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—Muy bien, comandante, ¿qué mierda corría tanta prisa?

La vicealmirante de los Rojos, la dama Madeleine Sorbanne, no andaba perdiendo el tiempo con formalidades y su expresión, tan brusca como su tono de voz, dejaba bien claro que tenía mejores cosas en las que perder su tiempo que en fórmulas de cortesía hacia capitanes recién llegados que no sabían entender un «no» por respuesta. La pequeña almirante se había solo medio levantado para ofrecer la mano para un saludo casi mecánico y se volvió a hundir en la silla que había detrás de su escritorio incluso en el momento de hablar. Ese escritorio, habitualmente abarrotado de fichas de datos y carpetas con fotocopias, carecía del orden espartano que constituía el ideal de la RAM, y el pelo corto de color caoba salpicado de blanco parecía ser víctima de su costumbre de meterse los dedos entre los cabellos cuando se ponía tensa.

El caso es que la dama Madeleine tenía excusas de sobra para justificar el desorden de su mesa… y para cualquier tensión interna que pudiera tener en ese momento, se recordó a sí misma Jessica Dorcett. En calidad de oficial de máximo rango en la estación de Clairmont, Sorbanne había visto mermada a la mitad la capacidad de su flota capital, que se había disipado para construir la Octava Flota, pero nadie se había preocupado de reducir consiguientemente su área de mando las responsabilidades de una manera acorde a su potencia reducida. Y con todos los vaivenes, que iban a acabar posiblemente con los avances del conde Haven Albo hacia Barnett, la confusión bulliciosa del tráfico de Clairmont debía de bastar para colmar la paciencia de un santo. Desde luego nadie había propuesto la canonización de la dama Madeleine, lo cual explicaba, entre otras cosas, que la petición de Dorcett de una reunión personal inmediata la hubiese sacado de sus casillas.

—Lamento interrumpir su agenda, señora —dijo la comandante, rechazando la invitación de la almirante para sentarse porque prefería quedarse de pie en el área de descanso, lo cual provocó que Sorbanne arqueara las cejas en señal de sorpresa—. Sin embargo, dadas las circunstancias, pensé que debía hacerle llegar el informe directamente.

—¿Qué informe? —Parte de la irritación que se había apoderado de ella desapareció del tono de voz de Sorbanne. Su fama de irascible solo se veía superada por la de oficial competente y el interés diluyó la irascibilidad en cuanto empezó a hacerse cargo de la veracidad del gesto tenso de Dorcett. La comandante dudó unos momentos, después respiró hondo y volvió a la carga.

—Almirante, hemos perdido Adler —dijo y la silla de Sorbanne se enderezó de repente.

La almirante se inclinó hacia delante y su rostro de pómulos altos perdió cualquier expresión reconocible, como si Dorcett le hubiera lanzado un hechizo mágico.

—¿Cómo? —preguntó con aspereza, ante lo que la comandante negó con la cabeza.

—No dispongo de todos los detalles, Windsong estaba demasiado lejos como para tener buenas imágenes al respecto, pero me temo que lo fundamental está claro. La hemos fastidiado, señora, y quienquiera que hubiera planeado el ataque repo tuvo las agallas y la inteligencia como para sacarle el máximo provecho. —A Dorcett no le gustaba un pelo decir aquello, pero tenía que hacerlo y su propia ira, y vergüenza, hacía que la voz le saliera sin expresión alguna.

—Explíquese. —Sorbanne sonaba como si estuviera recuperando el equilibrio mental y Dorcett se preguntó cuánto de aquello era real y cuánto eran dotes interpretativas.

—La comodoro Yeargin tenía demasiados pocos sensores de plataforma como para completar el barrido, señora, así que colocó lo que tenía que cubrir a través de los vectores de aproximación más obvios. Entonces puso el destacamento principal en la órbita de Samovar… y, al margen de destacar mi división de destructores para cubrir el nodo procesador del principal asteroide, no colocó más vigilancia. —A pesar de su autocontrol, Sorbanne hizo una mueca de disgusto y Dorcett siguió, muy a su pesar, con el relato—. Los repos aparecieron por encima de la eclíptica del Sistema, lo cual le permitió rodear las plataformas de la comodoro y evitar mi escudo sensor de mando por completo. Y una vez ahí se lanzaron al ataque.

—¿Los repos se lanzaron al ataque? —repitió Sorbanne parsimoniosamente, a lo que Dorcett asintió.

—Sí, señora. Así tiene que haber sido. O eso o han desarrollado sus sistemas de camuflaje mucho más de lo que se esperaba la OIN. Incluso con la ruta que han seguido, deberían haber pasado lo suficientemente cerca de, cuando menos, una de nuestras plataformas de sensores como para que sus impulsores activos hubieran sido detectados.

—¿Así que apagaron los sistemas y entraron en modo de ataque? —Sorbanne parecía tener problemas todavía para entender el concepto y Dorcett volvió a asentir con la cabeza.

—Sí, señora. Y me temo que eso no es todo. —Sorbanne entrecerró aún más los ojos, sin despegar la mirada de ella, en un gesto que parecía querer decir «cuéntame más», y Dorcett suspiró—. Usaron cabezas de misiles, almirante —dijo pausadamente.

—Joder. —Aquel improperio susurrado era casi una plegaria y Sorbanne cerró los ojos. Se quedó sentada en aquella posición durante unos segundos y después los abrió y miró a Dorcett una vez más—. ¿Con qué cuentan los repos en el sistema?

—No estoy segura, señora. Como le decía, estamos demasiado lejos como para realizar escaneos de calidad, pero según mis mejores cálculos serán cuatro cruceros de batalla, de seis a ocho cruceros pesados y media docena de cruceros ligeros. Ni mi oficial de estrategia ni yo hemos visto destructores, pero tampoco puedo asegurar que no los haya.

Sorbanne volvió a hacer una mueca de disgusto, en esta ocasión por lo descompensadas que parecían las fuerzas a juzgar por los cálculos de Dorcett, sobre todo si los repos habían usado efectivamente cabezas de misiles.

—¿Ha tenido muchas bajas la comodoro Yeargin? —preguntó un instante después.

—Señora, yo… —Dorcett se detuvo y tragó saliva—. Lo lamento, almirante. No debo de… haberme expresado bien. —Tomó aire y acto seguido prosiguió con el tono más neutral que pudo—. Al margen de mi división, las bajas en el destacamento fueron totales, dama Madeleine. Yo soy… la oficial superviviente de más rango.

