13
El ciudadano almirante Theisman caminó silenciosamente en la sala de guerra y se quedó en pie observando cómo el punto verde entrante deceleraba según se aproximaba a Enki.
Llegaba tarde, el control del Sistema esperaba su llegada desde hacía una semana, pero los retrasos no eran algo tan infrecuente. Claro que una semana entera era un poco excesivo. De hecho, un capitán regular de la Armada que apareciera así de tarde podía esperar que sus superiores le dedicaran unos cuantos minutos desagradables para discutir los motivos por los que había sido tan informal en la ejecución de las órdenes que se le habían encomendado. Pero era poco probable que nadie plantease tal cuestión con el capitán de aquella nave.
Warner Caslet tenía las antenas suficientemente desarrolladas, como cualquier oficial de la tripulación, así que giró la cabeza en cuanto notó la llegada de Theisman. Se puso en pie rápidamente y atravesó la sala para recibir al ciudadano almirante Theisman, que asintió hacia él con la cabeza.
—Warner.
—Ciudadano almirante. —Caslet no preguntó qué había llevado a Theisman hasta allí.
Simplemente se volvió hacia el impresionante dispositivo, se quedó al lado de su almirante con las manos entrelazadas a su espalda y ambos observaron el puntito verde.
Apenas parecía estar moviéndose a través de la esfera holográfica de veinticinco metros, pero su velocidad rozaba los doce mil kilómetros por segundo y se acercaba cada vez más y con paso firme al icono azul más grande que representaba la posición de Enki.
—¿Tiempo calculado de llegada? —preguntó.
—Aproximadamente quince minutos, ciudadano almirante. Llegará a Enki dentro de unos cuarenta minutos, pero tardará un poco más en instalarse en la órbita designada.
Theisman asintió con la cabeza sin realizar comentario alguno. Normalmente, el control de tráfico de un Sistema tan transitado como Barnett asignaba órbitas de aparcamiento a las naves en función de quién fuera llegando primero. Pero hacía ya mucho tiempo que el Sistema había pasado sus viejos días de gloria como lanzadera de la República para aventuras conquistadoras, así que había más que suficiente tráfico para hacer de la gestión de aquello un trabajo a tiempo completo, así que los controladores odiaban a las naves VIP que requerían un tratamiento especial. No obstante, nadie se iba a quejar, ni siquiera aunque a control de tráfico se le pidiera que limpiara la zona del resto de naves para que quedara despejada la órbita asignada al recién llegado y se formara una burbuja de seguridad de cinco mil kilómetros.
Claro, pensó Theisman mordazmente para sus adentros, que solo un idiota puede creerse que cinco mil kilómetros representan una ventaja. Bueno, puede ser de ayuda contra una acción de abordaje, o para mantener a raya a una tripulación de kamikazes que traten de asestarte un golpe mortal, pero cinco mil kilómetros son un timo contra un gráser o contra un misil dirigido por impulsores. ¡Qué coño, a efectos, a cinco mil kilómetros una cabeza de misil estaría ya dentro de su radio de ataque! No es que albergue yo ese tipo de ideas, vamos.
El último pensamiento se añadió en su mente de manera rápida y después sonrió con amargura. Estaba poniéndose más nervioso de lo que se daba cuenta. Ni siquiera SegEst se las había apañado para meterse dentro de los pensamientos de un hombre.
De pronto escuchó ruido de zapatos de alguien a su espalda y se giró para asentir con la cabeza en dirección a Dennis LePic. El comisario popular le devolvió el gesto y se quedó mirando al proyector. En el curso de su ya larga asignación junto a Theisman, LePic se había familiarizado ligeramente con la maquinaria de la Armada. Todavía no tenía ni idea de la amplia mayoría de las cosas con las que trabajaba y seguía haciéndole falta que los expertos le explicaran muchos de los códigos de datos que estaban adjuntos a los diversos iconos, pero ya sabía lo suficiente como para darse cuenta de que había aparecido un nuevo punto y que su nombre estaba a su lado.
—Veo que la ciudadana del Comité Ransom ha llegado —apuntó.
—O, para ser más precisos, que va a llegar en los próximos, uhm, treinta y seis minutos —replicó Theisman echando un vistazo a su reloj—. Sin contar con lo que tarde el Tepes en maniobrar hasta llegar a su órbita final, claro.
