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—Buenos días, señora.

Andreas Venizelos saludó a Honor con una sonrisa en cuanto ella apareció por el ascensor del puente de mando con Andrew LaFollet de su brazo. A pesar de que su jefe de personal la conocía desde los tiempos en los que ella era sencillamente la comandante Harrington, sin títulos o distinciones señoriales, se había habituado a tener la presencia de su hombre de armas sin que resultara incómodo o le planteara complicaciones. De hecho, él y LaFollet iban bien encaminados para acabar convirtiéndose en amigos y a Honor le encantaba la idea.

Nimitz se acercaba en su posición habitual sobre el hombro de Honor. Al igual que ocurría con sus chalecos graysonianos, las casacas de su uniforme estaban hechas de un tejido lo suficientemente duro como para resistir artillería arma de pulsos de intensidad leve, no tanto porque se esperase que fuera a aparecer un asesino por el buque insignia, sino porque las garras de Nimitz así lo requerían. Sus patas traseras caían a la altura del omóplato y sus manos-pies se aferraban a la parte superior del hombro de Honor para permitirle otear con sus ojos curiosos y brillantes y sus zarpas eran como cimitarras que hubieran podido hacer harapos cualquier otro tejido de menor calidad; pero aquí, en cambio, no dejaban ni una marca. Lo cual no estaba mal tampoco, pensó ella, sonriendo mientras pensaba en la posible reacción de MacGuiness ante una carnicería así.

Nimitz detectó lo bien que se lo estaba pasando Honor y soltó una pequeña carcajada mientras meneaba la punta de su cola prensil animadamente al formarse la misma imagen mental en su cabeza. Al igual que Honor, el gato se había animado en los últimos días. En el caso de ella, el motivo había sido alejarse del puzle desconcertante en el que se había convertido el conde Haven Albo; y, en cierto modo, aquella era también la razón por la que Nimitz estaba de mejor humor. Seguía existiendo un eco de aquello en su estado de ánimo, una sensación de que algo no estaba en perfecta sintonía; pero por lo general el regreso a un entorno familiar y acometer retos nuevos pero claros había restaurado su equilibrio personal y apagado el carrusel emocional que había sido incapaz de entender anteriormente. Ninguno de los dos era tan tonto como para pensar que el problema se había solucionado; pero, al contrario que Honor, Nimitz tenía la capacidad de dejar que las preocupaciones se ocuparan de sí mismas sin que le entraran las prisas por ser él quien se ocupase del asunto.

—Buenos días, Andy. —Honor asintió con la cabeza como respuesta al saludo del jefe de personal y atravesó la sala hasta llegar a su cómodo sillón de mando, desde donde empezó a deslizar los dedos con suavidad sobre las teclas para activarlo.

La pantalla plana y los dispositivos holográficos se encendieron y le presentaron el estado general de su escuadrón (o, al menos, de aquellas unidades que formaban parte de él y se encontraban presentes en ese momento) para que pudiera verlo de un solo vistazo, tras lo cual ella asintió mentalmente satisfecha ante lo que tenía delante de ella.

No había demasiado que ver, teniendo en cuenta que todas sus naves estaban en una órbita de aparcamiento graysoniana; pero pese a todo se recostó en el sillón un instante, observando los movimientos de rutina entre ellos y el planeta o las rutas nave-a-nave que emprendían algunas de ellas. Había algo casi de satisfacción sexual en observar cómo vivían y respiraban aquellos que estaban a su cargo. Y aunque resultase curioso, era casi más satisfactorio que cuando le dieron el primer escuadrón de batalla de la AEG y la pusieron al mando de al menos seis superacorazados. Una sola de aquellas naves extraordinarias habría bastado para llevarse por delante a tres escuadrones como el que capitaneaba ahora, pero quizá esa era la razón por la que existía esa diferencia. Aquellas naves eran extraordinarias, con una potencia y majestuosidad pesada que carecía de la capacidad de respuesta a pie de flota de un escuadrón de cruceros.

Honor se dio cuenta de pronto de que aquel era probablemente el mejor escuadrón que iba a tener bajo su mando; a no ser, tal vez, que tuviera la suerte suficiente como para estar al mando de su propio escuadrón de cruceros de batalla. Los cruceros pesados eran unidades poderosas, demasiado valiosas como para malgastarlas en obligaciones secundarias, pero suficientemente pequeñas o numerosas como para trabajar duro con ellas… o incluso arriesgarlas. Siempre habría algo que hacer para escuadrones como este, y aquellos que los comandaban siempre gozarían de un grado de libertad e independencia hacia las autoridades superiores que no tendría jamás ninguna nave del frente. Las naves capitales tenían que permanecer concentradas en puntos estratégicos cruciales, pero los cruceros no eran solo los ojos y las orejas de la flota, sino también las yemas de sus dedos. Tenían muchas más posibilidades de ser enviadas a operaciones independientes y aquello provocaba que Honor se muriera de ganas de que sus naves se unieran en una fuerza de ataque cohesionada que ella pudiera blandir de una manera tan natural y sencilla como la propia espada Harrington.

Honor sonrió por el símil que se le acababa de ocurrir y giró el sillón para volver a colocarse delante de los dispositivos que le permitían supervisar a su personal. Había llegado con casi media hora de adelanto a su habitual reunión matutina y la mayoría de sus oficiales estaban ocupados con obligaciones rutinarias o revisando los últimos flecos de los informes que iban a llevarle.

Como el resto de naves de su escuadrón, su personal reflejaba la naturaleza compuesta de la flota a la que iba a unirse. Al contrario de lo que sucedía con el personal de su BatRon Uno, no obstante, aquí ella sí había seleccionado personalmente a todos y cada uno de los miembros de su equipo actual, ya fuera sobre la base de su experiencia personal con ellos, o del consejo del comodoro Justin Ackroyd, que actualmente estaba al frente del departamento de Personal de la AEG.

