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El ciudadano almirante Thomas Theisman se recostó en aquella silla tan cómoda y se frotó los ojos con las dos manos, como si así fuera a quitarse de encima de algún modo aquel dolor abrasador y la fatiga. No lo hizo, por supuesto, así que volvió a bajar las manos y sonrió a aquel despacho opulento que le rodeaba. Al menos ese condenado tipo tiene una celda cómoda, se dijo para sus adentros. Una pena que no hayan podido darme unas cuantas naves más del frente para acompañar.

Theisman hizo una mueca de disgusto al comprobar que aquel pensamiento tan familiar volvía a recorrer aquella ruta mental que tan bien conocía. No es que él fuera el único jefe que necesitara más tonelaje, pero sí que su necesidad era un poco más desesperada que la de la mayoría… Eso y que él sabía que su área de mando había sido ya dejada de la mano de Dios por los estrategas que dirigían el frente desde casa.

Tampoco es que nadie le fuera decir eso mismo con tanto lujo de detalles. No se hacían así las cosas en aquellos días. En lugar de eso, a los comandantes se les mandaba a misiones desesperadas para que resistieran lo irresistible, sabiendo encima que cuando (no si, cuando) fueran incapaces de lograr la victoria, sus familias iban a sufrir por aquel «fallo». Theisman no podía negar que esas medidas podían servir para que un comandante tuviera más ganas de luchar; pero, en su opinión, el coste era muy superior a los beneficios incluso desde un punto de vista militar, por no hablar ya de términos morales. Los oficiales conocedores de la imposibilidad de la victoria y de la condición de rehenes de sus familias, que sufrirían más o menos en función de lo mucho que ellos intentaran vencer, eran más proclives a caer en la desesperación. Theisman lo había visto una y otra vez. Con más frecuencia de la deseable, los almirantes resistían y luchaban hasta la muerte por un objetivo en lugar de deponer las armas y retirarse o incluso de adoptar una estrategia de maniobra más flexible (que podría, al fin y al cabo, confundirse con una retirada por los comisarios del pueblo que no tuvieran la experiencia militar suficiente como para darse cuenta de lo que estaba pasando de verdad) y en ese proceso, la lista de bajas, tanto de buques de guerra como de personal preparado, se elevaba hasta niveles todavía más desastrosos. Parecía que no había nadie capaz de convencer al departamento de Seguridad Estatal de aquel hecho dolorosamente evidente. En realidad, con frecuencia Theisman había sospechado que su carencia de familiares cercanos era una de las razones por las que la cadena de mando actual de la Armada Popular lo viese como un sospechoso permanente de perfil bajo. Como a un oficial que no tenía familia se le podía aterrorizar menos, resultaba inevitable que un régimen que dependía del terror para mantener su poder desconfiara de él y lo vigilase perpetuamente ante el menor indicio de «traición».

Theisman suspiró y dejó que el respaldo de la silla volviese a recuperar la verticalidad, se puso en pie y comenzó a deambular incansablemente por su enorme despacho mientras escrutaba la paranoia de aquel último pensamiento.

Thomas Theisman había nacido quince días antes de que su madre pensionista soltera cumpliera dieciséis años y a menudo se preguntaba cómo habría sido. Lo único que le quedaba de ella era un holocubo de una adolescente delgada vestida con la indumentaria barata y típicamente llamativa y la sobredosis de maquillaje que tanto les gustaba a los pensionistas, incluso actualmente. Casi se la podía considerar guapa, de una manera informal y bastante insípida, o al menos así le parecía a él a menudo. También había un destello de inteligencia y un rastro de carácter en aquella cara, por otro lado, absolutamente desaborida. Con unos pocos años más de madurez, algo de formación de verdad y una razón para al menos intentar mejorar su vida, es posible que se hubiera convertido en alguien a quien a él le hubiera gustado conocer. Pero el caso es que él nunca había tenido la oportunidad de descubrir si había llegado a ser algo así, porque ella lo había llevado a un orfanato antes de cumplir los seis meses. Nunca la había vuelto a ver y si tenía aquel holocubo era porque la jefa de las matronas de su orfanato había violado la normativa vigente para que pudiera quedárselo.

