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—¡Vamos, Mac, no te deprimas! Tampoco te estoy abandonando.

—Claro que no, milady —respondió el jefe mayor de auxiliares James MacGuiness con una falta de emotividad completamente inusual. De hecho, que hubiera escogido aquel título para dirigirse a ella no pasó inadvertido a sus oídos.

Honor suspiró mentalmente, echando un vistazo a su reflejo en el espejo del mamparo mientras se colocaba la boina negra. Nimitz se sentó en su escritorio, observándola mientras ella se preparaba y Honor notó su risita callada. Él y MacGuiness eran viejos amigos y muy cercanos, pero aquel gato era un espíritu libre al que la periódica obsesión del auxiliar por lo que él consideraba protocolo adecuado le parecía un motivo de hilaridad. Ni Nimitz ni ella misma podían albergar la más mínima duda sobre lo estrecho del vínculo de MacGuiness con Honor, pero había un innegable punto de celos profesionales desatados en las emociones del auxiliar en ese momento. La razón real que se escondía detrás de los formalismos (el equivalente, para él, de una pataleta) era su indignación ante la idea de que iba a ser el auxiliar de otro el que estuviera a cargo de la cena de gala que daba su comodoro esa noche. Y, por supuesto, el vínculo del gato con Honor implicaba que ella lo sabía tanto como Nimitz.

Estaría bien que alguna vez, reflexionó ella, Mac se hiciera a la idea de que no soy una niña a la que tiene que vigilar todo el tiempo. ¡Me las he apañado sin él durante cuarenta años, al fin y al cabo, y creo que puedo cuidar de mí misma! Honor sintió un ligero aunque persistente halo de culpabilidad solo de pensarlo y esbozó una mueca delante del espejo. Está bien, no me apetece cuidar de mí misma, pero ¡de verdad, hay veces que lo estrangularía!

—Mira —le dijo finalmente, dándose la vuelta hacia él—. Hay dos razones por las cuales no vienes. En primer lugar, hay pocos asientos en el vuelo como para poder incluirte. En segundo lugar y más importante, iremos a bordo del Príncipe Adrián como invitados del capitán McKeon y si trato de llevarte como supervisor, su auxiliar estaría tan cabreado como tú lo estarías en su lugar. Y tal vez deba señalar que solo me voy a ausentar unas dieciocho horas. Lo creas o no, Mac, ¡seré capaz de cuidar de mí misma todo ese tiempo!

Los ojos marrón oscuro de Honor se quedaron clavados en los de MacGuiness con un leve centelleo pero máxima seriedad hasta que él agachó la mirada. MacGuiness se quedó mirando los pies por un momento y después carraspeó antes de responder.

—Sí, señora. Yo, este…, no quería decir que no sea capaz.

—Oh, sí, claro que sí —dijo Honor, volviendo a la carga, con el centelleo en los ojos aún más marcado, a lo que él respondió con una sonrisa avergonzada—. ¡Eso está mejor! —Honor le golpeó ligeramente en el hombro y después cogió a Nimitz en brazos—. Ahora que ya te he informado de que puedo apañármelas sola, dime, ¿tengo un aspecto lo suficientemente presentable como para no avergonzarte en público?

—Está usted estupenda, señora —le aseguró MacGuiness, aunque lo dijo mientras le colocaba el cuello de la casaca un poco más y le sacudía una pelusa imaginaria del hombro en el que ya no estaba el gato. Ahora le tocaba a Honor sonreír, tras lo cual meneó la cabeza al dar él un paso atrás. Acto seguido, se metió en su camarote de día y escrutó con detenimiento al trío de hombres de armas que la iban a acompañar a bordo del Príncipe Adrián.

Tal y como se esperaba, tenían una presencia magnífica. Andrew LaFollet y James Candless habían estado con Honor desde su investidura formal como gobernadora Harrington y pese a que Robert Whitman se había convertido en el tercer hombre de su equipo habitual de seguridad desde hacía poco más de un año y medio, después de la muerte de Eddy Howard en la batalla final del Viajero, LaFollet le había escogido a dedo para el puesto. Whitman era más que consciente de aquel hecho y, si es que aquello era posible, tenía un aspecto más impecable si cabe que sus superiores, pero el caso es que los tres por igual preferirían ser sentenciados a muerte antes de que su aspecto pudiera avergonzar a su gobernadora, ante lo cual ella asintió plena de satisfacción.

