16
—No me fastidies. —La ciudadana capitana Helen Zachary se reclinó en su silla de mando y le dedicó una leve sonrisa al comisario popular que estaba sentado a su lado—. Parece que vamos a tener compañía, ciudadano comisario.
—Ya veo, ya. —Timothy Kuttner asintió con la cabeza, pero también frunció el ceño y los dedos de su mano derecha repiquetearon un soniquete de preocupación sobre su casco. Como el resto de gente en el puente de mando del Katana, Kuttner llevaba puesto su traje de gala, pero en lugar de tener el casco sobre su silla de mando, como mandaban los cánones navales, lo tenía sobre su regazo. Zachary había tratado de explicarle (con tacto) por qué aquello era una mala idea (un impacto podría hacer volar fácilmente por los aires un casco que no estuviera amarrado y eso podría tener consecuencias fatales para su propietario), pero a Kuttner le gustaba juguetear con aquella cosa. Además, Zachary tenía que admitir que tampoco había puesto mucho empeño en tratar de convencerla. No era tan malo como algunos comisarios, pero sí era mucho peor que otros y en ese momento su expresión era la que menos le gustaba a ella: la de un hombre que ardía en deseos de sugerir cualquier cosa que demostrara que él llevaba las riendas de la situación. Ya había visto las consecuencias de esa expresión suficientes veces en el pasado, así que desplazó su atención rápidamente hacia el ciudadano teniente Allworth en un intento por adelantarse a Kuttner.
—¿Cuánto tiempo hasta que entre en la bolsa, estratega?
—Apenas veintitrés minutos más, si el rumbo actual y la deceleración permanecen constantes, ciudadana capitana —respondió al instante Allworth y Zachary asintió con la cabeza. Sopesó los datos durante un momento, todavía con cuidado de no cruzar su mirada con la de Kuttner mientras lo hacía y después le hizo una seña a su ejecutivo antes de devolver la mirada definitivamente al comisario popular.
—Con su permiso, señor —irrumpió ella bruscamente—. Tengo intención de llegar a la máxima potencia dentro de veinticinco minutos.
—Pero si espera tanto, sobre todo remolcando cabezas de misiles, no será capaz de emparejarse vectorialmente con él antes de que nos adelante, ¿no? —Kuttner parecía sorprendido y Zachary se esforzó por no suspirar.
—No, señor —dijo pacientemente—. Lo cierto es que no hay ninguna razón para hacer eso. Su velocidad de aproximación será solo de seis mil kilómetros por segundo cuando alcancemos nuestra aceleración máxima y a esa altura estará demasiado cerca para evitarnos. No le quedará más remedio que entrar en combate mientras nuestra propia velocidad no alcance nunca la suya, definitivamente podremos tenerla dentro del radio hasta que cruce el límite… si es que dura tanto.
Sus ojos se volvieron rápidamente hacia el rostro de Luchner, pero la atenta expresión del ejecutivo no dio señal alguna de la exasperación que ella sabía que tenía que estar compartiendo con ella en aquel momento. El Katana se había ido al cinco por ciento de potencia en el momento en el que quedó claro que las maniobras de los mantis iban a volver a traer a la nave enemiga contra él. Los GE del Katana podían ocultar hasta los rastros más débiles de los impulsores incluso a los sensores manticorianos, siempre y cuando estuvieran a una distancia de más de treinta segundos luz, y Zachary, Luchner y Allworth habían realizado un cálculo casi perfecto de la trayectoria de los mantis. A menos que cambiaran su dirección durante los próximos veintitrés minutos, acabaría entrando en el radio de acción de los misiles del Katana y dirigiéndose casi directamente hacia el crucero republicano… y pese a todo seguir teniendo su buena media hora de vuelo dentro del límite hiperespacial.
En otras circunstancias, aquello habría puesto a Zachary de los nervios. La ciudadana capitana no era cobarde, pero solo un idiota (y eso tampoco lo era) intentaría negar la ventaja en combate que disfrutaban las naves manticorianas. Sin embargo, el Katana tenía apoyos potentes listos para entrar en liza, como el Nuada, que podría entrar en radio de combate apenas diez minutos después de que el Katana hubiera abierto fuego.
Además, a los defensores del Sistema se les había dado tiempo de sobra para identificar su objetivo. Era uno de los antiguos cruceros de clase Príncipe Consorte, no un Caballero Estelar, más moderno, y eso significaba que casaría bien con el Katana.
O habría casado, pensó Zachary con una sonrisa de tiburón, de no haber sido por la media docena de cabezas de misiles que iban dejando su rastro por popa en su propia nave.