Lo cual, pensaba ahora para sus adentros, rascándose la herida profunda que tenía en la mejilla izquierda, era probablemente algo bueno. Como nunca la conocí, como no sé siquiera si está viva, para los efectos, ni siquiera Seguridad Estatal puede amenazarme con pegarle un tiro para «motivarme». Bueno, tampoco creo que lo hicieran, de cualquier manera.

Volvió a sonreír amargamente y se paró cerca de la puerta de su despacho, girándose para revisar el sitio desde el que gobernaba sus dominios malditos.

Era, sin lugar a dudas, el espacio de trabajo más grande y lujoso que había tenido nunca; no en vano era el centro neurálgico del Sistema Barnett. Enterrado en las profundidades de la base DuQuesne, la instalación militar más grande del planeta Enki, estaba a tan solo un paseo de la sala de operaciones. En su día estuvo solo por detrás del Sistema Haven a ojos de los mandos de la Armada Popular, así que la habían decorado con todo el lujo que el antiguo oficial del cuerpo de legislaturistas se había reservado para sí mismo y, si bien la decoración mostraba señales de uso y abandono, al menos no había pasado nadie por allí para despojar el despacho de las «decadentes ataduras del elitismo». Theisman supuso que estaba agradecido por ello. El único problema es que no había cantidad suficiente de comodidades personales que pudiera disfrazar el hecho de que lo habían vuelto a mandar a otro de los puntos malditos en los que tanto la República Popular como su Armada parecían estar encallados, así que no podía quitarse de la cabeza la sospecha de que si estaba allí era porque la situación era desesperada.

Theisman se llevó las manos a la espalda y las entrelazó mientras se echaba hacia atrás sobre sus talones y contemplaba su futuro desagradable y probablemente breve. Se maldijo a sí mismo una vez más por su incapacidad para jugar sus cartas en el tablero político como Dios mandaba. Si al menos hubiera sabido besarle el culo un poquito al Comité de Seguridad Pública o a Seguridad Estatal cuando debía, probablemente no estaría en ese despacho mirando el cañón de un generador cargado. Pero ya sabía de sobra desde hace tiempo que iba a acabar en un sitio así, pensó para sus adentros. No porque hubiera sido leal al antiguo régimen ya que el antiguo régimen le había dado muy pocas razones para sentir ninguna devoción por él. No porque fuera desleal a la RPH, porque por más fallos que pudiera tener, la República Popular era su país, la nación estelar cuyo uniforme había escogido llevar y jurado defender.

No, el problema, y él lo sabía mejor que nadie, era que no podía tragar la estupidez y la violencia gratuita que se estaba malgastando en nombre de la disciplina por unos cuantos descerebrados a los que no les daba la mollera como para ver adónde habría de conducir su particular versión de la «disciplina». Como a muchos otros oficiales, las purgas de los legislaturistas le habían parecido una oportunidad para alcanzar un rango militar que nunca habría conseguido bajo el antiguo régimen; pero sus actitudes, lo mismo que sus habilidades militares, habían sido modeladas por su único mentor, Alfredo Yu. Y lo mismo que Yu, Thomas Theisman creía que se podían encontrar formas de maximizar las fortalezas de los materiales que se le habían asignado, ya fuera en términos de equipamiento o de personal, y para eso hacía falta que un oficial supiera liderar, no solo clavar las espuelas por detrás.

Pero las tácticas descarnadas adoptadas por Seguridad Estatal rechazaban tal tradición. De hecho, Seguridad Estatal no quería líderes en el ejército, porque cualquiera que pudiera motivar a su gente y conseguir que los siguieran y les dieran lo mejor de sí mismos en plena batalla podía considerarse como una amenaza potencial al nuevo régimen. Y esa era, se recordó Theisman con amargura, la razón por la que estaba en su despacho. Había cometido el error de convencer a su personal para que lo siguieran sin dedicar suficientes recursos para obtener personalmente el visto bueno de la plataforma del Comité de Seguridad Pública. Aquello, pese a que en los archivos figuraba como uno de los comandantes de campo más eficaces del Comité, lo había convertido en una persona peligrosa por su ambición y deslealtad a ojos de Seguridad Estatal.