—Muy bien, caballeros —los felicitó Honor—. Hasta tú, Jamie. No creo que me avergonzara ser vista en público con ninguno de vosotros.

—Gracias, milady. Eso es lo que procuramos —replicó LaFollet con cara seria y una educación exquisita, lo que provocó la risa de ella.

—Estoy segura de que ya lo habéis conseguido. ¿Tienes el paquete, Bob?

—Sí, milady. —Whitman mostró una caja pequeña con un envoltorio brillante y ella asintió una vez más.

—En ese caso, señores, lo tenemos todo —zanjó ella.

Los otros pasajeros de la pinaza estaban esperando en el embarcadero Dos cuando llegó ella. A petición de Honor, el Álvarez se saltó los honores, así que no había comité oficial de despedida. No obstante, el capitán Greentree sí bajó a despedirlos.

—No vamos a estar fuera tanto tiempo, Thomas —le dijo ella, estrechándole la mano.

—Claro que no —respondió él—. En cualquier caso, me imagino que seré capaz de ocuparme de los asuntos de por aquí durante unas horas sin que esté usted, milady.

—Yo también me lo imagino —suscribió ella—. Incluso aunque esté llevándome a tu primer oficial.

—Tal vez eso lo haga un poco más complicado, pero estoy seguro de que sobreviviré —dijo Greentree con frialdad, ante lo que el comandante Marchant sonrió. Había llegado a sentirse mucho más cómodo con Honor en las últimas cinco semanas-T, porque tanto él como Greentree habían estado trabajando con ella y su equipo. El papel de Greentree como secretario táctico de Honor había cargado sobre los hombros de Marchant más responsabilidad de la habitual a los mandos del Álvarez. Además, siempre con el visto bueno de Honor, el capitán del buque lo había involucrado deliberadamente en todas las reuniones de personal que había podido. Si le ocurría a algo a Greentree, Marchant iba a heredar sus responsabilidades y el mando de la nave y era altamente improbable que Honor fuera a tener tiempo para explicar sus directrices o sus preferencias operativas a su nuevo capitán si se daba aquella circunstancia. Honor estaba encantada con la determinación con la que Greentree había decidido poner a Marchant al día con vistas a minimizar la posible confusión que una coyuntura catastrófica como aquella podía provocar. También estaba encantada con el hecho de que el contacto forzoso que Marchant había tenido que mantener con ella la había dado también la oportunidad de evaluar sus habilidades. Y le gustaba lo que había visto… e igualmente porque aquella coyuntura la había permitido dejar claro que no tenía en cuenta en absoluto la traición que habían cometido sus familiares. La respuesta de él fue no solo una rápida familiarización con las operaciones del escuadrón, sino también desarrollar un fuerte vínculo de lealtad hacia ella.

—Trataré de traerlo de vuelta antes de que se convierta en una calabaza —le prometió a Greentree antes de soltarle la mano. Después se metió en el tubo de personal y se agarró a la barra. LaFollet y sus otros hombres de armas salieron detrás de ella inmediatamente después y a ellos los siguieron Andreas Venizelos y el resto de miembros de la comitiva, en orden descendiente en función de su rango.

Honor bajó por el tubo hasta llegar a mantenerse grácilmente en las condiciones de gravedad interna de la pinaza y sonrió al ingeniero de vuelo, fuerte aunque algo maltrecho.

—Buenos días, jefe —lo saludó ella.

—Buenos días, señora —rugió el jefe de operaciones Harkness—. Bienvenida a bordo.

—Gracias —dijo ella, ajustándose el dobladillo de la casaca mientras se dirigía hacia el pasillo donde se encontraba su asiento. A Horace Harkness se le quedaba un poco pequeña esta tarea, pero ella sabía que daría el máximo, teniendo en cuenta quién estaba a bordo de aquel vuelo.

