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—¿Seguimos sin noticias de la comodoro Yeargin? —preguntó Alistair McKeon. Habían pasado cuarenta minutos desde la traslación del Príncipe Adrián de vuelta al espacio normal. Se había desplazado casi dos minutos luz y un cuarto hacia el interior del Sistema Adler y su velocidad estaba por encima de los veintiún mil cuatrocientos kilómetros por segundo, así que el silencio de su sección de comunicaciones se había convertido en algo más que simplemente extraño hacía ya media hora.

—No, señor. —La respuesta del teniente Sanko estaba cargada de tensión, a pesar de su frialdad profesional y McKeon volvió la cabeza para mirar a Honor. Sus ojos grises demostraban preocupación y Honor sintió que Nimitz movía la cola de un lado a otro, como resultado de la incomodidad que le provocaban las emociones que le transmitían los que tenía alrededor.

La tensión en el puente de mando había comenzado como poco más que una bruma de intranquilidad, una especie de picor que nadie sabía cómo rascar, producto de la ausencia de datos desde las guarniciones del Sistema, pero se había ido consolidando con firmeza a medida que el Príncipe Adrián continuaba acelerando hacia el interior del Sistema a una velocidad constante de cuatrocientas gravedades. Tal vez no sería capaz de transmitir FTL por sí misma, pero las naves del destacamento de Adler sí que eran capaces y la ruta de Sarah DuChene había sido planificada para emerger desde el hiperespacio envuelta en la cobertura de una de las plataformas de sensores limitadas que tenía la comodoro Yeargin. Como tal, el Príncipe Adrián debería de haber detectado, identificado e informado al buque insignia de Yeargin a través del transmisor de impulsos gravitatorios de la plataforma… y debería haber recibido una notificación FTL del Encantador durante los diez minutos posteriores a la llegada.

No lo había hecho, así que Honor había tenido que esforzarse al máximo para no parecer preocupada a medida que transcurrían los minutos. Casi seguro que la explicación era bien sencilla, se dijo a sí misma. Yeargin no tiene tantos sensores, así que tal vez haya decidido cambiar el desplazamiento de los que tiene del patrón que le habíamos indicado. Pero si iba a hacer algo así, ¿por qué no puso una guarnición para tapar el agujero? Teníamos razón en cuál era el acercamiento más lógico desde Clairmont.

Seguramente quería estar segura de que estaba cubierto, ¿no?

Era posible que Yeargin hubiera detectado al Príncipe Adrián y sencillamente no hubiera visto razón alguna para poner en entredicho una nave que sus sensores ya habían identificado. Si ese era el caso, no obstante, se trataba de una manera terriblemente informal de entender la seguridad de la zona que tenía a su cargo. Honor no hubiera dado por supuesto que ningún contacto era lo que parecía hasta que hubiera confirmado absolutamente su identidad y solo de pensar que el comandante de un sistema pudiera llegar a tales conclusiones le desagradaba profundamente. Así y todo, solo había una manera de descubrir qué se le estaba pasando por la cabeza a Yeargin: ir a ver.

Pero con cautela, se dijo Honor a sí misma. Con mucha cautela. Mejor ser paranoico y equivocarse que pasarse de confiado y acabar muerto.

Era obvio que McKeon estaba pensando en los mismos términos, porque había dado órdenes discretamente a Geraldine Metcalf para que lanzara un par de drones de reconocimiento hacia la ruta prevista. Los drones de reconocimiento camuflados barrerían toda la zona que estaba por delante de la nave y sus pequeños transmisores FTL informarían de cualquier cosa que encontraran prácticamente en tiempo real. Los drones no eran baratos. Incluso cuando se podía recuperarlos, como ocurriría probablemente en este caso, costaba muchísimo dinero volver a ponerlos a punto para poder ser utilizados de nuevo. A pesar de eso, McKeon no había casi ni pedido la aprobación de Honor para respaldar su decisión de emplearlos, lo cual hablaba mucho y de manera favorable sobre lo bien asentada que tenía la cabeza sobre sus hombros.