—Me hago cargo de que puede mantenerlo dentro del radio de los misiles, ciudadana capitana. —La voz, en cierto modo petulante, de Kuttner atravesó los pensamientos de la ciudadana capitana como un cuchillo—. Pero no va a ser capaz de traerlo dentro del radio de energía. ¿Está segura de que es inteligente plantear esa batalla en un radio de acción tan amplio, teniendo en cuenta la, eh, disparidad entre nuestras capacidades antimisiles?
Zachary supo reprimirse una respuesta tan sincera como imprudente, pero le costó lo suyo. Pensó, brevemente pero con intensidad, en las repentinas pérdidas de presión y en los cascos que salían botando de las manos de comisarios idiotas que combinaban su narcisismo con el conocimiento suficiente para convertirlos en entes peligrosos. Madre mía, qué bien le quedarían los pulmones colgando de las narices, reflexionó, pero también se obligó a sí misma a esbozar la sonrisa muy tímidamente.
—Entiendo lo que dice, ciudadano comisario —dijo ella—, pero las condiciones son un poco atípicas y me gustaría que siguieran así. —Kuttner frunció el ceño, confundido, y Zachary se recordó a sí misma la necesidad de hablar de modo literal y sencillo—. Lo que quiero decir, señor —prosiguió ella—, es que, por el momento, el enemigo puede no tener ni idea de que estamos aquí. Si lo hiciera, podría haber escogido una ruta diferente, o al menos modificado su trayectoria.
La ciudadana capitana hizo una pausa cortés, arqueando una ceja como preguntándole si seguía su argumentación. Podía haber resultado una expresión insultante, y una parte de Zachary deseaba que se interpretara precisamente en esos términos, pero no lo era y Kuttner asintió con la cabeza para certificar que hasta ahí la había entendido.
—Así las cosas —continuó Zachary—, prefiero que sigan sin saber de nuestra presencia hasta que les sea imposible evitarnos. Para conseguirlo, tengo intención de mantener nuestra aceleración en unos niveles que me permitan asegurar que nuestros GE pueden ocultarnos hasta que el enemigo esté al menos dos minutos dentro de un radio a partir del cual pueda evitar la confrontación. Tiene usted toda la razón cuando dice que esperar tanto tiempo significará que no podremos emparejarnos con esa nave hasta que cruce el hiperlímite y que no seremos capaces de obligarla a que entre en nuestro radio de armas de energía. Sin embargo, las únicas trayectorias con las que podrá evitar nuestro radio de energía la obligarán a acercarse al Nuada, lo cual la empujará más dentro aún del radio de misiles del ciudadano capitán Turner.
Zachary hizo una nueva pausa y Kuttner asintió de nuevo, esta vez con más firmeza.
—Y, por supuesto —concluyó ella—, si bien es cierto que nuestra defensa antimisiles no se ha puesto a la altura todavía de la de los mantis, tenemos la ventaja de nuestras cabezas nucleares. Esto significa que podemos abrir fuego con una salva de ochenta y cuatro pájaros. Dudo que se esté esperando un ataque de ese tipo; e incluso si lo hace, podría llegar a saturarle las defensas.
—Ya veo. —Kuttner frunció el ceño considerablemente un instante más para acabar asintiendo—. Muy bien, ciudadana capitana, tiene mi visto bueno para su plan.
* * *
—Gerry, según sus cálculos, ¿cuándo nos encontraremos con Bandido Uno? —preguntó Alistair McKeon.
—No creo que sean más de once minutos desde el momento que entremos dentro de su radio de acción por primera vez, capitán —respondió la capitana Metcalf al instante—. Ya lleva retraso en su primer giro. —La oficial de estrategia alzó la vista hacia su capitán—. Empiezo a pensar que a sus sensores les pasa algo, señor. Que no puedan fiarse de sus gravíticos podría ser una explicación a por qué van a por nosotros tan despacio. Y si tiene que esperar a la telemetría de la velocidad de la luz de un DR o de las actualizaciones de sensores de otras naves, también podría explicarse por qué tardó en reajustar su trayectoria después de nuestra maniobra de evasión.
—Ya veo —dijo McKeon frotándose el mentón—. ¿Hay datos mejores sobre su masa?
—Parte se está reafirmando a medida que decrece el radio, capitán, pero sea lo que sea lo que está usando para los GE, es mucho mejor que cualquier cosa que pensáramos que los repos podrían tener. El CIC sigue empeñado en denominarlo crucero de batalla, pero yo creo que tal vez sea uno de esos nuevos cruceros pesados sobre los que la OIN nos advirtió. A menos que esté negándole el acceso a su compensador, y no se me ocurre ninguna razón para que asuma un riesgo así solo para atrapar a un simple crucero manticoriano, su aceleración es demasiado elevada para un crucero de batalla. Si tuviera que apostarme dinero, diría que Bandido Cuatro es de la misma clase, sea lo que sea.
