5
Cinco días después de haber regresado a Grayson, Honor abandonó su suelo una vez más. Su intento por hacer frente a toda prisa a sus responsabilidades en un periodo de tiempo tan corto había dejado al personal de su asentamiento exhausto y ella se sentía algo más que culpable por aquello. Especialmente desde que todos sus Harrington, de Howard Clinkscales para abajo, le habían anunciado de antemano que iba a estar en la superficie planetaria durante al menos cuatro semanas. Incluso con un calendario así se habría visto justa para prestar la atención adecuada a todos los problemas (y soluciones) que habían ido surgiendo durante su larga ausencia. Ella tenía la amarga sensación, además, de que dejaba mucho por hacer.
Pero sabía también de lo capaz que era Clinkscales. En muchos sentidos, era mejor que ella ocupándose del día a día del asentamiento Harrington y, además, cuando el cónclave de gobernadores le concedió a ella el estatus de gobernadora, le había reconocido específicamente su compromiso con la Real Armada Manticoriana y había aceptado que su tarea como oficial de la Armada la iba a tener alejada de Harrington con frecuencia. O, para ponerlo en otros términos, se dijo con un amargo deje de sorna a sí misma, tengo un subalterno excepcional y un vacío legal lo suficientemente grande como para largarme en nombre del «deber» y dejarle todo el problema a él.
Después de tanto pensamiento interior, Honor volvió en sí y miró hacia fuera, acariciando a Nimitz con dedos suaves y firmes mientras el cielo se volvía añil primero y finalmente negro. El gato se acurrucó en su regazo, con su dulce ronroneo reverberando por sus huesos y por los de ella, pese a lo cual ella sabía que estaba mucho menos relajado de lo que le pudiera parecer a cualquier otro. Ella le sentía a él en la parte posterior de su cerebro, compartía con él sus emociones y las vigilaba… sin llegar a entenderlas del todo.
Honor cerró los ojos y se recostó aún más, paladeando el tenue, aunque persistente, resquemor de Nimitz. No había rastro de queja ni reproche en aquella preocupación, solo una vaga sensación de incomodidad porque, por primera vez en su experiencia, él se había visto incapaz de comprender las emociones de ella. En numerosas ocasiones, los conceptos filosóficos del hombre le habían parecido extraños o directamente perversos, lo mismo que existían formas de entretenimiento humano, como la natación, que se le antojaban completamente incomprensibles. Pero por más que en otras ocasiones le hubiera podido costar un triunfo encontrar la razón por la que Honor sentía algo, nunca antes había sido incapaz de entender qué sentía.
Aquella era la primera vez. Lo cual, reflexionó, no era en absoluto sorprendente, teniendo en cuenta que ella tampoco tenía ni idea de lo que estaba sucediendo en su interior. Lo único que sabía a ciencia cierta es que se sentía cada vez más incómoda en presencia de Hamish Alexander.
No era por nada que él hubiera dicho o hecho y tampoco es que pudiera culpar a aquel hombre por lo que pudiera sentir en la intimidad de su propia mente. Pero incluso a pesar de que sus actos y su comportamiento eran exactamente como deberían ser, el fogonazo de admiración que subyacía por debajo no se iba ni con agua caliente. Nunca había pasado de ser un mero fogonazo, al menos él sabe controlarlo, pensó ella amargamente; pero ahí estaba, siempre presente, como si una parte de él hubiera interiorizado el automatismo de suprimirlo sin llegar a ser capaz de erradicarlo del todo. Y, supiera él que estaba ahí o no, ella sí lo sabía, y esa parte traidora de sí misma que había sido capaz de sentir esa resonancia interna entre ellos dos anhelaba salir y fundirse con aquello que él mantenía tan a buen recaudo incluso de sí mismo.
Por primera vez, su vínculo con Nimitz tenía tanto de bendición como de condena, porque por más que ella lo intentara no podía fingir que no se había dado cuenta de aquel sentimiento tan interno de Haven Albo y eso era algo que no cesaba de punzarla dentro, desarmando sus esfuerzos por mantener un autocontrol similar al que él exhibía.