Honor colocó a Nimitz en el asiento de al lado y se ató el cinturón antes de volver la vista atrás para ver al resto de la tripulación. Había unos pocos y Honor se permitió una sonrisa extraña que encerraba cierta pereza y que ni siquiera Nimitz hubiera sido capaz de mejorar. Pobre Alistair, se regodeó ella. ¡Como me las haya apañado la mitad de bien de lo que pienso, no tiene ni idea de lo que se le viene encima! Pero entonces su sonrisa se desvaneció levemente. Sus planes habían sufrido un ligero revés, al fin y al cabo, porque las noticias que tenía para McKeon le iban a hacer las cosas más difíciles a ella por el camino. Ella lo sabía, pero aquel inconveniente no era nada en comparación con la cara que se estaba imaginando que iba a poner él cuando se lo dijera. Además, se lo merecía.

Honor se rió para sus adentros en cuanto pensó aquello, mientras observaba cómo los demás se iban aposentando en el compartimento truncado de pasajeros. Tal y como le había dicho a MacGuiness, los asientos eran limitados, porque la pinaza iba cargada hasta arriba (en este caso, por orden del ingeniero del Príncipe Adrián). Uno de los activadores de aire del crucero se había estropeado, lo cual había reducido la capacidad de reanimación en un diez por ciento y, pese a que la nave de McKeon tenía suficientes piezas sueltas como para reconstruir el activador desde cero en caso de que fuera necesario, iban a tardar más de una semana sin el apoyo de un astillero. A nadie le apetecía en absoluto meterse en una tarea así, pero era una preocupación relativamente menor en comparación con la pérdida de capacidad que representaba aquel activador.

Desactivarlo había reducido la seguridad ambiental del Príncipe Adrián en un treinta y tres por ciento y ningún patrón quería navegar con tan pocas reservas toda una semana si se podía evitar.

Y como así sucedía, esta vez sí se podía evitar. El Príncipe Adrián llevaba a bordo suficientes piezas de repuesto como para reparar el activador, pero el Álvarez, más nuevo y grande, resultaba tener tres activadores de reserva almacenados en sus espaciosas áreas de ingeniería. El lugar exacto en el que el jefe de ingenieros del Álvarez había adquirido el tercero era más o menos un misterio y el capitán Sinkowitz había dado unas explicaciones un tanto vagas cuando había salido el tema; pero Honor ya estaba acostumbrada a que ciertas piezas de equipamiento extra aparecieran así porque sí a bordo. Los activadores del Álvarez tenían más volumen y no encajaban exactamente en los del Príncipe Adrián, pero sí que se acercaban lo suficiente como para que uno de ellos pudiera adaptarse para sustituir la unidad estropeada. Cambiarla ahorraría unos diez días y un montón de sudor, así que Greentree le había ofrecido a McKeon intercambiar el activador completo por piezas sueltas de la nave manticoriana que podía usar para futuras reparaciones.

McKeon había agradecido a Greentree la oferta y las condiciones locales del hiperespacio habían hecho viable la transferencia, aunque la ventana de transporte iba a durar poco. Estaban a algo más de cinco días de Clairmont y los motores estaban a toda máquina en aquel momento, en pleno tránsito entre dos oleadas gravitacionales, lo cual hacía posible que hubiese tráfico de pequeñas embarcaciones. Pero la transición a la oleada gravitacional que habría de llevar a la caravana hacia el tramo final antes de llegar a su destino iba a tardar solo otro par de horas, tras lo cual se requeriría que las naves reconfiguraran sus motores desde el modo propulsión hacia la navegación Warshawski. Dado que no había nada más pequeño que una nave que pudiera ir en navegación Warshawski, ninguna embarcación de pequeño tamaño sería capaz de volver a moverse entre naves hasta que la caravana volviese a entrar en el espacio-n.

Las Armadas de Grayson y Mantícora compartían el axioma de Edward Saganami por aquel tiempo y no se podía malgastar lo único que era absolutamente irremplazable para cualquier flota. Greentree y McKeon habían puesto a trabajar con gran eficacia sus reservas de ingeniería para realizar el trasbordo en la ventana que se les había ofrecido y cuando Honor se enteró, ella misma aprovechó la oportunidad de hacer el transbordo junto a varios miembros de su tripulación. Las discusiones con los miembros de su equipo durante los dos últimos días la habían llevado a aprobar unas pequeñas pero significativas modificaciones de la planificación táctica del escuadrón y quería sentarse con su segundo de a bordo para debatirlas personalmente. Aunque ella no creía demasiado en el poder de las discusiones cara a cara, el retardo en las comunicaciones que imponía la posición de cabeza del Príncipe Adrián hubiera hecho imposible cualquier conferencia electrónica. Y si bien suponía que podía haber esperado hasta llegar a Adler, tenía otras razones de peso como para hacerle una visita al Príncipe Adrián en ese mismo momento. Además, por mucho que ella y Greentree hubiesen llegado a desarrollar un punto de admiración mutua, sospechaba que su capitán iba a sentirse aliviado por quitársela de en medio durante unas horas.