Honor tampoco hubiera dudado un solo momento en el caso de haber sido consultada.

La información era lo único de lo que un capitán nunca llegaría a tener suficiente abastecimiento y McKeon en concreto no tenía ninguna información en absoluto sobre todo aquello. Sin una posición fija sobre al menos una de las naves de Yeargin, Russ Sanko no podía ni alinear su láser de comunicación sobre ella, así que carecía de sentido intentar contactar con alguien que estuviera más cerca que el propio Samovar.

En ausencia de comunicaciones FTL, McKeon había optado por transmitir un mensaje a la velocidad de la luz al planeta diez minutos después de llegar al interior del Sistema.

Por desgracia, la posición orbital actual de Samovar lo situaba a más de media hora luz del Príncipe Adrián, así que dando por sentado que habría una respuesta inmediata, seguirían sin recibir noticias durante los próximos diez minutos. Y si había algo probable, teniendo en cuenta la debilidad general que parecía ser la norma imperante allí, era que habría un retraso antes de que se enviase ninguna respuesta, así que…

De pronto sonó un pitido agudo y Honor miró hacia arriba rápidamente. Se volvió hacia la estación táctica, obligándose a sí misma a moverse con mucha más tranquilidad de la que realmente deseaba y observó a la capitana Metcalf inclinarse sobre el hombro de uno de sus técnicos. Aquella oficial ligeramente musculada se enredó un mechón de pelo color rubio arenoso en un dedo y apretó los labios mientras sus ojos oscuros estudiaban con detenimiento lo que aparecía en la pantalla. Después volvió la vista hacia Alistair McKeon.

—Tenemos un contacto, capitán. Parece…

Algo volvió a sonar otra vez y ella salió pitando a revisar de nuevo la pantalla. Sus labios contraídos dieron paso a un ceño fruncido que dejaba entrever que no entendía bien lo que estaba sucediendo. Después de teclear algo, sus cejas se arquearon y después volvieron a relajarse al comprobar que los ordenadores respondían al máximo de su capacidad. Su voz adquirió un tono más profesionalmente neutro en el momento en el que se volvió a dar la vuelta.

—Corrección, capitán. Tenemos al menos dos contactos y los dos están operando en modo camuflaje.

—¿Dos? —McKeon levantó la cabeza y Metcalf asintió con la suya.

—Sí, señor. El más cercano nos está persiguiendo desde popa, viene desde más o menos uno-siete-ocho por cero-cero-cuatro. El CIC lo llama Alfa Uno y el radio es aproximadamente de cinco coma nueve minutos luz. Está en una ruta de persecución directa con una aceleración de quinientas diez gravedades, pero la velocidad actual es de apenas doscientos kilómetros por segundo. La otra, denominada alfa dos, está casi justo enfrente, demora cero-cero-tres, cero-uno-cuatro, radio de en torno a quince coma ocho minutos luz. Alfa dos está en modo intercepción y se mueve a siete-seis-cinco-cero kilómetros por segundo, acelerando a quinientas veinte gravedades.

—¿Cómo demonios ha conseguido acercarse tanto esta Alfa Uno antes de que la detectáramos? —preguntó McKeon.

—A la velocidad y aceleración a la que va ahora, no puede haber estado encendida mucho más de seis minutos, señor, así que no había nada que los pasivos pudieran detectar. De acuerdo con los análisis del CIC, sus GE parecen ser muy eficaces también y nos hemos estado concentrando en la zona que teníamos justo por delante. Teniendo en cuenta la actividad de los GE del contacto, el CIC bastante hizo con descubrirlo tan rápidamente. Y si estamos viendo a alfa dos es solo porque nuestro drone beta está prácticamente encima de él.

El tono de Metcalf era el de una profesional que trataba de no sonar ni defensiva ni exasperada, así que McKeon levantó una mano para darle la razón en lo que le estaba diciendo.

—¿Qué me puede decir de Alfa Uno ahora que sí lo vemos?