Volviendo la vista atrás, Honor se acordó de los primeros meses después de darse cuenta de que cómo Nimitz era capaz de vincular las percepciones de ella a las emociones que los demás tenían de ella. Al principio, intentó que no lo hiciera, porque en cierto modo le parecía que estaba mal. Que era algo deshonesto. Como si aquello la convirtiera en una especie de voyerista emocional, espiando en los aspectos más íntimos de gente que ni siquiera se daba cuenta de que se la podía espiar. Pero Nimitz nunca había llegado a entender por qué se sentía así y poco a poco se dio cuenta de que era porque los gatos nunca habían percibido a nadie de otra manera. Las emociones de los demás siempre habían estado ahí para los gatos; él no podía evitar percibirlas y tratar de que no lo hiciera era como intentar dejar de respirar.
Y de esa manera perdió la batalla por seguir con su ceguera. Con el tiempo, llegó hasta olvidarse que en una ocasión había intentado seguir estando ciega. Se había acostumbrado, lo mismo que Nimitz lo estaba a sentir las emociones de los demás y utilizaba aquella información a modo de guía. Ya no le parecía espionaje, porque, como les ocurría a los gatos, todos los humanos que se había encontrado ella eran un mejunje de emociones, sentimientos y actitudes que pugnaban a la vez por ser oídos. Una de las culturas superpobladas de la Antigua Tierra (no se acordaba de cuál, pero tal vez fuera la japonesa) tenía un dicho sobre la desnudez. La desnudez, decían, a menudo se ve pero rara vez se mira; y así es como ella había aprendido a sobrellevar su intromisión en las emociones ajenas. Pero esta vez, no. Esta vez, lo que fuera que hubiera puesto en marcha aquella reverberación entre Haven Albo y ella había destruido la capacidad de ella de «ver» a través de las emociones de él sin pararse a mirarlas. De puertas para fuera, había conseguido comportarse de una manera tan correcta como él; de puertas para adentro, se sentía como si estuviera caminando por una cuerda floja emocional y su incapacidad de encontrar un motivo racional para explicar por qué se sentía así la ponía todavía más de los nervios.
Y por eso se le estaba yendo. Ella sabía que era así y sabía que aquello confundía a Nimitz. Tal vez la incapacidad del gato para entender sus sentimientos derivaba de la claridad meridiana con la que él y los de su especie percibían las emociones. Ellos siempre sabían a ciencia cierta lo que sentían los humanos, pero no lo que pensaban esos mismos humanos. Por su propia experiencia observando a través de las capacidades empáticas de Nimitz, Honor sabía que las emociones eran algo vívido y brillante. Podían ser complejas o confusas, pero rara vez eran ambiguas, porque eran retratos pintados en colores primarios y tal vez eso hacía que los ramafelinos fueran tan directos y se complicaran tan poco la vida. Al fin y al cabo, no tenía sentido que un gato tratara de deconstruir o esconder sus sentimientos hacia alguien de su propia especie. Era, supuso, como si la capacidad de ver nítida y profundamente el interior de los demás les proporcionara una enorme riqueza de texturas que a los humanos se les escapaba… y como si esa misma riqueza se llevase por delante los matices más sutiles y las interpretaciones indirectas, que era todo lo que los humanos tenían a su disposición para efectuar sus interpretaciones. Tal vez, al no tener la necesidad de analizar lo que sentían los demás, los gatos no habían desarrollado esa capacidad y por eso Nimitz no era capaz de descifrar sentimientos que ni ella misma sabía descifrar.
Todo aquello eran especulaciones muy intrigantes, pero no ofrecían ninguna respuesta.
Ni tampoco podía convertir su retirada en nada que pudiera servir de algo más que ayuda para explicarle sus motivos a Nimitz, así que Honor sentía que su comportamiento era… poco adecuado. Como si su incapacidad a la hora de ser transparente significase que, en cierto modo, ella no estuviese a la altura de sus responsabilidades. Así y todo, lo que ella sentía aún con más fuerza (más allá de la sensación de culpa que le despertaba haber cargado a sus subordinados con una parte desproporcionadamente injusta de sus propias responsabilidades) era un cierto alivio. Necesitaba poner distancia entre ella y Haven Albo mientras se hacía sus componendas sobre cómo sobrellevar su confusión y recuperaba cierta parte de su perspectiva racional. Y tal vez esa misma separación podría darle una oportunidad de superar lo que fuera que él estaba sintiendo por ella. Parte de su cerebro rezaba porque él hiciera exactamente eso, pero había otra parte (la parte que hacía que su separación fuera tan necesaria) que deseaba con la misma fuerza que no lo hiciera. Pero lo que más importaba era la necesidad que tenía ella de volver a ponerse a los mandos de sí misma y aquello era algo que estaba claro que no iba a conseguir mientras siguiera teniéndolo como invitado en su casa.
