6
El rostro de Esther McQueen, preparado a conciencia para estas lides, ocultó la sorpresa moderada que seguía produciéndole que Rob Pierre y Oscar Saint-Just se hubieran arrodillado ante ella a su llegada. Habían hecho lo mismo en las ocasiones anteriores en las que ella se había visto con uno de ellos o con los dos a la vez y curiosamente, estaba segura de que aquel gesto de cortesía era de verdad y no escondía ningún propósito manipulador. No porque hubiese cometido el error de olvidar que aquellos dos hombres fueran consumados manipuladores, sino porque, en sus relaciones personales, ambos habían demostrado rutinariamente una cortesía de vieja escuela que resultaba casi grotesca sobre el telón de fondo de una República agonizante como aquella.
Porque aquello era agonía, pensó gravemente mientras atravesaba la espesa alfombra de la pequeña sala de conferencias para estrecharles la mano a sus anfitriones. Su propio encuentro con los igualitaristas era prueba suficiente de que así era… como lo eran los enormes cementerios masivos que habían hecho falta para hacer frente al comienzo de la debacle.
Nadie había sido capaz de hacer un cálculo preciso de a cuántos había matado cada bando, algo de lo que McQueen se alegraba. Según Información Pública, por supuesto, prácticamente todas las bajas habían sido provocadas por los insurrectos y McQueen no sabía si dar gracias o enfadarse. Por un lado, no le apetecía ser recordada como una asesina de masas, por más necesario que aquello hubiera sido. Por otro, cualquier individuo pensante que escuchase aquellos informes sabría que eran patrañas (no podían usarse armas modernas en una ciudad del tamaño de Nuevo París sin llevarse por delante a un montón de gente, por muy nobles que fueran los motivos), porque nadie iba a creerse que ella les hubiera dado la espalda de ese modo.
Lo cierto, y ella lo sabía, era que estaba atrapada en una situación en la que iba a salir perdiendo de todas formas, al menos en lo que a la cifra de bajas se refería… y no solo con el público. No era ella la que se había sacado de la manga las minicabezas nucleares que los igualitaristas habían metido de contrabando en la sede central de Seguridad Estatal en la capital. Aquellas bombas habían cumplido su cometido y se habían quitado de en medio al único personal de tierra de Seguridad Estatal que podía haber sido desplazado para marcar la diferencia. Era obvio que los líderes igualitaristas habían pensado que masacrar a los civiles que estaban a su alrededor merecía la pena. McQueen prefería pensar que ella no era así, pero la misma honestidad brutal que hacía de ella una muy eficaz comandante de campo no se lo permitió.
La única diferencia de verdad, se dijo para sus adentros, es que al menos no fui yo quien empezó todo esto. Pero sí que respondí cuando me vi metida en el ajo, ¿verdad? Mis ataques cinéticos fueron más «limpios» que los suyos, pero ¿a un niño de seis años le va a importar si el rayo que le va a incinerar procede de una fusión reactiva o no?
Pero el tema era aquel, ¿verdad? Eran los igualitaristas quienes habían «empezado» y el hecho de que hubieran optado por lo que extrañamente seguía recibiendo el nombre de «armas de destrucción masiva» no hacía más que poner de relieve el carácter de sus procesos mentales. Ella sabía de antemano lo que tenían en mente y había visto las ganas que tenían de llevarlo a cabo y si había hecho lo que había hecho era porque las consecuencias de no haber hecho nada hubieran sido todavía peores. Ella tenía que tomar decisiones bajo más presión que en ningún momento de la defensa de la Estrella de Trevor, pero siempre había tenido tiempo para revisar las decisiones al detalle y estaba convencida de que había optado por las adecuadas. La parte mala de todo aquello es que incluso sabiendo que había hecho lo correcto, incluso sabiendo que no tenía alternativa, tendría que vivir sabiendo que probablemente había matado al menos a tanta gente como los igualitaristas. ¿Sí? Pues lo mismo sí… pero al contrario que ellos, al menos me llevé a algunos de los culpables por delante, ¡por Dios!
Y ella también, se dijo para sus adentros mientras se acomodaba en la silla que SaintJust había retirado de la mesa para ella. Si su designación al frente del Comité de Seguridad Pública había sido la recompensa que le habían dado por aquello, se podía considerar justa. Además, hacía falta fuerza bruta para poner en orden algo tan deslavazado como la República Popular de Haven y algún día ella iba a tener el poder suficiente como para capturar a más culpables… empezando por los dos que tenía sentados allí en la sala de conferencias.
—Me alegra ver que ha recuperado su movilidad, ciudadana almirante —dijo Pierre rompiendo el hielo, a lo que McQueen le respondió con una sonrisa. Las costillas rotas («machacadas» era una palabra más adecuada, probablemente) con las que se saldó la caída de su pinaza hacia el final de la batalla habían acabado produciéndole daños internos más graves. Las intervenciones quirúrgicas y un rápido proceso de recuperación habían conseguido arreglar las cosas con celeridad. La rapidez no había sido, sin embargo, tan eficaz con los huesos. Seguían soldándose a la antigua usanza, lo cual ralentizaba mucho el proceso, teniendo en cuenta que la mayor parte del lado derecho de su caja torácica había quedado reducida a astillas. Las costillas tardaron más de dos meses-T para acabar de soldar y todavía le quedaba una cierta rigidez.
