11
A su edad, Howard Clinkscales había perdido la costumbre de sentirse incómodo en público. Había comenzado su carrera como recluta de espada (ni siquiera cadete, sino alistado) hacía sesenta y siete años-T. Desde ahí había ido escalando puestos en el escalafón militar hasta llegar al rango de brigada en seguridad de palacio a la edad de treinta y seis años. En tiempos de la restauración de Mayhew, había sido el general al mando de la seguridad planetaria, un puesto que había ocupado bajo el mando del padre de Benjamín IX, también y un miembro no oficial de la familia real. Por el camino, se las había visto con delincuentes callejeros, asesinos en serie y otros psicópatas, planes de asesinato y traiciones, y de todo había salido con paso firme.
Lo que resultaba aún más sorprendente es que había aprendido también adaptarse a marchas forzadas a los monumentales cambios sociales que estaban acaeciendo en su tierra natal, algo que nadie de los que le hubiera conocido antes de que Grayson se uniera a la Alianza pudiera haber anticipado. Tenía casi ochenta años cuando se firmó el tratado y habría costado bastante encontrar a un reaccionario más furibundo que él. Ni siquiera sus mejores amigos habrían dicho de él que era un hombre brillante: no era estúpido, eso era cierto, y a él le gustaba pensar que había aprendido una o dos cosas en ocho décadas, pero nadie lo consideraba un genio. Y esa era la razón por la que tanta gente había esperado de él que rechazase cualquier tipo de acuerdo con las reformas que se estaban instalando en esa sociedad que él conocía desde pequeño. Pero esa gente había pasado por alto las tres calidades que le habían permitido llegar tan alto partiendo de unos comienzos tan humildes: energía incansable, un sentido de la responsabilidad inquebrantable y una integridad férrea.
Era esa última cualidad la que había obrado el golpe de efecto finalmente, porque era un tipo de integridad muy personal. Mucha gente podría haber sido conscientemente honesta a la hora de tratar con la responsabilidad pública de los demás; Clinkscales era uno de esos individuos mucho menos corrientes cuya integridad se extendía hasta sí mismo, lo cual significaba que no podía cerrar sus ojos a la verdad solo porque fuera desagradable, lo mismo que no podía ir por ahí sin su cinturón antigravitatorio si no quería salir volando.
Esa era la razón por la que Benjamín IX lo había nombrado como regente de Honor Harrington, porque su sentido del deber había sido la mejor política de seguridad del protector. Resultaba imposible pensar que Howard Clinkscales pensase siquiera en no dar el máximo de sí mismo para servir a su gobernador y a su asentamiento, y el hecho de que el resto de conservadores del planeta supieran que compartía sus vericuetos filosóficos lo convertía en un valor único como regente del asentamiento Harrington. Si él podía cumplir con su deber y vivir con los cambios que personalmente detestaba, entonces ellos también podían, o al menos eso creía Benjamín.
No había resultado finalmente así, de todos modos. Por supuesto que el papel que había desempeñado Clinkscales como regente había tenido un impacto indudable en los conservadores más razonables de Grayson, pero no había evitado que los fanáticos de verdad confabularan contra las reformas de Honor y Mayhew. Por supuesto, hablando desde un punto de vista realista, era improbable que algo hubiera disuadido a aquella gente que no estaba en sus cabales en absoluto, así que esperar que su nombramiento hubiera servido para aplacarlos era seguramente un acto de voluntarismo. Pero el nombramiento sí tuvo un efecto que Benjamín no había previsto y que, de hecho, había llegado a negar que fuera posible. No es que hubiese convertido a Clinkscales en un reformista radical (para ser sinceros, seguía resultando raro imaginárselo en ese papel), pero lo cierto es que había llegado a entender los cambios en su mundo como algo beneficioso. Y aquello se debía a que su posición lo había puesto en contacto habitual con Honor Harrington al mismo tiempo que le había exigido supervisar la montaña de detalles que se derivaban de la creación del primer asentamiento nuevo que acometían los graysonianos en más de setenta y dos años-T. No solo se había visto obligado a hacer frente a la realidad de una mujer cuya capacidad, coraje y, quizá lo más importante de todo, sentido del deber cuando menos se equiparaban al suyo. Es que también se había visto obligado a solucionar los detalles de la puesta en marcha de las reformas mientras trabajaba sobre ese lienzo en negro que habría de convertirse en el asentamiento Harrington.
Hablaba lo suficientemente bien de él que hubiera sabido adaptar su mentalidad a tales cambios en un momento tan tardío de su vida, si bien él no lo veía de aquella manera.
Tal y como él lo sentía, seguía siendo un conservador que trataba de mitigar las exigencias más extremas de los reformistas, pero bueno. Aunque lo cierto es que estaba unos cuantos peldaños por encima de sus colegas; no en vano a Honor lo había divertido en más de una ocasión comprobar su airada reacción ante los «alborotadores» que trataban de interponerse en el camino y ralentizar las cosas.