—Claro —suscribió LePic, girando la cabeza para dedicarle a Theisman esa sonrisa genuinamente cálida. El comentario del ciudadano almirante podría esconder una tímida burla si daba a entender que LePic era tan ignorante que necesitaba explicaciones adicionales, pero tanto él como Theisman sabían que no. Aquello, de hecho, la precisión de la corrección de Theisman había sido una especie de broma privada… y una prueba más de que estaban lo suficientemente cómodos el uno con el otro como para que el ciudadano almirante se fuera a arriesgar a pronunciar algo que cualquier otro comisario podría haber malinterpretado como un insulto.
Por supuesto, en aquel caso ayudaba que LePic comprendiera no solo que a la mayor parte de los oficiales de la Armada les molestaba la presencia de espías del Comité de Seguridad Pública, sino las razones de aquel malestar. Si él hubiera sido un oficial regular, también lo habría molestado la interferencia de un comisario popular y especialmente el hecho de que aquellos a los que se nombraba políticamente tuvieran una preparación escasa o nula y estuvieran por encima de él para darle órdenes. Esa era la razón por la que le parecía sensato no interferir en las decisiones profesionales de Theisman excepto cuando se veía absolutamente obligado a hacerlo.
A cambio, el ciudadano almirante reconocía en él a un hombre razonable y seguía en sus trece de mantener con él una relación todo lo amistosa que un oficial podía llegar a tener con un comisario. En el último par de años, LePic había llegado a sospechar que Theisman y la ciudadana capitana Hathaway lo habían engañado en los estertores de la Cuarta Batalla de Yeltsin. Pero el caso era que ningún superior le había comentado nada al respecto y sus acciones probablemente le habían salvado su vida y la de ellos; y, además, independientemente de lo que hubiera ocurrido en Yeltsin, Theisman había luchado con tenacidad y coraje en Seabring. En esas circunstancias, LePic había decidido perdonar al ciudadano almirante.
También había decidido vigilar más de cerca a Theisman desde entonces y, por el camino, el respeto mutuo se había convertido en algo mucho más parecido a la amistad de lo que LePic hubiera tenido intención de admitir ante sus propios superiores. O, para el caso, ante Theisman. Le gustara aquel hombre o no, el trabajo de LePic era ejercer un control civil sobre el ciudadano almirante y vigilar por si aparecía cualquier rastro que indicara que no era un tipo de fiar; y si aquel comisario era algo, era un hombre que creía tanto en la importancia de su trabajo como en los objetivos últimos del Comité de Seguridad Pública. No tenía por qué gustarle todo lo que hacía SegEst bajo aquellos imperativos duros y a corto plazo de supervivencia revolucionaria y muchos de los excesos de Seguridad Estatal lo perturbaban profundamente, pero él seguía creyendo. Tal vez se había vuelto más difícil que nunca, pero ¿qué le quedaría si dejaba de creer alguna vez?
Dennis LePic no estaba preparado para responder a esa pregunta y, pese a todo, esa era una de las razones por las que a menudo lo frustraba tanto la antipatía (no, para ser honestos, el desdén) que Theisman profesaba hacia los políticos. La República necesitaba hombres y mujeres como Theisman desesperadamente. Los necesitaba por sus habilidades en el campo de batalla y quizá más aún como contrapesos, tanto contra los elementos reaccionarios, deseosos de una vuelta al antiguo régimen, y contra los extremistas revolucionarios cuyo fervor podía conducirlos al exceso. LePic tenía la obligación de informar de la falta de ardor revolucionario de Theisman y precisamente por eso le inquietaba ser consciente de que se estaba guardando para sus adentros aquella información sobre el ciudadano almirante. Lo cierto es que no debería haberlo hecho, pero estaba bastante seguro de que la fidelidad de Theisman a la República y a su propio juramento de lealtad seguiría sobreponiéndose a su falta de simpatía hacia los políticos. Hasta ese momento, así había sido siempre.