—Gracias —repuso ella—. Me siento mejor también, ciudadano presidente, y…
—Por favor, ciudadana almirante… Esther —la interrumpió Pierre, alzando levemente la mano para corregirla—. Intentamos no ser tan formales en privado, al menos entre nosotros.
—Ya veo… Rob. —El nombre le supo raro al salir de la lengua y aquello no era sino un nuevo toque de surrealismo, como la cortesía con la que él se había levantado para saludarla. Ella no sería nunca lo suficientemente ingenua como para creer que aquel hombre la veía solo como un expediente temporalmente necesario y desde luego ella no tenía intención alguna de dejarlo con vida cuando ese momento llegase. Y, pese a todo, allí estaban los dos, representando su papel con la etiqueta adecuada mientras la República estaba envuelta en llamas.
—Gracias —prosiguió ella—. Como iba diciendo, pese a todo, me siento mucho mejor. Por eso solicité audiencia contigo y con el ci… Oscar esta mañana. Estoy lista para volver al trabajo, pero en nuestras conversaciones anteriores hubo cosas que no quedaron claras del todo. Tenía la esperanza de que me pudierais explicar qué tenéis pensado que haga.
McQueen le volvió a sonreír y él se recostó en su enorme escaño de la presidencia de la mesa mientras consideraba su petición. Todas las sillas de la sala de conferencias eran grandes y tan cómodas que casi daba vergüenza, pero la suya era la más impresionante de todas y, mientras él se sujetaba un codo con la mano opuesta y hacía desfilar sus dedos bajo el mentón como si fuera un rey coronado, a McQueen se le dibujó de pronto la imagen mental de una araña en el centro de su red. Era un cliché muy manido, y ella lo sabía, pero no por ello dejaba de ser absolutamente adecuado.
Pierre se quedó sentado otro buen rato, contemplando a aquella mujer de cuerpo menudo y pelo oscuro que estaba en el otro extremo de la mesa. Sus ojos verdes mostraban una cortesía moderadamente respetuosa y, a pesar del galón dorado y la plétora de condecoraciones en aquel uniforme impecable, apenas tenía pinta de ser una comandante militar sanguinaria y cerebral. Por otra parte, Oscar Saint-Just tampoco tenía mucha pinta de ser el cerebro de Seguridad Estatal. Era algo que merecía la pena tener en cuenta, musitó para sus adentros, porque él mismo se había servido del aspecto aparentemente inofensivo de Saint-Just para dar un toque letal a la planificación y ejecución de su golpe.
Pero por ahora, al menos, parecía que McQueen sabía acatar la disciplina. Oficialmente, había formado parte del Comité durante casi tres meses, pero también había aceptado la situación, igualmente oficial, de que sus lesiones le impedían asumir sus obligaciones inmediatamente. Debería habérselo pensado mejor, porque por muy dolorosos que fueran, los daños no habían llegado hasta el punto de incapacitarla para el trabajo; pero el caso es que a ella le pareció mejor fingir lo contrario que presionar a sus superiores.
Probablemente no sabía que una de las principales razones que explicaban aquel retraso era el intento de sacar a Cordelia Ransom y sus extremados prejuicios antimilitares fuera de Haven, por supuesto. Cordelia podía haber dado el visto bueno al ascenso de McQueen (en público, al menos), pero aquello tampoco le había llevado a Pierre a pensar que lo aceptaba de verdad y no estaba preparado para soportar los rifirrafes entre ella y la ciudadana almirante, al menos hasta que McQueen la tuviera bajo control.
Él no tenía intención alguna de decirle aquello, no obstante, y había aprovechado la oportunidad para observar cómo respondía como un indicador de lo dispuesta que estaba a aceptar que se le pusieran límites. Llegado el momento, ella esperó pacientemente, aceptando la ficción oficial de que el retraso solo se daba para darle tiempo a que se curase y Pierre sabía por Saint-Just que ella había recibido el visto bueno de los médicos antes de pedir aquella reunión.
Todo aquello era una señal o buena o muy mala. Su popularidad con la chusma de Nuevo París había disparado la versión de quién había conseguido detener el avance de los igualitaristas. Información Pública había volcado todos sus esfuerzos en minimizar el papel del resto de fuerzas de seguridad (muchas de las cuales, Pierre lo admitía, habían batallado de hecho con una tenacidad y un coraje infinitamente mayor que lo que él mismo se esperaba), pero había demasiada gente que sabía lo que había pasado de verdad. Por eso la reputación actual de McQueen como la comandante que había conseguido resistir en la Estrella de Trevor más de dieciocho meses-T se había visto fortalecida por su decisiva participación en la preservación de «la revolución del pueblo». El hecho de que probablemente hubiera matado al menos a tantos amigos y vecinos como los igualitaristas significaba bien poco para la chusma. En última instancia, su respaldo era bastante voluble, como sabía mejor que nadie Rob S. Pierre, pero por el momento, era la princesa del pueblo y podía haber usado aquello para exigir un papel inmediato y significativo en el Comité. De hecho, él se temía que fuera eso precisamente lo que fuera a hacer ella; así que él y Saint-Just habían organizado los preparativos en la sombra para que ella sufriera de repente unas complicaciones médicas inesperadas en el caso de que reaccionara por esa vía.