—Lo único que tenemos es un rastro impulsor bastante borroso. No había visto nunca nada como los GE de este pájaro y seguimos intentando descubrir sus sistemas para entrar dentro de ellos. Si tuviera que apostarme algo, diría que es un crucero de batalla o un crucero pesado realmente grande, capitán, pero no es más que una intuición.

—Entendido —replicó McKeon, volviendo la vista hacia Honor—. ¿De frente y a popa? ¿Modo camuflaje? —musitó entre dientes, después negó con la cabeza y se giró hacia su sección de comunicaciones—. ¿Todavía nada de la comodoro Yeargin?

—Nada, señor —le respondió el teniente Sanko, ante lo que McKeon frunció aún más el ceño. Se frotó una ceja y después saltó de su silla de mando y se dirigió hacia donde estaba Honor.

—Aquí hay algo que no va bien, señora. Algo malo —dijo en voz baja.

—Estoy de acuerdo —suscribió Honor con voz igualmente baja mientras trataba de acariciar las orejas de Nimitz, que se movía inquieto de uno a otro lado de su hombro.

Honor hizo un barrido del puente de mando con los ojos, comprobando que no hubiera oficiales que estuvieran observándola departir con su capitán. Su intranquilidad anterior se había agudizado mucho más, sin llegar aún a ser miedo, pero desde luego sí algo más que mera ansiedad, algo que envolvía su vínculo con el ramafelino como si fuera humo mismo.

—Están maniobrando para interceptar —dijo ella, y su mente se reajustó rápidamente mientras McKeon asentía con la cabeza.

No había razón alguna para que las unidades de la comodoro Yeargin interceptaran al Príncipe Adrián en lugar de dar un aviso a través de los comunicadores a no ser que, por alguna razón, hubieran decidido dar por sentado que era una nave hostil, lo cual era sencillamente ridículo. Un comandante de sistema inteligente siempre daba por sentado que cualquier cosa que no se pudiera identificar como amistosa era potencialmente hostil, pero sacar guarniciones de su estación para realizar una interceptación física abría agujeros por los que otros entes potencialmente hostiles podían penetrar en tu perímetro, así que el primer paso era siempre lanzar una advertencia hacia la unidad desconocida. Y lo que Metcalf acababa de decir sobre los GE de Alfa Uno la tenían preocupada. Si el contacto había estado usando sistemas aliados, la base de datos CIC debería haberlos reconocido. Y si no eran tecnología aliada, eran mejores que cualquier cosa que supuestamente tuvieran los repos, lo cual…

—¡Contactos adicionales no identificados! —vociferó la suboficial superior de Metcalf—. ¡Dos contactos no identificados muy cerca el uno del otro!

—¡Desígnelos como Alfa Tres y Cuatro y deme una posición! —espetó Metcalf.

—Los tenemos en el drone Alfa, señora. Demora cero-uno-uno por cero-cero cuatro, radio aproximado dieciocho minutos luz. La velocidad actual es dos-cinco-cero-cero km/s, acelerando a cinco kilómetros cuadrados por segundo. Sean lo que sean, están navegando en modo camuflaje también, comandante, y no creo que estén usando sistemas aliados. Tenemos mejores datos de su rastro impulsor de lo que nuestros GE les facilitarían a los sensores de un drone. —La suboficial giró la cabeza para mirar a su superior a los ojos—. El CIC cree definitivamente que Alfa Tres es un crucero pesado y ve posible que Alfa Cuatro sea un crucero de batalla, señora, pero la tecnología del cuarto se parece mucho a la de Alfa Uno y la identificación es aproximada. Quienesquiera que sean, están en rutas de interceptación.

—Capitán, yo… —empezó Metcalf pero se detuvo de repente, apretándose el auricular con más fuerza mientras escuchaba con atención. Su rostro palideció y carraspeó antes de volver a hablar—. Capitán, el CIC acaba de reclasificar nuestros contactos de manera definitiva como entes hostiles. Los estoy renombrando como bandidos uno a cuatro. Bandidos Uno y Cuatro siguen indeterminados, pero los otros dos están usando definitivamente tecnología repo.