Theisman le devolvió a LePic la sonrisa con el mismo matiz de calidez. No era consciente de los pensamientos que le atravesaban la mente al comisario en aquel momento, pero había tenido oportunidades más que de sobra como para comprobar que aquel hombre era mucho mejor que la mayoría de sus iguales. Theisman nunca habría llegado a pensar que su asociación tácita con LePic fuera a llegar tan lejos como para hacer que el comisario hiciera algo que contraviniese sus principios, pero lo cierto es que agradecía enormemente que al menos no le hubiese tocado en suerte un comisario de los que combinaban la suspicacia de un paranoico con la convicción de que el fervor revolucionario lo convertía en un juez más capacitado para las estrategias y las operaciones que treinta años de experiencia naval. Además, su casi amistad implicaba que podía arriesgarse a bromear con LePic de vez en cuando.
Al menos mientras no cometa el error de rebozarle por la cara algo que ni mi tripulación ni yo deberíamos… como el aviso que me dio Megan de que Ransom estaba llegando. LePic puede pasar cosas por alto, pero todo tiene un límite.
—¿Hemos sabido algo de la ciudadana del Comité Ransom? —preguntó LePic un momento después. Hasta a él el título se le hacía pesado, pero lo dijo resueltamente.
—Creo que no, señor —replicó Theisman, levantándole una ceja a su oficial de operaciones—. ¿Hemos sabido algo del Tepes, Warner?
—Tan solo contacto rutinario con control de Sistema, ciudadano almirante —repuso Caslet.
—Ya veo. Gracias, ciudadano comandante —asintió con tono serio LePic mirando a Caslet. Al principio tenía sus dudas sobre el ciudadano comandante, pero Caslet había demostrado ser alguien satisfactorio a los ojos de LePic desde su llegada al personal de Theisman. Era una pena que hubiese caído en desgracia a los ojos de las autoridades superiores, pero LePic estaba haciendo todo lo posible para rehabilitar su reputación a través de sus informes confidenciales. Por supuesto, ese tipo de cosas tenían que hacerse despacio y con cautela.
El comisario popular se giró hacia el proyector y observó cómo se acercaba cada vez más el crucero de batalla, mientras escondía un suspiro para evaluar el estado de ánimo del resto de los allí presentes en la sala de guerra. Era difícil llegar a saber las emociones verdaderas que se escondía detrás del semblante de un experimentado oficial profesional, pero LePic había acumulado mucha práctica en los últimos seis años y las sensaciones que percibía lo decepcionaban. Era demasiado sincero consigo mismo como para fingir que era inevitable, pero pese a todo lo entristecía que los oficiales de la República tuvieran que compartir casi una antipatía universal (si no odio visceral) por un miembro del Comité de Seguridad Pública. Era más baja de lo que él había imaginado.
Theisman se quedó ligeramente sorprendido por lo prosaico de su propia observación mientras Cordelia Ransom se adentró en su despacho. Parecía tan… poco adecuado, en cierto modo, pensar en algo así en un momento como aquel. Y no por ello dejaba de ser cierto y, mientras se ponía en pie para saludarla, se le ocurrió que su sorpresa tenía que decir algo significativo acerca de ella. A juzgar por el aspecto que tenía vía HD, él se esperaba a alguien al menos diez centímetros más alto, así que crear aquella impresión tenía que haber costado un buen trabajo de angulación y montaje. No era un truco demasiado complicado, pero tampoco ocurría accidentalmente y Theisman se preguntó por qué aquello era tan importante para esa mujer.
Los ojos de ella eran tan azules como los de él, pero más oscuros. También eran mucho más fríos e inexpresivos que lo que parecían ser en HD, pero eso, al menos, no lo sorprendía tanto. Por desgracia. Había distintas personalidades que perseguían el poder por diferentes motivos y el caso es que le proporcionaba escasa satisfacción darse cuenta de que tenía razón sobre lo que había empujado a Ransom a perseguirlo, pero apenas podía considerarlo una sorpresa.