Sorbanne no articuló ni una palabra. Se limitó a quedarse sentada allí durante unos segundos dolorosos e interminables, con la mirada fija en Dorcett mientras su cabeza se movía a un ritmo meteórico. La noticia de que los repos habían sido capaces de desplegar finalmente cabezas de misiles no era halagüeña en absoluto y sí daba bastante miedo; pero por encima de todo no era de esperar. Cualquier oficial con dos dedos de frente sabía que el enemigo debía de estar trabajando al máximo para superar la gran ventaja que les había dado a ellos el monopolio de las cabezas nucleares. Pero ver que aquellas armas que tanto habían deseado los repos habían sido utilizadas de una manera tan competente y con un efecto tan devastador… eso sí que no se lo esperaba nadie. Y el varapalo moral daba bastante más que solo miedo.

Madeleine Sorbanne se reclinó lentamente sobre su silla una vez más, sin dejar de mirar a Dorcett todavía, pero sin ver realmente a su comandante. Lo que estaba viendo de verdad era la cara de otra mujer y en quien pensaba era en Frances Yeargin bajo su mando. Yeargin siempre había sido una zorra arrogante y presuntuosa, pensó lentamente, recordando a la difunta comodoro y su siempre glosada desconfianza en la Armada Popular. Joder, ¡sabía que iba justa de plataformas! La tía podía haber puesto algunas guarniciones por lo menos, ¡por amor de Dios! ¿Para qué demonios se pensaba que estaba allí?

Pero lo que Yeargin hubiera estado pensando no tenía importancia ya. Hubiera acertado o se hubiera equivocado, el futuro iba a condenarla con más dureza de lo que estaba haciendo ahora la propia Sorbanne, porque nunca en toda la historia de la RAM alguien había sufrido un desastre como aquel… hasta ese momento. Toda una generación de analistas iba a examinar cada mínima faceta de la batalla de Adler, repartiendo culpas y asignando responsabilidades a toro pasado y con esa exquisita crueldad de quien nunca ha estado allí, y aquello importaba exactamente lo mismo que lo que hubiera estado pensando Yeargin: nada. Lo que sí importaba era que toda su tripulación se había ido para siempre, los habían borrado del mapa. Se los habían cargado. Y si los repos habían usado cabezas de misiles con la ventaja adicional de la sorpresa y la corta distancia, las bajas tenían que haber sido en masa, porque a prácticamente nadie le habría dado tiempo a vestirse y subirse a los botes salvavidas antes de que sus naves estallaran.

Una oleada de dolor atravesó su cuerpo solo de pensar que todos estaban muertos, pero entonces un nuevo pensamiento se apoderó de ella y sus ojos volvieron a mirar con atención.

—Si usted es la superviviente de más rango, ¿quién está haciendo las veces de guarnición en el Sistema, comandante?

—Nadie, señora. Solo tenía tres naves: Windsong, Rondeau y Balladeer. Dadas las circunstancias, me pareció que mi obligación inmediata era emplear las tres para hacer correr la voz lo más rápido posible, así que me traje la Windsong aquí y mandé a las otras dos a Quest y a Treadway.

—Ya veo.

Hubo algo en la respuesta casi mecánica de la vicealmirante que agarró a Dorcett por la pechera mientras juntaba las manos a su espalda. Trató de que su expresión se mantuviera neutral, pero supo que había fracasado en su intento cuando vio que Sorbanne meneaba la cabeza.

—No es culpa suya, comandante —suspiró, frotándose con fuerza el puente de la nariz—. Usted pensó que sus servicios serían más útiles si daba la voz de alarma a otros comandantes de estación antes de que se enviaran más naves a Adler en lugar de quedarse en el Sistema intentando esquivar a los perseguidores repos, ¿no es así? —Sorbanne bajó la mano, observando a Dorcett, y la comandante asintió con la cabeza—. Eso era lo lógico y lo más adecuado y como tal informaré en este sentido al Almirantazgo. Pero llega demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde, señora? —Una quemazón fría e intuitiva recorrió el estómago de Dorcett solo de repetir las palabras de la almirante y Sorbanne asintió con la cabeza.

—Hace cinco días que salieron diecisiete buques mercantes y sus respectivas escoltas de Clairmont, comandante Dorcett. Deberían llegar a Adler en las próximas doce horas y sin guarniciones que los avisen…

Sorbanne se encogió de hombros y Jessica Dorcett cerró los ojos aterrorizada ante la nueva revelación… y por la culpa que la embargaba.

* * *

Alistair McKeon se quedó sentado en la presidencia de la mesa mientras observaba a sus invitados. Estaban casi todos a punto de concluir la sabrosa cena que habían estado compartiendo y, mientras se deleitaban con los últimos trozos, se metieron en una docena de conversaciones personales que regaron adecuadamente con vino. McKeon se permitió el lujo de sentirse moderadamente satisfecho por haber conseguido llevar a buen puerto aquel convite.

Honor estaba sentada a su derecha, en calidad de invitada de honor, y el comandante Taylor Gillespie, primer oficial del Príncipe Adrián, se situaba en el otro extremo de la mesa. La capitana Geraldine Metcalf, oficial de estrategia de McKeon, estaba sentada a la derecha de Gillespie, justo enfrente de Nimitz, y los oficiales de Honor y el teniente cirujano Enrico Walker, médico del Príncipe Adrián, ocupaban el resto de las sillas alrededor de la mesa. James Candless compartía la guardia de los aposentos de McKeon con el centinela de la Marina, mientras Andrew LaFollet y Robert Whitman estaban en pie junto a las mamparas, cortésmente discretos pero siempre recordando que la comodoro de CruRon Dieciocho seguía siendo una gran dama feudal.

McKeon sabía que a algunos oficiales de la RAM el título y estatus de Honor les parecería ridículo o irritante. Cierto porcentaje de manticorianos (civiles, fundamentalmente, pero también algunos oficiales de la reina que deberían estar mejor informados) nunca se habían preocupado de modificar sus imágenes mentales del Sistema Yeltsin. Seguían mirando por encima del hombro a Grayson (y su Armada) como si fueran una especie de opereta cómica, una panda de atrasados llena de fanáticos religiosos con delirios de grandeza y su desdén se extendía a los títulos aristocráticos de ese planeta y, por supuesto, a aquellos que los ostentaban. Y, pese a que puede que muchos de los oficiales de la RAM respetaran los logros de Honor, en el fondo siempre hacían de menos su reputación ya fuera por envidia, resentimiento, o porque realmente creían que todo lo que tenía era una cuestión de pura suerte.

Dios sabía que había idiotas de sobra como Jurgens o Lemaitre, pensó McKeon para sus adentros. Para ellos era cierta la teoría de que Honor era una especie de bala perdida y que las bajas humanas y las navas que provocaba con sus ataques sucedían porque era demasiado imprudente como para pararse a pensar antes de lanzarse a la carga. El hecho de que ningún otro capitán hubiese logrado devolver a nadie sano y salvo no les achantaba. Y, por supuesto, siempre estaban los Houseman y los Young. A ellos les daba absolutamente igual lo que pudiera consiguiera Honor. McKeon cogió su copa de vino mientras observaba cómo Honor giraba la cabeza para dirigirse a Walker, que estaba sentado justo enfrente de Nimitz, y escondió una sonrisa mental. En fin, que les den. Nosotros sabemos lo buena que es y lo mismo le sucede al Almirantazgo.