Theisman se volvió a rascar la cicatriz, recordando el caos de sangre y fuego que hubo el día que trató de detener una embestida de Mantícora en el Sistema Seabring. Al final no habría importado mucho, pero su resistencia en Seabring probablemente le dio otros tres o cuatro meses a la Estrella de Trevor, e incluso es posible que alguno más. También le había costado sacrificar todos sus destacamentos, porque se vio forzado a lanzar acorazados a luchar con buques de guerra y cruceros de batalla. Theisman sabía que había luchado bien, brillantemente incluso, pero la brillantez era demasiado poco para superar la inferioridad numérica de sus unidades. Tenía el doble de naves que su oponente, pero menos de dos tercios de su tonelaje y los buques de guerra y los cruceros de batalla no tenían nada que hacer con los acorazados, aunque estuvieran en una proporción de dos a uno. Ni siquiera aunque hubieran estado empatados en tecnología.

Theisman se las había apañado para destruir un único acorazado manticoriano a cambio de la destrucción total de siete buques de guerra y once cruceros de batalla, amén de recibir daños suficientes como para enviar a tres cruceros más al desguace, incluida el NAP Conquerant, su buque insignia. No obstante, su respuesta sobre el enemigo había sido tan contundente que el almirante del bando contrario había tenido que batirse en retirada para poder hacer un balance de las naves dañadas.

Once cruceros de batalla y diez «naves capitales» con escaso armamento y tamaño y además obsoletas, que de cualquier forma no tenían nada que hacer en el frente de batalla, no era un precio desorbitado a cambio de mantener un sistema estelar…, suponiendo que tuviese algún sentido mantenerlo, para empezar, y él trataba de creer que lo había. Oh, pero si la primera batalla de Seabring no había conseguido congelar a los mantis ni había evitado que el sucesor de Theisman al frente del sistema perdiera la Segunda Batalla de Seabring o salvado la Estrella de Trevor a largo plazo. Sí, pero al menos había ralentizado el movimiento del enemigo, lo había debilitado aunque solo fuera un poco, le había costado al menos unas cuantas escoltas y había mandado a media docena de acorazados de vuelta al taller para acometer largas reparaciones. Y en una guerra en la que la Armada Popular podía contar sus victorias con los dedos de una mano, había sido un enorme soplo para la moral de la Armada… un aspecto que Theisman trataba de recordar cuando pensaba en los mil novecientos hombres y mujeres que habían perecido para lograr aquello.

Y allí estaba él, siervo de un gobierno que lo había recompensado llenándole el pecho de medallas por obtener una victoria, aunque solo fuera para conseguir tiempo, en Seabring y mandándolo a Barnett para ocupar un puesto que, en su día, pudo ser de primer orden, pero que ahora solo podía acabar en derrota, hiciera lo que hiciera. Y, teniendo en cuenta que Seguridad Estatal seguía teniendo la costumbre de pegarles un tiro a los almirantes derrotados, parecía altamente probable que el Comité de Seguridad Pública hubiera llegado a la conclusión de que podía prescindir de los servicios de Thomas Edward Theisman.