Si alguien hubiera tenido las agallas de preguntarle por qué apoyaba los cambios, su respuesta hubiera sido muy sencilla. Era su deber como gobernadora. Si se le hubiera presionado un poco más, habría admitido (no sin una expresión de cólera y una mirada aterradora) que su apoyo no nacía del mero deber, sino de la devoción hacia una mujer que había llegado a respetar profundamente. Lo que no habría admitido es que había llegado a ver a su gobernadora a través de una curiosa combinación de lentes, como guerrera, como líder, como su señora feudal particular… y también como una de sus propias hijas. Clinkscales estaba orgulloso de ella, tan orgulloso como si fuera su hija de verdad, porque como mucha gente que se llegaba a preocupar por algo hasta esos extremos, Howard Clinkscales había sido capaz de ir muy lejos para ocultarle sus emociones al mundo. Las emociones eran resquicios peligrosos en la armadura de un policía, así que el hombre que había llegado a ser el comandante en jefe de las fuerzas de seguridad del planeta había aprendido a ocultarlas, no fuera a ser que las usaran contra él. Era una costumbre que no había aprendido a quebrantar… pero eso no significaba que él no supiese qué sentía.
Y esa era, en parte, la razón por la que se sentía incómodo desempeñando esa función pública en concreto, porque su gobernadora debería haber estado allí y su propia antena mental le insistía en que las razones que le había dado para explicar su marcha tan precipitada no eran los motivos que de verdad justificaban su salida apresurada. Bueno, lo que le había dicho era seguramente cierto, porque no recordaba ninguna ocasión en la que Honor hubiera mentido; de hecho dudaba de que ella supiera cómo mentir, pero eso no quitaba para que la causa real de su decisión fuera otra y eso era lo que lo inquietaba de verdad. Ella era su gobernadora y a él le correspondía saber cuándo había algo que la preocupaba y cómo podía solucionarse. Además, si los fanáticos que habían conspirado contra ella durante los últimos días del mandato del malogrado, que no extrañado, lord Burdette y el hermano Marchant no habían bastado para sacarla del planeta, cualquier cosa que pudiera hacerlo necesitaba forzosamente ser vigilada.
Pero hasta eso no era más que una explicación parcial a lo intranquilo que se sentía, así que respiró hondo y se guardó el resto para sí mismo mientras observaba el descenso de la lanzadera. Tal vez se hubiera ido sintiendo más cómodo con las reformas que iban aconteciendo a su alrededor, pero en el fondo seguía siendo un patriarca graysoniano de la vieja escuela. Había aprendido a admitir que había mujeres en la galaxia, incluso algunas graysonianas, que tenían cuando menos la misma capacidad que él; pero en ese análisis final, se trataba de un reconocimiento intelectual, no emocional. Había tenido que producirse un contacto personal con una mujer, y comprobar personalmente cómo esta demostraba sus habilidades, antes de que sus emociones hubieran podido hacer la misma conexión. No dejaba de ser algo estúpido por su parte, por no hablar ya del paternalismo que implicaba y él lo sabía, pero no por ello era menos cierto. Había hecho todo lo posible por superarlo y en gran parte había conseguido que sus actitudes no afectaran a sus actos, pero había llegado a la conclusión de que se trataba de algo muy interno y relativo a su propia concepción social como para poder liberarse por completo de ello algún día. Y eso era un problema hoy por hoy, porque la lanzadera que estaba a punto de tomar tierra tenía en su interior a una persona que él sabía a ciencia cierta que era una de las más listas y capaces que fuera jamás a conocer… y era una mujer. El hecho de que fuera también la madre de su gobernadora y, por ende, lo supiera ella o no, una de las doscientas o trescientas personalidades más relevantes de todo el planeta, no ayudaba y tampoco ayudaba saber dónde había nacido y dónde se había criado.
La doctora Allison Chou Harrington había nacido en Beowulf, en el Sistema Sigma Draconis y la sociedad de Beowulf tenía fama de… costumbres liberales que podían haberles puesto de punta los pelos a los manticorianos y en menor medida a los graysonianos. Clinkscales estaba bastante seguro (o al menos creía estarlo) de que aquella fama había ido haciéndose más grande de lo que era a través del boca a oreja, pero no cabía negar que Beowulf tenía la misma fama por las múltiples, e imaginativas, fórmulas de enlace matrimonial y sexual de sus ciudadanos como por haber proporcionado los mejores investigadores médicos a la raza humana y…
La lanzadera tocó tierra y la escotilla de apertura interrumpió el curso de sus pensamientos. Clinkscales observó cómo la rampa se desplegaba ella sola y después volvió la cabeza para mirar a Miranda LaFollet y sonreír con cierta ironía. Ella le devolvió la sonrisa con una mezcla de diversión y compasión, mientras el ramafelino que estaba sentado junto a ella esbozaba también una sonrisa. Clinkscales todavía tenía que conocer bien a Farragut, pero ya había llegado a la conclusión de que su sentido del humor era muy similar al de Nimitz. Peor aún, Nimitz llevaba cuarenta años interactuando con humanos, lo cual le daba una cierta idea de lo que Farragut podía llegar a adquirir. De hecho, aquel joven gato ya había demostrado cierta predilección por las bromas, de las pesadas, además. Pero al menos Miranda lo había atado en corto para que se comportase en público y Clinkscales se permitía el lujo de pensar que sus amonestaciones iban a surtir algún efecto.