McKeon se dio la vuelta hacia Honor, pero a ella no le sorprendía nada de aquello. No mucho. De hecho, dejaba perplejo lo calmada que estaba, como si sus instintos se hubieran dado cuenta de que algo como aquello tenía que ocurrir desde el momento en el que la comodoro Yeargin no comunicó su llegada. Honor juntó las manos a su espalda y se quedó mirando la pantalla de Metcalf unos cuatro segundos más, tal vez, para después volver la mirada hacia la oficial de estrategia.

—Gracias, comandante Metcalf —dijo ella y la calma con que lo hizo hubiera podido engañar a cualquiera que no la conociera. Se quedó allí en pie un momento más, golpeándose los tacones uno contra el otro. Acto seguido, se volvió de nuevo hacia McKeon.

—Capitán McKeon —dijo ella con formalidad—, debemos dar por supuesto que el enemigo ha tomado el Sistema Adler.

De sus palabras manó una oleada de conmoción. Los oficiales del puente de mando de McKeon eran veteranos. Antes incluso de que el CIC reclasificara a aquellos desconocidos y los comenzase a considerar como entes hostiles, la misma explicación ante la falta de comunicación de Yeargin debía de haber estado rondando sus cabezas, por muy improbable y por mucho que hubieran preferido negar aquella posibilidad. Con todo, escuchárselo decir al comandante del escuadrón era todo un choque.

—¿Pero por qué van detrás de nosotros de esta manera? —preguntó Venizelos—. Puedo entender el modo camuflaje, al menos el de los que van delante de nosotros, pero debemos de haber estado justo encima de Bandido Uno cuando realizamos nuestra traslación alfa. Ha tenido que ver nuestras huellas y hacer un buen cálculo de nuestro tonelaje a partir de las trazas de nuestros impulsores, así que ¿por qué esperar… qué… más de treinta y cinco minutos para empezar a perseguirnos? Sobre todo si es un crucero de batalla.

—No tengo ni idea, Andy —dijo McKeon, sin despegar la vista de la de Honor—. Alguien debe de haber detectado nuestras huellas y ha avisado a esos cabrones que tenemos delante, porque está claro que no tienen un radio sensor suficiente como para hacerlo por su cuenta. Tal vez sea eso lo que ha estado haciendo Bandido Uno: esperar hasta asegurarse de que sus compinches recibían su voz de alerta.

—Probablemente —corroboró Honor—. Aunque no es que la explicación vaya a servirnos de mucho en ese momento. —Caminó hacia el escritorio de Sarah DuChene y le dio un toque a la astrógrafa en el hombro—. Discúlpeme, comandante. Tengo que pedirle prestado su panel —musitó Honor, casi ausente. DuChene se quedó mirándola fijamente y después se apartó de su camino, lo que Honor aprovechó para deslizarse hacia el interior de la silla que acababa de quedar vacía.

Los ojos de Honor estaban tan concentrados como su cabeza, que no paraba de darle vueltas al asunto, mientras sus dedos se movían a la velocidad del rayo sobre el teclado con una seguridad asombrosa. Normalmente trabajaba despacio y con cuidado, revisando dos y hasta tres veces sus cálculos, pero su concentración en ese momento superaba su habitual falta de confianza en sus destrezas matemáticas, así que sus dedos volaban literalmente sobre el teclado. Sobre el dispositivo de DuChene empezaron a sucederse rápidamente una serie de vectores complejos, unos rojos, otros verdes y nadie se atrevía a abrir la boca mientras Honor trabajaba, pese a que el reloj seguía su particular cuenta atrás.

Va a estar justa la cosa. Probablemente demasiado justa, pero no hay otra forma, ¿verdad?, pensó para sus adentros, aún con esa calma interior inexplicable, observando el resultado de sus esfuerzos. Tenía una sensación muy extraña, una mezcla de mal presagio y miedo, que asomaba al fondo de tanta calma, pero Honor se negó a permitir que la afectara mientras echaba un vistazo a los últimos itinerarios de evasión que había estado barajando.