—Ya veo —repitió McKeon antes de darle unos toquecitos suaves sobre el hombro y girarse hacia su propia silla de mando y hacer una breve pausa. Honor estaba de pie junto a aquella silla, con las manos a la espalda, que tenía perfectamente erguida. Su expresión demostraba serenidad, pero ella, Andreas Venizelos y Andrew LaFollet, al contrario que el resto del personal que poblaba la cubierta de mando, habían optado por no llevar sus trajes espaciales y a McKeon se le revolvieron las tripas con solo volver a verlo.
McKeon respiró hondo y caminó hasta ponerse al lado de Honor y poco después ella giró la cabeza para mirarlo con gesto serio.
—Once minutos —musitó tranquilamente.
—Diez minutos —corroboró él—. Y Bandido Uno no va a ser capaz de tenerlos dentro de su radio de acción antes de que vuelvan al hiperespacio.
—También servimos a los que huyen —replicó Honor con una tímida sonrisa y McKeon sorprendió a ambos con una carcajada sentida.
Pero aquel momento de humor duró poco y los ojos de él regresaron a la pantalla como si estuvieran atraídos por un imán. Los esfuerzos del Príncipe Adrián por alejar a Bandido Uno del punto de traslación de la caravana habían surtido efecto, pero también habían puesto de manifiesto la ingente cantidad de artillería que habían desplegado los repos para tenderles una emboscada. Además de las cuatro naves que Metcalf había detectado en un principio, ella y sus drones de reconocimiento habían localizado cinco más desde entonces, incluyendo tres destructores, un crucero ligero y algo que solo podía ser un crucero de batalla. Ninguna de las unidades adicionales que había detectado tenían opción alguna de sobrepasar al Príncipe Adrián, pero la ingente cantidad de naves y el hecho de que estuvieran intentando adelantarla daba muy mala espina sobre la persona que hubiera organizado aquella emboscada. Quienquiera que estuviera al mando había posicionado sus naves con tanto cuidado que, hasta con sus tempranos sistemas de detección, al Príncipe Adrián le habría resultado prácticamente imposible evitarlas a todas. Además de eso, el comandante enemigo tenía una intención obvia de descargar toda la artillería disponible. No quería que la contienda estuviera nivelada o tener un poco de ventaja, quería una superioridad aplastante y allí donde muchos primeros oficiales hubieran claudicado y ordenado que sus unidades de retaguardia regresaran a sus posiciones iniciales, esta no había hecho nada por el estilo. Los números decían que nunca iba a alcanzar al Príncipe Adrián, pero esos números no incluían la posibilidad de que la nave manticoriana pudiera resultar dañada en el inminente combate con Bandido Uno, que ahora se aproximaba por estribor. Si los impulsores del Adrián resultaban gravemente dañados o la nave recibía algún otro tipo de impacto raro, bastaba incluso con que se viera simplemente obligada a girar bruscamente para evitar una colisión con su oponente, podía acabar entrando dentro del radio de acción de alguno de los integrantes de aquel destacamento. Seguía habiendo pocas opciones de que ocurriera algo así, pero aquel personaje iba a seguir insistiendo con todas las bazas que tuviese a su disposición durante todo el tiempo que le fuera posible mientras existiese la más remota opción de conseguir algo con aquel tipo de maniobras, una actitud que era de todo menos propia de los repos.
McKeon apartó la mirada de la pantalla y miró de nuevo a su comodoro, con la boca apresada por un gesto tenso. McKeon dudó por un momento y después se inclinó hacia ella.
—Honor, ¿podrías, por favor, salir de aquí y ponerte un traje de rescate? —le preguntó en voz tan baja que nadie más pudo escuchar, pero que seguía estando cargada de rudeza y preocupación.
Ella se quedó mirándolo con aquellos ojos color marrón oscuro como el chocolate. A él le rechinaban los dientes ante aquella expresión de tranquilidad y arqueó las cejas como preguntándose por qué reaccionaba así. Honor decidió acariciar las orejas de Nimitz y el gato se dejó querer por sus dedos. A McKeon no le hacía falta vínculo alguno con Nimitz para saber que aquel ronroneo intenso y ansioso del gato también presionaba a Honor para que aceptara los consejos de McKeon, pero ella tampoco pareció inmutarse por lo que le decía Nimitz, y recibió su petición exactamente igual que cuando escuchó las palabras de McKeon.
—Tengo que estar aquí —dijo sin inmutarse.