Pero no. En lugar de eso, había aceptado el agradecimiento del Comité y el ofrecimiento de un asiento en aquel lugar, si no con modestia, sí sin arrogancia, al menos. Aquello también había pasado por ser, a juicio del radar mental de Pierre, exactamente la actitud que debía ser, porque cualquier modestia por su parte hubiera sonado falsa. Ella sabía tan bien como él quién había salvado al Comité… y que no se le hubiera ofrecido un asiento en él ahora si Pierre no hubiese creído que la necesitaba. Y pese a todo, ella parecía estar preparada para recibir las cosas según fueran viniendo, sin meter prisas ni tratando de forzar aperturismos, justo al igual que siempre; de puertas para fuera, al menos, había acatado las órdenes del Almirantazgo. Si sus actos eran un fiel reflejo de lo que le pasaba por la cabeza, estaba muy bien y Pierre se permitió pensar que era así realmente como estaba sucediendo.
Aunque no iba a ponerse a sacar conclusiones de aquello. Los planes de emergencia que ella, de algún modo, había conseguido esconder ante las mismísimas narices del ciudadano comisario Fontein, habían supuesto una parte fundamental, posiblemente casi decisiva, a la hora de salvar al Comité, pero lo cierto es que tampoco debería haber sido capaz de llevarlos a cabo. Por supuesto, su capacidad para inspirar el tipo de lealtad personal que hacía que hombres y mujeres la acompañaran hasta el campo de batalla era una de las cosas que la volvía tan valiosa como oficial militar. Pero era también el tipo de capacidad que podía convencer a los subordinados de la necesidad de llevar a cabo planes no autorizados o, para emplear una expresión más fea, conspirar con ella para saltarse la autoridad civil, y esa era la razón específica por la que Oscar Saint-Just había escogido a Erasmus Fontein para que fuera el comisario que la vigilara.
Fontein era uno de los hombres de Seguridad Estatal más capaces que había tenido y, pese a todo, su aspecto era el de un incompetente absoluto. La teoría, a la que Pierre había dado su visto bueno, era que McQueen se sentiría relativamente poco amenazada (y por tanto menos consciente en términos de seguridad) si la persona a la que se le asignaba su vigilancia era un idiota y Fontein se había tomado todas las molestias del mundo para convencerla de que era casi tan inepto como aparentaba. A juzgar por todo lo visto hasta entonces, lo había conseguido, al menos hasta que la necesidad de detener a los igualitaristas había exigido que se quitara la careta y tuviese una actuación decisiva en colaboración con ella. No obstante, ella había seguido adoptando suficientes precauciones como para ocultarle aquella planificación de emergencia. No solo parcial, sino completamente.
Su informe había sido descarnadamente honesto, pues admitía sin ambages que lo había cogido completamente por sorpresa. A Pierre le encantaba su franqueza; muchos otros hubieran andado enredando para tapar sus propios errores en lugar de sacar las conclusiones adecuadas y presentarlas ante sus superiores; pero Fontein era un profesional. Se había asegurado de que sus superiores se percataran de lo que implicaba todo aquello y Pierre se dio por enterado del aviso. Si ella se había preocupado por disimular tan bien delante de alguien al que tenía por idiota, iba a tener todavía más cuidado con gente a la que no consideraba tonta. Y esa era la razón por la que el impecable comportamiento de McQueen preocupaba a Pierre casi más que los esfuerzos inmediatos por construir una zona de influencia personal. Al margen de su conversación con Cordelia, él sabía que Esther McQueen podría acabar revelándose como un arma de doble filo y no tenía intención alguna de acabar cortándose los dedos.
Pero también se dio cuenta de lo fácil que le podía resultar a alguien de su rango pensarse las cosas dos y tres veces para no acabar haciendo nada, incluso aunque fuese algo desastroso lo que se cerniese sobre él, solo por la infinidad de peligros potenciales que tal vez no llegaran a materializarse nunca. Envuelto en esos pensamientos, sonrió y asintió con la cabeza sin dejar de mirarla.
—La verdad es que te deberíamos haber explicado lo que teníamos en mente hace semanas, Esther, y me disculpo por la lentitud con la que te hemos ido facilitando la información. Obviamente, con todas las cosas que teníamos entre manos por el intento de golpe fallido, se ha producido un desbarajuste en nuestros calendarios, pero para ser totalmente sinceros, también había aspectos políticos que debíamos tener en cuenta. Como estoy seguro de que sabrás, no todos los miembros del Comité están precisamente entusiasmados ante la idea de darles representación directa a los militares.