Dos guardaespaldas voluminosos vestidos de calle, no con el uniforme de Seguridad Estatal, siguieron los pasos de Ransom hacia el interior de su despacho. Theisman hubiera apostado que los habían escogido más al peso que por neuronas y lo cierto es que irradiaban la atención y ferocidad de rottweilers bien entrenados. Sus ojos estaban realizando un barrido de la habitación como si fueran rayos láser y uno de ellos cruzó la sala sin mediar palabra hasta llegar a la puerta adjunta a la dirección. La abrió y echó un rápido vistazo al interior del impecable cuarto de baño, cerró la puerta y se volvió a colocar junto a su compañero. Se quedaron aparcados a sendos lados de la puerta, cada uno con una mano ligeramente levantada, como si quisieran tenerla a punto para introducirla en la casaca abierta en cualquier momento, y una expresión absolutamente carente de cualquier vestigio de curiosidad.
—Ciudadana del Comité —dijo Theisman ofreciéndole la mano mientras sus guardias se colocaban en su sitio—, bienvenida al Sistema Barnett. Confío en que disfrute de su visita.
—Gracias, ciudadano almirante —repuso ella. Su mano pequeña parecía no encajar por calidez y delicadeza con la figura de la portavoz de terrorismo del Comité de Seguridad Pública. El subconsciente de Theisman se la esperaba fría y con garras, pero no era así; es más, después de estrechar su mano ella le sonrió. Aquello, si se debía a un intento por intentar caerle bien, era un error. Era una mujer atractiva en muchos sentidos, pero en combinación con aquellos ojos inexpresivos y los dientes blancos y pequeños que quedaron al descubierto con la sonrisa hicieron que a Theisman se le viniera a la cabeza la imagen de un tiburón talasiano.
—Por favor, llámeme ciudadana secretaria —añadió ella—. Estoy aquí en calidad de secretaria de Información Pública, al fin y al cabo, no en una misión para determinar algún hecho poco claro. Además, suena mucho menos raro que «ciudadana del Comité», ¿no le parece?
Y te puedes creer hasta donde quieras de ese «no en una misión para determinar algún hecho poco claro», Thomas, mi niño, pensó irónicamente para sus adentros Theisman.
—Como desee, ciudadana secretaria —dijo él sin más, lo que provocó un destello de algo que parecía diversión en aquellos ojos fríos mientras ella apretaba su mano por última vez antes de retirarla.
—Gracias —dijo ella, echando un vistazo al despacho. Aquella opulencia envejecida no suscitó más comentario por su parte que una ceja levantada. Poco después se permitió aposentarse grácilmente sobre la silla que Theisman le había indicado. Se echó hacia atrás y cruzó las piernas, mientras él se sentaba en la de enfrente en lugar de regresar a la que había estado ocupando anteriormente detrás de su escritorio. No tendría sentido hacer nada que pudiera ser entendido como un esfuerzo por su parte de ratificar su propia autoridad, al fin y al cabo.
—¿Le apetece algún refrigerio, ciudadana secretaria? Ya sé que en breve va a cenar con el ciudadano comisario LePic, los altos mandos de mi tripulación y conmigo mismo, pero si le apetece algo mientras tanto…
—No, gracias, ciudadano almirante. Le agradezco el ofrecimiento, pero estoy bien.
—Como desee —repitió él, recostándose en su asiento con una expresión educadamente atenta, lo cual encendió un gesto aún más divertido en los ojos de ella. El silencio expectante de él era su propia forma de desplegar una especie de judo social defensivo.
Demostraba suficiente cortesía, pero tener la boca bien cerradita era también el mejor modo de asegurarse de que no metía la pata, y aquella era una de esas conversaciones en las que el más mínimo paso en falso podía tener consecuencias desastrosas. Ella parecía disfrutar con su cautela, así que se entretuvo unos segundos con aquel silencio antes de volver a intervenir.
—Supongo que se pregunta para qué estoy aquí exactamente, ciudadano almirante —dijo ella finalmente, ante lo cual él se encogió ligeramente de hombros.
—Deduzco que me va a decir algo que tengo que saber para cumplir con sus necesidades, ciudadana secretaria —repuso él.
—Ciertamente —espetó ella. Después alzó la cabeza hacia un lado—. Dígame, ciudadano almirante, ¿lo sorprendió que pidiera hablar con usted a solas?
Theisman valoró la posibilidad de señalar que lo cierto era que no estaban solos, pero estaba claro que ella consideraba a sus guardaespaldas como parte del mobiliario, no como personas. También se planteó la posibilidad de hacerse el tonto y feliz de la vida, pero no demasiado en serio. Un hombre sin cerebro no llegaba a ser almirante, ni siquiera en la RPH y tratar de fingir lo contrario (especialmente con aquella mujer) no solo representaba una estupidez, sino un peligro.
