habido la más mínima posibilidad de que pudieran haber obedecido una orden así, no tenía derecho a darla, porque los sentimientos que retumbaban en el interior de su alma procedían de aquello que constituía la propia naturaleza de sus hombres de armas. Era su devoción hacia ella lo que les ponía así, por tanto ¿cómo podía ella acrecentar su malestar diciéndoles lo mucho que sus desgracias la atormentaban?
No podía hacerlo, por supuesto. Con buena voluntad, había hecho todo lo que estaba en su mano para identificarlos ante sus captores como marines graysonianos. De hecho, Honor se percató de la sorpresa que le produjo a McKeon que le informara a Luchner de que LaFollet era un coronel de la Marina y que Candless y Whitman eran los dos tenientes de Marina, pero lo cierto es que no protestó. Ella sabía que él había dado por supuesto que si mentía era para evitar que a Candless y Whitman los separaran de ellos cuando se produjera la división de prisioneros en función del escalafón, si bien estaba en lo cierto solo a medias. Esa era la razón por la que los había identificado como marines, pero no había mentido.
La expresión graysoniana «hombre de armas» era un término con múltiples usos. Se empleaba para designar a la mayor parte del personal policial, pero también tenía un significado muy especial en lo que a los gobernadoras se refería. La «guardia de la gobernadora Harrington» estaba constituida, de facto, por dos cuerpos diferentes, uno de los cuales pertenecía al otro. El más pequeño de los dos, al que se denominaba la guardia propia de la gobernadora, estaba compuesto solo por cincuenta hombres, porque la Constitución graysoniana limitaba a cualquier gobernadora a disponer de un máximo de cincuenta hombres armados para su uso personal. La guardia de la gobernadora Harrington al completo estaba compuesta por la guardia propia, dentro de la cual había comisiones particulares, más todos los miembros uniformados de las fuerzas policiales del asentamiento Harrington. Todos sus miembros, para confusión de los extranjeros, recibían el nombre de «hombres de armas», pero había diferencias importantes entre las labores que desempeñaban unos y otros. La guardia propia proporcionaba servicios de seguridad personal a Honor, una función para la que el resto podía prestar ayudas puntuales en función de las necesidades, mientras que los reemplazos de la guardia propia normalmente procedían del resto de la guardia, también.
Pero ella no hubiera podido tener más de cincuenta hombres de armas para su servicio personal, porque Benjamín el Grande no se había pasado catorce años librando una de las guerras civiles más cruentas de la historia de la humanidad solo para que su hijo o su nieto tuvieran que volver a pelear por lo mismo una o dos generaciones después. Los ejércitos personales de los gobernadoras habían proporcionando el núcleo duro de tropas preparadas para los dos bandos de la guerra civil, así que la Constitución de Benjamín había puesto un tope absoluto en el número de legiones personales que podían reunir los gobernadoras para evitar cosas así. Y se había tomado la precaución adicional de hacer que a cada hombre de armas se le garantizara un puesto de oficial en la Armada Graysoniana.
Su intento era sencillo. Si todos los hombres de armas pertenecían a la Armada, entonces (en teoría, al menos) un protector podría llamar a filas a los hombres de armas de un gobernadora díscolo, al que se le podía privar legalmente, por ende, hasta de los cincuenta hombres con los que contaba para su seguridad personal. El hecho de que un gobernadora, al que se le permitía reclutar solamente a cincuenta hombres de armas, tuviese obviamente la tendencia a seleccionar los mejores que pudiera encontrar significaba también que los suministros de oficiales de refuerzo serían de un mayor calibre en caso de que se los necesitara de verdad, lo cual era un beneficio adicional, si bien todos sabían que era algo secundario desde el punto de vista de Benjamín.
Por desgracia para su plan, no obstante, el Alto Tribunal Planetario de un protector posterior (y más débil) había observado que los hombres de armas recibían sus encargos en el ejército porque eran hombres de armas… y que se convertían en hombres de armas en primera instancia sobre la base de los juramentos de lealtad que tenían para con sus gobernadoras. Según el veredicto del tribunal, eso significaba que su primera responsabilidad era con los gobernadoras a los que servían, no con el ejército. Como tal, podían ser llamados a filas solo si contaban con el beneplácito de sus señores feudales, algo que ningún gobernadora envuelto en una lucha a cara de perro contra el protector en cuestión iba a permitir.