A Venizelos, por supuesto, lo conocía de sobra y su mirada pasó por encima de él con una sensación de orgullo no formulado con palabras mientras se giraba hacia la capitana McGinley para debatir algo que aparecía en el panel de visualización de operaciones de sus oficiales. Honor notaba el leve murmullo de la voz de él y sonrió al recordar al oficial con cara de póquer, poco comprometido y casi desesperantemente desapegado que se había llevado un día a la estación Basilisco, hacía ya muchos años. Había cambiado mucho desde entonces y sin embargo seguía pareciendo tan inteligente y apuesto como siempre. Su pequeña estatura no era obstáculo alguno en medio de la población graysoniana, que por lo general pecaba de escasez de altura. De hecho, probablemente él deseaba que sí fuera un problema. Teniendo en cuenta que en Grayson nacía un niño por cada tres niñas, las mujeres eran mucho más agresivas, a su estilo, aquí que en el Reino Estelar (según los informes que Honor tenía por MacGuiness), y Venizelos tenía que andar espantando a las bellezas de Grayson porque se le acercaban a él como moscas.

Honor tuvo que reprimir la risotada que la acuciaba a raíz de aquella imagen tan gráfica y volvió a prestar atención a su oficial de operaciones. Al igual que Venizelos, Marcia McGinley era manticoriana, pero al contrario que él, o que Honor, McGinley sí llevaba el uniforme graysoniano. Aquella capitana esbelta de pelo castaño y ojos grises tenía apenas treinta y siete años, muy pocos para el rango que ocupaba en la RAM, pero como muchos de los manticorianos «en préstamo» de la AEG (incluyendo a Honor Harrington), había ascendido rápidamente en su Armada de adopción. Según el comodoro Ackroyd, que había elegido a dedo a McGinley como uno de sus tres candidatos finales para ser el oficial de operaciones de Honor, ella era extremadamente buena en su trabajo. A juzgar por lo que Honor había visto hasta ahora, Ackroyd tenía razón en lo que se refería a la competencia de McGinley y parecía que la oficial de operaciones iba a ser una de las bujías del engranaje de trabajo hasta estando fuera de servicio.

El comandante Howard Latham, oficial de comunicaciones de Honor, era el oficial de alto rango graysoniano del plantel y era igual de mayor para su puesto (para ser graysoniano) que joven era McGinley (para ser manticoriana). No podía decirse que su hoja de servicio fuera menos que ejemplar y su relativa escasez de rango se debía enteramente a las heridas sufridas en un accidente de navegación seis años antes de que Grayson se uniera a la Alianza. La medicina graysoniana previa a la Alianza había hecho cuanto pudo por estar lo más avanzada posible, pero ni siquiera lo posible había bastado para reducir lo suficiente las heridas que amenazaban con cercenar una carrera prometedora. Pero una vez que Grayson firmó el tratado de la Alianza, la medicina moderna había hecho factible que se la interviniera retroactivamente y había efectuado un gran trabajo de recuperación de sus piernas «lisiadas sin esperanza de reversión».

La recuperación completa, por desgracia, escapaba incluso de los doctores manticorianos, sobre todo porque el proceso de rehabilitación se había realizado hacía mucho tiempo. Para arreglar del todo lo que estaba mal, los doctores se habrían visto obligados básicamente a destruirle las piernas de nuevo para empezar de cero y Latham era un oficial demasiado bueno como para volver a permanecer dos años en el hospital.

Tenía la boca ribeteada por arrugas de expresión que atestiguaba el horrible sufrimiento que había debido de pasar y tenía cierta rigidez de movimientos; pero hasta habiendo sido declarado inválido para la Armada, él había seguido trabajando desde su silla de ruedas como uno de los asesores civiles de la AEG. En su regreso al trabajo activo, había estado dos años trabajando con la RAM para integrar plenamente las posibilidades de comunicación FTL de los aliados en activos tácticos y operativos para los escuadrones. Su nombramiento actual suponía ciertamente la última parada en su carrera antes de recibir la primera nave espacial a su cargo. Honor no sabía si él se daba cuenta de aquello, pero sí sabía lo contenta que ella estaba de tenerlo allí.

El teniente (rango sénior) George LeMoyne, de cincuenta y cinco años, era su oficial de logística y suministros. LeMoyne se había unido a la Real Armada Manticoriana directamente después del instituto (por una apuesta perdida, según su versión). A pesar de una formación inicial como timonel de pequeñas embarcaciones, pronto fue trasladado al departamento de Naves, donde se le asignó un puesto en la división del mando logístico de DepNaves; y, pese a no disponer de formación académica, fue ascendiendo puestos por pura capacidad personal. Dos años-T antes del estallido de la presente guerra, LeMoyne había adquirido el rango de jefe maestro y el equivalente de al menos tres títulos de posgrado, así que el almirante Cortez, en nombre de DepNaves, le había ofrecido una comisión para después enviarlo al grupo de enlace del mando logístico de Grayson. Su actuación allí había justificado más que de sobra la confianza que DepNaves había depositado en él y Honor sabía que no sería capaz de retenerle más de un año-T antes de que lo ascendieran a capitán y lo volvieran a reubicar en uno de los tres principales astilleros de la Armada del Sistema Binario de Mantícora.

El capitán Anson Lethridge, astrógrafo personal de Honor, era el único miembro de su tripulación que no era ni manticoriano ni graysoniano. Lethridge venía de la República Erewhon y era oficial de la Armada Erewhon. De pelo y ojos oscuros, era de armas tomar y tenía una constitución fuerte. También era uno de los hombres más feos que Honor había conocido, con rasgos duros y cejas pobladas; lo cual, unido a lo ancho de sus espaldas y lo largo de sus piernas, le otorgaba una apariencia corpulenta y casi brutal, un rasgo que competía en igualdad de condiciones con su rapidez mental e infatigable energía. Honor se preguntaba cómo era posible que no se hubiera planteado nunca recurrir a la bioestética. Era obvio que era consciente de su aspecto físico, porque con frecuencia se situaba a sí mismo en el blanco de los chistes que él mismo hacía sobre su apariencia. Muchos de ellos eran realmente graciosos, pero todos ellos tenían un poso amargo; si bien Honor se preguntaba en ocasiones si el resto de la tripulación lo veía tan claramente como lo veía ella. Claro que ella se había tirado veinte o treinta años-T convencida de que ella también era fea, así que tenía una empatía casi dolorosa con él.

Pero al margen de los problemas que Lethridge pudiera tener, era un astrógrafo de primer orden que manipulaba las rutas y los tiempos de desplazamiento con una maestría que Honor envidiaba.

Honor lo observaba mientras él escrutaba el proyector, examinando los giros vectoriales y los cambios mientras sopesaba la información entrante y las variables. Resulta curioso, pensó ella, lo frecuente que es que las apariencias externas sean tan completamente engañosas. De todos los oficiales de su tripulación, su salvaje astrógrafo era a buen seguro el más delicado… a pesar del tamaño al que había tenido que llegar para ocultarlo.