A Honor le impresionó la facilidad con la que el oficial del embarcadero del Álvarez coordinó la transferencia, pero el activador era lo suficientemente grande (y tenía una forma lo suficientemente rara) como para que se hubiera visto forzado a clausurar los dos tercios posteriores del interior modular de la pinaza para liberar el espacio de carga suficiente como para poder meter el activador. Aquello también le había exigido eliminar los asientos que normalmente estaban ubicados en aquel espacio, por supuesto, en el que solían ir apretujados los miembros de la tripulación, la excusa que Honor había utilizado para dejar a MacGuiness fuera.

Pero hasta con la baja de su auxiliar, los asientos eran todo un lujo. Además de la preciada unidad activadora, Sinkowitz había mandado a media docena de sus ayudantes para auxiliar al capitán Palliser, el jefe de ingenieros del Príncipe Adrián, en las tareas de instalación del dispositivo. Aquello copaba un tercio de los sitios disponibles, así que Honor se apresuró a llenar el resto. Además de sus hombres de armas, el comandante Marchant y Venizelos, se había traído a Fritz Montoya, Marcia McGinley, Jasper Mayhew, Anson Lethridge y Scotty Tremaine, a los que había añadido a Carson Clinkscales casi a última hora. Las actuaciones de su teniente de a bordo habían mejorado notablemente durante las últimas tres semanas. Seguía siendo un accidente andante en busca de un lugar en el que poder acontecer, pero estaba aprendiendo a anticiparse a los desastres y a minimizarlos… además de a sobrellevar mejor la vergüenza que estos le provocaban cuando sucedían. Pese a todo, aquello se daba cuando estaba rodeado de superiores con los que se había llegado a familiarizar, así que Honor había llegado a la conclusión de que le haría bien pasar unas pocas horas rodeado de extraños. Su confianza había ido en aumento a bordo del Álvarez y si su eficacia mejorada sobrevivía a la visita a un nuevo entorno, no cabía duda de que su autoestima general experimentaría un subidón de primer orden.

Además, cuando uno se centraba en el propósito primordial de la visita, la inclusión de Carson era cuando menos tan lógica como la de Montoya. Al fin y al cabo, no había razón práctica alguna para que el oficial médico superior del escuadrón se sentara a discutir sobre las tácticas que habrían de utilizarse… ni siquiera aunque fuese un viejo amigo personal del primer oficial del Príncipe Adrián.

El último pasajero encontró asiento y Harkness selló la escotilla para luego consultar las condiciones de navegación atentamente y después hablar por el micrófono extensible de sus auriculares.

—Todo asegurado a popa —le anunció al puente de mando.

—Gracias, jefe —respondió la voz de Scotty Tremaine—. Retirando tubo y umbilicales ya.

El casco de la pinaza transmitió una serie de golpes y explosiones confusas entre los pasajeros mientras Tremaine se desenganchaba de los sistemas del Álvarez y Harkness observaba sus anotaciones.

—Pantalla verde —le informó a Tremaine un momento después—. Despejado para desatracar.

—Desatracando —replicó Tremaine secamente mientras los brazos mecánicos de atraque se retiraban y el oficial de electrónica de Honor sacaba la pinaza del embarcadero con los impulsores de reacción. Esta observó las vistas desde la ventanilla, sonriendo ante su reflejo mientras aquel embarcadero lleno de luces iba alejándose lentamente de sus ojos. Al menos meter a Scotty a bordo no había sido un problema. Él había dejado claro, de manera respetuosa pero con firmeza y muy temprano, que aunque no fuera parte del personal de oficiales, no iba a permitir que nadie más hiciera las veces de piloto de Honor. El protocolo dictaba que, por su rango, Honor no podía pilotar la nave ella misma, por lo que estaba dispuesta a que Tremaine hiciera las cosas a su manera, porque se daba la circunstancia de que era uno de los cinco o seis mejores pilotos que ella había visto en su vida, de esos para los que el pilotaje pasa por ser una habilidad natural. Pero tanto él como Harkness eran un paquete indivisible, así que subirlo a él a bordo del puente de mando implicaba inevitablemente que el otro subiera también en calidad de ingeniero de vuelo. Precisamente, la manera en la que Harkness se las ingenió para manipular al DepPers y aparecer allá donde fuera Tremaine era uno de esos misterios sin explicación de la Real Armada Manticoriana, y Honor tampoco tenía ganas de indagar hasta llegar al fondo del asunto. Los dos merecían mucho la pena como para arriesgarse a romper la magia.

