17
Honor se las apañó para que su alegría exultante no se apoderara de su expresión y pese a todo se sentía como si la hubieran quitado el peso de todo el universo de encima de sus hombros. El resto de la tripulación del puente de mando del Príncipe Adrián también se hizo eco de su alivio que reverberó nuevamente en su interior cuando lograron el trasvase de la caravana, que llegó sana y salva de vuelta al hiperespacio. En cuanto lo consiguió, Honor giró la cabeza para intercambiar una mirada de satisfacción con McKeon. Ahora lo único que les quedaba por hacer era tratar con el enemigo que se interponía entre ellos y su escapatoria; y, pese a que en un enfrentamiento en espacio abierto podía ocurrir cualquier cosa, Honor tenía bastantes ganas de probar suerte en el inminente combate contra los repos, que dentro de once minutos se libraría a tumba abierta. Las ventajas de los aliados en un combate de misiles seguían siendo apabullantes, e incluso si lo que había allí realmente era un crucero de batalla, no iba a tener el tiempo o la artillería necesaria para…
De repente, sonó una abrupta alarma y Honor volvió rápidamente la cabeza hacia la estación táctica, donde brillaba un icono rojo en la pantalla principal de Metcalf. Estaba a treinta grados del Príncipe Adrián y se acercaba por babor, acelerando cada vez más para interceptar su trayectoria.
—¡Nuevo contacto no identificado! —La sorpresa agudizó la voz de la oficial de estrategia—. Designado como Bandido Diez. Debe de haber estado manteniendo la aceleración bajo mínimos para esconderse de nosotros —prosiguió Metcalf, si bien su tono mudó de la sorpresa inicial a la incredulidad—. Capitán, el CIC cree que es un crucero clase Espada, a juzgar por las huellas y las emisiones de sus impulsores, pero algo no coincide con la identificación de sus motores.
—¿Qué quieres decir con que «no coincide»? —preguntó McKeon.
—Que no está acelerando ni de lejos tanto como lo que cabría esperar a juzgar por la cantidad de energía que está irradiando —replicó Metcalf—. Debería ir ya al menos a cinco kilómetros cuadrados por segundo, con una huella de motor tan fuerte no llega ni a cuatro y cuarto.
McKeon frunció el ceño, pero tenía muchas más cosas de las que preocuparse que de una simple ambigüedad de motor que no tenía explicación aparente, de tal modo que aparcó esa cuestión para concentrarse en las más acuciantes.
—Adopten aceleración y dirección constante y calculen tiempo para entrar en radio de misiles y lo que nos queda para el límite híper —dijo secamente.
—Señor, sí, señor. —Las manos de Metcalf danzaron por su panel mientras McKeon fruncía el ceño sin despegar la vista de la pantalla. Honor también estaba con el ceño fruncido, pero además no dejaba de morderse el interior del labio, porque se le ocurría cuando menos una razón más que plausible para explicar la baja aceleración de los repos.
—Con los cálculos que ha especificado, capitán, estamos a treinta y un minutos del límite —informó Metcalf varios segundos después—. La geometría de misiles le proporcionará a Bandido Diez un radio máximo de combate activo de escasos ocho millones de kilómetros y nosotros entraremos en su radio de acción en diecisiete minutos y medio. Suponiendo que nuestra trayectoria y aceleración permanezcan constantes, pero que las suyas se modifiquen para maximizar el tiempo de combate, puede ir con nosotros todo el camino hasta llegar al límite; pongamos que trece coma cinco minutos desde el momento en el que abra fuego.
—¿Podemos evitarlo?
—Negativo, señor. Podemos reducir el lapso de combate, pero no podemos permanecer fuera de su alcance. Y su posicionamiento es casi perfecto, capi. Con él viniendo desde arriba y por la izquierda y Bandido Uno llegando desde estribor y por debajo, nos tienen encajonados. Cuanto más nos alejemos de él, más nos acercaremos a Bandido Uno. De hecho, estaremos dentro del radio de acción de los dos simultáneamente durante al menos once minutos.