Las puertas del ascensor se volvieron a abrir una vez más, obligándola a apartar su mirada de Lethridge. Una leve sonrisa cargada de orgullo se dibujó en su rostro al comprobar que había llegado al puente el oficial médico superior de su escuadrón. El comandante cirujano Fritz Montoya era el cirujano del Álvarez y técnicamente no se le podía considerar miembro de su tripulación, pero ella lo había pedido expresamente a él para el Álvarez e insistió en incluirlo en las reuniones de la tripulación.

Por su perfil, un médico con su experiencia y sus habilidades demostradas debería haberse quedado en el Reino Estelar para formar parte de alguno de los principales hospitales de base, o tal vez deberían haberlo asignado a alguna de las naves hospitalarias equipadas a todo lujo que acompañaban a la caravana de la flota. Algunos oficiales del Álvarez podían haberse preguntado por qué no estaba en uno de esos sitios y haber mostrado cierto recelo a la hora de aceptar sus servicios, a no ser que descubrieran que no había razón por la que alguien no quisiera contar con él. Pero Honor conocía a Montoya desde hacía doce años-T… y sabía que desde que coincidieron la última vez había evitado sistemáticamente que lo ascendieran a capitán, rango que lo habría sacado de los desplazamientos regulares de la flota y habría acabado con sus huesos en uno de esos hospitales de base o en una de esas naves medicalizadas. Honor dudaba que él fuera a ser capaz de seguir evitando ese cuarto anillo en el puño de su uniforme por mucho más tiempo, pero mientras tanto se había hecho con sus servicios y no tenía intención alguna de dejarlo marchar, independientemente de para qué lo quisiera DepPers. Además de ser (y Honor podía dar fe de ello por su propia, y dolorosa, experiencia personal) uno de los mejores médicos que había por allí, era un amigo. Y su comisión médica significaba que permanecía fuera de la cadena habitual de mando, lo cual le permitía adquirir cierta perspectiva y eso era algo que a ella le había resultado útil en el pasado.

El joven capitán que acompañaba a Montoya hacia el puente era el último integrante de la tripulación de Honor que había nacido en Mantícora. El tercer anillo del puño de su uniforme era tan nuevo que todavía crujía, pero Honor conocía a Scotty Tremaine desde que era alférez y, a pesar de su odio visceral a cualquier cosa que oliese a favoritismo, ella había puesto todo de su parte para tutelar su carrera. Lo consideraba un pago de vuelta que le debía a la Armada por haberle puesto en su camino a oficiales como su primer capitán y el almirante Courvosier, que se habían encargado de tutelar su carrera y ella lo sabía todo sobre el talentoso profesional que se ocultaba bajo aquella superficie arrolladora. Se alegraba de tenerlo como oficial especialista en electrónica, aunque ella sabía que había tenido sus dudas sobre el puesto: no sobre si debía formar parte de la tripulación o no, sino sobre qué puesto debería ocupar. Primero y más importante, Tremaine era un especialista en embarcaciones de pequeño tonelaje que se sentía como en casa trabajando de oficial de embarcadero o al mando de las operaciones de vuelo de un escuadrón de NLA. Ahí era donde se sentía más cómodo y donde hubiera preferido quedarse… y esa era una de las razones por las que lo había escogido para este nuevo trabajo. Le vendría bien ampliar su musculatura mental y meterse en algo que le obligara a salir de sus adoradas medianías. La experiencia le vendría estupendamente, lo mismo que la agilidad mental le vendría bien a él y a Honor a la hora de trabajar juntos para establecer los parámetros exactos de las responsabilidades derivadas de su puesto.

No iban a ser los únicos oficiales de la RAM que estuvieran trabajando en ese problema en concreto y Honor sabía que alguno de los demás iba a acercarse al concepto con prejuicios negativos de antemano. Lo entendía, pero ella misma había optado por deshacerse de sus propias precauciones… y no solo porque fuera ya tan graysoniana como manticoriana. Para asegurarse, la idea de dedicar un área de tareas de la tripulación a un oficial que se responsabilizase específicamente de coordinar los sistemas bélicos electrónicos de todo un escuadrón o de sus destacamentos, por muy lógica que pareciese, nunca se había dado antes en la RAM, para la que esa tarea siempre se había entendido como parte de las obligaciones de alguno de los oficiales de operaciones.

Así era también como lo hacían la mayoría de los ejércitos, pero en el caso de los graysonianos, prosiguiendo con su tradición iconoclasta, se había optado por dedicar a una persona a la causa. El nuevo puesto se había creado hacía menos de un año-T, lo que significaba que en la práctica era tan nuevo para Honor como para cualquier otro oficial de la RAM; pero tanto el departamento de Personal como la doctrina e instrucciones de preparación del comodoro Reston se lo pensaron mucho antes de llegar a esa decisión. Ella sabía que habían estado cuestionándoselo antes de que ella se marchara de Yeltsin para regresar al servicio manticoriano, lo cual la situaba al menos un poco por delante de sus contemporáneos de la RAM, muchos de los cuales seguían estando ocupados rezongando por las nuevas ideas llegadas de la mano de aficionados inexpertos que no tenían sentido común como para dejar las cosas en paz a menos que estuvieran rotas. Honor sabía por experiencia que esa era la primera respuesta de la gente que se aferraba a la tradición solo porque era la tradición. Solo con aquello ya habría bastado para que ella tuviera ganas de darle una oportunidad al concepto y, al igual que unas cuantas ideas heréticas más de la AEG, el invento parecía funcionar bien una vez puesto en práctica, conclusión a la que Scotty parecía estar llegando también durante los primeros días al frente de sus nuevas responsabilidades.

Sin quitarles la vista de encima, Honor contempló cómo Tremaine cruzaba el puente en dirección al segundo miembro más joven de su tripulación. El teniente (rango sénior) Jasper Mayhew, su oficial de Inteligencia, era un pariente lejano del protector Benjamín y tenía solo veintiocho años-T, con pelo color caoba y tan denso como el de Andrew LaFollet y ojos de color azul cielo. A pesar de su extremada juventud, Honor confiaba en sus habilidades y el hecho de que lo hubiera preparado el capitán Gregory Paxto, que se ocupó del área de Inteligencia en la tripulación que ella dirigió en BatRon Uno, solo hacía que confiara aún más. Además, él y Scotty ya habían trabajado juntos con la facilidad que tienen los compañeros de fatigas de mucho tiempo y por poco que estuviera dispuesta a reconocerlo (al menos donde Tremaine pudiera escucharla), tenía mucha fe en el criterio del oficial de electrónica.