Volvió a resoplar, esta vez entre divertido y amargo, regresó a su enorme escritorio y se volvió a aposentar en aquella silla extremadamente cómoda. Era posible que estuviera siendo demasiado pesimista, se dijo a sí mismo. Por supuesto, era mejor ser muy pesimista que optimista estando las cosas como estaban en la actualidad en la República Popular, pero quizá el ascenso de Esther McQueen al Comité de Seguridad Pública era un motivo de esperanza. Ella iba a ser la única militar en el Comité y, pese a su brillantez en el campo de batalla, siempre había tenido una ambición peligrosa, incluso bajo el mandato de los legislaturistas. Aislada como estaba entre civiles que no entendían los problemas a los que se enfrentaba la Armada y ambiciosa hasta la médula, era más probable que la pillaran en juegos de poder que solventando los problemas de la flota. E incluso si tenía más tendencia a luchar por la Armada, su sola figura parecía ser muy poco y llegar muy tarde para salvarle el cuello a Theisman, pero lo cierto es que él no podía evitar mantener un leve hilo de esperanza por el hecho de que alguien como ella pudiera marcar la diferencia de algún modo. Independientemente de sus otros defectos, había sido oficial de la Armada durante más de cuarenta años-T y siempre había sido capaz de inspirar lealtad en sus subordinados más inmediatos. Tal vez debería recordar que la lealtad ha de servirse en ambos sentidos… o al menos ser capaz de ver la necesidad de fortalecer a la Armada aunque solo fuera para mantener la fuerza de su circunscripción.

Theisman volvió a resoplar, esta vez de exasperación por su necesidad masoquista de creer que la República podría sobrevivir a pesar de los chalados que la gobernaban, y se conjuró para cambiar de actitud. Tal vez le hubieran confiado una nave muerta que se dirigía con paso firme hacia el interior de un pozo de gravedad, pero eso no cambiaba ni un ápice su responsabilidad de exprimirla al máximo hasta que…

El pitido quedo de su centro de comunicaciones interrumpió el curso de sus pensamientos. Theisman pulsó la tecla de confirmación y los caracteres alfanuméricos apilados en filas perfectamente ordenadas desaparecieron de su vista en cuanto eligió el modo de pantalla partida. En ella apareció entonces el pelo negro azabache y los ojos marrones de la ciudadana capitana Megan Hathaway, su jefa de personal. Compartiendo pantalla con ella, el ciudadano comandante Warner Caslet, su oficial de operaciones, cuya mirada salió de la pantalla en dirección a Theisman, ante lo cual él trató de esconder otra mueca de disgusto, porque Caslet era una prueba más de que el Comité había decidido que podía apañárselas sin Thomas Theisman.

No era culpa de Caslet; de hecho, él era un oficial de calidad superior cuyos servicios, en circunstancias normales, Theisman hubiera estado encantado de poder disfrutar. Pero aquel ciudadano comandante había caído en desgracia. Hacía algo más de un año-T, había sido uno de los jóvenes más prometedores de la Armada Popular, pero aquello fue antes de que se informara de los resultados de la redada comercial en Silesia del ciudadano almirante Giscard… y antes de que Caslet perdiera su propia nave tratando de salvar a un mercante manticoriano de manos de los piratas silesios.

Theisman había visto los informes sobre los piratas en cuestión y, hasta pasados por el filtro de la censura obvia a la que habían sido sometidos antes de llegar a sus manos, podía hacerse una idea de por qué cualquier oficial que se preciase de vestir aquel uniforme podía haber querido salvar a cualquier mercader del ataque pirata. Había sido solo cuestión de mala suerte que el carguero que Caslet había intentado rescatar resultase ser un crucero mercante armado camuflado de la Real Armada Manticoriana que acabó quitándole su nave y liquidando los buques contra los que había arremetido Caslet para conseguir salvarlo.

Una vez que pasó a estar custodiado por los manticorianos, Caslet, con el visto bueno de su comisario, compartió sus datos sobre los piratas con sus captores; lo cual, unido a su esfuerzo por «salvarlos», impulsó a los mantis a repatriarle a él y a sus oficiales de mayor rango en lugar de encerrarlos en un campo de concentración para prisioneros de guerra perdido de la mano de Dios. Teniendo en cuenta todos los factores, devolver a Caslet había sido un favor envenenado, porque lo único que había impedido que Seguridad Estatal lo ejecutara por haber perdido su nave en tales circunstancias era el hecho de que el Almirantazgo había dado órdenes explícitas a todas las unidades del destacamento de Giscard para que fueran en auxilio de cualquier navío mercante Andermani que se viera amenazado por los piratas.