Pero tampoco podía echarlo de la hacienda Harrington. Inventarse un pretexto que no sonase a falta de cortesía habría resultado complicado, a pesar de que sospechaba que se le podía haber ocurrido alguno que podría haber colado entre el gran público. Pero lo que hubiera podido satisfacer las expectativas de puertas para fuera no habría servido para engañar a Haven Albo y era tan sencillo como que ella no se podía permitir nada que él pudiera entender como un insulto hacia su persona. Además, había una solución más sencilla que resultaba ser también la que siempre le había funcionado en el pasado.
Según la agenda establecida, Honor debería ponerse al mando del Decimoctavo escuadrón de cruceros y cinco de sus ocho unidades ya habían llegado a la Estrella de Yeltsin. Hasta que CruRon Dieciocho pasase formalmente a estar bajo las órdenes de la Octava Flota, seguía siendo parte de la flota propia de la Armada Graysoniana y si bien explicarle las razones que de verdad motivaban su solicitud al gran almirante Matthews, la agilización del proceso era algo que ni se planteaba, sí era bastante probable que Haven se hiciese cargo de la necesidad de tal premura pese a que ella no pudiera expresarla de viva voz. Matthews no puso ninguna pega en absoluto y su personal había dado las órdenes pertinentes para que Honor asumiera al mando incluso más rápido de lo que ella esperaba, razón por la cual Nimitz y ella debían subirse a bordo de la NAG Jason Álvarez, su nuevo buque insignia.
Las fosas nasales se le hincharon al respirar hondo y cuando abrió los ojos de nuevo, estaban ya en calma. Mental y emocionalmente se puso en disposición de afrontar sus nuevas obligaciones y algo muy dentro de ella suspiró de alivio al sentir el peso familiar de la responsabilidad asentarse sobre sus hombros… lo cual, dicho sea de paso, sirvió también para alejar aquella preocupación que la estaba volviendo loca, junto con otros asuntos, de su cerebro. Tampoco es que sus distracciones se evaporaran mágicamente, pero al menos eso le dio una tregua que podría, con suerte, durar lo suficiente como para que aquellos elementos que en tales momentos se encontraban en dura pugna unos con otros acabaran quedando encuadrados en el lugar que les correspondía.
Un pitido dulce y musical advirtió a Honor que su pinaza estaba iniciando su aproximación final al Álvarez y ella observó por la escotilla mientras su piloto cambiaba a un modo en espiral diseñado para proporcionarle una vista directa de la nave.
El Álvarez estaba tan tranquilo en su órbita de aparcamiento, con los estilizados flancos amartillados de doble filo de su casco refulgiendo con las luces verdes y blancas propias de una nave estelar «anclada». Con poco más de trescientas cuarenta mil toneladas, su tamaño no alcanzaba el cinco por ciento de la última embarcación que contó con Honor a los mandos, pero el Viajero era un navío mercante convertido, un carguero enorme y lento que no estaba blindado y en cuyo casco se habían incrustado armas donde buenamente se había podido. A pesar de su menor tamaño, podía sobrevivir y seguir activo en caso de sufrir daños muy superiores a los sufridos por el Viajero, por no mencionar que era mucho, pero mucho más rápido y más manejable.
Aquella embarcación también marcaba el principio de un cambio en la manera de construir los buques de guerra, pensó Honor. Como los cruceros de la RAM, el Álvarez tenía toda su artillería lateral en una única cubierta, pero tenía muchas menos trampillas para armamento que sus homólogos manticorianos, lo cual tenía una razón de ser.