—Ya veo —McKeon se frotó el mentón y después tecleó una serie de números en su pantalla. Se quedó sopesándolos un breve instante, después intentó una combinación distinta y alzó la vista hacia Honor—. Gerry tiene razón, señora —dijo en voz baja—. Estamos entre Socilla y Charybdis. Puedo limitar el tiempo de combate con Bandido Diez a un máximo de diez minutos, pero solo si incremento el tiempo de Bandido Uno a un mínimo de quince. O puedo dejar a Bandido Uno a once minutos y aceptar los trece y pico con Bandido Diez.
Honor asintió con la cabeza y juntó las manos detrás de la espalda. Después apretó los labios un instante y acabó soltando un suspiro.
—Te das cuenta de cuál es la razón más plausible para explicar la escasa aceleración que hemos observado en Bandido Diez, ¿verdad? —musitó ella.
—Cabezas de misiles —replicó sombríamente McKeon.
—Probablemente —corroboró Honor, que se quedó mirando a su viejo amigo unos segundos sin decir nada más. Es posible que fuera la comodoro de CruRon Dieciocho, pero Alistair McKeon era el capitán del Príncipe Adrián. La responsabilidad de lo que le ocurriera a su nave era suya, lo mismo que la decisión de cómo combatir. Honor era tan consciente como McKeon de que la mayoría de primeros oficiales se habrían negado a admitir tal cosa producto de su propia desesperación por hacer algo, pero esta no era una decisión a nivel de escuadrón, ya que no había escuadrón alguno. Estaba solo el Príncipe Adrián, en un combate cuerpo a cuerpo, e incluso aunque no hubiera estado solo, Honor tenía una fe absoluta en el criterio de Alistair McKeon. No osaría insultarlo interfiriendo en sus órdenes o poniendo pegas a sus decisiones, razón por la cual le pareció atisbar en él un centelleo de gratitud en los ojos antes de que se diera la vuelta para dirigirse a sus oficiales.
—Jefe Harris, gire cien grados a estribor, pero mantenga dirección y aceleración —le espetó a su timonel y, acto seguido, desplazó la silla para ponerse cara a cara con Metcalf—. A juzgar por su aceleración, probablemente Bandido Diez esté cargado de misiles, Gerry, pero la aceleración de Bandido Uno ha sido muy alta para algo así. Podemos recortar el tiempo de combate con Diez modificando la ruta hacia estribor y pasando por debajo de él, pero no tiene mucho sentido. Sean diez minutos o trece, va a seguir disfrutando de su salva inicial y eso no lo podemos evitar de ninguna manera. Sin embargo, es probable que Bandido Uno tenga una capacidad de misiles más sostenida, así que haremos eso: nos quedaremos por abajo, recibiremos el primer directo de Diez nos quedaremos lo más lejos de Uno mientras sea posible, todo el tiempo que podamos.
—Entendido, señor —repuso un tenso Metcalf.
* * *
—Pues parece que se lo ha pensado mejor —musitó dulcemente Helen Zachary. El crucero manticoriano había girado la nave, exponiendo su lateral al Katana y su GE se había alineado con él. Con el enemigo acelerando con paso firme hacia el Katana, el máximo teórico del radio activo de los mejores misiles de las lanzaderas de Zachary estaba en torno a los ocho millones y medio de kilómetros, pero las CME y los señuelos de los mantis reducirían el radio efectivo a apenas siete millones. Aquello debería de ser suficiente, no obstante.
—¿Qué quiere decir con que «se lo han pensado mejor» —inquirió Kuttner—. No ha hecho nada más que adelantar su GE. ¡Está claro que no ha alterado su trayectoria!