Honor hizo una pausa en su conversación con Walker, como si pudiera notar que la mirada de McKeon estaba posada sobre ella. Se giró para sonreírle y él hizo un leve gesto, como si la estuviera medio saludando con la copa. Ella abrió la boca como si fuera a hablar, después titubeó y volvió a ajustar la mirada por encima de su hombro. Parecía como si McKeon la estuviese preguntando algo, pero ella no dijo nada y al dar McKeon media vuelta sobre la silla no pudo evitar arquear las cejas de pura sorpresa.

Alex Maybach, el asistente personal de McKeon, sobresalía por encima de otros dos asistentes de menos rango, los tres por detrás de una monstruosidad de repostería que venían empujando desde la despensa. La tarta tenía por lo menos un metro de largo y estaba horneada cuidadosamente para intentar representar, obviamente, al Príncipe Adrián. A cada extremo había velas encendidas y en un rinconcito de su cerebro McKeon se preguntó cómo había podido Maybach hacer todo aquello sin que él se enterase.

Seguía preguntándoselo cuando alguien dio la señal y todos los comensales iniciaron lo que un observador especialmente caritativo hubiera podido denominar como cantar.

McKeon volvió hacia donde estaban sus invitados, mirando con resquemor mientras los más veteranos se reían como locos y aquellos cuyo rango no alcanzaba para sentirse cómodos con aquella frivolidad trataban de mantener el gesto lo más inexpresivo posible.

Y, en medio de todo aquello, Nimitz gritaba de felicidad entre los acordes del coro.

—… cumpleaaaaaaaños feeeeeliz!

Cuando, gracias a Dios, la canción terminó entre vítores y aplausos, McKeon meneó la cabeza mirando a Honor.

—¿Cómo lo has hecho? —le preguntó entre las risitas generalizadas. En ningún momento dudó McKeon que fuera ella quien estuviera detrás de todo aquello. Era posible que sus propios oficiales tuvieran ganas de tenderle una emboscada en la sala de oficiales, pero ninguno hubiera tenido las santas agallas de intentarlo en sus propias dependencias. Pero ni siquiera ella hubiera podido planear algo así sin usar los sistemas de comunicación para prepararlo todo bien, porque hasta que falló la unidad activadora, no tenía manera de saber que estaría a bordo en el momento adecuado. Entonces ¿cómo había evitado que él se diera cuenta de que estaba en comunicación permanente con sus propios hombres mientras lo preparaba todo?

—¿Se acuerda de aquella lista tan larga y del archivo de datos técnicos que descargó el comandante Sinkowitz para su departamento de Ingeniería? —preguntó ella con una sonrisa depredadora, y él asintió con la cabeza—. Bueno, pues conseguí que escondiera allí un mensaje personal para el comandante Palliser, y Palliser se lo hizo llegar a Alex. ¿No se pensaría que iba a dejarlo escapar sin mofarnos un poco de usted?

—Ya me imagino —gruñó medio en broma y ella se rió antes de llevárselo de la mano.

El ruido de fondo se fue apagando y entonces ella miró a los demás para después mantener la vista en él.

—Feliz cumpleaños, capitán, reciba los mejores deseos de todos nosotros —dijo sencillamente. Alguien empezó a aplaudir de nuevo, pero ella levantó la mano izquierda dando a entender que se debería restaurar el silencio y prosiguió—. Estoy segura de que los miembros de su compañía tienen su propio regalo para usted, ¡más les vale si saben lo que les conviene!, pero yo me he tomado la libertad de traer algo por mi cuenta.

Honor liberó la mano de McKeon y extendió la suya hacia Robert Whitman. El hombre de armas dio tres pasos hacia delante y le entregó un paquete pequeño envuelto en colores llamativos que sacó del bolsillo de su casaca. Se lo dio a su gobernadora con precisión militar y después volvió a la posición de firmes justo a la altura del hombro de Honor. Andrew LaFollet llamaba la atención al mismo tiempo desde la mampara que había tras ella y el tono festivo generalizado se centró de repente en algo mucho más intenso, al tiempo que Honor le ofrecía el paquete a McKeon.

Él lo aceptó con parsimonia, con la expresión envuelta en un interrogante silencioso, pero ella se limitó a negar con la cabeza y hacerle un gesto para que lo abriese. La formalidad de sus hombres de armas y el propio cambio de rictus de ella puso más nervioso a McKeon, que se dispuso a desatar el lazo para después rasgar rápidamente el envoltorio y descubrir que no había más que una simple caja negra debajo. McKeon volvió a mirar a Honor, abrió la caja lentamente y respiró hondo. Su interior aterciopelado contenía un par de insignias de cuello de la RAM, pero en lugar del simple planeta dorado característico de los capitanes alistados, cada uno de ellos tenía una pareja de planetas, idénticas a las que Honor tenía en el cuello de su propio uniforme. Él se quedó mirándolos con el corazón latiendo a cien por hora y después sacudió la cabeza y miró a Honor a los ojos, que estaban serios y felices.

—Felicidades, Alistair —dijo ella—. No será oficial hasta que volvamos a Yeltsin, y sé que se supone que da mala suerte vender la piel del oso antes de cazarlo. Pero el Almirantazgo nos envió la confirmación justo antes de partir y el gran almirante Matthews sabía que yo querría ser quien te informara personalmente, así que me lo comunicó. Cuando sucedió lo de tu baja en Medio Ambiente, decidí que tu cumpleaños era el momento perfecto para decírtelo.

Nadie dijo nada más y McKeon, al sentir la curiosidad revoloteando por el camarote como alguien más allí presente, se dio cuenta de que Honor tampoco se lo había dicho a nadie más. Solo lo sabían sus hombres de armas y, después de pasar con la mirada por la sonrisa de Andreas Venizelos se dio cuenta también, su jefe de personal. McKeon tragó saliva con esfuerzo y luego giró la muñeca para que los demás pudieran ver lo que había dentro de la caja. Hubo un momento de intenso silencio y entonces la sala rompió a aplaudir.

—¡Felicidades, capitán! —El comandante Gillespie agarró su copa y la alzó, invitando a su capitán, mientras otras copas también emergían alrededor de la mesa—. Oiga, si le tiran escaleras abajo, ¿significa eso que seré yo el que esté al mando del Adrián? —preguntó Gillespie.

—¡No, a no ser que DepPers esté realmente desesperado! —respondió McKeon con otro bramido. Gillespie se rió a carcajadas y McKeon metió la mano en la caja para limpiar una de las chapas con el dedo—. ¿Comodoro yo? —McKeon negó con la cabeza como si se preguntara de dónde se había sacado aquello y Honor posó levemente una mano sobre su brazo.

