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—Buenos días, milady.

Honor giró la cabeza y miró hacia arriba como intentando identificar al recién llegado, pero lo cierto es que no hacía falta. Ya había notado a través de Nimitz que Haven Albo se aproximaba mucho antes de que él entrase en aquel comedor inundado de luz, pese a lo cual ella lo saludó con una sonrisa, como si nada.

—Buenos días, milord. ¿Quiere sentarse con nosotros? —le preguntó, señalando a la mesa de desayuno, que estaba puesta para la ocasión, y él le devolvió la sonrisa.

—Por supuesto —respondió él—, las tortitas tienen un olor estupendo. —Haven Albo hablaba con un tono absolutamente normal, sin reminiscencias de los sentimientos que ella había percibido en él la noche anterior, lo cual le produjo un torrente de alivio… que no tardó en reprocharse a sí misma.

—No es a tortitas a lo que huele —corrigió ella, ante lo cual Haven Albo alzó la ceja inquisitoriamente—. Son gofres, y me temo que están asquerosamente ricos, justo como a mí me gustan.

—¿Gofres? —Haven Albo repitió aquella palabra que le resultaba tan poco familiar como para que no se le hiciera tan extraña.

—Piense que son como, uhm, tortitas acolchadas y crujientes —le explicó ella—. Son una especie de tradición aquí en Grayson y me hubiera gustado que el Reino Estelar no la hubiera perdido, por más que sea un quebradero de cabeza para la dieta. Mantícora se lo montó mucho mejor para preservarla, teniendo en cuenta las diferencias con nuestra primera generación. Por otra parte, tal vez se haya percatado de que los graysonianos pueden llegar a ser un poco tozudos. —Honor giró la cabeza para sonreír a Andrew LaFollet por encima del hombre, tras lo cual le guiñó el ojo pícaramente a su hermana y ellos se rieron mientras Haven Albo asintió irónicamente—. Pues esta es una de las cosas que se les puso entre ceja y ceja que no iban a perder. Sospecho que la receta ha cambiado un poco… pero tampoco apostaría nada.

Esta vez Haven Albo sí se rió con LaFollet. Otra cosa no, pero insistentes, los habitantes de Grayson lo eran un rato. Entre otras cosas, el suyo era el único planeta de la galaxia explorada que había mantenido el antiguo calendario gregoriano, a pesar de que no se ajustaba para nada a su día ni a su año planetario. Si había alguien con papeletas para haber conservado un manjar tradicional de desayuno en medio de la colonización de un planeta hostil con un repertorio tecnológico de risa, sin duda eran los graysonianos.

Haven Albo volvió a olisquear mientras se sentaba mirando primero a Harrington y recorriendo con la vista aquella fiesta de desayuno extrañamente variada. El ramafelino de ella se sentó en una trona a su derecha, moviendo los bigotes mientras miraba al conde, una señal inequívoca de que lo estaba saludando. Haven Albo asintió con la cabeza a modo de cortesía y después repitió el gesto con Samantha, que estaba sentado en una trona a juego situada a la derecha de Nimitz. Miranda LaFollet se sentó a la izquierda de Harrington y a su izquierda se dejó una tercera trona para Farragut. Haven Albo había tenido bastante más experiencia con los gatos que la mayoría de los manticorianos por la alianza duradera que su familia había mantenido con la casa de Winton. Bastantes monarcas y príncipes y princesas herederos habían sido adoptados en las últimas ocho o nueve generaciones durante los desayunos en el palacio de Mount Royal como para que le resultase extraña en cierto modo la presencia de ramafelinos; pero algo inusual sí que resultaba, teniendo en cuenta que el número de gatos era igual al de los humanos sentados a la mesa.

Claro que, se recordó a sí mismo mentalmente, esta mañana había once más rondando por la hacienda Harrington. Haven se preguntaba quién estaba vigilando a los gatitos de Samantha y le deseó suerte a quienquiera que fuera. A juzgar por lo que había visto de su descendencia ayer, sus cuidadores iban a necesitar todos los descansos que pudieran y la verdad es que agradecía de corazón que él no fuera uno de ellos.