Aquello había borrado de un plumazo las intenciones iniciales de Benjamín para sus descendientes, pero las provisiones constitucionales seguían ahí. Y desde que los marines graysonianos no eran más que tropas armadas asignadas a una nave en concreto, dado que LaFollet, Candless y Whitman estaban en una misión del ejército, técnicamente eran oficiales de la Marina. Era una afirmación sujeta con alfileres y que descansaba enteramente en las peculiaridades de las leyes domésticas graysonianas, pero era sincera, y el hecho de que los registros personales de los hombres de armas de Honor se hubieran quedado en sus documentos personales a bordo del Álvarez significaba que no había prueba documental que pudiera poner en solfa la otra versión.
Con todo, la satisfacción que había experimentado Honor cuando Luchner los aceptó como marines no había sido más que un breve centelleo en medio de la oscuridad que la había envuelto por completo, algo minúsculo en comparación con la magnitud de la derrota y el fracaso que inundaba los corazones de los hombres y las mujeres que la rodeaban. En muchos casos, aquella sensación venía acompañada de un enorme sentimiento de gratitud por el hecho de haber sobrevivido, pero para la mayoría hasta aquel alivio era poco. En cierto modo, morir o resultar heridos era un motivo más para sentirse avergonzado, porque los supervivientes se sentían culpables por estar agradecidos, como si esa reacción tan humana fuese de algún modo despreciable. Eso también le llegaba a ella a través de Nimitz.
Honor cerró los ojos, notando el sabor amargo de la oscuridad interior de sus oficiales, y abrazó al gato contra su pecho. Como la mayoría de los oficiales capturados que la seguían por el embarcadero del Katana, él seguía con su traje espacial. Aquello hacía que resultase mucho más pesado si se lo colocaba en su sitio habitual, sobre el hombro, pero ella había optado por dejárselo a propósito. Lo estrechó con más fuerza entre sus brazos, mientras hacía frente a la razón por la que realmente había obrado de aquella manera.
Un miedo oscuro y horrible, además de intensamente personal, recorrió su interior.
Honor había hecho todo lo posible por quitárselo de la cabeza, por ignorarlo o al menos por ocupar sus pensamientos con todo lo que tenía que hacer, todo con tal de fingir que no lo sabía, pero esos esfuerzos habían sido una gran mentira. Sus intentos por evitarlo no hacían más que engordar aquel terror, que se reía de aquellos vanos esfuerzos. El miedo se burlaba de ella y con sorna le susurraba al oído su incapacidad para dejarlo a un lado, mientras que su intelecto insistía en que solo debía avergonzarse de las debilidades que no podía controlar.
Pero lo peor de todo era que aquel mismo intelecto que le decía que era su deber derrotar aquel pánico sabía que el pánico era válido, porque era el miedo a la separación.
El miedo a que sus captores no vieran en Nimitz nada más que una curiosa mascota alienígena, un animal, en suma, y que la separaran de él. O, peor aún, que lo etiquetaran como un animal alienígena peligroso. Las consecuencias de una cosa así la aterrorizaban tanto que no se atrevía a hacerles frente plenamente, aunque tampoco se atrevía a ignorarlas. Por eso le había dejado el traje puesto, esperando que su preparación resultara obvia y enfatizara su inteligencia hasta el punto de resaltar que era más que un «simple animal» cuando le llegara la hora de defenderlo como tal. Igualmente, tenía que admitirlo, los guantes del traje ocultaban las cimitarras asesinas de varios centímetros de longitud que eran sus garras. Ninguno de sus captores había visto a Nimitz en acción, así que con que lograse ocultar el carácter letal de sus armas naturales hasta que tuviera la oportunidad de demostrarles su inteligencia y capacidad de autocontrol tal vez podría bastar para protegerlo.
Tal vez… o tal vez no. Si era que no, si alguien trataba de separarlos o de hacer daño a Nimitz, si…
Honor apretó los dientes y se zafó del pánico abrasador que trataba de hacerse hueco en su interior una vez más. Tenía otras responsabilidades que atender, obligaciones que debía desempeñar. De alguna manera tenía la sensación de que Nimitz trataba de aliviar sus preocupaciones extendiendo la pata como si quisiera acariciarle la cara suavemente.