McKeon inspiró hondo. Una parte de él quería agarrarla por el cuello, sacarla a rastras del puente de mando y llevársela a sus marines con la orden expresa de que la mantuvieran encerrada a buen recaudo por su propio bien. El hecho de que cualquier intento en este sentido tuviera todos los visos de desembocar en un fracaso inmediato y humillante no lo hacía menos atractivo… tan solo inviable. Incluso suponiendo que LaFollet no le arrancase la cabeza por ponerle las manos encima a la gobernadora Harrington, la propia Honor podría colgarle de la proa en cuanto le apeteciese y ambos lo sabían. Pero daba igual que fuera comodoro, gobernadora o cualquier otra cosa: McKeon la quería fuera de su cubierta de mando antes de que entraran dentro del radio de acción de Bandido Uno, porque ni ella ni cualquier otro miembro de su tripulación había traído trajes espaciales cuando vinieron del Álvarez.
Los trajes espaciales de la Armada y de la Marina no eran algo que pudieran pedirse alegremente. Tenían que hacerse cuidadosamente a medida para sus usuarios; de hecho, «a medida» era una palabra más que adecuada, porque en muchos sentidos se confeccionaban para cumplir las necesidades de las personas para las que estaban pensados. Otros uniformes de aislamiento, como los equipos pesados que llevaba el personal de construcción o los pesados trajes de rescate que formaban parte del material de salvamento de cualquier nave podían ser utilizados por casi cualquiera, pero tenían una utilidad limitada. Los equipos pesados, por ejemplo, eran básicamente pequeños dispositivos aeroespaciales independientes diseñados para su utilización adicional en el espacio exterior o para trasladar cargas en zonas despresurizadas. No encajaban, literalmente, en los espacios internos de una nave espacial; y, mientras que los trajes de rescate podían llevarse a prácticamente cualquier parte, estos no eran más que envoltorios ambientales de emergencia pensados para que los equipos de rescate los tiraran por encima de aquellos que debían ser rescatados.
En muchos sentidos, Honor y su tripulación hubieran estado mejor a bordo de un transporte civil, porque el Derecho Interestelar exigía que las naves comerciales llevasen a bordo suficientes trajes para todos los pasajeros. Los ingentes costes, por no mencionar el tiempo que se precisaba para tomar las medidas, hacía que fuera imposible proporcionar tal número de trajes espaciales, así que el resultado solía estar a caballo entre un traje de rescate y un traje espacial, casi un regreso a aquellos trajes pesados del ya lejano primer siglo posterior a la Diáspora, aunque estaba claro que eran considerablemente menos voluminosos. Hasta esos habrían sido imposibles de llevar a largo plazo y aquellos guantes anticuados carecían de los servomecanismos miniaturizados de bioretroalimentación que hacían posible que un tipo enfundado en un traje espacial pudiera enhebrar una aguja incluso en el espacio exterior. Con todo, eran infinitamente preferibles a los trajes de rescate.
Desafortunadamente, la lista de equipamiento del Príncipe Adrián no incluía ninguno de aquellos trajes. Los trajes de rescate se proporcionaban en aquellos casos en los que la gente iba a estar temporalmente separada de su equipamiento personal, pero la Armada daba por sentado que el personal del ejército siempre tendría sus uniformes hechos a medida a mano. De haber seguido la legislación a pies juntillas, Honor y su gente deberían haberse llevado los trajes consigo, por muy molesto que hubiera podido resultar aquel equipaje extra, ya que su intención era la de permanecer a bordo del Príncipe Adrián durante más de doce horas. Sin embargo, aquella normativa se ignoraba con regularidad. Y de este modo, de toda su expedición solo Nimitz, cuyo traje especial cabía perfectamente en un bolso diseñado a tal efecto, estaba pertrechado adecuadamente para un buque de guerra en una estación de batalla.
—Mira —insistió McKeon, que le hablaba todavía bajo como precaución para evitar que los escucharan—, no eres la única que va a morir si nos despresurizamos. —McKeon asomó la cabeza para echar un vistazo a Venizelos y LaFollet, que estaban ocupados ignorando la conversación—. Ellos tampoco llevan un traje adecuado.
Algo se encendió en aquellos ojos marrón oscuro y Honor se giró para mirar a sus subordinados. LaFollet pareció sentir su mirada porque alzó los ojos y se encontró con los de Honor, que pronto regresaron a McKeon.
—Estás jugando sucio —le espetó en un susurro, como si su voz encerrara un filo de acero. Él se encogió de hombros.
—Pues denúnciame.
Ella se quedó mirándolo unos segundos en silencio y después carraspeó.
—Andy, llévate a Andrew abajo y reuníos con los demás.
Venizelos se giró rápidamente y su expresión dio a entender tanto que ya se esperaba aquella orden como que no le gustaba demasiado.
—Deduzco que vendrá usted con nosotros, señora —replicó él calmadamente. No era una pregunta, así que Honor hizo un gesto de incomodidad con los labios.