Haven Albo sonrió solo con pensarlo y volvió a centrar su atención en el olor fascinante que se colaba por la puerta abierta al final del comedor. Aquel olor era verdaderamente delicioso… y el soniquete exuberante y mantequilloso que lo acompañaba le anunciaba que los «gofres» iban a estar tan buenos como Harrington le había insinuado. Haven alzó la cabeza para mirarla, se fijó en la taza repleta de cacao que tenía ella junto al plato y se preguntó cómo podía estar tan delgada teniendo en cuenta que parecía ser una golosa de tomo y lomo. Debía de haber una explicación más allá del ejercicio, por más calorías que pudiera quemar a través de su programa de entrenamiento físico.

Honor se dio cuenta de que él estaba centrando su atención en ella y hasta notó que el corazón de Haven estaba haciendo conjeturas. No sabía exactamente sobre qué, pero era muy diferente a aquel repentino torrente de toma de conciencia visceral que había notado en él la noche anterior. Honor se preguntó si debía de sentirse contenta por la diferencia, pero inmediatamente se sacudió aquel pensamiento de la cabeza. ¡Claro que debería! Había una parte muy importante de ella que no tenía ni ganas de aquel desayuno, porque no había podido descansar mucho por la noche. No hacía más que volver a pensar una y otra vez en aquellos escasos minutos en la biblioteca, regresando a ellos como se habría rascado un picor físico que la hubiera vuelto loca. Y, tal y como se dijo a sí misma al final, después de aquella espiral de pensamientos internos, había llegado a la conclusión de que no había nada de qué preocuparse. Solo había sido algo momentáneo, un relámpago de conciencia que Haven Albo no podría en modo alguno llegar a saber que había compartido con ella. Algo, en fin, que él iba a poner muy al fondo de su cerebro, allí donde no pudiera afectar a su relación profesional.

Por desgracia, una parte muy dentro de ella se había negado a aceptar aquella lógica reconfortante.

Había sido ridículo. ¡Ella tenía más de cincuenta años-T, no era ninguna colegiala! No tenía sentido que se quedara despierta especulando sobre lo que podía pensar sobre ella alguien que no había mostrado hasta entonces tener la menor conciencia de su condición femenina. Sobre todo no aquel hombre. Y, con todo, aquello era precisamente lo que había hecho y embarcarse en aquella tarea no le había procurado precisamente ningún bien. Honor bajó la vista a su propio plato y observó su segunda pila de gofres, anegada de mantequilla y sirope, antes de volver a darse una nueva colleja mental. ¿Qué demonios le pasaba? Debería estar aliviada por que él no estuviera pensando en ella en ese sentido, y lo estaba. Pero una parte de ella no compartía aquel alivio. Oh, no.

Esa parte se sentía casi disgustada con él porque había mandado a paseo los pensamientos sobre el atractivo de ella… tal y como ella había rogado que hiciera. Y para empeorar aquel absurdo nerviosismo, tales pensamientos iban envueltos en un tonito de culpabilidad, como si el cabreo de aquella parte irracional de ella misma supusiera en cierto modo una traición a Paul Tankersley.

No se le notó nada de aquello en la expresión de su cara, pero Nimitz alzó las orejas inquisitorialmente como si hubiera sido capaz de detectar la frustración que le producía a ella su propia y ridícula fijación en la preocupación momentánea de otra persona. En cuanto Honor notó que la curiosidad de Nimitz aumentaba, rechinó mentalmente los dientes. Había un innegable punto de deleite perverso en las emociones de Nimitz y la carcajada que se atisbaba en sus ojos verde hierba le hubieran delatado igualmente aunque no existiese un vínculo entre sus emociones. No ocurría muy a menudo que ella hiciera algo que a él le pareciera tan ridículo como para partirse de risa, pero parecía que las habilidades empáticas de él le habían proporcionado una perspectiva bastante diferente. Pues mejor para él, pensó malhumorada. Tal vez su especie estaba tan acostumbrada a sentir las emociones de los demás que podían hacerlo sin inmutarse, por más que las circunstancias no fueran las más adecuadas, ¡pero no era razón suficiente para que se divirtiera con tan pocos remilgos ante las dificultades de ella!