—De hecho —admitió él—, me sorprendió un poco. No soy más que el comandante militar del Sistema bajo la dirección del ciudadano comisario LePic, así que supongo que di por sentado que usted quería hablar con él también.
—Así es —le dijo ella—, y así lo haré. Pero eso será principalmente en calidad de miembro del Comité y yo quería hablar con usted como jefa de Información Pública. Esa es la razón principal por la que he venido hasta aquí y necesito tanto su consejo como su ayuda.
—¿Mi consejo, señora? —Un hilillo de auténtica sorpresa se escapó de aquel tono de voz antes de que pudiera evitarlo y los ojos de Ransom brillaron al notarlo.
—Como estoy segura de que usted sabe, ciudadano almirante, hemos estado defendiéndonos prácticamente todo el tiempo desde que empezó esta guerra. No es que haya que echarle la culpa de ello a nuestras heroicas Armada o Marina, por supuesto —matizó ella antes de hacer una pausa y esbozar una de esas ligeras sonrisas tan suyas. Pero Theisman se quedó esperando, rechazando picar aquel anzuelo, si es que aquello era un anzuelo, y ella prosiguió unos segundos después—. Sí a las ambiciones corruptas e imperialistas y la incompetencia de los opresores legislaturistas, en conjunción con la traición a la República tanto en el frente doméstico como en el militar.
»En el ámbito doméstico, han empobrecido sistemáticamente al pueblo para saciar su propia avaricia y para apoyar la maquinaria de opresión que hacía falta para suprimir la resistencia a su despiadada explotación del pueblo. Militarmente, su exceso de confianza los llevó a los desastres iniciales en la frontera, que dilapidó nuestra superioridad numérica original y permitió que el enemigo obligara a batirse en retirada a nuestras Fuerzas Armadas, que desde entonces se vieron sumidas en el caos. ¿Está de acuerdo con este análisis, ciudadano almirante?
—Creo que no soy ni de lejos la persona más indicada para preguntarle sobre asuntos internos, señora —replicó Theisman un momento después—. Como tal vez sepa, me crié en un orfanato y me metí directamente en la Armada después del instituto, así que nunca he trabajado en el sector civil ni tampoco tengo familia cercana. En cierto modo, supongo que podría decirse que siempre he estado al servicio del Estado de una forma u otra, así que no tengo mucha experiencia personal desde la cual poder evaluar las condiciones de vida en la sociedad civil. Y no he regresado a Haven (excepto para asuntos relacionados con la Armada) desde hace quince años-T; lo cual, lamento decir, no me ha dado la oportunidad de ver cómo han cambiado las condiciones de vida desde el golpe.
—Ya veo. —Ransom se llevó los dedos al mentón y arqueó las cejas. Aparentemente, estaba decidida a divertirse con las evasivas que Theisman elaboraba tan cuidadosamente, algo que él agradecía, pero a lo que no estaba dispuesta era a que se le fuera por las ramas del todo—. Supongo que nunca me he planteado lo, ejem, absorbente que podría ser una carrera militar, en un sentido social, me refiero —dijo ella parsimoniosamente—. Pero tal vez sea así. Eso le debería dar más perspectiva aún para analizar los aspectos militares de mis evaluaciones, ¿no?
—¡Espero que sí de verdad, ciudadana secretaria! —respondió ardorosamente Theisman, aliviado por haber conseguido salir indemne por expresar su opinión sobre la opresión relativa de los legislaturistas y el Comité de Seguridad Pública.
—¡Estupendo! Entonces dígame cómo cree que nos hemos metido en este lío —le instó Ransom y su tono de voz desprendía una curiosidad tan sincera que Theisman estuvo a punto de responderle con la misma sinceridad. Pero en cuanto fue a abrir la boca, esa fría inexpresividad de los ojos de ella le cayó encima como un jarro de agua fría. Aquella mujer era todavía más peligrosa de lo que se esperaba y ahora se estaba dando cuenta.
Sabía a lo que se arriesgaba si respondía con sinceridad y aun así ella casi había conseguido que lo hiciera. Y tan fácilmente, además.