La idea, hasta donde Theisman había podido llegar a conocer, era que con aquel plan el imperio Andermani se sintiera lo suficientemente agradecido a los asaltantes comerciales de Giscard como para que la Armada Imperial mirase hacia otro lado cuando las operaciones de la Armada Popular y la guerra en general con los manticorianos les llegase a sus propias puertas. Bueno, pues si esa había sido la idea, no había funcionado para nada. Con todo, aquellas órdenes habían bastado para salvarle el cuello a Caslet, porque en el momento en el que él pensaba que estaba yendo al rescate de una nave-Q Mantícora, la nave-Q en cuestión se había camuflado bajo la apariencia de un carguero de Andermani. Lo cual significaba, por supuesto, que Caslet tan solo había obedecido órdenes.

Independientemente de sus otros defectos (y Dios sabía que no eran pocos), los líderes actuales del Almirantazgo se las habían ingeniado al menos para convencer a Seguridad Estatal de que pegarle un tiro a un oficial por obedecer órdenes habría tenido un… impacto negativo en las operaciones navales. Bastante malo era saber que te podían pegar un tiro por no cumplir las órdenes, por muy inviable que fuera la tarea que se te encomendase, como para pensar que te podían liquidar también si las obedecías y las cosas salían mal igualmente. Además, era más probable que los oficiales que se pensaban que no tenían nada que perder independientemente de lo que hicieran se rebelaran contra sus maestros políticos. ¡Gracias a Dios que alguien había sido capaz de abrirles los ojos a los de Seguridad Estatal con aquel tema, al menos!

El hecho de que no se hubieran cargado a Caslet, no obstante, no significaba que los poderes fácticos fueran a perdonar y olvidar, y por eso no le habían permitido ponerse al mando de una nueva misión. En lugar de eso, y a pesar de una hoja de servicios por otra parte absolutamente brillante, se le había degradado para cumplir obligaciones de personal de a bordo. Se le había enviado, además, a Barnett, que prometía ser una vía más muerta, con énfasis en lo de «muerta», para su carrera que cualquier labor de papeleo en la que pudieran haberle confinado.

Por otra parte, podía ser también una oportunidad para «redimirse» en función de cómo lo hiciera allí, pensó Theisman. Si hace un buen trabajo y conseguimos resistir el tiempo suficiente como para que nuestros jefes estén contentos, tal vez le «rehabiliten». Qué demonios, quizá hasta me puedan sacar a mí de aquí, también. Sí. Claro que sí, Tommy.

Fue en aquel momento cuando se dio cuenta de que faltaba una cara. Dennis LePic, el alto comisario popular de Barnett y vigilante personal de Theisman, un tipo relativamente decente, pero también inquisitorial y asertivo, que se tomaba sus responsabilidades lo suficientemente en serio como para ser un constante quebradero de cabeza. Era lo suficientemente listo como para dejar los asuntos operativos a los profesionales que él mismo espiaba, pero siempre insistía en que lo mantuvieran informado y «compartía» conferencias rutinarias entre Theisman y sus hombres. La ausencia de LePic en aquella pantalla partida fue más que suficiente para que Theisman arqueara las cejas mentalmente, algo que también fue capaz de disimular exteriormente. Cualquier oficial prudente daba por supuesto que cualquier vía de comunicación, por más segura que fuera, estaba pinchada, así que no permitió que su voz reflejase signo alguno de sorpresa al saludar a sus contertulios.

—Hola, Megan… Warner. ¿Qué pasa?

—Acabamos de recibir el último informe de movimiento de naves procedente del Almirantazgo, ciudadano almirante —respondió Hathaway con un tono igualmente tranquilo—. Estamos viendo que hay bastantes más naves que las que habíamos previsto, así que Warner y yo pensamos que debíamos ponerlo al corriente.

—Suena razonable —coincidió Theisman, reclinándose sobre su silla una vez más. Pero la respuesta de Hathaway, por más razonable que pudiera parecer, obviamente no era la razón por la que lo había llamado. Tenían una reunión rutinaria del personal en menos de dos horas, así que aunque la noticia hubiese sido que les mandaban la flota capitán entera, hubiera podido esperar—. ¿Cuál es la buena noticia entonces? —preguntó.