Él sentía su temor y ella sabía que él conocía de dónde procedía, porque también era temor lo que se dibujaba en su respuesta. De hecho, los dos estaban atrapados en un círculo de retroalimentación del que se nutrían sus miedos mutuos que, al tiempo, conseguían así hacerse más fuertes. Pero ella también notaba su apoyo, su amor, el rechazo fiero a los esfuerzos conscientes de ella por castigarse por la manera en la que sus propios pensamientos se mecían como agua en su interior cuando debería de estar concentrándose en sus obligaciones para con la gente a la que sus órdenes habían llevado a aquella situación.
Pero Nimitz se equivocaba. Ella tenía esas responsabilidades, sí, y de alguna forma se obligó a sí misma a enderezar los hombros y la cabeza mientras la procesión de prisioneros alcanzaba la galería del embarcadero. Los marines repos, sin expresión alguna en el rostro, flanqueaban ambos lados de la galería, con fusiles de impulsos sobre los hombros que no llegaban a ser una amenaza directa pero sí estaban dispuestos para ser utilizados al instante. Honor hizo una mueca con los labios ante el disgusto que le producía la escena. Ella ya había visto a sus propios marines en poses similares, con los ojos bien abiertos para vigilar al personal repo que había caído en sus manos. Ahora le tocaba a ella; no era algo que se supusiera que debía ocurrir. Era la Real Armada la que capturaba a sus enemigos, no al revés, y ni el hecho de que el sacrificio del Príncipe Adrián hubiera salvado al resto de la caravana podía hacer menguar la pena que invadía a Honor por haberle fallado a su reina.
El ciudadano comandante Luchner le extendió la mano y ella se agarró con firmeza. De alguna manera había logrado sacar a relucir una caricatura de sonrisa para él, pero su parte más apenada se mofó de aquellos patéticos esfuerzos. Al margen de todo lo demás, lo cierto era que Luchner y su primer oficial habían tratado bien a sus prisioneros.
Él se merecía más que una sonrisa cadavérica de ella a cambio de todos sus esfuerzos, pero aquello era lo mejor que estaba en disposición de ofrecer y esperaba que él fuera capaz de entenderlo.
Una vez más, él se apartó y los marines dividieron a los prisioneros en grupos acordes con la capacidad de ocupación de las pinazas. Después de bajar a nado por los tubos de embarque que conducían a la pequeña nave, también guardada por marines mudos, tomaron asiento. Las pinazas partieron del embarcadero en fila de a uno y Honor se recostó en aquel asiento que resultaba inadecuadamente cómodo, cerró los ojos y se quedó una vez más a solas con su desesperación.
El ciudadano contraalmirante Tourville apartó la mirada de su interlocutor el ciudadano capitán Hewitt, su primer capitán, mientras los tractores del embarcadero depositaban la primera pinaza en los amortiguadores de atraque. Los brazos de atraque mecánico se cerraron y aparecieron las conexiones umbilicales y los tubos de embarque hacia la pequeña aeronave y Tourville respiró hondo.
Había hecho todo lo que había podido con Honeker y, para ser sinceros, la cosa había ido un poco mejor de lo que se esperaba. Habían debatido la situación tranquilamente en una esquina del gimnasio del Conde Tilly, con el manto protector del ruido de fondo de un partido de baloncesto. Ninguno de los dos había hecho ningún comentario sobre por qué Tourville había escogido ese sitio tan difícil de pinchar con micrófonos, pero ese detalle en sí mismo le había demostrado que Honeker sabía por qué lo había citado allí y no en otro sitio.