El capitán Michael Vorland, capellán de la tripulación, era el único miembro del equipo que estaría ausente en la reunión de esa mañana. Era un hombre pequeño, pulcro, con alopecia galopante, ojos marrones y un flequillo de pelo rubio rojizo. Vorland usaba unos anteojos antiguos de montura metálica y se negaba categóricamente a aprovecharse de los servicios correctores que estaban a su disposición desde que Grayson se unió a la Alianza Manticoriana. Por otra parte, no tenía demasiada graduación, así que Honor sospechaba que su negativa a deshacerse de los anteojos obedecía menos a prejuicios antiguos que al deseo de conservar algo que se había convertido en parte de su «uniforme» con el paso de los años. Nadie podría haber tenido una apariencia más liviana, si bien su cuerpo escaso escondía una sorprendente fuerza física, además de ser capaz de irradiar una increíble presencia moral cuando se precisaba.

Resultaba obvio que también era consciente de que los miembros manticorianos de la tripulación se sentían un poco incómodos por su presencia. La RAM no tenía capellanes entre sus oficiales y una medida como aquella hubiera causado revuelo si no se hubiese permitido un cierto periodo de… ajuste. Al mismo tiempo, la Armada Graysoniana nunca había ido a ninguna parte sin sus capellanes, e incluso el más escéptico de los manticorianos debía admitir que un escuadrón mixto precisaba de la presencia de un clérigo. Honor hubiera preferido realmente solicitar los servicios, una vez más, de Abraham Jackson, el capellán oficial de BatRon Uno, pero a Jackson lo habían retirado de sus obligaciones activas y había sido asignado al equipo personal del reverendo Sullivan.

Pese a que Vorland era un hombre muy diferente, Honor percibía en él la misma clase de fortaleza mental y apertura de miras que se había encontrado en Jackson. En ese momento, estaba en algún punto del asentamiento MacKenzie en lugar de a bordo del Álvarez, pero Honor apenas podía lamentar su ausencia. Su único hijo se casaba con su tercera mujer hoy y Vorland estaría allí para oficiar la ceremonia personalmente.

Honor se rascó la punta de la nariz lentamente, contemplando las fortalezas, y debilidades ocasionales, de los nuevos miembros de su tripulación. Incluso aquellos con los que había trabajado antes se enfrentaban ahora a nuevas tareas, lo que les obligaba a asumir nuevas responsabilidades y tratos con ella, pero hasta ahora la mayoría de las sorpresas habían sido agradables y…

De repente escuchó un ruido detrás de ella, un sonido suave y casi resbaladizo, seguido de un golpe que parecía como cuando algo flexible golpea contra la cubierta. Al volver la cabeza para mirar, llegó a tiempo para ver cómo un joven ronco se apresuraba a tratar de coger al vuelo las carpetas que estaban a punto de caérsele. Logró enganchar una, pero las demás consiguieron sortear sus manos ansiosas como si fueran misiles preprogramados para rutas de evasión. El nivel de ruido cuando impactaron contra la cubierta fue notable y Honor se mordió el labio para evitar reírse mientras la cara del joven se ponía roja como un tomate.

El color se le notaba sin problemas, porque el alférez Carson Clinkscales, su teniente de a bordo, tenía el rostro plagado de pecas, a juego con su pelo de color rojo oscuro y en contraste con sus ojos verdes. Era extraordinariamente alto para ser graysoniano (con su metro noventa de estatura era más alto que Honor y aquello era algo que podían decir muy pocos graysonianos), pero también tenía solo veintiún años-T. Nunca parecía estar del todo seguro de qué hacer con sus manos y con sus pies y por desgracia era plenamente consciente de la reputación y el rango de Honor… lo que solo empeoraba su torpeza reincidente, cuyos movimientos le hacían parecer tan a menudo un cachorro. En muchos sentidos, a Honor le recordaba al joven Aubrey Wanderman, técnico de gravedad de su última nave, aquejado a partes iguales de inexperiencia y de un caso agudo de adoración al héroe. Pero Wanderman siempre se las había apañado para hacer bien su trabajo y Clinkscales… pues bueno.

Nunca se había topado con un joven que lo intentase con más ardor o que se aplicase tan a conciencia para llevar a cabo sus obligaciones, pero si había algo, por mínimo que fuera, que pudiera salir mal, él lo hacía con una inevitabilidad que resultaba casi increíble. Honor esperaba de corazón que consiguiera aparcar su inclinación natural al desastre, porque lo quería mucho; bastante más, de hecho, de lo que él pudiera imaginarse. Se había saltado una de sus propias reglas para aceptarlo como teniente de a bordo y estaba decidida a perseguir siquiera cualquier sugerencia de que su condición de sobrino de Howard Clinkscales le hubiera otorgado cierto favoritismo. Y, para ser sinceros con aquel joven, parecía tener todos los ingredientes adecuados; solo faltaba que se pudiera deshacer de aquella propensión suya a la mala suerte. Aunque era la antítesis física de Jared Sutton, su último teniente de a bordo, su sempiterna timidez y determinación para lograr que las cosas salieran bien, aunque fuera al final, le recordaba muy mucho a Jared. Honor no podía olvidar el modo en el que Sutton había fallecido y cuando ella andaba con la guardia baja, el rostro de Sutton se le aparecía sobreimpresionado sobre el de Clinkscales.

Pero no había fantasmas por ahora en el puente de mando, pensó mientras oía reírse a Venizelos, sin disimulo pero sin cebarse tampoco, mientras el alférez se agachaba para recoger a tientas las carpetas. El jefe de personal se aproximó y se arrodilló para coger de debajo de un escritorio un archivador que se había ido deslizando fuera del montón principal. Después se lo acercó con una sonrisa en la boca.

—No te preocupes, chaval —escuchó Honor decir a Venizelos, pese a que el comandante había bajado la voz para que solo pudiera escucharle Clinkscales—. Tenías que haber visto mi primera cagada en un puente de mando. Por lo menos a ti se te han caído carpetas, ¡yo le tiré toda una taza de café, con leche y dos de azúcar, al primer oficial!