Honor se concentró en mandarle mentalmente una reprimenda que dejara patente lo mucho que le había molestado su reacción, pero él solo respondió descubriendo los colmillos, un signo inequívoco de que se estaba volviendo a descacharrar. Para empeorar las cosas, Nimitz le envió de vuelta otro fuerte impulso indicándole que él sí le daba el visto bueno a Haven Albo.

Honor escuchó un sonido sordo a sus espaldas y se giró con una sensación de alivio por aquella distracción. Era MacGuiness saliendo de la despensa, la despensa de él, como se le había hecho saber a conciencia a todo el personal de la hacienda Harrington. Todo el personal se había adherido al dictamen por respeto y pese a que él estaba perfectamente dispuesto a delegar la mayor parte de las tareas, era él quien se ocupaba de servir las comidas de su capitán, recordó mientras le hacía una pequeña reverencia a Haven Albo.

—Buenos días, milord. ¿Puedo traerle café?

—Por supuesto —contestó Haven Albo con una sonrisa—, pero creo que prefiero empezar con un vaso de zumo y guardarme el café para después de los gofres. Sospecho que voy a necesitar algo para desengrasar el sirope en mi interior.

—Claro, milord —replicó MacGuiness antes de volver la vista hacia Honor—. ¿Le apetece más, milady? —preguntó.

—Uhm, sí. Sí, sí, Mac —repuso ella, a lo que él respondió con una sonrisa antes de girarse hacia su despensa.

Su intervención, a pesar de ser breve, sirvió para que centrar los pensamientos errantes de Honor, que alzó la vista hacia Haven Albo con una sonrisa y observó que algo muy distinto a la admiración de la noche anterior coloreaba sus emociones. Ella ya había sentido la sorpresa de él anteriormente y, aunque por lo general no hacía comentarios al respecto, aquello le parecía tan normal, en comparación con el resto de cosas que le habían venido preocupando, que enseguida se vio a sí misma dando explicaciones.

—Se está preguntando por qué mi aspecto no es el de una regordeta preespacial, ¿verdad, milord? —le dijo con aire burlesco.

—Yo… quiero decir… —Haven Albo se puso rojo como un tomate. La pregunta directa y sonriente de Honor le había pillado sin una respuesta ocurrente, pese a lo cual la dulce sonrisa de Honor le sirvió para bajarle un poco los colores.

—No se preocupe, milord. Mike Henke me toma el pelo con eso constantemente y la explicación es muy sencilla. Soy un genio.

El conde parpadeó rápidamente, con la expresión totalmente en blanco, para acabar asintiendo como si lo hubiera comprendido de repente. Emplear el término «genio» para describir a alguien se consideraba de una mala educación extrema, pero teniendo en cuenta que el padre de Harrington era neurocirujano y sobre todo que su madre era especialista en genética, probablemente ella se sentía más cómoda con la etiqueta que muchos otros. A ese respecto, los prejuicios contra los humanos construidos genéticamente se estaban disipando a medida que los últimos recuerdos de la Guerra Final de la Antigua Tierra se iban desvaneciendo del prosencéfalo racial. Y sin embargo tales prejuicios no habían existido en los primeros días de la Diáspora y había unas cuantas colonias que habían sido establecidas por genios diseñados específicamente para los nuevos entornos en los que debían desarrollar su vida.

—No lo sabía, milady —dijo el conde un rato después.

—No hablamos mucho de ello, pero supongo que en la actualidad la mayoría de los esfinginos son genios —repuso ella. Él arqueó una ceja educadamente y ella se encogió de hombros—. Piénselo —le sugirió—. Los planetas de alta gravedad son uno de los entornos «hostiles» más comunes. ¿Sabe que incluso hoy la mayor parte de los habitantes de estos planetas tienen una esperanza de vida inferior a la media? —Honor volvió a mirar a Haven Albo y él asintió con la cabeza—. Eso es porque ni siquiera con los avances de la medicina moderna se puede meter a un cuerpo diseñado para una gravedad uno en un planeta con gravedad uno coma tres o uno coma cinco y esperar que funcione como si nada. En mi caso, no obstante…

Honor hizo un gesto elegante con una mano y él asintió levemente con la cabeza.