—No lo ha hecho, no —suscribió Zachary—. Ni va a hacerlo. Su dirección original los habría dejado expuestos a la artillería enemiga casi veinticinco minutos: trece y medio nuestros y once del Nuada. Cualquier modificación de la ruta reduciría el tiempo de combate con uno de los dos, pero a expensas de incrementarlo con el otro. Está exprimiendo sus posibilidades, pero fíjese que sí se ha alejado de nosotros.
—¿Y qué? —preguntó Kuttner. Zachary consiguió no suspirar.
—Que alejándose de nosotros, señor, se está abalanzando sobre el ciudadano capitán Turner. No le deja muy buena opción de disparo, pero siempre será mejor que la que nos deja a nosotros. Además, se está quedando en la parte baja, manteniendo siempre la parte lateral mirando hacia nosotros. En otras palabras, está más preocupada de defenderse de nuestra artillería que de la del Nuada, lo cual induce a pensar que, según sus cálculos, creen que tenemos misiles. —Zachary meneó la cabeza—. Ya le dije que ahí había un capitán sagaz, ciudadano comisario.
* * *
Los segundos volaban a bordo del puente de mando del Príncipe Adrián y el contador del reloj digital seguía con su cuenta atrás. Esta vez no había maniobra brillante de última hora. Los elementos de la ecuación eran de una claridad brutal y la mayoría de los oficiales del Príncipe Adrián ya habían visto cómo se las gastaban los misiles aliados.
Sabían lo que se les venía encima, así que la única pregunta de verdad era cuántos misiles tenía Bandido Diez. Bueno, también era importante saber hasta qué puntos eran buenos los repos; pero como Bandido Diez tuviera suficientes, la calidad y los tiempos pasaban a ser algo secundario. Hasta si se daban las condiciones ideales, el GE podría aspirar a poco más que a distraer un rato a todos los misiles enemigos. Los que consiguieran sobrepasarlo tendrían que ser interceptados por las defensas activas y había, lisa y llanamente, un tope máximo de objetivos a los que la artillería defensiva del Príncipe Adrián podía hacer frente antes de saturarse. Y sin compañeros de escuadrón que le prestaran fuego defensivo, el tope era más bajo de lo que a Honor Harrington o Alistair McKeon les gustaría.
—Entrando en nuestro rango máximo de misiles dentro de quince segundos —anunció Metcalf finalmente, con una voz sujeta por la tranquilidad profesional para la que se había preparado a conciencia.
—Entre en combate como se especificó —replicó McKeon con firmeza.
* * *
—¡Ataque hostil! —bramó el capitán Allworth—. Múltiples ataques. Cálculo aproximado: dieciséis.
—¿Tan pronto? ¿Cómo esperan acertarnos a esta distancia? —Kuttner estaba tan aturdido que se olvidó de darle a su frase el barniz oficialista de costumbre y Zachary sonrió, aunque la cosa no le hacía ni pizca de gracia.
—No están disparando al Katana, ciudadano comisario, esas no son cabezas láser. —Kuttner se quedó mirándola y resopló por la nariz—. Son cabezas nucleares antiguas, señor, están buscando objetivos menores de proximidad. —Zachary apartó la vista del comisario y se quedó sopesando la representación gráfica de su monitor de estrategia.
Las cabezas nucleares manticorianas se dirigían a toda velocidad hacia la nave que ella comandaba y, si estaba en lo cierto respecto a las cabezas nucleares y sus objetivos, iban a detonar por detrás del Katana, lo suficientemente lejos como para que fuera un punto difícil de defender, pero lo suficientemente cerca como para achicharrar los sistemas electrónicos que gobernaban los misiles. Sin embargo, todavía tardarían en llegar, así que Zachary se negó a que aquella amenaza la asustase tanto como para enviar prematuramente sus propios misiles.
—Ciudadano teniente Allworth —dijo secamente.
—¿Sí, ciudadana capitana?
—Va usted a disparar sus armas dentro de… ciento cuarenta segundos a partir de ahora.