Clinkscales se lo quedó mirando un rato y después sonrió tímidamente, asintiendo con la cabeza en señal de gratitud, ante lo que Honor apartó la vista una vez más. Era obvio que Clinkscales se hubiera esperado que algún oficial le hubiese echado la bronca y no cabe duda de que algunos oficiales de alto rango hubieran hecho exactamente eso mismo. No en aquella tripulación, eso sí. Honor cogió aire, plena de satisfacción, porque las cosas aparentemente más pequeñas eran a menudo el mejor indicador de la cohesión y calidad humana de un equipo.

—Sí, señor. Lo siento, señor —le dijo Clinkscales a Venizelos en voz baja—. Venía de recoger estas carpetas del CIC para que el teniente Mayhew las repartiera antes de la reunión de la mañana y, bueno… —Clinkscales dejó de hablar y miró al suelo en dirección al taco de carpetas. Algunas se habían abierto al caerse y se habían escapado páginas sin orden ni concierto hasta formar una pila de confeti. Venizelos sujetó fuerte a aquel joven espigado por el hombro con la mano derecha. Con la izquierda le hizo una señal a Mayhew y él le sonrió tranquilizadoramente.

—Todavía tenemos veinte minutos, Carson. Te dará tiempo a recogerlo todo…, pero es probable que tengas que ponerte ya manos a la obra.

—Sí, señor. ¡Inmediatamente, señor!

El oficial de Inteligencia llegó y tanto él como el alférez cargaron con las carpetas hasta su escritorio. Venizelos vio cómo se marchaban y les hizo un gesto de asentimiento al trío de trabajadores que se les unió rápidamente para sumar manos a la resolución del problema. Después volvió la vista hacia Honor y le guiñó un ojo antes de regresar a su escritorio.

Sí, había química, pensó Honor para sus adentros mientras escuchaba cómo Mayhew se metía cariñosamente con Clinkscales. El rango relativamente menor del oficial de Inteligencia lo convertía en el mentor lógico del alférez, que tenía suficiente entidad como para ser una figura de autoridad, pero era demasiado joven como para que no le asustara el cargo. Mayhew parecía haber adoptado el papel con naturalidad. Con todo, espero que Carson arregle esto de la torpeza. Andy lo está haciendo bien y los demás lo están siguiendo, pero antes o después este chico va a tener que apañárselas él solo. Es un oficial, o un embrión de, bueno, da igual, y…

Nimitz la reprendió con un ruido desde la parte trasera de la silla y ella se rió mientras lo subía para acariciarle las orejas. Tenía razón. Generaciones enteras de jóvenes oficiales habían sobrevivido a la torpeza y la vergüenza y no había duda de que Carson también lo conseguiría. Y lo hiciera o no, si alguien tenía que preocuparse por ese asunto era su jefe de personal, no ella. Excepto, claro, porque esa preocupación era uno de los privilegios de estar al mando.

Honor se volvió a reír y colocó a Nimitz en su regazo para poder acariciarle como es debido.

* * *

—Y eso es más o menos todo, milady —concluyó Marcia McGinley—. La central de mandos asegura que llegaremos al menos un mes antes de que el escuadrón se reúna al completo aquí, pero tenemos informaciones que apuntan a que se nos encargarán diversas tareas durante este tiempo. Una vez que el almirante Haven Albo se haga cargo, nuestra posición y movimientos dependerán de él.

—Entendido, Marcia. Gracias. —Honor reclinó el asiento hacia atrás y recorrió con la mirada los rostros congregados en torno a la mesa de conferencias de su sala de reuniones—. ¿Has hablado de este tema con el capitán Greentree, Andy?

—Sí, milady —repuso el jefe de personal con una ligera sonrisa—. No ha escuchado nada que no hayamos escuchado nosotros y no hay nada oficial al respecto, pero ya sabe que cuando el río suena…

—¿Cómo? —Honor levantó una ceja y Venizelos se encogió de hombros.

—Su astrógrafo acaba de recibir información actualizada del sector Clairmont-Mathias, milady. Eso me dio la idea de revisar un par de cosas y resulta que el control del sistema está esperando la llegada de una caravana de TMCA en breve. Está previsto que se dirija después hacia Quest, Clairmont, Adler y Treadway, y un pajarito de la central de mandos me ha dicho que la división de acorazados que les está escoltando va a separarse de ellos aquí para unirse a la Octava Flota. Me parece que van a tener que encontrar una escolta de repuesto, milady.

—Ya veo. —Honor movió suavemente su silla de un lado a otro y después asintió con la cabeza cuando vio que Jasper Mayhew pedía la palabra con la mano levantada—. ¿Sí, Jasper?

—Creo que el comandante Venizelos está cerca de encontrar algo, milady —dijo Mayhew—. Según las últimas informaciones que he recibido del personal del gran almirante Matthews —dijo él, señalando la carpeta que tenía delante, una de las que Clinkscales había llevado hasta el puente de mando—, la mayoría de la carga de la caravana irá hacia Treadway, la última estación de ese trayecto. No tengo información detallada al respecto, pero si leemos entre líneas veremos que probablemente hay más maquinaria y posiblemente más personal, para ayudar a mejorar los astilleros que les arrebatamos a los repos. Una parte del inventario de la caravana que sí que tengo es la correspondiente a Adler. Según parece, el protector ha dado su visto a bueno al envío de marines para proteger Samovar, el planeta deshabitado del sistema, hasta que la Real Armada pueda ocuparse del lugar. Una buena parte de esta caravana está compuesta de munición, equipamiento de tierra y apoyo general para esos marines y también hay una carga razonablemente pesada de ayuda humanitaria. A juzgar por su aspecto, el sistema estaba en unas condiciones bastante pobres antes de que la Alianza sacara a los repos de allí. Los habitantes de allí parecen preferirnos a nosotros antes que a los antiguos gestores.

—¿Dices que todo esto está incluido en los últimos datos que tienes en tu poder?

—Así es, milady.

—Entonces sospecho que tanto tú como el comandante Venizelos tenéis razón cuando decís que pronto van a venir a por nosotros. Y para ser sinceros, me alegra saberlo. Tenemos un sesenta por ciento del escuadrón montado y enseguida lo pondré en funcionamiento para que contemos con algo de experiencia a nuestras espaldas en lugar de quedarnos aquí esperando de brazos cruzados en la órbita. Andy —prosiguió, girándose hacia Venizelos—, habla con tu pajarito en la central de mandos. «Sugiérele» que creemos que nosotros seríamos idóneos para esta misión en concreto. Al fin y al cabo —sonrió con una de esas muecas torcidas tan características suyas—, tendremos que hacerles saber a los jefazos que estamos listos y dispuestos, ¿no?