Clinkscales se dio cuenta de que se había permitido una cierta distracción pensando en Farragut en el momento en el que la banda empezó a tocar el himno de Harrington. Solo se tocaba la marcha del gobernador para saludar al gobernador en cuestión, pero a cualquier miembro de la familia de lady Harrington se le saludaba adecuadamente con el himno del asentamiento. En ese momento, una voz de mando llamó al orden a la guardia de honor que, acto seguido, se giró perfectamente para formar dos líneas rectas de uniformes completamente verdes que flanquearon la salida de la escalerilla de la lanzadera hasta la escalera mecánica de la terminal. En ese instante, una figura muy pequeña se detuvo brevemente a medio camino por la sorpresa que le producía escuchar aquella música.
Clinkscales pestañeó al ver a Allison Harrington por primera vez. Sabía que era más baja que su hija, pero no se esperaba a alguien así de pequeño. Su estatura estaba por debajo de la media de mujeres graysonianas, así que costaba aceptar que hubiera sido ella la que hubiera producido el asentamiento que se erigía de aquella manera sobre todos los allí presentes, incluido un tal Howard Clinkscales.
Era obvio que nadie la había avisado de que iba a tener un recibimiento formal y Clinkscales se maldijo a sí mismo para sus adentros por no haberse ocupado de ese detalle personalmente. Por supuesto, era probable que la gobernadora no hubiera preparado tantos formalismos de haber estado allí. Seguía teniendo dificultades para verse a sí misma como gobernadora y era probable que se hubiese acercado sola en aerocoche y hubiese recogido personalmente a la doctora Harrington sin nada de aquello que ella insistía en calificar de «ridículo alboroto». Clinkscales, por desgracia, no podía hacer algo así sin que aquello pasara por poco menos que un insulto, pero sí que se podía haber asegurado de que la doctora Harrington supiera qué era lo que la esperaba.
Pero ya era demasiado tarde para eso, si bien sus breves titubeos desaparecieron en cuanto amenazaban con convertirse en obvios. La doctora Harrington se cuadró y se movió más livianamente por los peldaños alfombrados de la escalerilla y Clinkscales y Miranda se acercaron para recibirla. Miranda carecía de la fuerza que le permitía a lady Harrington llevar a Nimitz sobre el hombro, pero Farragut parecía conformarse de buen grado con caminar a su lado mientras meneaba la cola con pompa regia, yendo de un lado hacia otro entre ella y Clinkscales, como si la música y la guardia de honor estuvieran allí para él.
El comité de bienvenida había programado los tiempos casi a la perfección, llegando al pie de la escalera no más de uno o dos pasos antes de que la doctora Harrington acabase su descenso. En cuanto lo hizo, alzó la vista hacia quienes le habían dispensado aquella recepción y sus ojos almendrados, asombrosamente parecidos a los de su hija, centellearon llenos de alegría y picardía.
—Usted debe de ser lord Clinkscales —dijo ella, ofreciéndole la mano y sonriendo al comprobar que él hacía una leve genuflexión para besarla formalmente en lugar de estrechársela.
—A su servicio, milady —respondió Clinkscales, lo que ahondó aún más los hoyuelos de la sonrisa de ella.
—¿Milady? —repitió la mujer—. Dios mío, ya veo que Honor tenía razón. ¡Esto me va a gustar de verdad! —Clinkscales arqueó las cejas, pero se giró hacia Miranda antes de que pudiera hablar otra vez—. Y tú eres Miranda, estoy segura —continuó Harrington, extendiendo la mano para saludar a la joven—. Y a no ser que me equivoque —prosiguió, agachándose para darle la mano al ramafelino—, este es Farragut. —El gato le estrechó la mano enérgicamente, al estilo Nimitz, y ella se rió—. Es Farragut, claro que sí. ¿Debo suponer que uno de vosotros dos ha tenido la dudosa fortuna de haber sido adoptado?
—Yo, milady —reconoció Miranda, sonriendo mientras lo decía. La doctora Harrington escuchó la dulzura, ese eco persistente de quien se pregunta algo, en su tono de voz y se puso de nuevo en pie. Su mano se dirigió al hombro de Miranda y lo estrujó con suavidad.
—En ese caso, me alegro mucho por ti —le dijo.
—Gracias, milady.