—Deduzca lo que quiera deducir, comandante. Pero dedúzcalo en la galería del embarcadero con un traje de rescate.
—Con todos los respetos, comodoro Harrington, creo que mi sitio está aquí —repuso Venizelos. La mirada de Honor se endureció y empezó a hablar en un tono más áspero, después hizo una leve pausa y volvió a tomar las riendas de su propio comportamiento.
—Lo entiendo, Andy —le insistió, esta vez con mucha más tranquilidad—, pero aquí no puedes hacer nada, así que no tiene sentido que ambos nos pongamos tercos.
A pesar de que la tensión se podía cortar en el aire, a Venizelos le agradó que empleara la palabra «ambos» y su mirada lo delató en este sentido, pese a lo cual no reculó en absoluto.
—Tiene razón, señora. Esa es la razón por la que tenía la sensación de que debía usted venir con nosotros.
—Estoy seguro de que eso es lo que piensas —le replicó Honor sin inmutarse—, pero hay una diferencia entre nosotros, ya sabes. —Venizelos arqueó una ceja y ella sonrió con un poso amargo—. Tú eres comandante y yo soy comodoro. Eso significa que yo sí puedo ordenarte que te vayas.
—Yo… —Venizelos empezó a tejer una réplica, pero ella levantó la mano y lo interrumpió a medio camino. No era un gesto arrogante, ni siquiera displicente y sin embargo resultaba imposible desobedecer su férreo carácter.
—Lo digo en serio, Andy. Independientemente de lo que el capitán McKeon pueda pensar, yo tengo que estar aquí. Esta nave es parte de mi escuadrón y su posición actual es el resultado de mis órdenes. Pero tú no tienes que estar aquí, así que te vas a ir al embarcadero inmediatamente.
Venizelos amagó con una rebelión dialéctica y lanzó una mirada furtiva por encima de Honor en dirección a McKeon, como si estuviese apelando al primer oficial del Príncipe Adrián en busca de apoyo. Pero McKeon se limitó a mirar apesadumbrado a la espalda de Honor, con la expresión de un hombre que sabía que se había quedado sin argumentos.
El jefe de personal dudó un momento más, pero después relajó los hombros y asintió con la cabeza.
—Muy bien, señora —concluyó con tristeza antes de girarse para pulsar el botón del ascensor—. Vamos, Andrew —dijo con el mismo tono de voz resignado, pero el hombre de armas meneó la cabeza.
—No, señor —dijo con toda tranquilidad. Venizelos giró la cabeza, pero el mayor no estaba mirándolo. En lugar de eso, sus ojos grises estaban atrapados en los de la gobernadora y él le sonrió casi imperceptiblemente—. Antes de que diga nada, milady, debo recordarle que esta es una orden que usted no puede dar.
—¿Discúlpame? —inquirió Honor con tono glacial, pese a lo cual LaFollet no reculó.
—Yo soy su hombre de armas personal, milady. Según la legislación de Grayson, usted no puede ordenarme abandonarla si creo que su vida está en peligro. Si lo intenta, no solo tengo el derecho de negarme a obedecer, sino que es un acto de responsabilidad por mi parte.
—¡No tengo por costumbre tolerar insubordinaciones, mayor! —bramó Honor y LaFollet se dio por enterado.
—Lamento que me tome por un insubordinado, milady —dijo él—. Si quiere interpretar mis acciones en ese sentido, tiene todo el derecho del mundo a prescindir de mis servicios en cuanto lleguemos a Grayson. Mientras tanto, sigo atado a mi juramento, no solo con usted, sino con el cónclave de gobernadores, así que no puedo renunciar a mis obligaciones como hombre de armas.
Honor se quedó mirándolo durante un instante eterno y cargado de intensidad, pero cuando retomó la palabra su voz sonó mucho más calmada.
—No estamos en Grayson, Andrew. Estamos en una nave de la reina. Pongamos que le digo al capitán McKeon, en calidad de oficial al mando del Príncipe Adrián, que te dé la orden de retirarte.
—En ese caso, milady, lamentándolo mucho, me vería obligado a rechazar sus órdenes —replicó LaFollet, cuyo tono de voz también había cambiado, como si ambos supieran cómo iba a acabar la discusión y pese a todo se vieran en una especie de compromiso mutuo por hacer que el debate desembocase en su conclusión inevitable.
Mientras Alistair McKeon los observaba, se dio cuenta de que había algo más que orgullo mal entendido o sentido del deber en las motivaciones de LaFollet. Aquella granítica intransigencia graysoniana manaba de un sentido profundo e intensamente personal de lealtad hacia la mujer a la que servía. A su manera, era un amor profundo y duradero, aunque no tuviera nada de romántico ni de sexual.