—Puedo aceptar que su falta de entusiasmo exista, pero eso no significa que piense que esté justificada —replicó McQueen sin inmutarse.
—Nadie en su sano juicio podría esperar que lo pensases. —La voz de Pierre tenía un tono igualmente tranquilo y sus ojos se encontraron como si fueran dos duelistas de esgrima que se escrutan las guardias mutuamente. No era precisamente un choque de egos, pero se le parecía mucho más que cualquier otra cosa que nadie (aparte de Cordelia) se hubiera atrevido a sostener con Pierre en más de un año-T. Y Pierre sintió un ligero subidón al notar cómo sus floretes se encontraban—. Los prejuicios siguen estando ahí, no obstante —continuó—, y quería dejar las cosas un poco arregladas antes de permitirte ingresar como miembro de pleno derecho.
—¿Debo interpretar que ya se ha dispuesto todo como debe?
—Debes —suscribió Pierre. No le pareció que hubiera razón alguna para añadir que, dada su popularidad con la chusma, su nombramiento ante el Comité, por muy de cara a la galería que hubiese podido ser, había desempeñado un papel crucial para que las cosas se pusieran en orden. Solo un tonto, algo que estaba claro que ella no era, no se habría enterado de aquello; pero tampoco le haría daño si conseguía convencerla de que él pensaba que ella era suficientemente estúpida como para pensar que él pensaba que ella no lo sabía—. De hecho, si no hubieras solicitado esta reunión, yo te habría pedido que te reunieras con Oscar y conmigo dentro de uno o dos días.
Ahora fue ella la que se reclinó en la silla mientras hacía una mueca con la ceja sin articular palabra, a lo que él respondió con una sonrisa. Enseguida la sonrisa se desvaneció y la voz de él se fue volviendo más grave según se iba incorporando hacia delante.
—El intento de golpe de los igualitaristas ha puesto al descubierto un nuevo problema y ha vuelto a enfatizar varios que ya conocíamos —dijo él—. El nuevo es el hecho de que los igualitaristas consiguieron infiltrarse en el Comité. Desde un punto de vista puramente militar, no habrían sido capaces de colocar las bombas en su sitio o sabotear nuestra red de mando sin recibir ayuda de alguien de dentro y, desde un punto de vista político, tenían que contar con haber puesto al menos a alguno de los miembros del presente Comité vía HD para legitimar su golpe después de las hostilidades. Estoy seguro de que en sus cálculos habrían contado con tener de su parte a unas cuantas marionetas obedientes con solo poner unos cuantos arma de pulsos en nuestros templos, pero por muy locos que estuvieran los igualitaristas, LaBoeuf y su equipo personal eran inteligentes y peligrosos. Mi opinión, y Oscar también la comparte, es que nunca hubieran hecho ningún movimiento sin estar seguros de que tenían un respaldo voluntario y a largo plazo de, al menos, parte del Comité. Por desgracia, no hemos sido capaces de identificar quiénes son esas personas, lo cual significa que existe un problema grave de seguridad interna del que no teníamos información anteriormente.
—Los hombres de Oscar —dijo Pierre asintiendo mientras miraba a Saint-Just— están trabajando en ello. No hemos sacado nada en claro todavía, pero seguirán investigando hasta que den con los topos. Mientras tanto, barajamos la posibilidad de reducir drásticamente el número de miembros del Comité. Por el momento, estamos contemplando un recorte de tal vez el cincuenta por ciento de los miembros actuales. No podemos tomar una medida tan drástica inmediatamente, por supuesto, y no podemos estar seguros de que todos los elementos no del todo fiables serán extirpados con esta purga. Pero sí podemos volcarnos, no obstante, en retener a la gente de la que más nos fiamos.
Pierre se detuvo un instante, observando la cara de McQueen. Lo que le acababa de decir significaba que le prometía que ella se quedaría como miembro del nuevo Comité adelgazado, pero ella no evidenciaba señal alguna de que se estuviese enterando. Salvo por unos labios levemente apretados y un ligero movimiento de cabeza para certificar que estaba entendiendo las palabras que le llegaban, su expresión calmada y atenta era un páramo de emociones.
—Como digo, eso tendrá que esperar, al menos un tiempo —prosiguió Pierre—; pero podemos empezar a encargarnos de los problemas que ya conocemos. Entre nosotros, los mantis y los legislaturistas, a nuestro ejército lo están jodiendo constantemente, Esther. Los mantis, al menos, tienen la obligación de intentar batirnos, pero nosotros, y en ese «nosotros» incluyo al Comité de Seguridad Pública y a Seguridad Estatal, tampoco nos hemos quedado cortos a la hora de fustigar a nuestra propia Armada. Pues bien, es hora de dejar de culpar a la Armada por sus fracasos y admitir que tiene problemas que nosotros hemos creado. Problemas que queremos que tú soluciones.
A pesar de su autocontrol, McQueen no pudo evitar un pestañeo de sorpresa. No se esperaba ese grado de franqueza por parte de un político, mucho menos un reconocimiento tan sincero de su propia responsabilidad por los desastres en los que se había visto inmersa la flota. La brevedad con la que Pierre había reconocido tal cosa le otorgaba más importancia si cabe, así que ella se tomó su tiempo para pensar durante unos segundos antes de responder.