El Álvarez era el primer crucero pesado que habían diseñado los graysonianos y, si bien su equipamiento bélico electrónico y sus sistemas defensivos eran más o menos equivalentes a los de la clase Caballero Estelar de la RAM (sobre ellos se había inspirado su diseño), los graysonianos tenían sus propias ideas sobre los sistemas ofensivos que debía poseer la embarcación. Aquello se asentaba en una gran dosis de… llamémoslo «autoconfianza», musitó Honor para sus adentros, al menos para una Armada sin pasado en enfrentamientos bélicos espaciales que les permitiese alejarse de la sabiduría convencional combinada del resto de la galaxia explorada a la hora de escribir las especificaciones de su primer buque de guerra moderno, pero la AEG lo había hecho. El Álvarez tenía menos de la mitad de las armas de energía de una nave clase Caballero Estelar, lo cual reducía sustancialmente el número de objetivos contra los que podía arremeter simultáneamente. Aquello también le había restado un pequeño pero, tal vez, significativo porcentaje de su capacidad antimisiles, ya que las naves espaciales a menudo utilizaban las baterías de energía lateral para respaldar los puntos de defensa construidos a tal efecto en las naves durante los combates con misiles de largo alcance.
Pero asumiendo esa disminución del arsenal armamentístico, lo cierto es que el diseño combinado de graysonianos y manticorianos había sido capaz de montar un veinte por ciento más de misiles guiados y encajarlos en proyectores gráser más pesados que los que montaban la mayoría de cruceros de batalla. La sabiduría popular sostenía que, a igualdad de tonelaje, los cruceros pesados no podían enfrentarse a un crucero de batalla y vencer… pero Honor sospechaba que la sabiduría popular se equivocaba en lo que se refería al Álvarez.
No es que Honor tuviera pensado lanzar a ninguna de sus naves contra cruceros de batalla repos. Ella ya había experimentado con creces la parte que le tocaba de enfrentamientos desiguales contra contrincantes superiores, así que tenía bastantes ganas de dejar tales lides a los demás durante una buena temporada.
Imbuida en esos pensamientos, Honor hizo una mueca con la boca mientras examinaba el volumen de espacio alrededor del Álvarez, coincidiendo con la aproximación de la pinaza hacia el muelle en la que estaba atracado el crucero. A pesar de que las órbitas de aparcamiento eran comparativamente estrechas, las unidades de CruRon Dieciocho estaban lo suficientemente separadas unas de otras como para atenuar la mayor parte del resto de naves del escuadrón hasta dejarlas reducidas a tímidos destellos de los reflejos de la luz del sol. Pero había una nave, el Príncipe Adrián, situada a menos de treinta kilómetros del Álvarez. Aquello era correcto porque pertenecía al oficial que, en calidad de capitán de alto rango del escuadrón, iba a ser su segundo de a bordo. Solo de pensar en él la sonrisa de Honor crecía ante la calidez de los recuerdos.
El Adrián era más pequeño, mucho más viejo y con menos armas que su buque insignia, pero el capitán Alistair McKeon la había dirigido con tino durante casi seis años-T. Si había algún navío más eficaz en toda la flota, Honor no lo había visto todavía… y sabía además que no había ningún capitán (o amigo) en quien pudiese confiar más en toda la flota.
El Príncipe Adrián se desvaneció por la esquina inferior de la escotilla que le permitía la visión exterior en el momento en el que la pinaza cortó gas y encendió sus propulsores de reacción. Honor cogió la boina de su uniforme que tenía metida bajo la hombrera izquierda. Después de alisarla, su sonrisa se desvaneció al comprobar que era negra. Por primera vez en veintiún años-T, estaba a punto de aceptar el mando de una nave en calidad de oficial de la RAM sin la boina blanca característica de los comandantes de navío. De hecho, nunca más iba a volver a llevar la boina blanca y solo de pensarlo le entraban sudores fríos. Intelectualmente, sabía la suerte que había tenido por haber podido comandar tantas naves, pero también sabía que siempre iba a tener ganas de una más… y que nunca iba a poder hacerlo.
Pero ese era el precio que había que pagar por su rango, se dijo animosamente para sus adentros, colocándose la boina sobre la cabeza. Después de ajustársela bien mientras los vehículos del muelle se aproximaban a la pinaza, empezó a notarse una suave vibración y posteriormente un leve pitido que anunciaba el acoplamiento a los brazos mecánicos de atraque. Honor subió a Nimitz a su hombro, hundió los dedos entre su pelo ensortijado por debajo de la boina y después, sin darse cuenta siquiera, deslizó esos mismos dedos por las seis estrellas doradas (cada una de las cuales daba testimonio de distintos periodos de mando en los que había dado sobrada cuenta de sus capacidades) de la pechera de su casaca mientras se giraba en dirección a la escotilla.