—No te puedes negar. —La voz de Honor sonó más dulce—. Él es el capitán de esta nave.
—Y yo, milady, soy su hombre de armas —repuso LaFollet, sonriendo esta vez.
Honor se quedó mirándolo un momento más y después meneó la cabeza.
—Recuérdeme que le debo una larga discusión cuando lleguemos a casa, mayor —concluyó ella.
—Por supuesto, milady —replicó él educadamente. Ella le dedicó una de sus aviesas sonrisas y después señaló con su alargado dedo índice a Venizelos.
—Y en lo que a usted respecta, comandante, ¡en marcha! —le ordenó y, para su propia sorpresa, Venizelos se acabó riendo. Él también se quedó mirando a LaFollet un instante, después asintió con la cabeza y se metió en el ascensor. Las puertas se cerraron tras él y Honor se giró y le dedicó a McKeon otra de esas sonrisas que combinaban intransigencia y disculpa.
—Traslación de caravana dentro de seis minutos —anunció Geraldine Metcalf en medio del silencio.
* * *
—Se van a meter en la boca del lobo dentro de catorce minutos, ciudadana capitana —observó el ciudadano teniente Allworth y Helen Zachary asintió con la cabeza.
—Que sepa, capitana —dijo el ciudadano comandante Luchner—, que ese pájaro tiene algo raro.
—¿Raro? ¿Qué quieres decir, Fred?
—No estoy seguro —dijo el ejecutivo, rascándose el labio superior con el lateral del dedo índice durante un instante, mientras fruncía el ceño, embebido en sus pensamientos—. Pero es que no me explico por qué ha hecho todas sus maniobras en el mismo plano.
Quiero decir, si yo fuera él, habría buscado la ruta más corta en cuanto me hubiese dado cuenta de que había alguien esperándome.
—¿Qué intenta decir, ciudadano comandante? —preguntó el comisario popular Kuttner.
—No estoy seguro —repitió Luchner, escondiendo un ramalazo de irritación ante la intrusión de Kuttner en su conversación con su capitán. El tono tenso y casi acusatorio del comisario no ayudaba ni un pelo, pensó el ejecutivo para sus adentros mientras luchaba interiormente por evitar la sensación de que tenía que defenderse ante aquello.
—Creo que lo que está señalando el ciudadano ejecutivo, señor —intervino Zachary—, es que la acción evasiva que ha iniciado el enemigo no era la más eficaz de las que podía haber acometido. Por supuesto, es totalmente posible que quienquiera que esté al mando por allí sencillamente haya tomado una decisión que no es del todo óptima; ese tipo de cosas ocurren en cualquier ejército, al fin y al cabo. Pero parte de las obligaciones del ciudadano comandante Luchner es evaluar si puede o no haber otras razones que expliquen tal fenómeno y una de ellas podría tener sentido para nosotros también, si supiéramos en qué consiste.
—Con el debido respeto, ciudadano capitán —dijo Kuttner impacientemente—, no veo ningún misterio. El enemigo ha detectado a las unidades que lo perseguían; pero, tal y como usted me ha señalado, no sabe que estamos aquí, lo que significa que está surcando lo que él cree que es espacio abierto.
—Tal vez sea eso —replicó Zachary educadamente—, pero nunca es inteligente cerrarse en banda con una única explicación posible. —La capitana se quedó un poco sorprendida consigo misma. Se había metido en la conversación solo para desviar la atención de Kuttner lejos de Luchner y para proteger a su ejecutivo; pero ahora sentía un extraño impulso de continuar con la discusión y no estaba segura de si aquello se derivaba sencillamente de la irritación que le producía la petulante seguridad de Kuttner o si la pregunta de Luchner había despertado en ella una suspicacia instintiva—. Tal vez no sepan que estamos aquí, ciudadano comisario —prosiguió—, pero sus cambios de itinerario dejan bien a las claras que sabían que el Nuada estaba allí desde el principio. De hecho, creo que es más probable que haya detectado al Nuada antes de darse cuenta de que había alguien más esperándola.
—¿Y? —preguntó Kuttner impacientemente cuando ella se detuvo.
—Y su trayectoria actual hace que le resulte imposible evitar el enfrentamiento con el Nuada… la nave que más posibilidades tiene de darle de lleno —respondió lentamente. Zachary se giró lentamente hacia Luchner y su mirada se ensombreció—. Es eso, ¿no, Fred? —le preguntó—. Eso es lo que te preocupa. ¿Por qué escoger una trayectoria que lo lleva hacia la nave que sabe a ciencia cierta que puede darle?