—Sí, milady. —El tono empleado por Venizelos conjugaba el grado exacto de respeto y resignación y una pequeña carcajada se fue extendiendo alrededor de la mesa.

—Y mientras el comandante se ocupa de eso, Carson —continuó Honor, volviéndose a su teniente de a bordo—, me gustaría que te pusieras en contacto con el capitán Greentree y con el capitán McKeon. Invítalos a ambos a cenar conmigo. Creo que tú también deberías estar, Andy; y tú también, Marcia. Si vamos a presentarnos voluntarios para hacer de escolta, me gustaría que pusiéramos en marcha unos cuantos simuladores del escuadrón antes de continuar y tal vez deberíamos también empezar a planificar la operación.

—¡Sí, milady! —Clinkscales permaneció en su asiento, pero dio la impresión de que se había levantado, cuadrado, saludado y hecho una reverencia de reconocimiento, por lo que Honor tuvo que esconder una vez más una sonrisa.

—Muy bien entonces. Creo que con eso está todo cubierto, a no ser que alguien tenga algo más que decir. —Nadie lo hizo y ella asintió satisfecha—. ¡Bien! En ese caso, si alguien me necesita estaré en el gimnasio durante una hora más o menos. Después de eso, Andy, me gustaría que tú y Marcia me dierais algunas ideas que se os vayan ocurriendo.

—Sí, milady.

—Bien. —Honor se puso de pie y subió a Nimitz de la parte trasera de su silla, colocándolo en su posición adecuada sobre su hombro mientras sus subordinados se ponían también de pie—. Gran reunión, equipo. Gracias.

Un murmullo de agradecimiento le sirvió de respuesta y ella sonrió, asintió con la cabeza una vez más y se dirigió a la escotilla, camino a la cita con su contrincante.

* * *

—El conde Haven Albo ha llegado, señor —dijo el guardia. Se quedó en pie para recibir a Hamish Alexander en aquel despacho cómodamente austero y después se retiró y cerró tras él la antigua puerta con cuidado.

—¡Ah, almirante Haven Albo! —El gran almirante Wesley Matthews se puso en pie y caminó con paso firme alrededor de su escritorio para estrecharle la mano—. Le pido disculpas por haber interrumpido su agenda, pero gracias por venir tan rápido.

—Lo cierto es que no ha interrumpido nada, gran almirante —lo alivió Haven Albo—. Mi tripulación está en medio de una simulación de batalla para el almirante Greenslade y el contraalmirante Ukovski, pero en esta solo ejercemos de árbitros. ¿Qué puedo hacer por usted, señor?

—Siéntese, por favor —le indicó Matthews para mostrarle a continuación a su invitado una de las cómodas sillas que había detrás de su escritorio. Después se sentó él mismo en otra, mientras sopesaba cómo explicarle aquello que le preocupaba. El hecho de que Hamish Alexander, a pesar de que no solo le doblaba la edad sino que era uno de los estrategas y comandantes de flota más reputados de la galaxia conocida, estuviera técnicamente por debajo en el escalafón no era de gran ayuda. De hecho, la Sexta Flota, la última que comandó Haven Albo, multiplicaba casi por ocho toda la flota espacial graysoniana, lo cual siempre había hecho que Matthews se sintiera un poco incómodo cuando le tocaba tratar con el conde siguiendo la cadena de mando formal. Sin embargo, el gran almirante tampoco estaba acostumbrado a eludir responsabilidades, así que cruzó las piernas, descansó sus manos entrelazadas sobre la rodilla derecha y se lanzó a explicar la razón por la que había invitado a Haven Albo a venir allí.

—Como sabe, milord —comenzó—, lady Harrington ha asumido el mando de su escuadrón varias semanas antes de lo que habíamos previsto. —Haven Albo se reclinó y asintió levemente con la cabeza, pero por un momento lo atravesó un… ¿algo en esos ojos de color azul hielo?—. Huelga decir que me encanta que esté de vuelta, aunque sea temporalmente —prosiguió el gran almirante—; y lo cierto es que se ha acomodado a su nueva posición con su eficacia habitual. De hecho, esa era la razón por la que quería verlo.

—¿Discúlpeme? —Haven Albo pestañeó y Matthews sonrió irónicamente.

—Como estoy seguro de que sabrá mejor que yo, milord, en toda flota siempre hay escasez de cruceros y la nuestra no es una excepción. Teniendo en cuenta nuestras necesidades en labores de vigilancia y exploración, así como las unidades de supervisión, nuestra fuerza ligera se queda pequeña.

Haven Albo asintió una vez más. Como había dicho Matthews, los cruceros siempre se quedaban escasos y esa era la razón por la que los patrones de los cruceros tenían tan poco tiempo de descanso… y también explicaba por qué cualquier oficial joven con ambiciones siempre tenía ganas de ponerse al mando de uno.

—Por desgracia, esa escasez parece más manifiesta que de costumbre —continuó Matthews— y todo el mundo en la Alianza está a la que salta a ver si pueden conseguir uno, incluido yo. Para ser exactos, almirante, me gustaría «pedirle prestado» el escuadrón de lady Harrington unas semanas.

—¿Cómo? —Haven Albo se echó aún más hacia atrás y cruzó las piernas. Se dio cuenta de que en su interior sentía una punzada de consternación, pero sus cejas, arqueadas educadamente para seguir la conversación, ni se inmutaron.

—Sí, soy consciente de que CruRon Dieciocho sigue siendo una formación perteneciente a la AEG en estos momentos, pero también soy consciente de que su estatus puede cambiar con gran rapidez mientras el resto de la Octava Flota se congrega aquí mismo. De hecho, estaría más que justificado que activase su flota central y asumiese el control de las fuerzas congregadas actualmente, en mi opinión. Esa es la razón por la que quería hablar con usted antes de tomar ninguna decisión.

—¿Qué misión tiene en mente exactamente, señor? —preguntó Haven Albo un instante después.