Y, tal y como se esperaba, Honeker había mostrado comprensión. De hecho, Tourville sospechaba que Honeker había sido casi tan reactivo a las preocupaciones del ciudadano almirante sobre las responsabilidades de honor y moral de la flota como a las implicaciones más prácticas sobre la manera en la que se trataba a sus prisioneros. Pero, pese a todo, la voluntad del comisario también tenía un límite que no estaba dispuesto a rebasar. De hecho, había aceptado, sin decirlo específicamente con esas palabras, concederle a Tourville la potestad del tratamiento de Harrington y su personal. El tema, le había dicho, era «una responsabilidad que recaía sobre los militares». Era una manera de decirlo que ya había usado más de un comisario popular para esquivar una decisión difícil concerniente a la Armada sin desistir de su derecho a acudir al ejército en busca de responsabilidades si la cosa salía mal; pero en esta ocasión Tourville se alegraba de escuchar aquello, porque le dejaba las manos libres para actuar como él estimase oportuno.
Pero aquello tenía un precio. Al permitir que «los militares» asumieran la responsabilidad, Honeker se había visto obligado a desligarse de las decisiones de Tourville por eso precisamente llamó la atención su ausencia en el momento en el que personal manticoriano capturado hizo su aparición a bordo del Conde Tilly. Si quería evitar interferir con las actuaciones de Tourville tenía también que distanciarse de ellas.
A cambio, eso limitaría su capacidad de apoyar a Tourville frente al personal de mayor rango, suponiendo que fuera a hacerlo, durante el proceso.
La escotilla que conectaba con los tubos de embarque se abrió y Tourville se llevó las manos a la espalda mientras esperaba acontecimientos. No pasaron más de quince o veinte segundos antes de que la primera persona, una mujer esbelta y atlética, bajara por el tubo. Al contrario que casi todos los demás prisioneros, ella sí llevaba uniforme en vez de traje espacial y se desplazaba con soltura a pesar de la criatura de sesenta centímetros que sujetaba contra el pecho con uno de sus brazos. La mano que le quedaba libre se agarró a la barra que había en el extremo interior del tubo y se desplazó a través del interfaz que habría de acomodarlo a la gravedad existente a bordo del Conde Tilly. Acto seguido, avanzó unos pasos y despejó el camino a sus acompañantes.
La mujer estaba en pie con la cabeza alta, los hombros cuadrados y el mentón erguido.
Aquel rostro triangular de rasgos fuertes mostraba una tranquilidad casi inhumana, pero Tourville pudo atisbar un rastro de abatimiento en sus ojos almendrados. Aquella mirada escrutó a los oficiales y guardias de Marina que se habían reunido en la galería del embarcadero. Pasaron por encima de Tourville también y se quedaron clavados en el ciudadano capitán Hewitt.
—Comodoro Harrington, Real Armada Manticoriana —espetó ella. Su voz de soprano era dulce y melodiosa… y desprovista de cualquier tipo de emoción, justo igual que su cara.
—Ciudadano capitán Alfred Hewitt, del NAP Conde Tilly —replicó Hewitt. No añadió ninguna otra fórmula estúpida para darle la bienvenida a bordo. Simplemente le ofreció la mano.
Honor se quedó mirándola un momento y finalmente la aceptó. Él se la apretó con más fuerza de lo que ella se esperaba y en su rostro a ella le pareció ver una curiosa mezcla de triunfo y condolencia. Conocía de sobra esa expresión, solo que nunca la había visto en la cara de otro.
—Comodoro Harrington —prosiguió Hewitt con formalidad—, permítame presentarle al ciudadano contraalmirante Tourville.
—Ciudadano contraalmirante. —Honor se volvió hacia Tourville justo en el momento en el que Alistair McKeon salía por el tubo. Mientras escuchaba cómo McKeon y Hewitt intercambiaban las mismas formalidades que ella unos instantes antes, su atención se centró en Tourville. Su primera impresión la alimentó un pequeño atisbo de esperanza en cuanto sintió las primeras bocanadas de sus reacciones ante su presencia.
Los sentimientos del almirante repo eran demasiado complejos como para un análisis somero. Predominaba una sensación triunfal y de orgullo profesional, pero también había empatía y la determinación de comportarse de manera honorable, algo que quedó de manifiesto en aquel intercambio de saludos.
—Comodoro Harrington. —Tourville miró a su prisionera a los ojos y ella le sostuvo la mirada sin pestañear—. Lamento que hayan tenido tantas bajas —le dijo—. Le prometo que nuestro personal médico cuidará a sus heridos como si fueran nuestros… y que tanto usted como toda su gente serán tratados con una cortesía acorde a su rango.