La pinaza abandonó la bahía y el Álvarez dejó caer su alzaprima de propulsión lo suficiente como para que con un fuerte impulso de los propulsores de la pinaza consiguieran colocarla en el perímetro de su propia alzaprima de seguridad. Tremaine abrió gas rápidamente pero con suavidad, ejecutando la transición de propulsores a impulsores y la pinaza se alejó cada vez más rápido del buque insignia a más de cuatrocientas gravedades. La alzaprima del Álvarez replicó a sus espaldas y Honor se reclinó en el asiento mientras Tremaine se disponía a adelantar al Príncipe Adrián.

El vuelo ocuparía la mayor parte de las dos horas disponibles, porque la partícula de protección de la pinaza limitaba su velocidad máxima a poco más de veintidós mil quinientos kilómetros por segundo por encima de lo que un mercante podría alcanzar y la nave de McKeon ya estaba casi nueve minutos luz por delante del Álvarez. Muy en su interior, una parte de Honor seguía lamentando el hecho de que hubiera que tenido que poner a otro en esa posición tan descubierta, pero le quedaba mucho tiempo para aprender a aceptarlo. Además, sabía que sus lamentos eran estúpidos. Su trabajo consistía precisamente en eso, dar órdenes al escuadrón, lo mismo que el trabajo de Alistair consistía en ponerse en la posición de vanguardia. Eso era así.

En ese momento Honor se volvió a reclinar en su asiento, que era de lo más cómodo, y con una mano acariciaba las orejas de Nimitz mientras el gato ronroneaba tan contento en su regazo y ella observaba las aterradoras y hermosas profundidades del hiperespacio parpadeando por detrás de la ventanilla.

—Bueno, ¿qué le parecen las ideas de mis chicas y chicos? —preguntó Honor, levantando una ceja mientras miraba a su anfitrión en el ascensor que los guiaba suavemente hacia el camarote de la cena. El diseño del Príncipe Adrián tenía cerca de sesenta años y una consecuencia de aquello era que sus ascensores eran más estrechos que los de las naves nuevas, así que el personal de Honor y McKeon habían decidido con un silencio tácito dejar que sus superiores subieran primero. Bueno, ellos y los hombres de armas de Honor, que estaban tan cerca «de ella» que resultaba imposible despegarlos.

—Impresionantes. Bastante impresionantes —replicó McKeon—. Scotty en particular ha hecho un trabajo estupendo y su McGinley ha realizado también una labor excelente integrando sus planes de distracción con el alcance extra de nuestros nuevos sistemas pasivos. Claro que —añadió con un tono informal seleccionado absolutamente a propósito— no seremos capaces de sacarle el máximo a ninguno de los dos hasta que podamos tocar alguna de las nuevas cabezas de misiles.

—¿Nuevas cabezas? —Las cejas de Honor volvieron a su lugar natural (sin llegar a fruncirse; más bien como si no hubiera ceño en sí mismo) y la voz se le enfrió—. ¿Qué nuevas cabezas?

—Las cabezas de baja resolución, altamente secretas y clasificadas con el código «quemar después de leer» pegado a la etiqueta de los nuevos misiles multipropulsados de largo alcance —respondió pacientemente McKeon—. Ya sabe… esas sobre las que usted ayudó a redactar las especificaciones finales en su etapa en la CDA. Esas cabezas.

—Ah —dijo Honor con su rostro vacío de expresividad—. Esas cabezas. ¿Y cómo es que usted, capitán McKeon, sabe siquiera de la existencia de «esas cabezas», por no mencionar ya quién redactó las especificaciones?