Clinkscales escuchaba la conversación sin decir nada. De haber seguido las normas desfasadas que él había aprendido en su juventud, habría sido poco adecuado que Miranda, una mera mujer, hubiera tomado la iniciativa en la recepción de una visitante tan importante. Claro que, según las viejas normas, la visitante en cuestión habría sido casi con total certeza un hombre, no una mujer, y de todas formas, las viejas reglas ya no se aplicaban. Y en ese preciso instante, Clinkscales se alegraba de que así fuera, porque le brindaba la oportunidad de dar un paso atrás e irse formando una opinión propia sobre la invitada que acababa de llegar.
Con una sola mirada hubiera bastado para identificarla como la madre de la gobernadora. Sobre todo por los ojos, pensó para sus adentros, esos ojos enormes, oscuros y almendrados; aunque no era lo único. La cara de la doctora Harrington tenía un encanto delicado, una perfección en sus rasgos y proporciones que era suficientemente imperfecta como para demostrar que era natural, no un producto más de la bioestética.
Lady Harrington compartía esos mismos rasgos prácticamente uno a uno, pero lo que en la doctora Harrington era delicado, en lady Harrington aparecía fuertemente marcado, demasiado quizá para los cánones clásicos de belleza. Era como si alguien hubiese cogido la innegable fuerza de los rasgos de su madre y la hubiese rebajado, eliminando la delicadeza, la «dulzura», para desnudar el halcón que se ocultaba bajo ellos. Así y todo, el parentesco estaba claro para casi cualquiera que quisiera verlo.
Sin embargo, había también diferencias. Por un lado, la doctora Harrington era dos años mayor que Clinkscales e incluso ahora le resultaba emocionalmente complicado reconocerlo. Él se había acostumbrado a la edad de la gobernadora, pero al menos ella seguía siendo más joven que él. Su madre no, a pesar de su pelo oscuro, largo, sin un solo mechón cano, y juvenil, sin arrugas. Él sospechaba que aquel era un ajuste mental que le iba a costar hacer. Al menos sí que parecía mayor que su hija, pero el proceso de alargamiento vital se había originado en Beowulf y Allison Harrington era una de las primeras personas de segunda generación que lo había recibido. Eso significaba que parecía varios años más joven que Miranda y el centelleo pícaro de sus ojos no hacía más que poner a Clinkscales profundamente nervioso.
Se estaba comportando de manera estúpida, se dijo para sus adentros con firmeza. ¡Daba igual el aspecto que tuviera, aquella mujer tenía casi noventa años-T! Era también una doctora enormemente respetada, una de las dos o tres mejores especialistas en genética del Reino Estelar de Mantícora y la madre de una gobernadora. Lo último que iba a hacer ella era considerar siquiera cualquier acto que pudiera despertar la más leve suspicacia de un escándalo potencial. Y por muy firme que se pusiera a la hora de sermonearse a sí mismo, no podía ignorar que aquellos traviesos ojos refulgentes… o aquella manera de vestir.
Howard Clinkscales nunca había visto a la gobernadora vestida con ropa civil manticoriana. Cuando no iba de uniforme, siempre se vestía a la manera graysoniana en Grayson, pero su madre era otra cosa. Llevaba una chaqueta corta de estilo bolero de un color azul marino intenso por encima de una blusa a medida de seda, de la Antigua Tierra, en color crema que debía de haber costado varios cientos de dólares manticorianos… y, por más opaca que fuera, seguía siendo lamentablemente fina. Sus joyas eran sencillas pero exquisitas, con la plata labrada haciendo contraste con su tez aceitunada, y sus pantalones, elegantes y con estilo, iban a juego con la chaqueta.
Ninguna mujer graysoniana de los tiempos anteriores a la Alianza se habría dejado ver en público con un atuendo que revelara su figura con tanta franqueza y Clinkscales ni siquiera podía consolarse pensando que no era más que un uniforme. Nadie se habría quejado del uniforme de la RAM de lady Harrington (bueno, no con «propiedad», lo cual no habría evitado que algún reaccionario lo hubiese hecho), sobre todo porque ella no era responsable de su estilismo. Pero la doctora Harrington no tenía esa excusa y… ¡Para un momento, Howard, coño!, se dijo para sus adentros sin ninguna concesión. ¡Esta mujer no necesita una «excusa»… y no la necesitaría aunque no fuera la madre de lady Harrington! No hay absolutamente nada «indecente» en su apariencia (excepto, quizá, en tu propia mente estúpida) e incluso aunque lo hubiera, tiene todo el derecho a vestirse de acuerdo a los estándares manticorianos. Si somos un planeta tan atrasado y pueblerino como para no poder aceptar algo así, ¡el problema es nuestro, no suyo!
Clinkscales respiró hondo y notó una curiosa sensación de relajación fluyendo por su interior a través del oxígeno mientras se ponía manos a la obra. En cierto modo, se sentía aliviado de que sus preconcepciones sociales hubieran ido quedando de lado, porque aquello lo había ayudado a tranquilizarse en estas situaciones. Y, pese a eso, no podía quitarse del todo los últimos coletazos de incomodidad.