—Se lo merece —dijo pausadamente pero sin titubeos—. Y me alegro por usted. Obviamente esto supone demasiados galones como para estar al mando de una división de cruceros pesados, así que probablemente esto signifique que lo voy a perder, pero me sigo alegrando de todas formas. Y teniendo en cuenta la expansión de la Octava Flota, el almirante Haven Albo sin duda encontrará algo para usted en vez de mandarlo de vuelta a casa.

—Yo… —McKeon se detuvo, incapaz de decidir exactamente lo que quería decir, después se llevó la mano a uno de sus antebrazos—. Gracias —dijo, con la misma calma—. Significa mucho, viniendo de usted.

Honor no respondió, se limitó a apretar el brazo de McKeon unos instantes y después volvió a sentarse con una sonrisa en la boca antes de que él carraspeara y volviera a intervenir.

—¡Bueno, ya está bien, majetes! ¡Basta de jaleo! —McKeon meneó la cabeza con gesto serio mirando a sus impenitentes subordinados—. Son todos unos oficiales superiores de una nave de la reina (¡o sus aliados!). Por favor, no pueden permitirse seguir así. ¡No solo han demostrado ustedes un desenfreno evidente y un caso agudo de lesa majestad, sino también una completa ignorancia del protocolo correcto en una fiesta de cumpleaños! —McKeon los barrió a todos ellos con unos ojos grises titilantes y después señaló con un dedo a la tarta sembrada de velas—. Se supone que el invitado de honor tiene que soplar las velas para empezar la celebración, así que ¡o bien os replanteáis vuestras prioridades o no compartiré la tarta con nadie!

* * *

Era primera hora de la mañana según los relojes del Príncipe Adrián cuando la caravana de TMCA-76 llegó a la siguiente estación en su camino. Honor había disfrutado de su visita a la nave de McKeon, sobre todo por lo bien que había salido su fiesta sorpresa.

Organizarla con tan poca antelación sin que se enterase un capitán tan precavido como McKeon había sido mucho más complicado que lo que la explicación informal que le había dado podía sugerir, así que Honor se sentía bastante satisfecha consigo misma. Pero lo cierto es que se había descuidado más de lo que ella misma se había dado cuenta. Alex Maybach lo había hecho lo mejor que podía, pero se dio cuenta, volviendo de la fiesta, de que echaba de menos la discreción de MacGuiness. Echaba de menos especialmente la taza de cacao soluble que aparecía mágicamente justo antes de irse a dormir, sin importar lo tarde que fuera, y en cuanto la caravana volvió a entrar en el espacio normal y Scotty pudo llevarla de vuelta al Álvarez, admitió que tenía bastantes ganas de volver a «casa».

De momento, no obstante, estaba de pie junto a Venizelos en la mesa de mando del Príncipe Adrián, con Nimitz sobre su hombro mientras observaba cómo la tripulación de McKeon se preparaba para la traslación hacia el hiperespacio. Andrew LaFollet había encontrado una esquina en la que meterse, si bien daba la impresión de estar sufriendo un ligero ataque de claustrofobia, algo por lo que Honor no le culpaba en exceso. Lo cierto es que hubiera preferido que McGinley al menos estuviera presente, pero sencillamente no había espacio para colar a su oficial de operaciones en un puente de mando donde el espacio brillaba por su ausencia y donde la única posibilidad de hacerse con un hueco era quedarse directamente con la tripulación de mando del Príncipe Adrián.

Honor suponía que podía haber insistido en llevar allí a Marcia como fuera. Algún primer oficial lo hubiera hecho a toda costa de haber estado en su lugar, pero de no mediar alguna justificación realmente importante, Honor no tenía intención de amontonar más gente para operar en la nave, por mucho que aquello no le viniera bien.

Las naves de clase Príncipe Consorte, como el Príncipe Adrián, eran producto de una filosofía de diseño que había sido abandonada con la pujanza de las de la clase Caballero Estelar, más recientes. El diseño original de las de clase Príncipe Consorte tenía más de sesenta años-T y se remontaban a las primerísimas estructuras navales que Roger III había diseñado para dar la réplica a los movimientos expansionistas de la RPH. En un principio no estaban pensadas para operar como buques insignias. En lugar de eso, en lo que constituía un esfuerzo por lanzar cuanta más artillería mejor al espacio lo más rápidamente y por el menor dinero posible, los arquitectos de DepNaves habían optado por omitir el cuadro de mandos y todos los sistemas de apoyo, tan característicos de los buques insignia, y habían empleado el espacio liberado para introducir un gráser más y un par de lanzamisiles más a cada lado. De hecho, hasta los cuadros de mandos habituales se habían construido en condiciones inusualmente austeras para ayudar a compensar el incremento de armamento y el mayor espacio disponible. En lugar del volumen extra destinado a un puente inútil, DepNaves encargaba normalmente a los nuevos diseños que dejaran sitio para la proliferación de sistemas de control que siempre acababan haciendo falta. Las naves de la clase Príncipe Consorte habían dejado espacio más que de sobra para lo que se requería originalmente. Eso significaba que sus puentes de mando se habían ido llenando progresivamente porque las inevitables remodelaciones se traducían en escritorios, proyectores y paneles supletorios que se instalaban en los escasos centímetros cúbicos que se les encontraban.

Por aquel entonces ya se había reconocido que existía un problema, pero se aceptaba como una consecuencia inevitable de haber producido naves con la máxima capacidad de artillería por coste y tonelaje, y además DepNaves tenía en proyecto un programa que iba a construir las naves clase Príncipe Consorte en grupos de siete y, cada uno de ellos emparejado con otro de clase Cruzado que sí que tenía un cuadro de mandos como los buques insignia para configurar así un escuadrón completo de ocho naves. Por desgracia, lo que en su momento pareció una buena idea había cobrado un cariz muy distinto desde la ruptura de las primeras hostilidades bélicas de verdad para la Armada en ciento veinte años.

El programa original de las naves de clase Cruzado había fracasado a la hora de ejecutar las inevitables actualizaciones que cualquier buque de guerra precisaba, y como resultado de aquello al menos se dio luz verde a un veinticinco por ciento menos de buques insignia desde un principio. La decisión de sir Edward Janacek de recortar más del setenta por ciento de fondos para las naves de clase Cruzado durante su primer mandato como primer lord del Almirantazgo solo había empeorado las cosas. Sin embargo, Janacek había observado antes que nada el papel de la Armada en las patrullas contra la piratería y en la defensa misma del Sistema Binario de Mantícora. Cualquier conducta más «agresiva» que aquella entró en colisión con los prejuicios de su partido conservador contra las «aventuras imperialistas» que tenían muchas papeletas de «provocar» a la República Popular. De hecho él mismo entendió el desplazamiento de los escuadrones de cruceros hacia estaciones lejanas como el hecho precursor de la diplomacia Armada que él tanto despreciaba.