—Yo había oído hablar de las modificaciones para Quelhollow, pero se pueden ver mucho más fácilmente que las que usted dice —apuntó Haven Albo.

—Bueno, Quelhollow tenía otras preocupaciones en lo relativo al entorno, mientras que mis ancestros eran más un… diseño genérico, supongo. Básicamente, mi tejido muscular es en torno a un veinticinco por ciento más eficaz que el de los «humanos puros» y también hay algunos cambios en mis sistemas respiratorio y circulatorio, además de ciertos refuerzos óseos. La idea era hacernos aptos para planetas de alta gravedad en general, no para ninguno en concreto y los especialistas en genética hicieron que los cambios fueran dominantes para que todos los padres se los pasaran a sus hijos.

—¿Y su dieta?

—Tener músculos más eficientes y un corazón más fuerte no me sale gratis, milord —dijo Honor con ironía—. Para sostener las diferencias, mi cuerpo metaboliza en torno a un veinte por ciento más rápido; bueno, un poco más, la verdad, pero no mucho. Por eso puedo permitirme comer así —concluyó, esbozando una sonrisa de oreja a oreja al ver que MacGuiness le ponía un tercer plato de gofres delante—. De hecho —añadió mientras hundía el cuchillo en la torre de gofres—, tiendo a llenarme en el desayuno y después hago un almuerzo relativamente ligero; bueno, ligero para mí. El «reposo» nocturno me deja hambrienta de masa reactivadora por las mañanas.

—Fascinante —murmuró Haven Albo—. ¿Y dice que más de la mitad de esfinginos tienen la misma modificación?

—Es solo un cálculo aproximado y no es una modificación. Los Harrington descienden de la primera generación de Meyerdahl, que fue una de las primeras, de hecho creo que fue la primera, en introducir modificaciones de alta gravedad. Los tipos como nosotros representan aproximadamente el veinte o veinticinco por ciento de la población total. Pero hay bastantes variaciones sobre el mismo modelo y los diferentes mundos tienden a atraer a los colonizadores que pueden vivir allí cómodamente. Si a eso añadimos los billetes gratuitos que el gobierno ofrecía para reclutar colonizadores frescos después de la plaga de los veintidós AL, Esfinge consiguió atraer a más de los nuestros que la mayoría, incluyendo a muchos de los mundos centrales que, de cualquier otra forma, no se habrían planteado emigrar en la vida. En muchos sentidos, los genios de Meyerdahl han sido los más exitosos, en mi modesta opinión, claro. Nuestro fortalecimiento muscular es sin duda el más eficaz, se mire como se mire. Pero también tenemos un problema que los demás no tienen.

—Que es…

—La mayoría de nosotros no nos regeneramos —prosiguió ella, tocándose el lado izquierdo de la cara—. Más del ochenta por ciento de nosotros presentamos un conflicto genético de base con las terapias de regeneración y ni siquiera Beowulf ha sido capaz de pensar cómo superar eso todavía. Estoy bastante segura de que acabarán haciéndolo, pero por el momento…

Honor se encogió de hombros con una leve sorpresa por estar dando explicaciones, para empezar, pero todavía más por estar entrando en tantos detalles. No es que a Honor le diera por pensar mucho en ella misma y lo cierto es que había gente todavía que tenía reacciones curiosas ante el concepto mismo de «genios». Pero la conversación le trajo a la cabeza otra cosa, así que se giró hacia Miranda.

—¿Está todo listo para la novedad? —preguntó, a lo que Miranda asintió con la cabeza.

—Sí, señora. Repasé los detalles con el coronel Hill una vez más anoche. Todo está en orden, la guardia está satisfecha con las medidas de control de la multitud y lord Prestwick estará aquí para expresar el agradecimiento personal del protector por su donación.