El capitán Thomas Greentree, de la AEG, oficial al mando del NAG Jason Álvarez, hizo todo lo posible por no mostrar ningún gesto de preocupación mientras lady Harrington recorría su camino hasta llegar adonde estaba él. Estaba orgulloso de su nave y de su tripulación y seguro de que podían estar a la altura de cualquier exigencia, pero también era perfectamente consciente de en qué clase de nave estaba a punto de convertirse el buque insignia Álvarez. Greentree tenía sus reservas sobre los informes de los mantis, que a su juicio eran una intromisión y una impertinencia (por no mencionar su carácter sensacionalista), y que apodaran a Honor Harrington como «la Salamandra», por estar siempre donde la cosa estaba más caliente, directamente le resultaba ofensiva. Nadie decente que se hubiera criado en Grayson le hubiera puesto un mote así a una dama, pensó malhumorado y aun así lo que más le molestaba era que fuese tan adecuado. Tal vez hubiese sido poco probable que a los graysonianos se les hubiera ocurrido, pero no cabe duda de que lo habrían usado si se le hubiera ocurrido a otro. De hecho, hasta el propio Greentree se sorprendió a sí mismo usándolo (para sus adentros, al menos), si bien en cuanto se daba cuenta se reprendía a sí mismo por hacerlo.
Pero la verdadera razón por la que su personal (y él también, para ser sinceros) usaba aquel mote no era tanto porque lady Harrington se precipitase hacia los lugares calientes, sino porque los lugares calientes se precipitaban hacia ella. Era como el pájaro de los viejos cuentos de la Antigua Tierra, pensó él. Como el albatros, que anunciaba la tormenta. Que ella hubiera demostrado ser capaz de enfrentarse a esas tormentas una y otra vez no hacía sino agrandar su leyenda y la Armada Espacial Graysoniana sabía mejor que nadie lo merecida (y bien ganada) que era su reputación. Greentree estaba orgulloso de que su nave hubiera sido la escogida para llevar la bandera de Harrington, por más que tal honor implicase la posibilidad de no estar a la altura de lo que ella esperaba. Ante ese riesgo había que tener en cuenta también que Greentree creyó que podría disponer de tres semanas más para preparar la llegada de Harrington. El Álvarez acababa de completar una enorme puesta a punto programada y el astillero había sustituido la sección bélica electrónica original por maquinaria completamente nueva. Las posibilidades que ofrecían los nuevos sistemas eran realmente prometedoras, pero Greentree y sus ingenieros seguían allanando el camino para limar, en la medida de lo posible, los inevitables problemas que surgirían al principio y los oficiales que se encargaban de la táctica estaban empezando unas sesiones de entrenamiento en el simulador que resultaban absolutamente necesarias.
Había también mejoras similares, si bien no tan drásticas, en la mayoría de los compartimentos de la nave, pero Greentree estaba profundamente agradecido por que la cabina de mando del Álvarez, al menos, hubiera escapado a las reformas. Y, si bien estaba agradecido por esas cosas, se recordó Greentree para sus adentros, debía recordar también el hecho de que todo el personal de lady Harrington se encontraba a bordo y listo para darle la bienvenida. A juzgar por su reputación, cabría esperar de ella que tuviera el tacto suficiente como para no tirársele al cuello hasta que consiguiera solucionar los problemas y la presencia de su personal más cercano le permitiría mantenerse suficientemente ocupada organizando todo el escuadrón como para percatarse de cualquier caos interno a bordo de su buque insignia. Eso le daría a Greentree el tiempo suficiente como para poner en orden los pequeños flecos que aún faltaban.
Eso es lo que él esperaba, al menos, pensó mientras respiraba hondo mientras la comitiva se disponía a encabezar la recepción y se escuchaban unos acordes de corneta antigua entonando las notas de apertura de la marcha de los gobernadores. Lady Harrington se agarró a la barra verde de sujeción y se columpió ágilmente hacia el tubo de cero ges que habría de conducirla al nivel de gravedad vigente a bordo del Álvarez, siempre con su ramafelino sobre el hombro. Aterrizó justo detrás de la línea pintada sobre la cubierta y se llevó la mano hacia la boina a modo de saludo mientras su trío de hombres de armas seguía saliendo uno detrás de otro por el tubo.