Una manera de desbaratar tales desplazamientos era recortar el número de buques insignia disponibles y aquello era precisamente lo que él había hecho, si bien se había cuidado lo suficiente de hacer que los costes elevados por unidad de las naves clase Cruzado figurasen como la razón oficial de aquella decisión. Durante su mandato, a más de la mitad de los cruceros totales de la Armada se les había encomendado exclusivamente operaciones de caza de piratas en estaciones muy alejadas (algo para lo que no hacían falta naves de mando) y la mayor parte de las restantes habían quedado concentradas en un único punto y adjuntas a la flota principal, en la que solo se necesitaba un número limitado de buques insignia. Como resultado de aquello, las implicaciones de la escasez de naves de tipo cruzado habían pasado bastante inadvertidas durante ese tiempo.

Por desgracia, aquello ya no era así. Ya hacía once años-T que Janacek había salido de la presidencia, pero los efectos perniciosos de sus decisiones de financiación seguían vivitos y coleando. Numéricamente, las naves de clase Príncipes de la Corona eran las más numerosas dentro de la categoría de cruceros pesados del inventario de la RAM, si bien la escasez de instalaciones de escuadrones de mando limitaba seriamente su utilidad. El hecho de que las naves de clase Caballero Estelar, más grandes y menos numerosas, se adaptaran mejor a las funciones del buque insignia había obligado al Almirantazgo a seguir empleándolas para funciones de mando que las naves de tipo Príncipes de la Corona no podían llevar a cabo adecuadamente y eso significaba que las naves más nuevas habían sufrido, en proporción, bastantes más bajas. El Príncipe Adrián y sus hermanas tendían a estar solo para servir en destacamentos y hacer formaciones con la flota, porque así había sitio para un comodoro o un almirante y su tripulación. Eso significaba que normalmente estaban acompañadas por naves del frente, mientras que las naves de clase Caballero Estelar solían quedar expuestas en desplazamientos en la frontera o en caravanas sin apoyo de naves capitales, por lo que era mucho más fácil encontrárselas enzarzadas en medio de alguna incursión con fuerzas rápidas compuestas por cruceros o cruceros de batalla. Y, por supuesto, por cada nave de clase Caballero Estelar que se perdía en estos combates contra el enemigo, o que había que llevar a reparar a los astilleros por los daños causados en el fragor de la batalla, se reducían en una unidad más el número de naves de mando.

Tampoco había demasiado donde elegir entre el poder ofensivo individual de ambas clases que, dadas las diferencias entre el tonelaje de una y otra, solo venían a confirmar que hasta el diseño de las de clase Caballero Estelar eran de todo menos perfectas. Con toda la potencia que tenían las Caballero Estelar, dedicaban una parte demasiado pequeña de su capacidad a sistemas de ataque, en opinión de Honor, y demasiado grande a defensa, lo cual era probablemente una reacción contra lo que se percibía como limitación con respecto a sus predecesoras.

Las clases más modernas tenían generadores laterales más potentes y un blindaje más duro, además de mejores dispositivos bélicos electrónicos y muchos más sistemas de defensa, lo cual las convertía en al menos un treinta por ciento más resistentes que las viejas Príncipes Consortes, así que DepNaves tuvo que reconocer abiertamente la necesidad de encontrar un mayor equilibrio entre ataque y defensa. Por desgracia, la necesidad de buques insignia de tipo crucero implicaba que los astilleros estaban produciendo naves Caballero Estelar de manera desmedida, producto de la cantidad limitada de espacio que se podía desviar de la construcción de naves capitales para cualquier tipo de cruceros. Aquello no hizo sino retrasar significativamente la introducción de las nuevas naves clase Edward Saganami. Las saganamis, un diez por ciento más grandes que las Caballero Estelar y diseñadas para aprovechar al máximo la experiencia en el campo de batalla de la Armada y para incorporar lo mejor de los conceptos graysonianos y manticorianos, deberían haber entrado en la cadena de montaje hacía más de tres años-T, pero DepNaves había decidido que no podía permitirse desviar más capacidad constructiva para crear una nueva clase (lo cual, sin duda alguna, hubiera generado sus fallos propios que hubieran requerido la pertinente subsanación) cuando se necesitaba aumentar el volumen de producción como fuera. Así que las Caballero Estelar siguieron construyéndose como un diseño básico que ya había cumplido los dieciocho años de edad. Sin duda alguna su diseño había sido innovador cuando se terminó la primera y, al igual que sucedía con las Príncipes Consortes, habían ido actualizándose materialmente desde entonces, pero incluso con un calendario de remodelaciones tan apretado como el que podían permitir las presiones de los desplazamientos, aquella clase estaba perdiendo su superioridad sobre los repos.

En cierto modo, pensó Honor, apartándose a un lado mientras observaba a la tripulación del puente de mando de McKeon, eso ejemplifica todo el problema sobre el que el conde Haven Albo y yo… no llegamos a alcanzar un acuerdo (Honor se sintió ligeramente, y le agradó, por poco que fuera, sorprendida por que el recuerdo del conde solo le produjera un leve cosquilleo). Seguimos teniendo una ventaja tecnológica nave a nave y tonelada a tonelada, pero cada vez menos. No nos lo podemos permitir, pero a menos que encontremos una manera de romper con los patrones de construcción tradicionales, vamos a seguir perdiendo la ventaja que poseemos. No será algo espectacular ni notable a corto plazo, pero a largo plazo…

En ese momento se dio una reprimenda mental y se impelió a sí misma a dejarse de elucubraciones y prestar atención a lo que la capitana Sarah DuChene, astrógrafa de McKeon tenía que decir, puesto que ya había completado los ajustes de la ruta final.

—Preparados para la traslación dentro de ocho minutos, señor —informó DuChene.

—Muy bien. Comunicaciones, informen al buque insignia —dijo McKeon.

—Señor, sí, señor. Transmitiendo de inmediato. —El teniente Russell Sanko, oficial de comunicaciones del Príncipe Adrián, pulsó una tecla para enviar los datos almacenados y grabados—. Transmisión completada, señor.

Honor se acercó silenciosamente para ponerse junto a la silla de mando de McKeon, con cuidado de no cruzarse en su camino pero en un sitio donde pudiera ver su mapa de operaciones con más comodidad. McKeon alzó la vista y le dedicó una pequeña sonrisa. Después se giró hacia el capitán Metcalf.