—Bueno, señora —dijo después de la pausa más breve que pudo realizar—, la verdad es que no tengo el don de la palabra que tiene usted, así que espero que me perdone si le hablo sin rodeos. —Hizo una nueva pausa y cuando ella asintió con la cabeza, prosiguió—. En ese caso, ciudadana secretaria, y hablando claramente, el «lío» militar en el que nos hemos metido es tan gordo que resulta extremadamente difícil escoger una sola causa (o el conjunto más importante de causas, si se quiere). Es verdad que la planificación previa a la guerra de nuestros oficiales y la ejecución defectuosa de las operaciones iniciales de la guerra son factores principales. Como usted misma sugería, empezamos la guerra con una ventaja numérica sustancial que se evaporó en las primeras batallas. Aquello fue una mezcla de la superioridad de los sistemas armamentísticos de los mantis y, debo añadir, de la incapacidad de reconocer nuestra inferioridad tecnológica y retrasar las operaciones hasta que llegamos a estar a la par y eso fue responsabilidad directa del gobierno y de los cuerpos de oficiales anteriores a la guerra.
»Es obvio que nuestros servicios de Inteligencia también se quedaron cortos, teniendo en cuenta que no fueron capaces de proyectar correctamente los desplazamientos iniciales de los mantis… por no mencionar su incapacidad a la hora de detectar y evitar el asesinato de Harris. —Theisman hizo una nueva pausa y apretó los labios como si estuviese sopesando qué decir y después se encogió de hombros—. Supongo que lo que estoy intentando decir, ciudadana secretaria, es que las dificultades militares que padecemos ahora mismo son producto de todo lo que las precedió y que la desastrosa manera en la que empezamos esta guerra, unido a la confusión generada por el asesinato de Harris, fue el caldo de cultivo para todo lo demás. Así que sí, sobre esa base tendría que coincidir en que la incompetencia y la estupidez por parte del antiguo cuerpo de oficiales y de nuestros líderes políticos son los culpables del desaguisado.
—Ya veo —repitió Ransom.
Theisman contuvo la respiración, porque su última frase se había acercado mucho más a un ejercicio de sinceridad de lo que él hubiera pretendido. El antiguo cuerpo de oficiales había metido la pata con fruición en las fases iniciales de la guerra, pero la Armada Popular había sufrido sus peores bajas únicamente después de que los almirantes legislaturistas fueran masacrados o desterrados al exilio. Fue la confusión y el temor que iniciaron las purgas lo que de verdad permitió que los mantis redujeran la flota a pedazos y esas cosas difícilmente podían ser culpa de los legislaturistas, la mayoría de los cuales estaban ya muertos por aquellas fechas. Pero, de nuevo, no había culpado expresamente a los líderes políticos previos a la guerra y esperaba fervientemente que Ransom no se diera cuenta de aquello.
Al parecer, no lo había hecho. Se sentó, mirándolo mientras pensaba en lo que le había dicho el ciudadano almirante, después asintió con la cabeza y se inclinó levemente hacia delante en su asiento.
—Me alegra comprobar que se ha hecho una idea bastante realista de cómo hemos llegado al punto en el que estamos, ciudadano almirante —dijo ella—. Me alienta a creer que usted también comprende lo que tenemos que hacer para salir de este atolladero en el que nos encontramos metidos actualmente.
—Se me ocurren unas cuantas cosas que me gustaría ver cumplidas desde una perspectiva militar —apuntó Theisman con cautela—. No todas son posibles, por supuesto, sobre todo a tenor de las múltiples bajas que hemos sufrido hasta la fecha. Pero lo cierto es que no estoy cualificado para dar consejo alguno en materia económica o social, señora y me temo que resultaría pretencioso por mi parte si hiciera el esfuerzo.
—Siempre está bien encontrarse a alguien que reconoce los límites que le confiere su propia experiencia —replicó Ransom con tanta dulzura que su tono sedoso casi (casi) escondía la daga que tenía en el corazón. Theisman sintió miedo por momentos, pero después ella sonrió y se volvió a recostar en el asiento y él respiró aliviado—. Creo, no obstante, ciudadano almirante, que puedo enseñarle cómo su mando aquí en Barnett puede tener un impacto directo en esas cuestiones sociales y económicas. Y, por supuesto, un impacto directo e inmediato en el curso militar de la guerra.