—Una bastante rutinaria. Tenemos una caravana principal compuesta por dieciséis o diecisiete cargueros y naves de transporte que está recorriendo la ruta entre Yeltsin y Clairmont-Mathias. Está programado que realicen envíos a varios sistemas, pero son todas naves del TMCA, así que los tiempos de tránsito serán mucho menores de los que se podría esperar.

Matthews hizo una pausa hasta que Haven Albo asintió con la cabeza dando a entender que lo había comprendido. El mando de transporte militar conjunto de la Armada era un invento del mando logístico de la RAM y de la oficina de suministros de la AEG. El mando logístico había señalado que los cargueros y las naves de transporte muy grandes, aunque tuvieran un valor incalculable en muchas circunstancias, no eran exactamente ideales en términos de flexibilidad. Naves más pequeñas del rango de cuatro a cinco millones de toneladas no podrían llevar tanta carga o a tanto personal, pero si el menor tamaño se traducía en un mayor número de cascos que lograra un tonelaje acumulado equivalente significaba que se podía llegar a más destinos simultáneamente. En tiempos de paz, los costes de la operación hubieran arruinado la propuesta (al fin y al cabo, una nave de cuatro millones de toneladas requería la misma tripulación y prácticamente la misma cantidad de combustible y mantenimiento que una embarcación de ocho millones de toneladas), pero librando una guerra contra los repos, la eficacia militar, más que la económica, se había convertido en la prioridad ineludible.

El mando de transporte militar conjunto de la Armada, compuesto por naves de tamaño medio a las que normalmente se les asignaba el envío de cargas de prioridad alta que corrían prisa (o envíos a zonas potenciales de combate), era el resultado de aquel cambio de prioridades. Y como parte del mismo afán de lograr más velocidad y mejorar la eficacia del proceso de transporte, los astilleros (manticorianos o graysonianos, según correspondiese) se habían hecho cargo de las naves para uso del mando del TMCA para su puesta a punto. Iban muy justos de tiempo como para alterar los compensadores y propulsores inerciales de grado civil, pero se les habían puesto luces laterales y sistemas de defensa de misiles, se habían mejorado los sensores y los sistemas bélicos electrónicos, hasta entonces bastante rudimentarios, además de añadirles hipergeneradores militares para que pudieran alcanzar las frecuencias eta. Dado que la mayoría de buques mercantes estaban diseñados para no ir más allá de las frecuencias delta, los generadores modificados prácticamente duplicaban la velocidad aparente sostenida que podían alcanzar las naves de TMCA.

—Aun así, no obstante —señaló Matthews—, el viaje de ida y vuelta va a tardar más o menos dos meses-T, más incluso si por alguna razón tienen que alargar las paradas más de lo previsto. Por eso quería hablar con usted antes de asignarle directamente a lady Harrington el trabajo. En muchos sentidos, su escuadrón es perfecto para el trabajo.

Está todavía a tres cuartos de su potencial pleno, pero esas naves no van a llegar por lo menos en un mes y seis cruceros pesados deberían ser suficientes para llevar al resto hacia la caravana. Al mismo tiempo, dado que no esperaba que asumiese el mando tan pronto, no se han asignado sus naves a ningún otro, lo que significa que puedo separarlas sin quitárselas a nadie que las esté utilizando. Y una misión rutinaria como esta también le daría a ella una oportunidad de poner a tono a su tripulación. Sin embargo, como la fecha de activación seguía en el aire por parte de su sede central, quería aclararlo con usted antes de separar a una de «sus» unidades durante tanto tiempo.

—Ya veo. Y le agradezco la consideración, señor —le replicó Haven Albo, frotándose la barbilla mientras pensaba. No es que haya mucho que pensar tampoco, se dijo para sus adentros. Hasta que no activemos la Octava Flota, las naves le pertenecen a Matthews. Y tiene razón cuando dice que serían ideales para ese trabajo. ¿Por qué me molesta la idea, entonces?

Haven Albo frunció mentalmente el ceño, buscando la respuesta a tal pregunta. La explicación más obvia era que Matthews también tenía razón cuando hablaba de la escasez perpetua de cruceros, así que a Haven Albo le hacía tan poca gracia como a cualquier otro comandante de la flota la perspectiva de separar un escuadrón. Pero por mucho que le hubiera tentado aceptar aquello como la razón de sus dudas, sabía que no era así. Tampoco era que el escuadrón de Harrington se fuera a marchar tanto tiempo y aunque el gran almirante Matthews tenía razón sobre lo rápido que se estaba reuniendo la Octava Flota, ambos sabían que tardaría al menos tres o cuatro meses antes de que la nueva fuerza estuviera lista para moverse contra Barnett. Habría tiempo de sobra para que un oficial del calibre de Harrington completase la misión de escolta, regresase, absorbiese a las unidades que quedaban y se asentase cómodamente en su lugar dentro de la organización de la flota.

Entonces, ¿por qué le molestaba tanto? Haven Albo masticó la pregunta un poco más, pero la respuesta ya le había venido sugerida por sí misma, solo que no quería enfrentarse a ella porque ya se sentía culpable.

Haven Albo soltó un bufido mientras lo reconocía. No sabía exactamente qué había hecho, pero no era capaz de sacudirse una certeza inexplicable de que la salida apresurada de Honor Harrington de su hacienda era en cierto modo culpa suya. Ella no había dicho ni hecho nada que sugiriera tal posibilidad, pero él había detectado cierta tensión que nunca antes había estado ahí. Una especie de… incomodidad. Fuera lo que fuera, había comenzado esa mañana en la biblioteca y mientras pensaba en todo aquello se frotaba el mentón con más fuerza para tratar de esconder la tensión de su mandíbula para que Matthews no se diese cuenta mientras él recordaba su confrontación (si es que aquella era la palabra) y sus secuelas. ¿Habría dejado entrever su repentino y radical cambio de actitud hacia ella? Había intentado no hacerlo y después de tantos años de servicio naval con sus frecuentes exposiciones a las volteretas políticas en los conflictos del Reino Estelar, habría jurado que su cara estaba lo suficientemente bien entrenada como para esconder cualquier cosa que él quisiera. Pero esa era la única razón que se le ocurría por la que ella se hubiera puesto abruptamente mucho más a la defensiva (mucho más… recelosa), al menos que él supiera. ¿Se habría enterado? Indudablemente tenía una extraña habilidad para leerle la mente a la gente que la rodeaba. Él no era el único que se había dado cuenta, pensó, recordando las conversaciones con Mark Sarnow, Yancey Parks y otros oficiales de a bordo con los que ella había prestado servicio. ¿Habría detectado ella sus sentimientos con su intuición o con lo que fuera que ella tenía a su disposición? ¿Habría malinterpretado su reacción, o incluso temido que él hiciera uso de su rango con vistas a su próxima incorporación como oficial al mando para forzarla a tener relaciones íntimas con él? ¡Claro que no! Ella lo conocía lo suficiente como para saber que no haría algo así. ¡Tenía que conocerlo lo suficiente! Pero incluso pensando aquello, otra pequeña parte de él se preguntaba si tal vez ella habría estado más equivocada como para temer algo así tal y como él prefería pensar. Él nunca había hecho nada semejante antes y siempre había creído que no lo haría jamás; no en vano despreciaba a cualquiera, hombre o mujer, que intentara explotar su cargo de esa manera. Y pese a todo debía admitir que nunca había sentido nada como… como lo que fuera que había sentido aquella noche. Y, reconoció con sentimiento de culpa, no eres el santo que te gusta que la gente que te admira piense que eres, ¿verdad, Hamish?