Honor asintió para sus adentros mientras McKeon y el oficial de estrategia empezaban a discutir algo tranquilamente. Al contrario que en su buque insignia, en el Príncipe Adrián no había transmisor FTL interno. Era un avance tecnológico que todavía no se había descubierto cuando la nave fue construida y para encontrar el sitio donde poder actualizar las modificaciones del nodo impulsor necesarias para proyectar los pulsos de gravedad sobre los que se asentaba el sistema hubiera hecho falta reconstruir la nave por completo, no solo remodelarla. Cualquier nave podía usar sus detectores estándar de gravedad para leer un mensaje FTL (suponiendo que supieran qué buscar) y los drones de reconocimiento del Príncipe Adrián, construidos con un diseño más moderno que su nave nodriza y con unos nodos impulsores mucho más pequeños, llevaban montados transmisores mucho menos potentes para misiones de reconocimiento de largo alcance.

Sin embargo, la capacidad de transmisión a bordo de la nave estaba limitada a la velocidad de la luz, lo cual significaba que, dado que el Álvarez seguía estando aún nueve minutos luz por delante del Príncipe Adrián en el hiperespacio (lo cual, traducido a espacio-n suponía una distancia de cerca de nueve días luz), el mensaje que acababa de transmitir Sanko tardaría en llegar al buque insignia unos seis minutos, durante los cuales el Álvarez y sus acompañantes seguirían avanzando por el hiperespacio a un sesenta por ciento de la velocidad de la luz (lo cual se traducía en una velocidad aparente de 2500 c en términos espaciales normales). El cuerpo principal de la caravana de TMCA-76 llegaría al punto en el que el Príncipe Adrián se habría trasladado al espacio-n siete minutos después, pero más que seguir a McKeon inmediatamente después de su salida del hiperespacio, las otras naves iban a decelerar hasta llegar al punto cero para esperar después otras dos horas antes de empezar sus propias traslaciones. Aquel retardo estaba pensado para darle tiempo al Príncipe Adrián para obtener el mapa de sensores y moverse lo suficientemente dentro del sistema como para asegurarse de que no había sorpresas desagradables esperándolos.

Aquella precaución era casi totalmente innecesaria allí y algunos comandantes de la caravana se la habrían saltado, pero la seguridad de aquellas naves, y la de toda la gente y material que iba a bordo de ellas, era responsabilidad de Honor. El tiempo no escaseaba tanto como para que no pudiera permitirse pasar un par de horas asegurándose de que no había por allí peligros improbables. Que McKeon revisara también sin prisas los preparativos de su sección táctica con Metcalf demostraba que él también compartía la determinación de Honor por hacer las cosas como debían hacerse.

—Traslación dentro de un minuto —anunció DuChene, y Honor sintió una tensión tácita y compartida ante aquel momento.

Ningún capitán espacial con cierto callo lo habría admitido nunca, pero lo cierto es que a ninguno le gustaba la velocidad a la que los buques de guerra hacían el tránsito de manera rutinaria desde el hiperespacio. En el caso del Príncipe Adrián no se estaba contemplando seriamente la posibilidad de estrellarse en la traslación, pero sí que esta se ejecutara con la suficiente intensidad como para revolver todos y cada uno de los estómagos a bordo y la tripulación de Honor lo sabía bien.

—Traslación… ¡ya! —espetó DuChene, y Honor hizo una mueca antes de sujetarse las manos a la espalda con más fuerza mientras el impulso la tiraba hacia delante.

* * *

—Uhmmm…

El ciudadano comandante Luchner, oficial ejecutivo del NAP Katana, alzó la vista ante aquel sonido dulce e interesante de su sección táctica. El ciudadano teniente Allworth apenas jugaba en la misma liga que la nueva estratega del ciudadano contraalmirante Tourville; pero, pese a todo, estaba aprendiendo de ella. Y a los efectos, Luchner también. El Katana había sido parte del destacamento del ciudadano contraalmirante durante casi un año y aquel destacamento lo había hecho bien, a juzgar por los estándares de la Armada Popular, en aquel periodo. Pero Foraker, ahora… Ella había traído algo nuevo, una confianza en sí misma casi inocentemente arrogante y eso había llegado a todo el destacamento, parecía contagioso.

Esperaba que así fuera, en cualquier caso, resolvió Luchner mientras observaba al ciudadano teniente hacer unos ajustes muy lentamente y con cuidado en su panel.

Allworth tenía la mirada perdida, completamente embebida en sus datos con una intensidad inusual, si bien pese a todo aquello no era algo que llamara extraordinariamente la atención. El oficial de estrategia había conseguido encontrar algo que lo interesaba desde cualquier perspectiva. Sin embargo, parecía que estaba tardando más tiempo de lo habitual para decidir si lo que tenía ante sus ojos era un fenómeno natural o no, así que Luchner se acercó hasta él y comenzó a hablarle.

—¿Qué pasa? —le preguntó tranquilamente.

—No estoy seguro, ciudadano ejecutivo. —Tal vez Allworth estaba emulando la competencia profesional de la ciudadana comandante Foraker, pero él no tenía intención alguna de imitar sus peligrosas derivas ocasionales hacia tratamientos contrarrevolucionarios. ¡No hasta que mi reputación sea tan buena como la suya, en cualquier caso!, pensó como ausente—. Podría no ser nada… pero vuelvo a decir lo mismo, también podría ser una huella hiperespacial.

—¿Dónde? —preguntó Luchner con más interés.

—Como por aquí, ciudadano ejecutivo —dijo Allworth y un minúsculo icono apareció en su pantalla. Estaba a unos buenos diecinueve minutos luz del perímetro del límite hiperespacial primario G0 de veintidós minutos luz y Luchner frunció el ceño al verlo.

Estaba demasiado lejos como para que los sensores de a bordo del Katana lo hubieran detectado, pero Allworth siguió hablando antes de que Luchner pudiera objetar nada.

—Lo tenemos en nuestro DR número once —explicó.

—Pues le ruego que me explique qué está haciendo uno de nuestros drones de reconocimiento allí —preguntó Luchner.

—El ciudadano capitán Turner nos pidió que abordáramos esa parte de la zona del Nuada, ciudadano ejecutivo —replicó Alworth respetuosamente—. Su formación gravítica principal ya estaba abajo y ahora su segunda formación ha desarrollado una especie de problema técnico. Sus ingenieros han cerrado la mayoría de sus sensores pasivos mientras intentan solucionar las cosas, así que ahora está en manos de los drones hasta que encuentren los problemas que tiene. Pero intentar cubrir toda su zona con drones podría sobrecargar su sección de telemetría. Hasta que consiga arreglar sus problemas con los sensores, no puede cubrir más de dos tercios de la zona asignada, así que le dije al ciudadano capitán Turner que nosotros podíamos hacernos cargo del resto.