—Pido permiso para subir a bordo, capitán.
Thomas Greentree era de Grayson. A pesar de que había intentado con todas sus fuerzas adaptarse a la nueva realidad, él procedía de una cultura patriarcal en la que voces de soprano como aquella no pintaban nada en la cubierta de un buque de guerra.
Afortunadamente, aquella voz en concreto tenía derecho a estar en cualquier sitio que le apeteciera sin que ningún oficial graysoniano pudiese soñar siquiera con cuestionar su decisión, así que Greentree cortó el hilo de sus pensamientos para dedicarle un saludo de bienvenida.
—¡Permiso concedido, milady! —respondió él antes de ofrecerle la mano al ver cómo ella franqueaba la línea pintada sobre el suelo—. Bienvenida a bordo, milady —dijo con un tono más normal, camuflando la pequeña sorpresa que le produjo la firmeza con la que le estrechó la mano.
—Gracias, capitán. —Honor examinó aquella inmaculada cubierta, los laterales y la guardia de honor que observaba expectante y esbozó una sonrisa—. Veo que el Álvarez sigue siendo el mejor crucero de toda la flota —señaló para sentir inmediatamente la felicidad que les producía a todos los presentes su afirmación.
—Eso creo yo, en todos los aspectos, milady —corroboró Greentree y si bien Honor sintió ciertas reservas latentes en aquella afirmación, también notó su firme determinación por borrarlas enseguida. Bueno, no estaba mal. Aquella nave tenía una merecida reputación dentro de la Armada Graysoniana y Thomas Greentree era más consciente de ello todavía que ella misma. Y, al contrario que la última vez que Honor asumió el mando de un escuadrón de la AEG, en esta ocasión había podido hacer los deberes y echar una ojeada a los informes sobre el personal de alto rango que se encontraba a bordo de su nuevo buque insignia.
Bastaba con una mirada informal a tales registros para captar la evidencia de que el despacho de personal no había escogido azarosamente a su capitán. Como teniente, Greentree había sido oficial de asistencia táctica a bordo de la antigua nave del gran almirante Matthews, el NAG Covington, el único crucero graysoniano que sobrevivió al primer intento de los repos por conquistar la Estrella de Yeltsin por poderes. Después de que Grayson se unió formalmente a la Alianza, se le había enviado al Reino Estelar para que completase un curso intensivo sobre preparación táctica avanzada de la RAM antes de regresar a Yeltsin para ponerse al mando de uno de los primeros destructores de nuevo cuño. Los informes sobre sus actuaciones prebélicas contra los piratas que infestaban los alrededores de Yeltsin eran impresionantes y él mismo se había encargado de engordar aquella reputación poniéndose al frente de una división de cruceros ligeros en el Cuarto Yeltsin. En su informe figuraba también que era uno de esos oficiales que tenían la costumbre de excederse en todas las responsabilidades que se cruzaban en su camino. Honor sintió entonces que su mirada escrutadora se unía a la de Nimitz mientras repasaban de arriba abajo al hombre que tenían delante.
El capitán era un hombre fornido. Como la mayoría de graysonianos, era más bajo que ella (en su caso, casi quince centímetros más pequeño) y, pese a que ella le sacaba diez años, parecía mucho mayor. Su espesa cabellera castaña, demasiado larga para lo que se acostumbraba en Grayson, lucía mechones blancos bajo la gorra puntiaguda de la AEG y las patas de gallo asomaban por debajo de sus ojos marrones, prueba inconfundible de que en su planeta habían tenido acceso a los tratamientos de alargamiento de la esperanza de vida demasiado tarde para él. Y, pese a todo, Honor no detectó resentimiento alguno por la juventud física que ella sí lucía, a lo que había que sumar que él se movía con una agilidad muscular que daba buena cuenta tanto de su confianza en sí mismo como del tiempo que conseguía quitar de otras ocupaciones para dedicarlo al gimnasio. En cierto modo, él le recordaba a Paul Tankersley (físicamente, al menos), pero en viejo. Cuando menos, irradiaba esa misma sensación interna de que era alguien en quien se podía confiar.