—No puedo estar más de acuerdo con lo que acaba de decir, ciudadano presidente —concluyó, hablando con un tono de voz deliberadamente formal—. Probablemente yo no lo hubiera dicho así, no al menos en ese número de palabras, en todo caso, porque sería poco apropiado para un oficial en activo realizar unas… declaraciones tan francas. Sin embargo, estoy muy satisfecha de escuchárselas decir a usted. Si usted y el hombre del Comité Saint-Just creen eso de verdad, y si están dispuestos a apoyarme, creo que puedo empezar a reparar los desperfectos más graves. Seré sincera, no obstante. Sin un grado razonable de libertad de acción, cualquier cosa que pueda conseguir será limitada.
McQueen realizó una nueva pausa mientras sentía como un hilillo de sudor muy pequeño le recorría el nacimiento del pelo, señal del compromiso abierto que estaba manifestando. Estaba yendo un poco más lejos que Pierre y ella lo sabía; pero su expresión no mostró signo alguno de que así fuera.
—Ya veo —murmuró Pierre, volviendo la vista hacia Saint-Just antes de volver a dirigirla hacia McQueen—. Antes de que nos metamos con las esferas de autoridad y acción, sería una buena idea que nos asegurásemos de que estamos de acuerdo en lo que hay que arreglar. Pongamos por caso que tú nos dices cuáles crees que son nuestras mayores debilidades militares.
La capa de hielo que había bajo sus pies se volvía cada vez más fina, pero McQueen sentía algo muy parecido al subidón de adrenalina que se desataba en cada combate. No era ansiedad, exactamente, pero se le parecía mucho. Y con toda la ambición que pudiera tener, ella era una almirante. Se había pasado décadas aprendiendo su oficio y la flota era toda su vida. Pasara lo que pasara después, se le había dado la oportunidad para hablar en nombre de la Armada ante el par de oídos que realmente podía hacer algo al respecto, así que miró fijamente al hombre más poderoso de la República Popular y abrió los brazos ante la oportunidad que se le brindaba.
—Nuestro mayor problema —dijo con precisión— es el hecho de que nuestros oficiales tienen la misma iniciativa que un cadáver de tres días. Soy consciente de que los militares tienen que rendir cuentas ante la autoridad civil. Aquello era un dogma de fe incluso en tiempos de los legislaturistas y es incluso más cierto ahora que entonces. Pero hay una diferencia entre la obediencia a las órdenes y el terror a emprender cualquier acción si no hay órdenes que las impulsen; y para ser sinceros, Seguridad Estatal ha ido muy lejos. —Sus ojos verdes se giraron para encontrarse con los de Saint-Just sin titubear—. La presión bajo la que se ha obligado a vivir a todo nuestro personal, pero especialmente a nuestros oficiales, es excesiva.
»Se puede someter a hombres y mujeres, pero lo que le hace falta a una Armada es liderazgo e iniciativa inteligente, no obediencia ciega. No estoy hablando de desobedecer órdenes procedentes de una autoridad superior; estoy hablando de que los oficiales de alto rango puedan emplear su propio criterio cuando las situaciones que se presenten escapen a los mandatos de las órdenes fijadas. La reciente intentona golpista es la prueba más evidente de la debilidad que crea la falta de iniciativa. Permítame recordarle que incluso cuando los igualitaristas empezaron a detonar artefactos nucleares en el corazón de Nuevo París, no hubo un solo oficial de alto rango de la flota capital que moviera un solo dedo para echarme una mano. Tenían miedo de hacerlo, miedo de que alguien pudiera pensar que estaba apoyando a los insurgentes hasta el punto de que, incluso en el caso de que sobrevivieran a la batalla, Seguridad Estatal les fuera a estar esperando para pegarles un tiro en cuanto se despejase la humareda.
McQueen hizo una pausa para coger aire y Pierre comenzó a notar un halo de ira brotando en su interior. Pero entonces se obligó a sí mismo a detenerse y a pensar por qué sentía aquello, ante lo cual no le quedó más remedio que hacer una mueca de disgusto. Se dio cuenta de que era el tono que ella estaba empleando, pero también lo que estaba diciendo. No estaba despotricando, porque su tono de voz demostraba que estaba calmada. Ni siquiera estaba dándole la charla. Pero tampoco estaba tratando de pedir perdón por sus palabras y en sus ojos había verdadera pasión.
Bueno, tú le preguntaste a ella que te dijera qué era lo que le parecía que funcionaba mal, ¿no? Si no te gusta lo que escuchas, ¿de quién es la culpa? ¿Suya? ¿O de la gente que ha preparado este desaguisado?
En el fondo le daban igual las respuestas que brotaban ante él de manera natural. De lo que estaba seguro es de que la quería para el puesto, porque la veía capaz de hacer un buen trabajo y no podría hacerlo a no ser que identificase primero los problemas. Era solo que no estaba acostumbrado a que le pusieran los problemas de los militares encima de la mesa de esa manera tan directa y no se había planteado hasta qué punto podría escocer escucharlos a bocajarro.