* * *
Honor observó la primera salva del Príncipe Adrián sobre posiciones enemigas. Una segunda la siguió quince segundos después una tercera. Llegó la cuarta y los repos siguieron sin replicar. Diez surcaron el espacio, ciento sesenta misiles en total, sin un solo disparo de respuesta. Honor notó que alguno de los oficiales de McKeon empezaban a albergar esperanzas, pero ella no compartía aquel entusiasmo… ni McKeon tampoco. Se miraron el uno al otro y a Honor no le hizo falta contactar con Nimitz para saber qué estaba pensando McKeon.
El capitán había esperado que un ataque temprano por su parte pudiera sacar al enemigo de sus casillas, obligándolo a disparar pronto también, en un momento en el que su puntería estuviera bajo mínimos. Pero el comandante repos no había entrado al trapo, eso limitaba las esperanzas a que esperase demasiado, permitiese que los misiles del Príncipe Adrián se acercaran primero lo suficiente a su artillería y acabara inutilizándola antes de…
—¡Separación de misiles! —anunció Geraldine Metcalf con tono inexpresivo. Honor se clavó las uñas en las palmas de sus manos, que aún seguían entrelazadas a su espalda—. Múltiples separaciones de misiles —prosiguió Metcalf—. Cálculo aproximado: más de ochenta.
—Joder —exclamó McKeon, por no decir algo peor.
Ochenta y cuatro misiles aullaban en dirección al Príncipe Adrián. Aquello suponía algo más de la mitad de los que ella misma había disparado, pero había una diferencia enorme entre diez salvas de dieciséis misiles, separadas en tiempo y espacio para que cada una de ellas ofreciera la oportunidad a los sistemas defensivos de proponer una solución para interceptarlos y una carga única y masiva. Era una desagradable ecuación que la Armada Popular había tenido que afrontar con demasiada frecuencia desde las primeras batallas de la guerra. Ahora era el turno de la Real Armada Manticoriana.
Geraldine Metcalf y sus asistentes hicieron cuanto estuvo en sus manos mientras la amenaza de la destrucción rugía por encima de sus cabezas.
Los inhibidores de frecuencias ululaban en su intento por desactivar los sistemas de misiles que se cernían sobre ellos y los señuelos trataban de llamar su atención. Pero los nuevos misiles mejorados de la Liga Solariana con los que contaba la República Popular eran mucho más peligrosos que aquellos con los que la Armada Popular había comenzado la guerra. Tenían sensores más sofisticados, la capacidad de sus sistemas de discriminación de objetivos se había triplicado y la falta de datos que la RAM tenía sobre ellos hacía que las contramedidas electrónicas de Metcalf fueran mucho menos eficaces de lo previsto. Apenas un cuarto de los pájaros de aquella salva masiva quedaron cegados y solo un puñado más sucumbió a los señuelos. Cincuenta y siete atravesaron la barrera del GE pese a sus denodados esfuerzos por evitarlo y los sistemas antimisiles se encendieron de inmediato. Los iconos de color rojo sangre empezaron a desvanecerse en el monitor de Metcalf con una precisión mecánica, pero desaparecían con demasiada lentitud. Treinta y cinco atravesaron el escudo antimisiles, y grupos láser preparados para estos casos se lanzaron a la desesperada para tratar de neutralizarlos antes de que alcanzasen el radio de ataque.
Los láseres se llevaron por delante diecinueve de los que quedaban. Solo dieciséis misiles, menos del veinte por ciento de la salva original sobrevivieron hasta alcanzar el radio de ataque, pero bastaba con eso. El crucero retorció, efectuando intentos de evasivas a la desesperada, y de hecho consiguió evitar algunos, pero el resto seguían entrando con tiempo de sobra y potencia suficiente para ejecutar las maniobras finales de ataque, así que sortearlas todas resultaba imposible.