Definitivamente, podía afirmarse que a ella le parecía bien la presencia del capitán Greentree, lo cual era buena señal. Como su primer capitán, sería su delegado para cuestiones tácticas. Se tendría que encargar, más incluso que Alistar McKeon, de transformar sus planes e intenciones en acciones exitosas. Los informes sobre su persona sugerían que era el hombre adecuado para el trabajo, pero siempre existía la posibilidad de que los informes se equivocaran. O, para el caso, que se dieran choques de personalidad que nadie pudiese predecir y que condenasen lo que debería ser, sobre el papel, un equipo de mando excelente. Su último capitán de alto rango se había convertido en un claro ejemplo. No por ninguna limitación por su parte, sino porque la propia Honor se había topado con la enorme dificultad de olvidar el hecho de que era un antiguo repo cuya nave había matado a Raoul Courvosier. Afortunadamente, el hecho de que Alfredo Yu fuera esencialmente un buen hombre, unido a los razonamientos empáticos que le había dado Nimitz, la habían ayudado a superar sus prejuicios y la actuación de Yu había sido crucial en la victoria de la Cuarta Batalla de Yeltsin.
Pero al margen del comprensible volumen de tensión en el momento de conocer a su nueva comodoro, Greentree parecía tener a sus hombres y a él mismo bastante bajo control. Una de esas personas era un joven enjuto, fuerte y de pelo negro que estaba a su lado, al que señaló con la mano.
—Comandante Marchant, milady. Le presento a mi director ejecutivo —dijo el capitán.
Marchant era extremadamente joven para su rango, incluso para la Armada Graysoniana.
De hecho, al contrario que su capitán, él sí era lo suficientemente joven en el momento en el que se le presentó la oportunidad de recibir el tratamiento original de alargamiento de vida de primera generación. Sus informes eran también ejemplares, pero los destellos de las emociones que Honor percibió al estrecharle la mano eran muy diferentes de los de Greentree. Detrás de su fachada equilibrada de ojos verdes que la miraban fijamente, sus sentimientos formaban un nudo muy cerrado, casi defensivo, así que Honor tuvo que hacer esfuerzos por ocultar su voluntad de aliviar compasivamente esa tensión.
—Comandante —se presentó ella, con un tono de voz completamente normal.
—Milady. —El tono de voz de él sí era más tenso y cortante, sin llegar a ser irrespetuoso, pero con una rigidez que reflejaba su agitación interior.
Ella entendía su incomodidad, porque había leído su archivo, igual que el de Greentree, y sabía que Solomon Marchant era un primo lejano del difunto Edmond Marchant, a quien no se echaba demasiado de menos. Por supuesto, aquello era algo que resultaba cierto para un montón de gente, teniendo en cuenta la enorme e imbricada estructura de clanes que las terribles condiciones de Grayson habían generado, si bien la mayoría de los miembros del clan Marchant eran tan decentes y cumplidores como cualquiera. Pero Edmond Marchant había sido el clérigo reaccionario e intolerante que había tratado primero de desacreditar y después asesinar a Honor para desbaratar las reformas que ella y el protector Benjamín habían traído a Grayson.
Ninguna de las dos cosas había sido culpa de Solomon; de hecho Honor dudaba incluso de que conociera a Edmond, pero parecía obvio que el comandante se sentía culpable.
Estaba siendo muy injusto consigo mismo y, en cierto modo, con ella si se esperaba que le fuera a culpar por la intolerancia de otra persona. Lo que estaba claro es que la pena que lo afligía le llegaba a ella con una claridad meridiana. Pero él no lo sabía y ella no podía sacar el tema sin empeorar las cosas.
—Encantada de conocerlo, comandante —le respondió ella—. Me quedé impresionada por los argumentos que exponía en su ensayo sobre las nuevas tácticas para escoltas en los procedimientos. Me gustaría hablar de ello con usted con más profundidad.