—Es cierto que la falta de iniciativa era uno de los problemas que yo había detectado —le dijo él en un tono deliberadamente desapasionado—. A juzgar por tu tono de voz, no obstante, ¿debo interpretar que tienes otros problemas en mente?
—Ciudadano presidente, podría estar horas hablando de todos los problemas que tenemos —le contestó ella con franqueza—. La mayoría de ellos, no obstante, los pueden solucionar oficiales que crean que gozan del respaldo de sus superiores, y que estos consideren que sus errores que no tienen mala intención, que no son traiciones, simplemente errores sin mala intención, oficiales que crean que no van a acabar ejecutados o con sus familias entre rejas. La falta de iniciativa es solo un síntoma del verdadero problema, señor. Nuestros oficiales están demasiado ocupados mirando por encima del hombro como para concentrarse en el enemigo. No tienen miedo de actuar por su cuenta, tienen miedo de no obedecer órdenes que saben de buena tinta que carecen de relevancia en el momento que las reciben. Y al margen de otras cuestiones, cargarse a los oficiales que han hecho cuanto estaba en su mano y, pese a todo, han fracasado, implica también que nunca van a tener la oportunidad de aprender de sus errores. Para llevar a buen puerto una guerra hace falta un ejército profesional con confianza en sí mismo y en la estructura que lo respalda. Por el momento, seguimos intentando reconstruir el nivel de habilidades profesionales que teníamos antes del golpe y no tenemos confianza en nosotros mismos, en la calidad de nuestras armas, o en, lo siento pero tengo que decirlo, el respaldo de nuestros líderes civiles.
McQueen se volvió a sentar y se dio cuenta de repente de que su sinceridad había ido mucho más lejos de lo que pretendía cuando entró en la sala. Y, pensó para sus adentros en el fondo, en la razón, ya que lo había hecho sin pensar ni lo más mínimo en cómo podía afectar a su propia posición después. Los acontecimientos de los seis últimos meses la debían de haber carcomido por dentro todavía más de lo que ella se imaginaba, porque sus palabras le habían salido del corazón y, al margen de la ambición que pudiera tener, sentía todo lo que había dicho.
Sin embargo, el silencio de las otras dos personas sentadas a aquella mesa la devolvió rápidamente a la tierra, así que cerró la mano derecha y se la llevó hacia su regazo por debajo de la mesa mientras se maldecía por haber perdido el control de su propia lengua. ¿Había llegado tan lejos solo para despedirse de su oportunidad en el último minuto?
Pierre miró escrutadoramente a Saint-Just y el comandante de Seguridad de Estado frunció el ceño. Después se encogió de hombros tan tímidamente que solo alguien que la conociera bien se habría dado cuenta. Asintió levemente con la cabeza y Pierre se volvió de nuevo hacia McQueen.
—Lo creas o no, estoy de acuerdo contigo —dijo tan tranquilo antes de sonreír levemente, a lo que ella respondió relajando los hombros en señal de alivio—. Pero al mismo tiempo, debo advertirte de que no todo el mundo en el Comité, ni siquiera en la versión reducida que tenemos en mente, va a compartir tal afirmación. Y para ser completamente honesto, tengo serias dudas sobre lo lejos que nos podemos permitir llegar, a corto plazo, al menos, con respecto a los problemas que has detectado. Obviamente, lo que preferirías sería una vuelta a una cadena de mando militar organizada de un modo más clásico, pero sigue habiendo elementos de poca confianza dentro de los militares; cuando menos porque nuestras políticas actuales los han creado. Me temo que nos hemos ido acorralando a nosotros mismos en una esquina de la que no podemos salir de la noche a la mañana.
Pierre reconoció aquello sin que le dolieran prendas y McQueen notó que se le escapaba una sonrisilla amarga al escuchar las palabras qué él había empleado. «Una cadena de mando militar organizada de un modo más clásico», claro que sí. Bueno, esa era una manera de decir que lo que quería ella era mandar a los comisarios populares por la primera esclusa que encontrara. ¡O tal vez fuese capaz de meterlos en sus lanzamisiles y arrojárselos al enemigo para que pudieran hacer alguna contribución de verdad al esfuerzo bélico! Por un momento se permitió el lujo de imaginar una salva entera de Erasmus Fonteins, pero enseguida volvió en sí. Ya soñaría despierta más tarde; ahora mismo tenía que concentrarse en el asunto que se traían entre manos.
—Me hago cargo de que no podemos cambiar todo al instante —dijo ella—, pero tampoco podemos permitirnos esperar demasiado antes de empezar a hacer cambios. Las transferencias de tecnología que estamos recibiendo de la Liga Solariana deberían ayudarnos a recobrar al menos parte de la confianza en nuestro armamento, pero la superioridad técnica no es la única razón por la que los mantis nos están poniendo contra las cuerdas. Sus oficiales tienen la capacidad de pensar por sí mismos. Se adaptan a las condiciones de cada batalla y saben modificar los planes sobre la marcha dentro del marco de las órdenes que reciben, en lugar de seguir al pie de la letra directrices que pueden no tener sentido en el momento de recibirlas debido al curso cambiante de la situación. Y cuando uno de sus almirantes da una orden, la da personalmente. No tiene que consultarla con nadie, y sabe que su gente obedecerá esa orden y que sus superiores no se la cargarán solo por haber cometido un error.