—Para empezar nos mandan al Sexagésimo Segundo y Octogésimo Primer escuadrones de batalla —repuso Caslet y, a pesar de que hizo esfuerzos por evitarlo, las cejas de Theisman sí se arquearon esta vez—. El Sexagésimo Segundo está un veinticinco por ciento por debajo de su capacidad y al Octogésimo Primero le falta una nave, pero siguen siendo trece más para el frente, señ… ciudadano almirante.

Theisman asintió con la cabeza. Aquellos refuerzos eran bastantes más de los que él mismo había previsto. De hecho, iban a incrementar la potencia de su frente de batalla en casi un treinta por ciento, lo cual era un claro indicador de que los dirigentes de la República tenían intención de plantar cara de verdad por Barnett. Ni aun así iban a conseguir mantenerlo, pero si le daban el arsenal necesario podría al menos darle al resto de la Armada tiempo suficiente como para que significara algo de verdad. Pero, a pesar de su sorpresa, le dedicó a su oficial de operaciones un ceño fruncido en señal de moderada desaprobación. Caslet había estado al mando de su propia nave lo justo como para evitar deslices como el que acababa de cometer. O tal vez precisamente porque había estado al mando de su propia nave el tiempo suficiente tenía problemas para recordar que las únicas personas a las que se podía dirigir uno como «señor» o «señora» en estos días eran los comisarios populares.

El NAP Vaubon había sido un crucero ligero y, como acostumbraban los cruceros ligeros, había pasado la mayor parte de su tiempo surcando el espacio a su aire. Por más que él pudiera haber pasado por alto el vocabulario revolucionario de sus subordinados, Caslet llevaba demasiado tiempo sin superior, al margen de su propio comisario, al que informar directamente. Pero, fueran cuales fueran las razones, un oficial de su posición no podía permitirse nada que sugiriera, aunque fuera remotamente, su falta de entusiasmo hacia el nuevo régimen.

—Pues la verdad es que es un buen comienzo —dijo Theisman un rato después—. ¿Hay algo más?

—Sí, ciudadano almirante —indicó Hathaway—. Eso es lo gordo, pero tiene pinta de que nos van a mandar otra flotilla destructora, la mayor parte del Centésimo Primer escuadrón de cruceros ligeros y otra media docena de cruceros pesados. Tal vez hasta nos manden otro crucero de guerra, suponiendo que podamos conservarlo. —Para cualquiera, excepto para alguien que la conociera muy, muy bien, el tono con el que Hathaway pronunció la última frase hubiera sonado completamente normal, pero Theisman la conocía bien.

—Siempre podemos emplear más cruceros de batalla —dijo tan tranquilamente—. ¿Cuál es la flotilla?

—El Tepes, ciudadano almirante. —La voz de Caslet tenía un tono exactamente igual al de Hathaway y Theisman notó que su expresión intentaba no revelar nada al darse cuenta de la verdadera razón por la que Megan y Warner habían establecido una comunicación sin la presencia de LePic, probablemente tras haberse asegurado además de que al comisario se le había distraído convenientemente en alguna otra parte.

El Tepes, pensó para sí. Una de las naves clase Warlord que habían sustituido a las Sultán como los cruceros de batalla más nuevos y poderosos de cuantos poseía la Armada. Pero el Tepes no pertenecía a la Armada… y su tripulación no estaba compuesta por personal de la Armada, sino por oficiales y gente alistada procedente del departamento de Seguridad Estatal.

Theisman ocultó una fuerte sensación interior de disgusto y miedo, mientras ponderaba el impacto de la nueva noticia. Como casi todos los oficiales regulares, incluso aquellos que apoyaban más encendidamente al nuevo régimen, la decisión de desviar buques de guerra tan necesarios de las operaciones del frente principal le parecía, por lo menos, cuestionable. Pero lo que le asustaba de verdad, lo que no se atrevería nunca a pronunciar en voz alta, era la otra cara de esa lógica. Seguridad Estatal estaba amasando toda una flota de buques de guerra que estaba comandada por oficiales de Seguridad Estatal o incluso, como sucedía con el Tepes, manejada enteramente por personal de Seguridad Estatal.