Eran sus ojos, pensó de nuevo. Era el brillo de aquellos ojos tan parecido y tan diferente al de su gobernadora. Grayson era el planeta en el que los nacimientos femeninos sobrepasaban a los masculinos en una proporción de tres a uno y donde los únicos roles respetables para una mujer durante mil años habían sido el de esposa y madre. Aquello significaba que la competencia por encontrar pareja había sido siempre feroz, incluso con la práctica graysoniana de la poligamia; y que, con todo lo decoroso que había sido su comportamiento, las mujeres habían emprendido una batalla de sexos (y contra sus competidores) con voluntad férrea. Eso era lo que preocupaba a Howard Clinkscales, porque había visto ese mismo brillo en los ojos de incontables mujeres a lo largo de los años. Habitualmente esos ojos habían sido muy jóvenes y demostraban un anhelo por las glorias de la conquista con la energía y la pasión de la juventud. Pero aunque los ojos de Allison Harrington pareciesen muy jóvenes, también tenían esa seguridad confiada que otorgaba la experiencia dilatada y un toque peligrosamente perverso de diversión ante todo aquello.
Howard Clinkscales no tenía duda alguna de que tarde o temprano iba a descubrir que la doctora Harrington era igual de capaz en su terreno que su hija en el suyo, pero también era ya obvio que era muy diferente a Honor Harrington en muchas otras facetas.
Le sorprendía tener que admitirlo, pero una parte de él se moría de ganas por verla hacer frente a los conservadores. El resto de él se encogía solo de pensarlo, pero a esa minúscula parte de su interior le encantaba ese brillo de sus ojos, su más que obvia predilección por la buena vida y su rechazo a ser etiquetada y empaquetada en el paquete de nadie que no fuera ella.
Al final podía resultar que lo que se estuvieran aproximando fueran curvas de aúpa, pero Clinkscales se dio cuenta de repente que no tenía dudas de cuál sería el resultado de todo aquello. Había dos bandos, a fin de cuentas y en el de ellas se podía decir que la doctora Harrington y la gobernadora estaban muy por encima del resto del planeta.
—Y esta es su oficina, milady —dijo Miranda, acompañándola hacia la gran habitación revestida de madera como si fuera un palacete.
Allison Harrington la siguió y se paró, mirando a su alrededor y arqueando ambas cejas ante la ostentación de lujo de sus aposentos. Y no se trataba solo de comodidad, pensó ella. El ordenador integrado en el escritorio y los interfaces de comunicación eran mejores incluso que los que tenía en Esfinge, pero aquello ni siquiera era una sorpresa.
Honor le había prometido el mejor equipamiento y había cumplido su palabra. La clínica genética de la doctora Jennifer Chou (Honor había escogido ese nombre para homenajear a su abuela materna) disponía de las mejores instalaciones que Allison había visto en su vida. Su hija no había reparado en gastos y Allison sintió un lento fulgor de orgullo creciendo en su interior. Sabía que la fortuna personal de Honor había ido creciendo hasta llegar a un punto en el que se podía permitir todo aquello fácilmente, pero se preguntaba si había mucha gente a la que se le hubiera ocurrido realizar aquella inversión en primer lugar. Al fin y al cabo, no estaba claro que Honor fuera a ver muchos beneficios de primeras… excepto, claro, los miles de niños que crecerían sanos y fuertes a resultas directamente de aquel desembolso.
—Espero que le guste, milady —dijo Miranda, y Allison pestañeó antes de asentir levemente con la cabeza mientras se daba cuenta de que se había quedado allí, embebida en sus pensamientos. Miranda parecía un poco ansiosa y Allison sonrió.
—¡Oh, pues claro que me gusta! —le aseguró—. Honor me prometió que me gustaría y suele ser una chica de palabra. —Sus ojos bailaron, repasando de arriba abajo la expresión de Miranda cuando esta reparó en que se había referido a Honor como una «chica». Bueno, no le vendrá mal a esta gente que alguien le quite un poco de almidón a la reputación de Honor. Allison conocía a su hija lo suficientemente bien como para saber que un exceso de deferencias podría resultarle asfixiante incluso.
Además, se dijo para sus adentros jocosamente, la chica se ha tomado siempre la vida demasiado en serio. ¡Le vendrá bien ver el número que he montado cuando vuelva!
Allison disimuló como pudo la risita que le produjo aquel pensamiento. Al igual que Honor, Allison aborrecía su propio sonido cuando se reía así. Las dos estaban convencidas de que las hacía parecer colegialas y, en el caso de Allison, su reducida estatura solo empeoraba las cosas. Aunque tampoco, reflexionó ella de manera autocomplaciente, es que nadie que le echase un buen vistazo de arriba abajo la fuera a confundir con una niña. Aquel pensamiento amenazó con una nueva descarga de risitas, pero Allison logró atajarla con firmeza y agitó la mano para reconfortar a Miranda mientras la graysoniana la miraba con ansiedad. ¡Pobre chica, seguramente estará pensando que me está dando un ataque! Me pregunto qué pensaría si supiera que lo que estoy es planeando un ataque.