McQueen miró a los dos hombres que tenía enfrente, preguntándose si realmente quería concluir su argumentación, a lo que su cerebro respondió encogiéndose de hombros. Si la sinceridad iba a arruinarlo todo, a estas alturas ya lo habría hecho igualmente, así que optó por continuar.
—Eso sí es lo que le concede al enemigo una ventaja sobre nosotros, caballeros —sentenció—. Los oficiales mantis solo se enfrentan a un enemigo.
Pierre empezó a echar la silla hacia delante y hacia atrás compulsivamente durante unos instantes y después alzó la cabeza.
—Creo que en general estamos de acuerdo con respecto a la, uhm, naturaleza del problema —dijo con un tono de voz que sugería que tal vez estaría bien no seguir enfatizando errores del pasado con tanto entusiasmo—. Lo que me gustaría escuchar es qué propones para cambiar el sistema actual con vistas a corregir estos problemas.
—Me gustaría tener la oportunidad de pensarlo con un poco más de calma, preferiblemente con un pequeño equipo que incluya tanto a militares como a políticos, antes de entrar en propuestas más detalladas —alegó McQueen con cautela.
—Entendido. Pero dinos por dónde empezarías.
—Muy bien. —McQueen cogió aire y volvió a la carga—. Lo primero que haría sería ir limitando formalmente la política de «responsabilidad colectiva». Cargarse a la gente por sus errores es una cosa; en mi opinión, cargarse a la gente porque tienen algún vínculo con alguien que la ha cagado no solo coarta la iniciativa, sino que es activamente contraproducente en términos de lealtad al Estado.
»En segundo lugar, vigilaría muy de cerca a todos los oficiales que superen el rango de comodoro o general de brigada. Los evaluaría sobre la base de cuatro cualidades: competencia, agresividad, lealtad al Comité y capacidad de liderazgo. Precisamente una de las cosas que me gustaría tratar con el equipo que mencioné anteriormente es cómo encontrar el equilibrio entre cada una de esas cosas. Las interrelaciones entre las cuatro implican que el criterio de evaluación tendría que aplicarse individualmente, pero al menos nos daría la oportunidad de quitarnos de encima la morralla. Y hay mucha morralla ahí fuera, caballeros. Por muy justos que estemos de oficiales, es mejor andar escaso de personal que limitarnos con incompetentes.
»En tercer lugar, eliminaría a los comisarios populares de la cadena de mando. —McQueen vio que Saint-Just se puso tenso nada más escuchar aquella afirmación, pero siguió hablando antes de que pudiera protestar—. No estoy sugiriendo que los eliminemos de las naves —después de todo, acabas de decir que tenemos que empezar poco a poco, ¿verdad, ciudadano presidente?—, tampoco que dejen de ser los representantes directos del Comité. Pero por muy responsables que puedan resultar desde un punto de vista ideológico, no todos son lo suficientemente competentes como para juzgar los méritos militares de los planes y las órdenes de batalla. Y si somos sinceros, algunos de ellos tienen que limar ciertas asperezas que no guardan relación con la realidad de las operaciones. Lo único que sugiero es que se restrinjan sus funciones a la comunicación de las directrices del Comité y a la supervisión de la política general de las unidades que se les hayan asignado sin que se les necesite para rubricar órdenes y planes de operaciones. Si hay una diferencia de opinión entre un comisario y un oficial de alto rango, por supuesto, hágase saber a la autoridad competente, pero hasta que se tome una decisión desde arriba, dejemos que sea el profesional preparado el que dé la orden operativa. Al fin y al cabo —sonrió levemente—, si un almirante sabe que su comisario se está quejando al Almirantazgo, a Seguridad Estatal y al Comité, se lo va a pensar muchísimo antes de tomar cualquier decisión que sea demasiado arriesgada.
—No lo sé… —Pierre se frotó el mentón y volvió a mirar a Saint-Just—. ¿Oscar?
—No puedo decir que me encante la idea —respondió Saint-Just con franqueza—, pero hemos invitado a la ciudadana almirante… Esther para que se uniese al Comité porque teníamos la sensación de que necesitábamos el consejo de un oficial profesional. En estas circunstancias, no estoy preparado para desestimarla sin que antes nos lo hayamos pensado bien.
—Me parece lógico —corroboró Pierre—. ¿Y sus otras recomendaciones?