Si el Príncipe Adrián hubiera estado navegando en solitario, Honor ya habría dado la orden de empezar a acelerar hacia arriba desde la eclíptica en una ruta que le hubiera dado excelentes papeletas (no seguridad, pero sí unas papeletas que cualquier teórico habría podido comprar para sí mismo) para salir indemne de aquel avispero. Pero el crucero no estaba solo, lo cual significaba que la huida, por más tentadora que fuera, era una opción inaceptable.

—Comandante Metcalf —murmuró en medio de su silencio.

—¿Sí, señora?

—¿Cuándo atravesará Bandido Uno el límite hiperespacial con su aceleración actual?

—Dentro de aproximadamente… setenta minutos, señora —repuso Metcalf.

Honor escuchó a McKeon respirar hondo al comprobar que su oficial de estrategia le confirmaba lo que Honor ya había calculado por su cuenta. Se quedó sentada un rato más, después se levantó y asintió con la cabeza mirando a DuChene.

—Gracias, comandante. Ya he acabado —le dijo con tranquilidad y, después de asentir nuevamente, McKeon regresó a la silla de capitán. Honor se quedó en pie varios segundos, mirando a su viejo amigo a los ojos. Después soltó un suspiro—. Pues yo tampoco sé por qué Bandido Uno ha demorado tanto su persecución —continuó—, pero lo cierto es que le está saliendo bien. ¿Cree usted que es adivino?

—Es una explicación, desde luego. —McKeon trató de responder en el mismo tono ligeramente humorístico, pero sus ojos denotaban una preocupación palpable—. Va a estar justo encima de la caravana en el momento de la transición.

—Así es. —Honor asintió con la cabeza y se pellizcó el puente de la nariz. Con la trayectoria que llevaba actualmente, Bandido Uno iba a cruzar el límite del hiperespacio menos de un minuto después de que Thomas Greentree sacara al resto de la caravana del hiperespacio… así que la caravana iba a aparecer justo en medio de una lluvia de misiles repos.

Era poco probable que Greentree fuera a tener tiempo de darse cuenta de lo que sucedía antes de que llegaran las primeras cargas. En condiciones normales, las apuestas estarían cinco a uno a favor de las escoltas de la caravana, pero la ventaja desbordante que concedía el factor sorpresa anularía esa ventaja numérica incluso en el cuerpo a cuerpo. Y cabía la posibilidad incluso de que los repos escogieran no entrar en el cuerpo a cuerpo con las escoltas. Tal vez incluso ni les vieran en medio del aluvión de buques mercantes pesados e indefensos que sí constituían el grueso de su objetivo. Había casi cien mil soldados de guarnición y técnicos a bordo de las naves de personal del TMCA-76, y todos y cada uno de ellos podrían morir en cuestión de segundos si Bandido Uno optaba por ignorar a las escoltas.

No podía permitirse que sucediera algo así. No se debía permitir y Honor se atrevió a no dar por sentado que los repos fueran ni un poquito más estúpidos que ella misma. De hecho, su presencia allí, junto con el mal presagio de la ausencia de la comodoro Yeargin, era una señal clara de que aquella panda de repos, al menos sabía lo que se tenía entre manos. Razón de más para que el Príncipe Adrián no pudiera largarse de allí sin más.

Si el Príncipe Adrián tomaba la delantera e imposibilitaba que Bandido Uno la adelantara, los repos podían hacer varias cosas. Podían continuar con la persecución de cualquier manera, por muy improbable que fuera que pudiera rebasar a su presa, con la esperanza de que pudiera haber alguien más que consiguiera desviar al Príncipe Adrián y obligarlo a situarse a su retaguardia. Podían también rendirse, decelerar y regresar a su estación de origen y que fueran las naves acompañantes las que lidiaran con el Príncipe Adrián. O podrían hacer lo que Honor haría en su lugar: dirigirse al punto en el que el Príncipe Adrián había realizado su traslación alfa. Bandido Uno tendría en cuenta la posibilidad de que Adrián estuviese navegando en solitario, si bien un capitán con cierta imaginación también dejaría abierta la opción de que no fuese así. Que hubiera llegado, vamos, exactamente como lo que era: una exploradora que hacía de punta de lanza de una caravana que debería seguir sus pasos hacia el espacio normal en breve.