Allison se tomó varios minutos para examinar a la oficial detenidamente, pero solo una parte de su atención estaba sobre los escritorios, las mesas de café y los aparadores. En realidad estaba pensando en sus sesenta años en el Reino Estelar y se frotaba las manos mentalmente con alegría solo con contemplar aquellos mundos que, literalmente, aún tenía por conquistar.
Allison Harrington sabía a la perfección cómo veía el resto de la galaxia a aquellos libertinos de Beowulf. A veces se preguntaba cómo había llegado su planeta a ganarse el título del más decadente de la galaxia, teniendo en cuenta que la Antigua Tierra, por citar uno, era igual de sofisticado y «libertino» que Beowulf; pero los caminos del universo eran misteriosos. Quizá era por la indiscutible reputación de Sigma Draconis en ciencias biológicas. Al fin y al cabo, la invención del proceso de alargamiento de vida de Beowulf era solo su contribución más espectacular a la salud y longevidad de la raza humana, lo cual significaba que el mundo natal de la doctora Harrington había tenido un impacto decisivo en la vida de todos los seres humanos, independientemente de dónde fueran, superado solo por el de la Antigua Tierra misma, así que quizá era inevitable que los nativos de Beowulf debieran, en cierto modo, adquirir un estatus que superase las perspectivas vitales a los ojos de cualquiera que procediera de otros mundos. Lo cual seguía sin explicar por qué todo el mundo tenía la manía de tratar de poner coto a las prácticas sexuales de su planeta en lugar de, por poner un ejemplo, meterse con el esquí gravitatorio, pasión en todo el sistema Sigma Draconis.
Fueran cuales fueran las razones, Allison llegó en su día a la conclusión de que iba a cambiarse de mundo (figuradamente, pero también literalmente) en cuanto se enamoró de un becario de la Universidad Semmelweiss llamado Alfred Harrington. Alfred era apenas un pueblerino pasmado de los que no habían recibido educación en su vida, por supuesto. El Reino Estelar había sido una de las potencias más ricas y tecnológicamente avanzadas del espacio interestelar, destacando entre los de la Liga Solariana durante siglos, y su planeta capital era probablemente igual de sofisticado que el propio Beowulf.
Pero Alfred no era del planeta Mantícora, era de Esfinge, y Esfinge era, sin duda, el más conservador de los tres mundos habitables del Sistema Binario de Mantícora. Ya se había ocupado él de explicárselo hasta la extenuación, no porque quisiera que ella cambiara para adaptarse a los estándares, en ocasiones, aldeanos de su mundo, sino porque tenía una beca militar que lo había comprometido a un mínimo de quince años de servicio naval. No tendría más remedio que regresar al Reino Estelar para cumplir su compromiso, así que si ella aceptaba su propuesta de matrimonio, iba a tener que vérselas con la sociedad en la que él se había criado.
Si hubiera sido un poquito menos pesado, ella hubiera sonreído, le hubiera dado un par de collejas y le hubiera asegurado que ella ya era mayorcita. Como no fue así, se sintió en cierto modo en deuda con sus preocupaciones y se guardó las bromas para otra ocasión, limitándose a asegurarle con una seriedad admirable que le agradecía sus advertencias y que sí, que creía que podría sobrevivir en el quinto infierno si es que eso era lo que tenía que hacer.
Y, por supuesto, las cosas no resultaron ser tan malas como uno habría podido temerse a juzgar por las descripciones de Alfred. La realidad era que los habitantes de Beowulf no fueran más «libertinos» que otros; simplemente habían evitado juzgar o declarar que un único estilo de vida era el adecuado, independientemente de quién lo promulgara. Allison nunca hubiera aceptado la propuesta de Alfred si hubiera tenido la intención de perseguir un tipo de vida que lo hubiera hecho sufrir. Ni tampoco hubiera aceptado si hubiese creído que lo que se les venía encima era en un tipo de vida que la hiciera sufrir a ella.
Desde luego aquello no evitaba que ella sintiera que los esfinginos estaban demasiado reprimidos sexualmente, ni había impedido que le preocupara (y mucho) la carencia absoluta de vida sexual de Honor antes de conocer a Paul Tankersley; aunque lo cierto es que nunca había tenido ninguna tentación seria de ser otra cosa que no fuera compatible con la monogamia.