Era un hecho conocido que una buena parte de la mano de obra actual de Seguridad Estatal procedía de sectores descontentos de la Armada y los marines del pueblo previos al golpe, pero incluso con la ayuda de aquellos voluntarios, los matones de Oscar SaintJust carecían de la preparación y la experiencia para poder explotar adecuadamente todas las posibilidades de las naves que estaban bajo su control. Así y todo, aquellas naves constituían lo que, de facto, era una segunda Armada y cabía preguntarse por qué se había creado tal cosa. No había dudas de que la respuesta, en parte, era lisa y llanamente, por estúpido que pareciese, un producto de la burocracia. Como cualquier otro parásito, Seguridad Estatal tenía un apetito insaciable por conseguir más poder, incluso aunque eso implicase debilitar a las flotas que tenían que plantar cara al enemigo. Pero en la creación de la flota privada de Seguridad Estatal había algo más que mero egoísmo y exhibición de fuerza. Eso sería de todo menos efectivo contra los mantis, pero aquella no era la cuestión de verdad. Como la Armada auténtica sabía perfectamente, la cuestión era proporcionarle a Seguridad Estatal una «Armada» lo suficientemente fiable como para llevar a cabo las misiones coercitivas en suelo propio que Saint-Just no podía confiar plenamente a la flota regular porque habrían de llevarse a cabo contra los propios ciudadanos de la República. O eso, pensó Theisman descorazonadamente, o ejecutar misiones contra el personal de la Armada, o cualquiera dependiente de ellos, como aquella idiotez de Malagasy.

Pero lo que le dejaba de piedra y explicaba a la vez la ausencia de LePic, era que el Tepes tenía una fama muy especial. A pesar de que su tripulación había salido del departamento de Seguridad Estatal, a ella se la había asignado permanentemente al departamento de Información Pública. De hecho, era el medio de transporte personal de la ciudadana del Comité Cordelia Ransom y, si la idea de convertir uno de los cruceros de batalla más potentes de la Armada en el yate privado de la jefa del aparato propagandístico de la República y su equipo personal de técnicos parecía obscena, nadie se iba a atrever a decirlo. Igual que nadie se iba a atrever a señalar que la decisión de Ransom de visitar el Sistema Barnett podía ser mucho más peligrosa para el oficial encargado de la defensa del sistema que para cualquier destacamento manticoriano.

—¡Pues —Theisman se escuchó a sí mismo en un tono de voz enérgico y resolutivo—, nos manden el Tepes o no, lo que está claro es que podemos usar el resto de unidades! De hecho, Warner, quiero que te replantees el posicionamiento de nuestra guardia delantera. Si nos van a traer más naves, me gustaría que los cruceros de batalla del ciudadano contraalmirante Tourville empiecen a patrullar por Barnett.

—Sí, ciudadano almirante. Así lo haremos —repuso Caslet, con la vista baja mientras almacenaba las notas en su escritorio—. Solo con los refuerzos destructores se compensará de sobra la pérdida en plataformas de sensores. ¿Qué quiere que hagamos con ellas, ciudadano almirante?

—Me gustaría enviar sus Divisiones Segunda y Tercera para que engrosen la guarnición de Corrigan. No van a ser suficientes para resistir la embestida de los mantis cuando estos hagan su maniobra final, pero al menos podremos ayudarlos a que tengan un poco más de cuidado cuando estén de exploración por el sistema. Vamos a poner suficiente fuego de artillería como para que se lo piensen dos veces antes de mandar barridas de reconocimiento con cruceros ligeros.

—Muy bien, ciudadano almirante. ¿Y el resto del escuadrón?