Cuatro de las dieciséis cabezas láser se fueron al garete a los pies de los impulsores del Príncipe Adrián, que interpuso su eje para evitar la tragedia. Tres más se pasaron de frenada, anclándose inútilmente en el techo. De las nueve restantes, cinco detonaron a babor y «por encima» del crucero y, al igual que los misiles de los lanzamisiles manticorianos, los de las lanzaderas del Katana eran tan potentes como cualquiera que pudiera haber estado a bordo de un superacorazado. El Príncipe Adrián se sacudió violentamente mientras racimos de bombas láser rajaban con virulencia sus laterales, cebándose con el casco de la nave. Las armaduras se astillaron, las mamparas internas se hicieron añicos, dos tubos de misiles, un gráser, tres racimos de láser y su tercer dispositivo de radar quedaron aplastados. Treinta y dos miembros de su tripulación murieron en el momento en el que aquella explosión de energía reventó el casco, aunque los laterales y los campos antirradiación que había en el interior atenuaron el efecto de aquellos láseres.
Pero no quedaba ya lateral alguno que pudiera protegerlos contra las cuatro cabezas nucleares que explotaron justo delante de la nave. Su furia en racimo atravesó la garganta de la nave, las alarmas de daños aullaban mientras la transferencia de energía golpeaba como un mazo, desgarrando la aleación como si fuera mantequilla y masacrando a la gente que había en su interior. Los niveles de potencia fluctuaban como locos, con picos surgiendo de entre los sistemas en la posición delantera de la nave demasiado rápido como para evitar cortocircuitos. Enseguida llegaron las explosiones secundarias en masa. Honor salió despedida por efecto del puñetazo de aquel gigante contra la nave de McKeon. Era como si un terrier agitase a una rata de un lado a otro.
Los dispositivos del puente de mando chisporrotearon, murieron y volvieron a la vida inmediatamente.
—¡Informe de daños! —espetó McKeon, pero no hubo respuesta. Tecleó con violencia los botones del intercomunicador del brazo de su silla para ponerse en línea directa con la Central de Control de Daños—. ¡Informe de daños! —repitió, pero seguía sin haber respuesta, así que tecleó una combinación distinta, esta vez para ponerse al aparato con la central de comunicaciones del comandante Gillespie—. ¡Taylor, necesito un informe de daños!
—El ejecutivo está muerto, capitán —carraspeó alguien al otro lado del intercomunicador después de lo que se antojó casi una eternidad—. La CCD está muerta. Todos… estamos… muertos…
La voz se apagó y McKeon cerró los ojos, angustiado.
—¡Impactos notables en Bandido Diez! —anunció Metcalf—. ¡Le hemos dado con cuatro por lo menos a esos cabrones, señor!
—¡Función negativo en todos los sistemas defensivos delanteros! —rugió alguien más—. ¡Hemos perdido lidar uno y dos! ¡Grave tres, derribado!
—¡Cambien a lidar cinco! —repuso Metcalf y uno de sus asistentes asintió con la cabeza al recibir la orden, pero la marejada del desastre sepultó su voz. Sin la Central de Control de Daños los informes llegaban de manera inconexa… pero llegaban.
—Gráser Uno, derribado. Bajas importantes en Gráser Tres y Cinco y en Misil Cinco. Imposible contactar con Misil Siete. Magazín uno está fuera del flujo de información.
—¿Qué pasa con el Impulsor Uno? —le preguntó McKeon al timonel, abandonando sus esfuerzos por contactar con alguien de ingeniería.
—Señor, Impulsor Uno no responde —replicó el jefe Harris con voz tensa—. Nuestra aceleración se ha desplomado a doscientas gravedades y bajando.
—Generadores laterales uno, tres, cinco y siete están fuera de línea. ¡Estamos perdiendo el lateral de babor, capitán!
—Señor, Bandido Uno ha abierto fuego. Veinticuatro misiles se dirigen hacia nosotros. Impacto en uno-siete-tres segundos.