—Gracias, señor. —Honor vio cómo a Tourville le brillaban los ojos y deseó pegarse a sí misma una patada por olvidarse de que solo se trataba de «señor» o «señora» a los comisarios populares a bordo de las naves repos. Pero entonces se dio cuenta de que no había ningún comisario allí presente y una sensación de curiosidad empezó a cosquillearle con la misma intensidad que su consabida desesperación.
—De nada —repuso Tourville tras sonreír levemente—. Es lo justo, después de todo, teniendo en cuenta su comportamiento con aquellos de nosotros que, uhm, se han encontrado en la situación de ser huéspedes suyos, si podemos llamarlo así. —Ella pestañeó, fruto de la sorpresa, y él sonrió nuevamente, esta vez de manera más natural—. De hecho, creo que mi oficial de operaciones, la ciudadana comandante Foraker, estuvo algún tiempo a bordo de su último buque insignia —añadió.
—¿Shannon Foraker? —preguntó Honor.
Él asintió con la cabeza.
—Exacto. He hablado con ella con cierta profusión, comodoro. Y, si bien no se puede garantizar nada absolutamente en tiempos de guerra, espero que a su personal le parezca el tratamiento que les dispensemos todo lo humano y adecuado que le pareció a la ciudadana comandante Foraker el tratamiento brindado por ustedes. —La voz de Tourville y sus emociones eran sinceras, si bien había un halo de advertencia en su tono, y Honor entendió el mensaje subyacente. En ese momento él la miró fijamente a los ojos—. En concreto, comodoro, me alegro de que la ciudadana comandante me pudiera dar algo más de información pertinente sobre su, ejem, acompañante —dijo, señalando a Nimitz, sin apartar nunca la mirada de la de Honor—. Entiendo que tiene una especie de vínculo único con él y la ciudadana comandante Foraker me asegura que es mucho más inteligente de lo que uno podría interpretar a juzgar por su pequeño tamaño. Atendiendo a las circunstancias, he dado instrucciones específicas para que permanezca a su lado, siempre y cuando se comporte durante su estancia a bordo del Conde Tilly. Por supuesto, tendrá que responsabilizarse de que se porte como es debido. Confío en que ni usted ni él me den motivos para lamentar mi decisión.
—Gracias, ciudadano contraalmirante —le dijo Honor con tono tranquilo—. Muchas gracias. Y tiene mi palabra de que ni Nimitz ni yo le daremos motivo alguno para lamentar su generosidad.
Tourville hizo un pequeño gesto como quitándole importancia al asunto y se giró hacia Alistair McKeon, pero Honor se quedó con una sensación de relajación con Nimitz entre sus brazos, porque a él también le había parecido sincera la oferta del ciudadano contraalmirante. Que el gato consiguiera aliviar su tensión rebajó también ese efecto de retroalimentación, lo que sirvió para descontracturar los músculos de Honor, que sin embargo se guardó mucho de que su reacción fuera tan patente como la de él.
Los ramafelinos se concentraban en el aquí y ahora, y funcionaban con una lógica del «para hoy vale» que dejaba al margen las amenazas y los problemas que no resultaran inmediatos. Y como los gatos funcionaban así, Nimitz, a pesar de su sentido empático, se había perdido el sutil subtexto de la última frase de Tourville. Que les asegurase que Nimitz y Honor iban a seguir juntos «durante su estancia» a bordo de su buque insignia era, al mismo tiempo, una promesa… y una advertencia de que no podía garantizarles nada en cuanto abandonasen aquel crucero de batalla.
El futuro bostezaba ante sus ojos, oscuro y amenazante, y algo dentro de ella había empezado a reconocer ya el efecto devastador que la indefensión podía ejercer en una personalidad acostumbrada a controlar su propio destino y a asumir las responsabilidades de sus propios actos. Pero no podía hacer nada al respecto, así que se tomó un respiro mental y dejó de pensar en aquello que no podía cambiar, como si por un momento quisiera adoptar la filosofía de Nimitz.
Día a día, pensó. Así es como me lo tengo que tomar: día a día.
Y aunque se lo repitió mentalmente, y aunque sabía que era cierto, sintió el peligroso vacío de un futuro que no controlaba y que esperaba para devorarla. Y sintió miedo.