—Ahora soy un capitán alistado —explicó McKeon—. Pero en mis humildes días como simple comandante, resulta que me asignaron a las pruebas de campo de la utilidad de los drones FTL originales para las unidades ligeras antes de la guerra. Mi primer gran trabajo fue ponerme al mando del banco de pruebas del Madrigal, ¿se acuerda? Y todavía tengo acceso a DepArm y DepNaves. De hecho, sigo estando en la lista del almirante Adcock para aportes de operaciones.

—¿Su lista? —repitió Honor—. No sabía ni que tenía una.

—No la tiene, oficialmente. De hecho el almirante siempre ha sido un poco receloso a la hora de dar a conocer lo que sucede en la trastienda. Le gusta que se pongan en marcha sus conceptos, pero le gusta que lo hagan oficiales con los que ha trabajado anteriormente y en cuyo criterio confía. Nadie puede mirar ahí dentro si no está en el nivel de clasificación que le hace falta para poder acceder a esa información, pero nosotros estamos fuera de la cuerda oficial. Lo cual significa, dado que nadie de la CDA va a ver nuestros informes, que podemos hablar con franqueza sin temor a represalias.

—Ya veo.

Honor se quedó mirando a McKeon pensativa. El vicealmirante de los verdes, Jonas Adcock, el oficial al mando de la Comisión de Armas, era todo un personaje dentro de la RAM. Era también uno de los pocos oficiales de alto rango de la Armada que nunca había recibido tratamientos de alargamiento de vida, porque tanto él como su familia había emigrado al Reino Estelar desde Maslow, un planeta que técnicamente estaba tan atrasado como Grayson antes de unirse a la Alianza. Adcock era ya muy mayor como para recibir ese tipo de tratamientos cuando llegó, pero a su cerebro no le pasaba nada en absoluto. Se había graduado en el octavo puesto de su promoción en la academia, a pesar de no haber ingresado en un sistema educativo moderno hasta cumplir los diecinueve años-T y su carrera estaba trufada de éxitos. En la actualidad, con una edad que rebasaba ligeramente los ciento catorce años, era demasiado frágil físicamente como para volver a ponerse a los mandos de una misión espacio exterior, pero a su cerebro seguía sin pasarle nada en absoluto. Había asumido el control de DepArm hacía once años, justo a tiempo para el inicio de la guerra y desde entonces había entrado en una dinámica muy agresiva. De hecho, probablemente él era la razón de más peso por la que las versiones racionalizadas de las propuestas de la nueva escuela estaban empezando a saltar de la arena de los borradores a los hechos.

Honor había disfrutado de varias discusiones de gran calado con él desde que a ella la asignaron a la Comisión de Desarrollo de Armas y lo cierto es que la había dejado impresionada su habilidad para pensar de un modo distinto al resto. También le gustaba y respetaba y, volviendo la vista sobre lo que había dicho McKeon, se daba cuenta de que si la había escogido a ella para problemas operacionales lo había hecho más a conciencia incluso de lo que ella pensó en su momento. Pero nunca sugirió siquiera que mantuviera una red extraoficial de evaluadores.

Por otro lado, ella era miembro de la comisión cuando tuvieron estas conversaciones y, a juzgar por lo que se desprendía de las palabras de McKeon, el almirante se había tomado todas las molestias necesarias para impedir que los miembros de la CDA se dieran cuenta de que estaba empleando a oficiales de línea para criticar sus propuestas antes de darles el visto bueno. Lo cual, admitió ella para sus adentros, era algo inteligente por su parte, teniendo en cuenta los egos de alguno de los oficiales a cuyo cargo había estado en la comisión. Le vino a la mente Sonja Hemphill, ya que la Horrible Hemphill hubiera montado en cólera si hubiera descubierto que sus propuestas estaban siendo evaluadas (o, como se lo habría tomado ella, revisadas) por subalternos, daba igual cuál fuera la experiencia que tuvieran estos subalternos. Honor no estaba segura de que Hemphill se hubiera tomado cumplida revancha abiertamente contra alguno de los oficiales inferiores que hubiera cometido la imprudencia de poner objeciones a alguno de sus proyectos preferidos, pero lo que estaba claro es que la líder de la nueva escuela nunca (nunca) se lo habría perdonado al oficial en cuestión. Y, a buen seguro, el resto de oficiales que Honor había conocido habría castigado sin rubor a cualquier evaluador externo y no oficial que hubiera expresado algún desacuerdo con ellos.