—¡Bandido Diez está alterando la trayectoria e incrementando aceleración. ¡Acercándose a cinco coma tres kilómetros cuadrados por segundo!
El Príncipe Adrián volvió a estremecerse, retorciéndose en su esqueleto de acero ante la nueva acometida de energía fresca.
—¡Impacto directo en el CIC! —gritó una voz por el intercomunicador—. Estamos perdiendo con…
La voz se cortó de inmediato dejando la palabra a medias. Empezó a salir humo por el conducto principal de ventilación antes de que este se cerrara por completo y comenzaron a sonar más alarmas de daños.
—¿Estado de Impulsor Uno? —preguntó McKeon.
—Muerto, señor —espetó Juno secamente—. Tal vez nos queden cuatro o cinco nodos beta, si es que puedo recuperar el contacto con ellos, pero eso es todo.
El rostro de McKeon era todo un poema. Y con sus nodos alfa delanteros muertos, el Príncipe Adrián se había quedado sin los sistemas de navegación Warshawski… y Adler estaba justo en medio de una ola de gravedad hiperespacial, donde los sistemas de navegación eran lo único que permitía la navegación. Aquella salva única y devastadora del Katana había condenado a su nave, y McKeon lo sabía.
—¡Helm, cuarenta grados a babor! —gruñó McKeon, con la mirada clavada, como la de Metcalf, en el puente de mando, mientras Harris asentía—. Vamos a bajar hasta la garganta del Diez, Gerry. ¡Dale a ese cabrón con todo lo que tengas!
—Señor, sí, señor. —Metcalf se encorvó sobre el panel, pugnando contra la destrucción de sus sensores y de los sistemas de control de artillería casi tanto como contra el enemigo, y la nave se corcovó una vez más al recibir el impacto de más misiles que superaban las mermadas defensas y destrozaban las pocas armas que les quedaban y a la gente que aún estaba en el interior.
Honor consiguió ponerse en pie a duras penas, con Nimitz subiendo hasta su hombro.
Notó cómo la sangre le caía por el mentón justo desde donde se había estado mordiendo el labio en su caída, pero era una conciencia remota, como si fuera de otra persona, muy, muy lejos. Con la mirada barrió las centelleantes luces carmesíes que brillaban en el dispositivo de McKeon, abrió la boca, se tambaleó y se aferró como pudo al respaldo de la silla de mando mientras el Príncipe Adrián aguantaba como podía en los estertores de su agonía. Honor estuvo a punto de derrumbarse una vez más, pero de alguna forma consiguió mantenerse en pie y agarró a McKeon por el hombro.
—Ríndete, Alistair. —No alzó la voz, pero su calma extrema cortó el parloteo del combate, los informes de daños y el aullido de las alarmas como si fuera un cuchillo. McKeon se quedó mirándola fijamente.
—Pero… —comenzó, pero ella meneó la cabeza y le apretó el hombro con más fuerza.
—Ríndete —le repitió—. Es una orden.
McKeon siguió mirándola fijamente y ella comprendió sus dudas agonizantes. Su vergüenza. En los quinientos años-T de historia de la Real Armada Manticoriana, solo treinta y dos naves de la reina se habían rendido al enemigo.
—¡He dicho que te rindas, capitán! —le espetó con más energía—. Hemos conseguido sacar la caravana, pero todos los impulsores delanteros están muertos. ¡Ríndete ahora antes de que mueran más de los nuestros por nada!
—Yo… —McKeon cerró los ojos, después sintió un temblor interior y asintió con la cabeza—. Helm, condúcenos hacia el enemigo y aminora la marcha —dijo con un tono de voz que cayó como una losa—. Comandante Metcalf, deshágase de todos los drones con equipamiento FTL que tengan comando de autodestrucción, formatee los ordenadores y dé la orden de destruir todos los materiales clasificados. Teniente Sanko, hágale las señales correspondientes a Bandido Diez. Informe a su capitán de que nos rendimos.