Luchner frunció el ceño con tanta intensidad que Allworth tuvo que reprimir el impulso de echarse a temblar. No era que el ciudadano ejecutivo dudase de sus explicaciones. El Katana y el Nuada habían trabajado juntos para pillar a un par de destructores mantis y un carguero rápido de ruta independiente desde que el destacamento había tomado Adler y la nave de Turner había perdido dos tercios de su capacidad primaria de sensores durante la persecución del segundo destructor. Tales fallos en su equipamiento eran menos poco comunes en la Armada Popular de lo que deberían, sobre todo cuando se mandaba a personal de mantenimiento sin la suficiente preparación a echar un vistazo a aquellos sistemas cuando todavía no se habían familiarizado lo suficiente con los viejos.

Los ingenieros de Turner habían prometido entonces arreglar cualquier cosa que se estropeara, pero ahora parecía que el Nuada había tenido todavía más mala suerte al perder a sus secundarios también. Luchner no tenía dudas de que los ingenieros de Turner solucionarían sus problemas al final; pero también sabía que iban a tardar más tiempo de lo que deberían.

Aquellas carencias no eran culpa suya, por supuesto. Todos los oficiales de línea sabían que preparar repuestos a toda prisa (sobre todo cuando tal tarea se le encomendaba a pensionistas sin demasiada formación) en las escuelas de entrenamiento, en medio de lo que los estándares previos a la guerra habían establecido como el tiempo mínimo que se podía emplear, implicaba que tendrían que ser los novatos quienes se encargaran del asunto, formándose sobre la marcha.

Por desgracia, la clase política no quería ni oír hablar del tema. Teniendo en cuenta las graves pérdidas que se le habían infligido a la Armada en combate, los comisarios populares asignados a la supervisión de los programas de recursos humanos del Almirantazgo no tenían más remedio que reclutar gente de donde podían y prepararla lo más rápido posible. Pero también temían por sus propios cuellos y admitir que estaban enviando una cantidad insuficiente de personal preparado podría hacer que Seguridad Estatal empezara a husmear debajo de sus alfombras. Lo cual significaba que tratar de defender que el Nuada no se hubiera vuelto hacia autoridades superiores probablemente no tenía sentido. Probablemente también significaba que Turner le habría pedido a Allworth, muy indirectamente y con discreción, por supuesto, que no mencionara el tema de la avería delante de nadie más. Y la razón por la que el Nuada había pedido ayuda en lugar de intentar confiar exclusivamente en sus propios drones de reconocimiento para maquillar las diferencias era también fácil de entender. Los cruceros clase Marte habían perdido en torno a un tercio de la capacidad de telemetría de los antiguos cruceros clase Espada a cambio, en parte, de una capacidad bélica electrónica superior, así que sencillamente el Nuada no podía tener drones suficientes para cubrir toda la zona de responsabilidad sin el apoyo de sus sistemas de a bordo.

Luchner lo comprendía y no ponía objeciones al hecho de ayudar a cubrirle las espaldas a un colega. Al fin y al cabo, la siguiente vez podían ser las suyas. No, sus recelos eran producto de otra cosa, supuso mientras arqueaba una ceja con la mirada fija en el ciudadano teniente.

—Ya veo. Y, por un casual, ¿me informó usted a mí o a la ciudadana capitana Zachary de que el Katana estaba asumiendo esta responsabilidad adicional?

—Eh… no, ciudadano ejecutivo. —Allworth se puso colorado—. Supongo que me olvidé.

—Se olvidó… —repitió Luchner y Allworth se puso todavía más rojo—. ¿No se le ocurrió que tal vez quisiéramos saberlo, ya que el ciudadano capitán y yo somos los responsables legales de sus actos?

—Sí, ciudadano ejecutivo —admitió Allworth, abatido. Era obvio que quería bajar la vista hacia su pantalla para evitar la dura expresión de su superior, pero se obligó a sí mismo a encontrarse con la mirada de Luchner. El ciudadano comandante lo observó con frialdad durante unos cuantos segundos más, pero por debajo de su exterior torvo y ceñudo, a Luchner le estaba gustando comprobar que aquel joven no se acobardaba. Un momento después extendió la mano y la posó sobre el hombro de Allworth.

—La ciudadana comandante Foraker es una oficial de estrategia impresionante —dijo, esbozando una tímida sonrisa—. Teniéndola como modelo podía haber salido usted mucho peor. Pero hágame el favor de intentar estar en contacto con el resto del universo algo más que ella, ciudadano teniente. ¿Me entiende?

—¡Sí, ciudadano ejecutivo!

—Bien. —Luchner apretó el hombro del joven—. Ahora cuénteme todo sobre este posible contacto.

—Se trasladó hacia el espacio-n justo fuera del límite del hiperespacio hace ocho minutos, ciudadano ejecutivo… eso suponiendo que es un contacto de verdad. Es difícil afirmarlo estando tan lejos del drone.

El ciudadano teniente se detuvo y Luchner asintió como muestra de que entendía lo que le estaba diciendo. Los drones de la AP no eran tan buenos como los de los mantis, con un alcance de detección pasivo máximo de no más de doce a catorce minutos luz, en función de la intensidad de las emisiones del objetivo, así como un alcance máximo de telemetría de diez minutos luz. Precisamente por eso, normalmente se les desplazaba a alcances de no más de siete u ocho minutos luz, lo cual limitaba el alcance de los sensores de sus naves nodrizas a unos veinte minutos luz, pero podían transmitir los datos en fuentes FTL (como la energía gravítica de una cuña de impulsión o una hipertraslación) al centro de informaciones de combate rápidamente. En este caso, Allworth había desplazado el drone a los límites máximos de los enlaces de telemetría para tensar la cuerda con el Nuada; pero incluso así, el posible contacto estaba en el límite de la cobertura del drone.

—Si se dirige a Samovar —prosiguió Allworth—, la geometría de su vector va a sacarlo del alcance del drone sin llegar a acercarse nunca lo suficiente como para que podamos establecer un cálculo de su masa a partir de sus datos de impulsión.

—Uhm. —Luchner se frotó la barbilla un instante—. Pongamos que es, efectivamente, un contacto y que se dirige hacia el interior del sistema. ¿Quién se encontraría en la mejor posición para interceptarlo?

—En condiciones normales yo diría que el Nuada, ciudadano ejecutivo, pero como tiene el sensor tan fastidiado creo que eso le complicaría las cosas. El contacto ha tenido lugar a apenas sesenta y seis millones de kilómetros de ella, pero está justo en el medio de la zona que estamos vigilando para ella. Sin su formación gravítica, probablemente no hubiera detectado nada y si se dirige a Samovar, está acelerando casi en una dirección opuesta a la del Nuada. Es probable que pudiera con un buque mercante, pero incluso si suelta las cabezas nucleares, prácticamente cualquier buque de guerra tendría la capacidad de aceleración suficiente como para ponerse a una distancia prudencial con una ventaja de salida como la que tendrá este.

—Lo cual significa que probablemente no seremos capaces de interceptarla en la zona exterior —observó Luchner—. Lo cual nos deja al Dirk como opción.