—No le quepa duda de que estoy preparado para hacer cualquier cosa que esté en mi mano para servir a la República, señora.
—Seguro que sí, ciudadano almirante. Seguro que sí. —Ransom recorrió su cabello dorado con una mano y cuando prosiguió, su voz había adquirido un tono de seriedad para el que Theisman no estaba en absoluto preparado—. Básicamente, el asunto remite a cuestiones de moral —continuó ella—. No voy a sugerir que la moral pueda superar enormes déficits de hombres. Ni todo el valor y la determinación del universo podría remotamente permitir que una chusma armada con piedras superase a una infantería con armaduras de batalla y perfectamente preparada y usted no me creería tampoco si ahora le dijese algo así, ¿a que no?
—Probablemente no, señora —admitió Theisman, perplejo ante el giro del discurso de ella hacia aquellas cotas de énfasis e intensidad.
—Claro que no. Pero si se quiere armar a la gente con algo mejor que piedras, hay que comprar o construir esas armas. Y si se quieren usar esas armas adecuadamente, hay que motivar a esa gente. Hay que convencer a tus civiles de que los militares van a emplear de manera eficaz las armas que se les han entregado si se espera que esos civiles se pongan a fabricar esas armas en primera instancia. Y hay que convencer al personal militar de que pueden ganar si se espera de ellos que arriesguen sus vidas. ¿Correcto?
—No podría rebatir nada de eso, ciudadana secretaria.
—¡Estupendo! Porque usted, ciudadano almirante, es desgraciadamente uno de los pocos oficiales que ha logrado algo así, ganar batallas, me refiero, y esa es la razón por la que estoy aquí. Es vital para Información Pública conseguir que circule entre los civiles el mensaje de que tenemos almirantes que pueden ganar batallas. Y es casi igual de importante mostrarle tanto a los civiles como a nuestros militares lo vital que es que mantengamos sistemas como Barnett. Esa es la razón por la que mi equipo técnico va a grabar material a raudales durante las próximas semanas. Yo misma asumiré la responsabilidad, en conjunción con el ciudadano comisario LePic, de censurar cualquier cosa que sea necesaria por motivos de seguridad operativa, así que, por favor, haga saber a sus oficiales que han de cooperar respondiendo con toda la profundidad posible y de una manera que puedan entenderlos los hombres y las mujeres de a pie.
—Será un placer indicarles que cooperen con ustedes, señora —dijo Theisman—. Pero si lo que van a grabar es para difundirlo públicamente, me gustaría poder opinar con respecto a esos temas de seguridad que usted mencionaba. Estoy seguro que los mantis ven lo que sale en nuestros medios con tanta atención como nosotros vemos los suyos y no me gustaría nada proporcionarles pistas de lo que tenemos por aquí.
—Por supuesto, le consultaré todo lo que se refiera a ese aspecto —le aseguró Ransom—. Lo principal, no obstante, es asegurarse de que toda la operación se lleva a cabo correctamente. La información es un arma más, ciudadano almirante. Hay que emplearla de tal manera que tenga una eficacia máxima y esa es la razón por la que he decidido venir a Barnett en persona. Obviamente, tengo muchas responsabilidades en el Comité y la República que están por encima de los concernientes al Ministerio de Información Pública. Pero para ser totalmente sincera, tengo la sensación de que Información Pública es el trabajo más importante que tengo. Esa es la razón por la que estoy aquí y espero que pueda contar con usted y con su gente para ayudarme a hacer mi trabajo.
—Por supuesto, ciudadana secretaria. Estaré encantado de ayudarla en lo que me sea posible y estoy seguro de que hablo por boca de todos los oficiales de Barnett cuando le digo tal cosa —le aseguró Theisman. Más nos vale, si queremos evitar a los escuadrones de la muerte, añadió silenciosamente mientras sonreía.
—Gracias, ciudadano almirante. Se lo agradezco de verdad. —Ransom le devolvió la sonrisa con interés renovado—. Y le aseguro que Información Pública hará el mejor uso posible del tiempo que pasemos aquí —añadió.