—Ah, claro que sí, milady. —Los ojos de Marchant chisporrotearon, con menos intensidad pero mucha más humanidad en ese momento, que ella aprovechó para estrecharle la mano con más fuerza. El nudo que se le había formado en el centro de su ser seguía ahí, pero parecía haberse aflojado un poquito. Deshacerlo del todo iba a llevar tiempo, eso estaba claro, pero parecía que había dado con la tecla adecuada para empezar.
—Este oficial a buen seguro no necesita presentación, milady —prosiguió el capitán Greentree, dijo refiriéndose al impoluto comandante de la RAM que estaba a su lado.
Andreas Venizelos era tan bajo como la mayoría de los graysonianos, pero la verdad es que sabía lucir con gracia su traje de cuño impecable. Tenía el pelo oscuro y era delgado y fuerte, con una nariz aguileña y un sentido del porte y del equilibrio que habría sido la envidia de cualquier ramafelino.
—¡Por supuesto que no, capitán! —Honor le extendió la mano a Venizelos con una sonrisa de oreja a oreja—. Es maravilloso verte otra vez, Andy. ¡Parece que estoy cogiendo la costumbre de reencontrarme con viejos amigos cada vez que estreno tripulación!
—Sí, señora. Eso he oído —respondió Venizelos con una sonrisa similar que a Honor le proporcionó un gran alivio. No todos los oficiales habían demostrado la misma emoción ante la idea de dejar de estar al mando de un crucero ligero para aceptar convertirse en un miembro más de la tripulación. Eso sí, Venizelos había aceptado hacerlo mucho antes de que Honor fuera designada para tomar los mandos de CruRon Dieciocho; lo único que había hecho ella era cogerle para su tripulación.
Se suponía que solo los almirantes y vicealmirantes podían tener capitanes como jefes de personal, si bien en algún caso puntual podía darse que un almirante de retaguardia consiguiera a uno para sí, si tenía la suerte de gozar del favor de alguien en el Almirantazgo. Como simple comodoro, la costumbre rezaba que Honor no podía pasar de un comandante o de un capitán de corbeta, así que había pedido inmediatamente a Venizelos en cuanto se enteró de que estaba disponible, pero la decisión de que adquiriera algo de experiencia de alto nivel antes de que promocionara hasta el rango de capitán de navío se había tomado desde instancias muy superiores. Honor estaba segura de que él lo sabía… y se preguntaba si se daba cuenta de lo que aquello significaba. La experiencia como jefe de personal de un escuadrón aliado con naves y personal procedentes de tres armadas diferentes tendría un valor incalculable para él en su carrera más adelante y, a no ser que ella se equivocase, el DepPers ya le había echado el ojo para ponerle al frente de un buque insignia, probablemente antes de lo que a él le pudiera parecer.
—¡Bueno! —Honor se sacudió sus pensamientos, juntó las manos a su espalda y se balanceó sobre sus talones con suavidad, contemplando al resto de sus nuevos subordinados durante unos segundos para después asentir con la cabeza—. Tengo muchas ganas de conocer al resto de sus oficiales superiores, capitán, y al resto del equipo, Andy, en cuanto haya tenido la oportunidad de aposentarme.
—Claro que sí, milady —repuso Greentree—. ¿Me permite que la acompañe hasta su cuarto?
—Gracias, capitán. Se lo agradezco de verdad —indicó Honor, tras lo cual se escuchó el ruido de manos enguantadas chocando contra las culatas de las armas de la guardia de honor de la Marina. Greentree y Marchant la acompañaron, cada uno de ellos a un paso preciso y militarmente impecable. Ella miró a su espalda y esbozó una sonrisita mientras el resto del séquito se ponía en formación.
Andrew LaFollet encabezaba la procesión, siguiéndola justo por detrás, con Venizelos a su lado. MacGuiness era el siguiente de la fila y no les quitaba el ojo de encima a dos sobrecargos de tercera clase que iban derrengados cargando el último paquete personal de Honor. James Candless y Robert Whitman, los otros dos miembros de su equipo permanente de seguridad, cerraban la comitiva. Pese a empezar a estar acostumbrada a liderar un circo de tres pistas como aquel, a Honor seguía pareciéndole moderadamente ridículo tener a tanta gente revoloteando a su alrededor. Por desgracia, nadie le había ofrecido una alternativa.
Tan solo esperaba que el ascensor fuera lo suficientemente grande como para que cupiesen todos a la vez.