Tampoco es que se hubiera preocupado por hacer aquella costumbre demasiado pública. El mero hecho de que ella fuera (¡ejem!) de Beowulf había sido suficiente como para que el pueblo esfingino la mirase de reojo y su faceta más pícara había sido incapaz de pasar por alto las posibilidades que algo así le ofrecía. Después de casi setenta años poniendo a punto sus habilidades, podía hacerse pasar perfectamente por una mojigata y, en cierto modo, le encontraba un punto de disfrute perverso en aquello. Era tremendamente divertido jugar con sus prejuicios y estereotipos y acercarse todo lo posible al límite sin llegar a traspasarlo del todo. Además, como médico, se lo debía a sus críticos. Una ligera apoplejía de cuando en cuando incrementaba el ritmo cardíaco y mejoraba el sistema circulatorio.
Claro que nunca se le pasaría por la cabeza hacer algo que pudiera avergonzar a Honor.
Bueno, nada demasiado serio, más bien. Un poquito de vergüenza probablemente no la perjudicaría. Después de la muerte de Paul y el duelo de Honor con Pavel Young, Allison se había enterado finalmente del episodio sucedido en la academia que le había hecho a Honor tanto daño en su autoestima. Ella comprendía muchas cosas que su propia educación (así como la reticencia de Honor) le habían impedido ver en el momento; pero su hija seguía pareciendo demasiado seria y emocionalmente desapegada. Paul llevaba muerto más de cinco años-T, al fin y al cabo, y por mucho que él y Honor se hubieran querido ya iba siendo hora de que siguiera adelante con su vida. Así que si necesitaba algo para activarla un poquito, pues bueno, era el deber de una madre cuidar de su hija, ¿no?
Y si Esfinge la había mirado con recelo por venir de Beowulf, se podía hacer una idea de cómo se iban a dirigir a ella los graysonianos de Honor. Estaba encantada de que Miranda, al menos, pareciera estar cómoda a su lado, porque ya se había dado cuenta de lo crítica que era (a pesar de su título oficial de «doncella») con el funcionamiento de la hacienda Harrington y del asentamiento en general. Si alguien tan importante para Honor no se hubiera sentido cómoda con ella, Allison no hubiera reparado en esfuerzos para revertir la tendencia. Pero como sí lo estaba, sospechaba y bastante que le fuera a resultar sencillo reclutar a Miranda como aliada y cómplice cuando comenzase su asalto al resto de Grayson.
Y pensó, casi como si estuviera soñando, que con Honor otra vez surcando el espacio, mira la de tiempo que voy a tener para hacerlo como Dios manda.
Pero eso le trajo otro asunto a la cabeza y mientras lo pensaba, se sentó en la cómoda silla que había tras el escritorio y le señaló a Miranda la otra que había al otro extremo de la mesa de café. Farragut saltó hasta el regazo de la mujer graysoniana en cuanto se sentó y Allison sonrió con un punto de picardía.
—Recuerdo cuando Honor trajo a Nimitz por primera vez a casa —le dijo—. Quizá no te lo creas viéndola ahora, pero pegó el estirón muy tarde y los tratamientos de alargamiento de vida de tercera generación ralentizan las cosas todavía más. Ella tenía, uhm, dieciséis, creo, cuando empezó a espigar y cuando Nimitz la adoptó era más o menos igual de alta que ahora. Pero siempre insistía en llevárselo a todas partes. ¡Por un momento pensé que sus piernas se iban a atrofiar por completo!
—Farragut no es tan malo, milady —dijo Miranda con una sonrisa, acariciándole las orejas mientras él ronroneaba alto y claro.
—No, la verdad es que no —corroboró Allison—. O no todavía, más bien. Los ramafelinos son una estirpe de un hedonismo sin límites, no obstante, así que ándate con ojito.
—Lo haré, milady —le prometió Miranda con una sonrisa, tras lo que Allison echó la silla hacia atrás.
—Me gustaría que me hicieras un favor, Miranda —le dijo ella—. Bueno, de hecho, dos.
—Por supuesto, milady. ¿De qué se trata?
—El primero es que dejes ya de decir «milady» —le espetó Allison, sonriendo pícaramente ante la expresión de Miranda—. Oh, no es que me sienta ofendida ni nada de eso. Es solo que me he pasado toda la vida siendo una persona normal y corriente. Me doy cuenta de que Honor se ha ido y ha cambiado todo eso en lo que se refiere a todos vosotros aquí en Grayson, ¡pero yo me sigo preguntando a quién os referís cuando habláis así!
Miranda se quedó mirándola un instante, después se recostó en su propia silla y cruzó las piernas, sosteniendo a Farragut contra su pecho.
—Eso va a ser más complicado de lo que se piensa, m… doctora —rectificó Miranda—. Su hija es la gobernadora, la primera mujer gobernadora de la Historia y las formas de dirigirse a los gobernadoras y sus familias son parte de los fundamentos de la etiqueta graysoniana. Por supuesto, hemos tenido que hacer unos pequeños ajustes. Antes de que llegara lady Harrington, la única manera correcta de dirigirse a un gobernadora era milord o milord y eso hubo que cambiarlo, pero conseguir que la gente cambie lo demás… —Miranda meneó la cabeza—. Digamos simplemente que los graysonianos pueden ser un poco tercos, doctora.