—¿Tenía usted permiso para contarme esto? —le preguntó Honor instantes después, ante lo que McKeon se encogió de hombros.

—Nunca me dijo que no lo hiciera y la verdad es que me sorprendería bastante que en el futuro no fuera él mismo quien se lo contase, ahora que ya no está en la comisión. A juzgar por lo que me dijo antes de que el Adrián saliera de Mantícora hacia Yeltsin, usted lo tenía realmente impresionado. En realidad —prosiguió McKeon con una sonrisa—, su voz parecía reflejar cierta perplejidad por el modo en el que había aterrizado usted en la comisión, para empezar. De hecho, tiene la costumbre de soltar un viejo dicho: «El que vale, pelea; y el que no, se va a la CDA para ponerles palos en las ruedas a los que valen».

—¿Debo deducir —interrogó Honor, una vez que se aseguró de que no le iba a temblar la voz— que a sus ojos la CDA es de todo menos eficaz?

—¡Oh, no! La comisión no —le aseguró McKeon—. Solo los oficiales que siguen siendo asignados a ella. Pero usted, por supuesto, es la excepción que confirma la regla.

—Claro. —Honor lo miró fijamente durante unos segundos y después meneó la cabeza—. Él nunca debió alentarlo a usted —observó ella—. Ya era usted bastante malo antes de tener amigos en las altas esferas.

—¿Como usted, señoría? —El tono de voz servil de McKeon hubiera engañado a cualquiera que no lo conociera. Andrew LaFollet y James Candless, que habían estado con Honor el tiempo suficiente como para darse cuenta de que McKeon era uno de sus dos o tres amigos más cercanos, estaban lo suficientemente acostumbrados a su sentido del humor como para tomárselo como lo que era. Whitman, no obstante, nunca se había topado antes con el capitán y Honor percibió el ramalazo instintivo e inmediato de ira de su nuevo hombre de armas por las confianzas que se estaba tomando McKeon. Pero también notó cómo conseguía poner esa furia bajo control en cuanto sus homólogos y la propia Honor lo ponían en antecedentes, razón por la cual ella le sonrió antes de volver la vista hacia McKeon con una mueca.

—Tal vez en Yeltsin —le dijo, solo medio en broma—, pero posiblemente no resulte muy inteligente permitir que sean muchos los que sepan de nuestra amistad en el Reino Estelar. Todavía no me he rehabilitado del todo, ya sabe.

—Suficientemente íntimos —dijo McKeon con un tono de voz que se volvió súbitamente serio—. Algunos idiotas siempre escuchan a imbéciles como Houseman o los Young, pero la gente a la que todavía le funciona el cerebro están empezando a darse cuenta de que los enemigos personales que usted tiene son una panda de…

McKeon logró evitar decir lo que quiera que fuera a decir, pero su expresión mostraba tanto disgusto, e ira, que Honor estiró la mano y se la colocó sobre el hombro.

—Quizá no sea usted el juez más imparcial para juzgarlos —le respondió en un tono cuya ligereza no engañaba a ninguno de los dos—, pero a mí me gusta su criterio. Y está claro que Nimitz está de acuerdo con usted.

—Un excelente juez de hombres, y mujeres, es este Nimitz —observó McKeon—. Siempre lo he dicho.

—Usted le gusta solo porque le da apio.

—¿Y por qué no? ¿Cómo no iba a ser un buen juez de carácter alguien que no reconoce un intento sincero de soborno en cuanto lo ve? —le sonrió McKeon, a lo que ella meneó la cabeza con tristeza.

—Y pensar —suspiró ella— que los lores del Almirantazgo veían en alguien de una moral tan dudosa como la suya el hombre perfecto para ser un oficial de la reina.

—¡Pero cómo no, milady! —prosiguió McKeon, con una sonrisa todavía más grande cuando el ascensor se detuvo—. No creerá que Nimitz ha sido el primero con el que empecé mi tanda de sobornos, ¿verdad?

Las puertas del ascensor se abrieron de par en par y tanto Honor como McKeon se adentraron por el pasadizo, caminando uno junto al otro y riéndose mientras los hombres de armas de ella vigilaban la retaguardia.