—Creo que prefiero dejarlos para hacer nosotros mismos una barrida un poco agresiva. —Theisman se reclinó en la silla y su voz de repente sonó más introspectiva a medida que la noticia de que el Tepes se dirigía hacia Barnett fue abriendo paso a la valoración del resto de las noticias—. Warner, ¿me decías también que hay media docena de cruceros pesados?

—Sí, ciudadano almirante.

—Muy bien. En ese caso, vamos a darle a Tourville CruRon unas cincuenta flotillas destructoras a cambio de los cruceros de batalla de Corrigan. Eso le proporcionará una notable fuerza de asalto, con velocidad suficiente como para huir de allí si aparece algo contra lo que no pueda luchar; a menos, por supuesto, que se tope con un par de divisiones de cruceros de batalla mantis equipados con los nuevos compensadores.

Theisman hizo una mueca de disgusto al recordar esto último y porque el tono medio defensivo, que no lograba quitarse de encima pese a sus esfuerzos por conseguir lo contrario, lo irritaba inmensamente. Del mismo modo, no obstante, cuatro de los cruceros de batalla que estaban intentando asignar a la operación eran de clase Warlord, equipados con los primeros frutos de las mejoras tecnológicas de la Liga Solariana. Las naves más novedosas de los mantis, las Reliant, seguían teniendo una ventaja marginal en armamento y sus capacidades bélicas electrónicas les proporcionaban una ventaja sustancial en el combate, pero ambos márgenes eran mucho más pequeños contra una Warlord que contra cualquiera que se pudieran estar esperando en el bando contrario. Y, por supuesto, si coincidía que Tourville se encontrase con algo más viejo que una Reliant, pues…

—Sí, ciudadano almirante —dijo Caslet de nuevo—. ¿Tiene un objetivo específico en mente o quiere que el ciudadano comandante Ito y yo le hagamos una lista para que usted escoja después?

—Creo que Adler o Madrás estará bien —repuso Theisman—. Todavía se están instalando en Adler, en concreto, así que un ataque por ahí puede convencerlos para que destinen más efectivos para cubrir ese frente y, por tanto, se alejen de Barnett. Pero no nos limitemos a lo que se me ocurra a mí. Adelante, reúnete con Ito y dime lo que se os ha ocurrido después. —Theisman hizo una breve pausa, mientras se rascaba la ceja para acabar asintiendo para sus adentros—. Adelante, pensad en la posibilidad de objetivos múltiples. No quiero dejarme llevar por mi propia agresividad aquí, pero si podemos dividir nuestra fuerza y darles en los morros a los malos en más de un sitio estaría bastante bien. Incluso con estos nuevos refuerzos, no parece que vayamos a ser capaces de mantener Barnett si se concentran adecuadamente, así que cualquier opción que tengamos para que se preocupen por sus defensas merece la pena, creo yo.

—Sí, ciudadano almirante. Tendremos algo para usted en el informe de esta tarde.

—Bien, Warner. —Theisman sonrió a su oficial de operaciones y después volvió a mirar a Hathaway, con un tono de voz pretendidamente tranquilo—. Mientras tanto, Megan, ¿podrías localizar al ciudadano comisario LePic y comunicarle la información a él también? Vamos a tener un arsenal muy superior al que yo había previsto que tendríamos y esto puede alterar sustancialmente mi planificación de emergencia. Por favor, dile que necesito hablar con él sobre las nuevas posibilidades que se abren ante nosotros y que te he pedido a ti que le pongas al día de modo prioritario sobre el nuevo calendario de maniobras antes de que nos reunamos él y yo cara a cara.

—Por supuesto, ciudadano almirante —respondió Hathaway como si no albergase sospecha alguna de que Theisman estaba hablando para que quedase registrado en micrófonos que los tres sabían que habían estado grabando toda la conversación… o para que diera la impresión de que todo lo que se había dicho antes de que el jefe de personal mencionara por primera vez el nombre de «Tepes» carecía de trascendencia.

—Gracias, Megan. Gracias a ti también, Warner —dijo Theisman de corazón—. Os lo agradezco mucho.