—Sí, ciudadana capitana. —Los ojos del propio Luchner se iluminaron como si de pronto lo entendiera todo—. ¡Es eso exactamente! Si sencillamente hubiera hecho una modificación de noventa grados en cualquier plano, o incluso si hubiera girado en los ángulos adecuados dentro del mismo plano, hubiera podido largarse de allí a toda prisa antes de que el Nuada pudiera tener alguna opción de cogerlo. Nos hubiera evitado a todos nosotros, a no ser que se hubiera topado con una nave del demonio como nosotros. Pero siendo las cosas como son…
—Siendo las cosas como son, el enemigo se ha procurado la persecución de la única nave que hubiera podido vetar el volumen en el que realizó su traslación alfa —completó Zachary tranquilamente. Kuttner meneó la cabeza adelante y atrás ante la mirada de los oficiales, con la expresión desconcertada, mientras Zachary se echaba hacia atrás entre suspiros—. Ahí fuera hay un capitán muy inteligente —dijo ella—. Al margen del hecho de que no sabe que estamos por aquí, lo ha hecho todo bien.
—¿Les importaría explicarme de qué están hablando? —espetó Kuttner. Zachary giró la cabeza para mirarlo a los ojos.
—Si el ciudadano comandante y yo estamos en lo cierto, señor, es muy sencillo. Verá…
—¡Huella híper! —rugió el ciudadano teniente Allworth—. ¡Múltiples huellas híper a uno-cero-seis por cero-cero-tres!
La NAG Jason Álvarez encabezaba la caravana del TMCA-76 en su maniobra de regreso al espacio-n. Las naves fueron emergiendo del hiperespacio una detrás de otra, cada cual rompiendo el vacío con un fuego brillante y azulado mientras Warshawski surcaba cientos de kilómetros en una sangría de energía de tránsito. Ningún dispositivo de sensores en un radio de cuarenta minutos luz podría haber ignorado una huella tan masiva y, en el puente de mando del Conde Tilly, Lester Tourville blasfemaba con una intensidad furibunda mientras seguían llegando informes del CIC.
No era el único. Todos los capitanes repos del Sistema Adler se dieron cuenta de lo que había hecho el Príncipe Adrián y sus reacciones sulfuradas ante la enormidad del premio que les habían quitado de las narices tenían su eco en las reacciones homólogas de su almirante. Aparte del propio Nuada y, por supuesto, el oculto Katana, todas las naves que habían estado persiguiendo al Príncipe Adrián giraron de forma brusca para ir detrás de la caravana. No porque tuvieran alguna opción realista de interceptarla, sino sencillamente porque no podían quedarse mirando la ocasión enorme y brillante que se les brindaba delante de sus narices y no salir detrás de ella.
El capitán Thomas Greentree se quedó de pie a la altura del capitán Terracelli, que posaba su mirada sobre la pantalla del oficial táctico, más grande y detallada. Los sensores del Álvarez tardarían unos pocos minutos en solucionar las cosas, pero mientras tanto…
—¡Señor! —Greentree se giró rápidamente ante aquella exclamación súbita y poco habitual de su oficial de comunicaciones. El capitán empezó a abrir la boca, pero el teniente Chavez prosiguió su alocución y se lo impidió—. ¡Tenemos una transmisión de prioridad relámpago procedente de lady Harrington, señor!
—¿Prioridad relámpago? —repitió Greentree—. ¿Qué es lo que dice?
—Todavía no lo sé, señor. Es una comunicación FTL y todavía está entrando. Yo…
Chavez se paró de repente y los ojos se le abrieron como platos. Greentree también se obligó a sí mismo a cerrar la boca porque no tenía sentido darle la lata al oficial de comunicaciones con preguntas que todavía no podía responder y, a pesar de las múltiples mejoras que se habían realizado sobre los sistemas originales, una de las peores desventajas que seguían teniendo las comunicaciones FTL era la lentitud de su transmisión. Podía mandar impulsos a minutos luz de distancia casi instantáneamente; pero el tiempo que hacía falta para generar cada impulso que trasladase una simple frase podía tardar hasta dos minutos antes de poder ser transmitido. Lo cual, por cierto, era el motivo por el que se utilizaban grupos de códigos. Era casi una revisión de los tiempos remotos en los que la gente se comunicaba por banderas, cuando una bandera se traducía por una letra del abecedario o una frase entera en función del libro de códigos de la Armada y…
—Órdenes del buque insignia, capitán —avanzó Chavez.
Greentree notó cómo le rechinaban los dientes al oír el tono dubitativo de su oficial de comunicaciones y movió la cabeza para urgirle a continuar.
—La caravana va a volver a entrar en el hiperespacio y regresar a Clairmont inmediatamente —informó Chavez, con la voz ya recompuesta y completamente desprovista de matices—. Ha de asumir usted el mando, señor… e informar al almirante Sorbanne en Clairmont de que el enemigo ha tomado el Sistema Adler.