—Si no te produce un esguince de lengua, puedes probar con «Allison», o incluso «Alley», al menos cuando estemos las dos solas y no estemos de servicio —le sugirió Allison. Miranda se sonrojó ligeramente por su tono de voz mordaz, pero entonces sonrió y Allison le devolvió la sonrisa—. Y creo que he oído hablar algo de la cabezonería graysoniana por boca de Honor. Lo cual —añadió ella con cierta aspereza—, es como para decirle: «¡Le dijo la sartén al cazo!». Pero me imagino que tú no eres más cabezota que ella, así que si empezamos a trabajar gradualmente en ello, deberíamos haber conseguido reprogramar a los graysonianos en, digamos, un siglo más o menos.
Miranda se sorprendió a sí misma al escuchar una carcajada y Allison le sonrió. Pero cuando la sonrisa desapareció, se acercó con la silla al escritorio y apoyó sobre él los codos mientras miraba fijamente a Miranda.
—En cuanto al segundo favor —le dijo con un tono de voz mucho más serio—. Me pregunto si me podrías decir por qué Honor se fue mucho antes de lo que tenía previsto.
—¿Discúlpeme, m… Allison?
—¡Muy bien hecho! —le felicitó.
—¿Hecho el qué? —preguntó Miranda.
—Parecer completamente sorprendida ante la pregunta —le explicó Allison, ante lo cual Miranda sí se enrojeció de verdad—. ¡Ajá! Así que sí que había algo, ¿no?
—No, lo cierto es que no —dijo Miranda—. O, al menos, no nada que haya hablado conmigo.
—¿Hablado? —repitió Allison y en ese momento sí que se pareció bastante a su hija. Las dos tenían la costumbre de señalar las partes más importantes de una frase, pensó Miranda, mientras se preguntaba qué podía (o, a los efectos, debía) decir sin violar la confianza de su gobernadora. El hecho de que lady Harrington nunca le hubiera dicho una sola palabra al respecto complicaba aún más la decisión, así que se agachó para apretar su mejilla contra la cabeza de Farragut mientras lo sopesaba.
—Mi señora —dijo finalmente con tono ceremonioso—, soy la asistenta personal de su hija. Como lord Clinkscales o mi hermano Andrew, tengo la obligación de respetar y velar por la confidencialidad de sus actos ante cualquiera, incluida su madre.
La seriedad de su respuesta hizo que Allison abriera los ojos como platos. Aquello confirmaba su ya de por sí alta estima de la integridad de Miranda, pero también sugería que debería, de hecho, de haber una razón detrás de la súbita partida de Honor. Ya sospechaba que debía de haberla a juzgar por las ganas que tenía Honor de darle la bienvenida a Grayson y enseñarle personalmente la clínica. El hecho de que Honor no le hubiera escrito para avisarla de que estaría fuera era otro signo de que, fuera lo que fuera lo que hubiese ocurrido, debía de haber pasado de repente. Después de mirar a Miranda a los ojos se dio cuenta de que no iba a descubrir qué había sido lo que había pasado por boca de la asistenta de su hija.
—Muy bien, Miranda —dijo unos segundos después—. No te voy a presionar. Y gracias por tu lealtad hacia Honor. —Miranda asintió levemente con la cabeza, con un gesto de agradecimiento que parecía deberse más a la promesa de no presionarla más que al halago implícito. Allison respondió asintiendo también con la cabeza y, acto seguido, se puso en pie.
—Mientras tanto, no obstante —le dijo abruptamente—, ¿debo entender que se supone que vamos a cenar con lord Clinkscales y su esposa esta noche?
—Sí, m… Allison. Y espero que no se ofenda, pero la verdad es que no me atrevo a dirigirme a usted por su nombre de pila delante de lord Clinkscales. —Miranda hizo un amago de escalofrío por el terror que aquella idea le producía y Allison se rió.
—¡Oh, no te preocupes por eso, querida! Tengo otra cosa en mente.
—¿Cómo? —Miranda alzó la cabeza como si el tono de su invitada hubiera activado la alarma y Allison sonrió maliciosamente.
—Eso mismo. Ya lo verás. No he tenido tiempo aún de probarme un vestido graysoniano, así que voy a tener que probarme algo de mi armario manticoriano y necesito consejo. —Una especie de preocupación se apoderó del gesto de Miranda y la sonrisa de esta se abrió de oreja a oreja con más malicia todavía—. Me temo que nuestros estilos son un poquito diferentes allá de donde vengo —prosiguió con una voz que, de puro ingenio, transmitía preocupación—, pero me las he apañado para encontrar algún que otro vestido de gala antes de marcharme. ¿Crees que debería ponerme el de espalda al aire con escote en V, o el que tiene una abertura hasta las caderas?