Haven Albo cerró los ojos y respiró hondo. Él amaba a su mujer. La había amado desde el día que la conoció y la amaría hasta el día que muriese y ella lo sabía. Pero ella también sabía que, aunque nunca habían hablado del tema, él había tenido más de una aventura desde que aquel extraño accidente la había dejado postrada en una silla de ruedas. No había forma (tal vez no la volviera a haber nunca) de que pudieran volver a tener relaciones físicas. Los dos lo sabían y por eso Emily miraba hacia otro lado cuando salía a la luz alguna de las aventuras ocasionales de él. Sabía que eran solo temporales y que esas amantes puntuales eran mujeres que a él le gustaban y en las que confiaba pero a las que no amaba, no como la amaba a ella y como siempre la amaría. Ella era la persona a la que él siempre regresaba, porque compartían todo excepto una forma de intimidad que habían perdido para siempre. Él sabía que aquello le hacía daño a ella, no tanto porque le estuviera siendo «infiel», sino porque le recordaba aquello que había perdido y porque su «infidelidad» podría causarle más daño todavía si se hiciera pública.

Por eso el siempre era prudente… y se cuidaba muy mucho de evitar cualquier tipo de relación que pudiera llegar a algo más que una amistad.

Pero ya no estaba seguro de sí mismo y eso le dolía muy dentro, allí donde se encontraba su confianza en sí mismo y su capacidad de creer en él. Nunca había sentido algo parecido a aquel súbito momento de sofoco en el que miró a Honor Harrington y no vio solo a la oficial, sino a la mujer a la que nunca antes había visto. No era solo que fuera atractiva, que lo era, a su manera, exótica y esculpida. Había perdido la cuenta de las mujeres (y hombres) despampanantes que había visto en una sociedad en la que la bioestética se había vuelto tan de uso común como los aparatos dentales en los días anteriores a la navegación espacial; y aunque la simple belleza física tenía la capacidad de seguir entrándole por los ojos, ya no era capaz de cautivar sus pensamientos de esa manera.

No, su respuesta se debía a algo mucho más profundo, una parte elemental de ella que le había tocado en alguna parte mucho más dentro. Al margen de algún apretón de manos ocasional o de algún roce en el hombro o en el codo, él nunca la había tocado, pero aquello que le había despertado ella no lo había conseguido despertar ninguna de las mujeres que habían llegado a ser sus amantes, y aquella sensación lo aterraba. Una cosa era buscar a otra que le proporcionara la intimidad física que Emily no podía darle ni recibir de él; pero era otra totalmente distinta (de una manera oscura y terrorífica) sentirse atraído con tanta intensidad por otra mujer. Sobre todo una a la que no solo le doblaba la edad, sino que encima era subordinada suya. Desde cualquier perspectiva que se pudiera analizar, Honor Harrington no sería nunca nada más que una colega de trabajo y él lo sabía.

Pero una parte de ti no quiere creer eso, ¿a que no, Hamish?, le replicó su conciencia sin piedad. ¿Y si no quieres creerlo? ¿Y si ella te ha pillado? Tal vez entonces hizo bien en poner distancia de por medio. Y mientras todo esto sucede, milord, ¿qué coño piensas hacer? ¿Vas a permitirte actuar como un adolescente atestado de testosterona, o vas a tener presente que eres un oficial de la reina y que ella es otra oficial…?

Haven Albo se dio cuenta de que Matthews lo miraba fijamente y él meneó la cabeza como si se quisiera quitar una mosca de encima. No cabía duda de que Matthews se preguntaba cuál era el problema. La proposición estaba clara y la misión de escolta también, y teniendo en cuenta a quién informaba el Decimoctavo escuadrón de cruceros, toda aquella reunión era poco más que una cortesía profesional.

—Perdóneme, gran almirante —se disculpó el conde—. Me temo que he empezado a mover naves en mi cabeza y me he distraído. Por lo que yo sé, lady Harrington y su escuadrón sería una elección ideal para la misión que ha descrito usted. Obviamente, me gustaría tenerla conmigo cuando empecemos a juntar la flota. A pesar de que su rango manticoriano es relativamente bajo, tengo pensado asignarle un papel fundamental en la coordinación y el desplazamiento de mis unidades de vigilancia, lo cual también me permitirá aprovecharme de su estatus en la AEG. Pero debería tener tiempo de sobra para gestionar todo eso antes de volver. Le agradezco que me informe de sus intenciones, por supuesto, no tengo objeción alguna que hacer al respecto.

—Gracias, milord. —Matthews se puso en pie, extendió la mano una vez más y acompañó al conde hasta la puerta mientras se volvían a estrechar las manos—. Supongo —añadió el graysoniano con una sonrisa irónica mientras abría personalmente la puerta— que la verdadera razón por la que quería hablar de este tema con usted es que me sentía un poco culpable por robarle a lady Harrington. Ya no quedan buenos oficiales en ninguna Armada y cuando consigues a uno como ella, bueno… —Matthews se encogió de hombros—. A cualquiera de los almirantes que conozco le gustaría contar con ella.

—Por supuesto, señor —apostilló Haven Albo. ¡Pero para cuando regrese, añadió mentalmente, tal vez este almirante se habrá aclarado la cabeza y se habrá dado cuenta de que tiene que estarse quietecito en lo que a ella respecta!