Y esa era la razón por la que Honor tenía que desestimar su mejor opción para evitar que pasara algo terrible.

—No podemos permitir que eso suceda, Alistair —insistió, aún tranquila—. Y me temo que solo se me ocurre una manera de garantizar que no lo haga.

—Que venga a por nosotros —repuso McKeon sin inmutarse.

—Sí. —Honor extendió la mano hasta el brazo de la silla de mando de McKeon y tecleó un comando que hizo saltar en la pantalla de McKeon las alternativas de evasión que había estado consultando en la estación de DuChene—. Si modificamos la ruta unos treinta y cinco grados a babor y nos lanzamos a quinientas gravedades durante quince minutos después volvemos al límite dentro del mismo plano —explicó—, nos zafaremos de Dos, Tres y Cuatro. Dos seguirá teniendo una posibilidad de adelantarnos, pero solo si le queda algo de aceleración en la reserva. Pero le estaremos dando a Uno la posibilidad de recortar distancias con nosotros y obligarnos a entrar en faena un poco por debajo del límite. No mucho. Calculo que no estaremos dentro de su radio de batalla más de veinticinco minutos. Para darnos, no obstante, tendrá que acompasarse a nuestros movimientos… y eso debería dejar el punto de traslación de la caravana fuera de su radio de urgencia.

—Ya veo. —McKeon estudió los vectores de la pantalla y carraspeó—. No le puedo poner ni un pero a su lógica, señora —afirmó pausadamente—, y si es el único que nos puede abatir, debería inclinarse por la teoría de que más vale pájaro en mano que dos en el hiperespacio. Pero supongamos que no es así.

—Si no es así, pues no es así —replicó Honor—, pero es lo único que podemos hacer. Incluso si nos damos la vuelta para luchar contra ellos, necesitaríamos más de una hora solo para decelerar y quedarnos cerca de Adler… y seguiríamos estando otros cuarenta y tres millones de kilómetros dentro del Sistema. Seguramente seguirá su trayectoria actual y acelerará hasta que esté dentro del límite del hiperespacio y Bandido Dos tendrá tantas cosas que adelantar para cuando hayamos empezado a dar marcha atrás hacia fuera del Sistema que ya lo tendremos a la retaguardia antes de que nos tengamos que ver las caras con Bandido Uno.

McKeon se frotó la barbilla un instante y después decidió no preguntar cuáles eran las intenciones de Honor si la ruta que había propuesto los metía en las fauces de otra nave repo, alguna que no hubiera encendido aún los motores y que, por tanto, no hubiera dejado rastro de sus impulsores que les hubiera podido advertir de que estuviera esperándolos. Ella ya se lo habría planteado lo mismo que él y (también como él mismo) habría llegado a la conclusión de que, si algo así ocurría, entonces sí que no podrían hacer nada.

—Si me permite, señora —cambió su discurso—, sugeriría que desplegáramos también un DR y que programáramos sus transmisores gravitacionales para ordenarle al capitán Greentree y al resto de la caravana que regresen al hiperespacio inmediatamente.

—Afirmativo. —Honor asintió secamente con la cabeza y regresó a su silla de mando.

McKeon esbozó una sonrisa ligeramente torcida por el gesto de cortesía de ella y se sentó él también.

—Ojalá siguiera usted a bordo del Álvarez —musitó McKeon en voz muy, muy bajita. Después giró la silla para ponerse cara a cara con el comandante Gillespie—. Muy bien, Tony —dijo tranquilamente—, pónganos en frecuencia de batalla y fije rumbo a treinta y cinco grados a babor, motor a quinientas gravedades.