—Sí, ciudadano ejecutivo —confirmó Allworth y Luchner volvió a fruncir el ceño mientras digería la información.

Técnicamente, lo que había sucedido en la zona del Nuada era responsabilidad suya. El Katana tenía que vigilar su propio sector y si daba la voz de alarma sobre problemas de intercepción de otra patrulla y las cosas salían mal, Luchner (o, más bien, la ciudadana capitana Zachary) se convertiría en cabeza de turco. Luchner, no obstante, tenía en su poder información que el ciudadano capitán Turner no tenía, lo cual cargaba sobre sus hombros una responsabilidad que traspasaba las líneas técnicas de autoridad. O así era a los ojos del ciudadano almirante Tourville, en cualquier caso, así que Luchner se frotó la barbilla delicadamente mientras se obligaba a interpretar la situación como lo haría Tourville.

El destacamento tenía demasiadas pocas naves como para establecer una cobertura completa, así que Shannon Foraker había creado una emboscada por fases para cubrir los vectores de llegada más probables. Cualquier cosa que viniera de cualquier otro sitio probablemente se escaparía, pero nada que se volviera a trasladar al espacio-n en un curso lógico de navegación interpretaría la evasión como una proposición más sugerente.

Hasta ese momento, el destacamento se las había apañado para cazar a todos los que habían llegado a Adler desde que el sistema cambió de manos, si bien los problemas de maquinaria del Nuada amenazaban con romper la racha inmediatamente. Luchner esperaba que aquello no fuera a acabar con una cacería hacia Turner y su personal, pero enseguida se sacudió aquel pensamiento de la cabeza para centrarse en la idea de que lo más probable era que los esfuerzos de intercepción llegaran a buen puerto.

Como sucedía con el Katana, el Dirk, la nave responsable de la zona intermedia de intercepción en el sector Turner, era una de las más viejas de la clase Espada. Esa era la razón por la que el plan de operaciones la había relegado a la estación más interior y menos peligrosa, mientras que al Nuada, más grande, se le había asignado el papel de martillo pilón, acercándose a tres minutos luz y medio por encima del límite del hiperespacio para interceptar la retirada de cualquier objetivo. De la clase Marte, se esperaba que llegara como una sorpresa desagradable para los mantis: casi tan grande como algunos de los cruceros de batalla anteriores a la guerra de la AP, aprovechaban al máximo los sistemas GE que la Armada había adquirido a partir de sus contactos en la Liga Solariana… y reduciendo espacio de almacenamiento también habían conseguido casi duplicar la capacidad de una embarcación de clase Espada, cediendo menos de veinte gravedades de aceleración máxima en tal empeño.

Pero, por más potente que fuera el Nuada, sus fallos mecánicos implicaban que no podía saber lo que el Katana acababa de descubrir. Sin esos datos, no abandonaría su estación para perseguir al posible contacto, lo cual dejaría al Dirk solo para encargarse de lo que fuera aquello, y aquello podía ser algo malo. No solo le sacaban ventaja nave a nave, si es que aquel contacto era en realidad un buque de guerra de los mantis; pero, al contrario que el Katana, las naves de la zona interior confiaban en las guarnicniones exteriores para detectar el tráfico entrante. Eso significaba que el Dirk no habría desplazado ni drones ni cabezas nucleares.

—¿Cuál es el retardo de comunicaciones actual con el Nuada? —preguntó Luchner un momento después.

—Veintidós minutos, ciudadano ejecutivo —respondió Allworth.

—¿Y el espacio entre el objetivo y el Dirk?

—Aproximadamente dieciocho coma tres minutos luz.

Luchner asintió de nuevo y después regresó a la silla de mando que había en el centro del puente de mando. Se inclinó hacia delante sin sentarse, pulsó la tecla de comunicaciones y esperó hasta que la pequeña pantalla se encendió y en ella apareció la imagen de la ciudadana capitana Helen Zachary. Un momento después la pantalla se dividió en dos mitades exactas con la aparición del ciudadano comisario Kuttner.

—¿Sí, Fred? —dijo Zachary.

—Tenemos un posible contacto en el sector Nuada, ciudadana capitana —replicó el ejecutivo. Después le hizo un resumen del informe de Allworth y prosiguió—. Con su permiso, ciudadana capitana, me gustaría avisar al Nuada y al Dirk para que acometan una intercepción alfa. Estamos a solo quince minutos luz del Dirk, así que nuestra transmisión debería llegarle mucho antes de que una nave que se encuentre acelerando hacia la translación entre en su radio de sensores, y si el Nuada suelta sus cabezas nucleares y acelera al máximo en cuanto reciba la notificación, contaría con bastantes opciones de interceptar esa cosa si trata de retroceder más allá de los límites. Pero como tendría que deshacerse de sus cabezas para tener una oportunidad, me gustaría alertar también a Raiden y Claymore para que le sirvan de apoyo a este y al Dirk, por si se da el caso de que sea un crucero de batalla o algo incluso más grande.

—Uhm. —Zachary se rascó la punta de la nariz—. ¿Cuánto retraso acumularíamos si nos limitamos a alertar a Turner y dejar que se encargue él de todo? —preguntó. Tanto ella como Luchner sabían cuál era la respuesta; si formulaba la pregunta era solo para estar seguros de que la respuesta quedaba oficialmente grabada antes de que se jugaran el cuello.

—El Nuada está a unos veintidós minutos luz de nosotros y a dieciocho del Dirk —respondió Luchner—. Turner tardaría al menos cuarenta minutos desde el momento en el que le enviemos la alerta hasta que se la hiciera llegar al Dirk, y otros dos minutos para que lo supieran Raiden y Claymore. Si se lo decimos a los demás al mismo tiempo que informamos al Nuada, les haremos ganar un mínimo de trece minutos al resto de naves y nuestra geometría actual nos hará ahorrarle además unos señores diecinueve minutos al Dirk.

—Eso me parece una justificación más que de sobra para que metamos las narices en este asunto —dijo Zachary, volviendo la vista para mirar a Kuttner en su propia pantalla de comunicaciones—. ¿Ciudadano comisario?

—Estoy de acuerdo. Y probablemente deberíamos alertar al Conde Tilly también.

—Sí, señor —dijo Luchner respetuosamente, obviando amablemente mencionar que había órdenes en firme para que se informara de cualquier contacto al buque insignia.

Kuttner debía saberlo, no en vano había estado presente suficientes veces mientras se discutía esa política como para no saberlo; pero podría no ser muy inteligente recordarle a los comisarios populares cosas que se suponía que sabían.

—Muy bien, Fred. Proceda. Y manténganos informados de cualquier novedad —dijo Zachary.

—Sí, ciudadana capitana. —Luchner cortó la comunicación y se giró hacia su oficial de comunicaciones—. Arranca el transmisor, Hannah —espetó.