—Tienen sentido —añadió Saint-Just—. Eso sí, tengo dudas sobre cómo proceder en el asunto de la responsabilidad colectiva. Debo admitir que hemos llegado a un punto en el que cada vez obtenemos menos beneficios de esa decisión, pero también estoy convencido de que sigue siendo útil en algunos casos y me preocupa lo que la propaganda de los mantis pueda hacer si admitimos formalmente que hubo un tiempo en el que adoptamos tal política. ¿Podemos ponerle fin sin hacer un anuncio que lo especifique? Eso impediría los posibles daños en términos de propaganda y, a buen seguro, con el mero hecho de que dejemos de hacerlo acabará filtrándose a través de los militares con gran rapidez.
—Eso es obviamente una decisión política —dijo McQueen, viendo en aquel momento una oportunidad para hacer una pequeña concesión y parecer razonable—. Desde una perspectiva puramente militar, creo que un anuncio sería beneficioso porque daría una sensación de fin de ciclo; además de que una declaración formal pondría fin a cualquier confusión que pudiera perdurar en el tiempo, porque nuestras intenciones quedarían mucho más claras. Por otra parte, también existe la posibilidad de que la propaganda del enemigo saque tajada de ello. Tal vez se debería consultar a la mujer del Comité Ransom.
—Eso no será posible hasta dentro de al menos uno o dos meses —le dijo Pierre—. Cordelia está ahora mismo dirigiéndose a Barnett.
—¿Ah, sí? —La antena mental de McQueen se estremeció al escuchar aquello. Ya había conocido a Thomas Theisman y ella respetaba su hoja de servicios, a pesar de que no lo conocía bien. Sin embargo, siempre le había parecido una persona demasiado puritana en términos políticos. En su opinión, ningún oficial podía tener poder suficiente como para influir en las tomas de decisión más importantes de la guerra a menos que su rango militar indicase lo contrario. En tiempos de los legislaturistas, aquello quería decir que existían deudas o conexiones familiares que podían invocarse llegado el caso; pero bajo el nuevo régimen, había más… caminos para llegar directamente a esos privilegios. No obstante, Theisman nunca se había mostrado interesado en llegar a ellos en ninguno de los dos regímenes. Fuera como fuera, McQueen esperaba que la visita de Ransom a Barnett no significara que a Theisman estuvieran a punto de hacerle «desaparecer». La Armada necesitaba a todos y cada uno de los oficiales que pudieran motivar a su gente como él sabía hacerlo y lo necesitaban allí donde estaba si pretendían mantener Barnett el tiempo suficiente como para poder marcar la diferencia.
—Pues sí —confirmó Pierre, que sonrió a continuación—. Y también deberíamos admitir que tenerla fuera unas semanas no tiene por qué ser del todo malo. Estoy seguro de que ya habrás reparado en que la Armada no es precisamente su institución favorita.
—Me temo que sí —admitió McQueen con un tono de voz estudiadamente neutral.
—Pues yo creo que en cuanto se entere de lo que tienes en mente va a montar un número —prosiguió Pierre casi con filosofía—. Y vamos a necesitar el apoyo de Información Pública, no solo su consentimiento, si queremos llevar a buen puerto este trabajo. Eso significa que tendremos que traerla por aquí de alguna manera.
—¿Debo entender a partir de sus palabras que su intención es apoyar los cambios que he sugerido? —interrogó McQueen con más cautela todavía.
—No estoy seguro de estar de acuerdo con todos —respondió él con franqueza—. Creo que el grupo de discusión que has sugerido es una idea excelente y me gustaría que tú y Oscar os repartierais los nombramientos de sus miembros. Pero aunque eso fuera un refrendo de todas tus sugerencias, no soy yo quien va a respaldarlos. Eres tú… ciudadana secretaria de la guerra.
—¿Sec…? —McQueen supo frenarse a tiempo antes de repetir el título como una idiota y Pierre asintió con la cabeza.
—El ciudadano secretario Kline es uno de los miembros del Comité cuya lealtad nos despierta dudas tanto a Oscar como a mí —admitió—. En esas circunstancias, creo que podemos prescindir de sus servicios y, si vas a meter a Cordelia en este asunto, vas a necesitar un rango acorde como para poder tomar ese tipo de decisiones. —McQueen asintió con la cabeza; sus ojos verdes brillaban a pesar de su férreo autocontrol. Él frunció el ceño ligeramente—. Al mismo tiempo, ciudadana secretaria, debes tener en cuenta que tu nombramiento es provisional —dijo con un tono mucho más frío, a lo que ella asintió con la cabeza una vez más.
Claro que era provisional. Tenía que serlo. No iban siquiera a plantearse confiar en ella hasta que hubiesen comprobado que estaba lo suficientemente domesticada, pero no estaba mal incluso así. Hasta un nombramiento provisional podía situarla en una posición desde la cual ser capaz de arreglar algunos de los desaguisados con la flota. Y si Rob Pierre quería jugar a ser domador de leones con ella, por Esther McQueen estaba bien.
Que él y Saint-Just lleguen a la conclusión de que soy buena y que me porto bien, pensó para sus adentros mientras dedicaba una sonrisa notable, aunque sobria, al presidente del Comité de Seguridad Pública. Al fin y al cabo, ¿cuántos domadores de leones se acercan a un león salvaje lo suficiente como para que este pueda comérselo?