—¿Que tengo que asumir el mando? —Greentree se escuchó a sí mismo formulando la pregunta antes de poder detenerse y Chavez asintió con la cabeza.
—Sí, señor. Y regresar a Clairmont con la caravana. Inmediatamente.
—Pero… ¿y lady Harrington? —soltó Terracelli. Greentree se giró para intercambiar una mirada con él, aunque tampoco se veía con muchas ganas, porque la pregunta del oficial táctico ya lo quemaba por dentro.
—Yo… —Chavez hizo una pausa y volvió a mirar a su dispositivo, en el que fueron apareciendo más conjuntos de caracteres alfanuméricos mientras seguía hablando. Sus ojos pasaron rápidamente por encima de ellos y él tragó saliva antes de continuar—. El Príncipe Adrián está atrayendo la atención de los repos para que lo persigan, capitán —dijo, manteniendo aquella voz inexpresiva—. Será ella la que intente de manera independiente reunirse con el escuadrón en Clairmont. Y… —Aquí su inexpresividad se tambaleó y trató de recomponerse alzando la vista hacia Greentree—. Ha reiterado la orden de salir del hiperespacio, señor. Dos veces.
Greentree se puso rápidamente al lado del teniente y bajó la vista hacia el panel de visualización, con la boca estrechada en un gesto de evidente tensión. Chavez tenía razón, así que la tensión hizo adelgazar aún más sus labios antes de pronunciar una frase final muy despacio, letra a letra.
—Es una orden que no admite discusión, Thomas —le dijo, apretando los puños. Alzó la vista y su mirada se encontró con la de Chavez. Por un instante estuvo a punto de ordenarle al oficial de comunicaciones que borrara aquella última frase del historial de mensajes. Pero era un oficial de la Armada. Por más que sus instintos le gritasen que saliera en ayuda de lady Harrington, él era un oficial de la Armada, responsable no solo de sí mismo, sino de todas las naves del escuadrón y de todos los buques mercantes que escoltaban. Y se le había dado una orden.
—Señor —musitó el capitán Terracelli en medio del silencio—. Estoy detectando huellas de impulsores.
—¿Cuántas?
—Al menos cinco, señor. Dos son probablemente de cruceros de batalla.
—¿De cuánta duración?
—Como mínimo treinta y un minutos para los misiles de radio extremo, señor.
—Gracias.
Greentree se giró y caminó lentamente de vuelta hacia su silla de mando. Una vez allí se escurrió en su interior. Treinta y un minutos. La caravana tenía tiempo de sobra para huir. En cuanto volvieran a entrar en el hiperespacio, la oleada gravitatoria que habían llevado hasta Adler les permitiría acelerar a miles de gravedades y todos sus buques mercantes eran naves del TMCA. Para cuando la primera nave repo pudiera efectuar la traslación siguiendo sus pasos, ya estarían demasiado lejos como para que los repos pudieran siquiera seguirles la pista, por no hablar ya de dispararles. Tan solo tenía que abandonar a su comodoro.
Pero tampoco le quedaba otra opción, ¿no? Greentree cerró los ojos un momento, después los abrió y volvió a mirar a Chavez.
—Señal general —dijo con aspereza—. La caravana volverá a entrar en el hiperespacio dentro de dos minutos. Adrián —prosiguió sin mirar siquiera a su astrógrafo—, actualice nuestra trayectoria de vuelta a Clairmont y pásesela al teniente Chavez para que se la transmita a todas las unidades. Santander se pondrá a la vanguardia.
* * *
—Ahí van —dijo Luchner amargamente y Zachary asintió silenciosamente. Ella compartía su amargura, una amargura que era peor aún porque ya veían lo que venía después antes siquiera de que empezara a ocurrir. Sin embargo, también sintió una involuntaria admiración personal hacia el capitán del crucero de mantis que había sido capaz de sacar al Nuada de su posición para nada. Pero tampoco es que tuviera la intención de permitir que aquello la disuadiera de aplastar a su enemigo.
Zachary observó cómo las huellas de los impulsores de la caravana se desvanecieron y alzó la voz.
—¿Cuánto tiempo han permanecido en espacio-n, oficial táctico?
—Aproximadamente nueve minutos, ciudadana capitana, pero su traslación inicial precisó de más de tres minutos.
—Gracias —dijo Zachary como ausente, tras lo cual volvió la vista hacia Luchner—. No está mal para una caravana de ese tamaño, ¿no, Fred? —Luchner meneó la cabeza y ella sonrió tímidamente—. Bueno, ahora que nos han puesto a una por encima, vamos a ver si podemos sorprender a la señorita crucero con alguna cosa. Dé la orden a los ingenieros. Quiero máxima potencia militar dentro de cuatro minutos.