Honor empezó a hacer aspavientos con la mano para quitarle importancia a ese último punto; pero Miranda, al igual que su hermano, suponía que el vínculo de Honor con Nimitz le permitía sentir las emociones de los demás. Parecía que Miranda se había vuelto más consciente aún de aquello durante los tres días que habían transcurrido desde su propia adopción y Honor pestañeó al darse cuenta de que su ayudante estaba usando deliberadamente a Nimitz para comunicar su desacuerdo con el intento de Honor por minimizar la importancia del regalo que le había hecho a su mundo adoptado.

Miranda le sostuvo la mirada un instante y Honor volvió a pestañear. Casi se había acostumbrado a que otros ramafelinos empleasen conscientemente su vínculo con Nimitz para esos fines, pero Miranda era la primera humana que lo hacía y Honor se preguntó de pronto si aquello se desprendía del hecho de que Miranda no era esfingina. ¿Podía ser que su falta de concepciones previas sobre las capacidades de los gatos hiciera que fuese más capaz de reconocer (y utilizar) aquellas mismas capacidades?

Tal vez. Pero por el momento, a Miranda solo le preocupaba mostrar su disconformidad de una manera amable, así que Honor suspiró porque tenía que admitir que probablemente la joven estaba en lo cierto. Honor no había hecho aquella donación para ganarse el favor del protector Benjamín o de cualquier otro. Lo había hecho porque le parecía que era importante y necesario y porque, al contrario que la mayoría de los graysonianos, tenía más dinero del que probablemente podía gastar, así que qué menos que emplearlo en algo útil. Sin embargo, aquello no cambiaba el hecho de que era ella quien lo había hecho y si el canciller de Grayson iba a pasarse por allí para agradecérselo, lo menos que podía hacer era corresponderle amablemente.

—Muy bien, Miranda —suspiró ella—. Me portaré bien.

—No lo dudé nunca, milady —repuso Miranda con una gravedad admirable, tras lo cual esbozó una sonrisa—. Pero me temo que va a tener usted que pronunciar su propio discurso como respuesta al que dé él.

Los ojos de Miranda brillaron nada más terminar la frase y Honor pudo contenerse la risa mientras que a Farragut se le escapaba una risita desde el otro extremo. La «ayudante» de Honor no era el tipo de persona radical que fuera a cuestionar los bastiones de la supremacía masculina, pero sí que era alguien tenaz y con confianza en sí misma y aquel era un rasgo de su personalidad cuya visibilidad había ido ganando fuerza con el paso del tiempo. Sin que se diese cuenta, había empezado a colocar unas cuantas minas bajo ciertos bastiones que no estaba preparada para asaltar frontalmente, y a Honor le encantaba. A todos los efectos, Miranda se había convertido en la jefa de su personal de relaciones públicas y sociales y la número dos de sus consejeros políticos, con cuando menos tanto peso como Howard Clinkscales, por no mencionar que ella aportaba una perspectiva muy diferente a la de él. Aquello no habría suscitado comentario alguno de haber estado en el Reino Estelar, pero en Grayson podía ser un motivo claro de preocupación, ya que allí nunca se había visto como «adecuado» que las mujeres se metieran en política, por muy indirectamente que fuera. Peor aún, Miranda había ido asumiendo poco a poco el rol de coordinadora, dando instrucciones a un grupo de personal compuesto principalmente por hombres con una seguridad que era la viva imagen de la de su gobernadora.

Posiblemente parte de su seguridad emanase de la conciencia que ella tenía del prestigio y la autoridad de Honor, pero Honor pensaba que aquello solo representaba una muy pequeña parte. La mayor parte de la seguridad y competencia de Miranda procedía del hecho de que se le había proporcionado a su habilidad innata una oportunidad para mostrarse y que ella era sencillamente incapaz de no sacarla a relucir ante un desafío así.

Y yo me pregunto, musitó Honor para sus adentros, ¿hasta qué punto influyó en eso la decisión de Farragut de adoptarla?.

—¿Dijo algo el coronel sobre la tribuna superior? —le preguntó el mayor LaFollet a su hermana, ante lo que Miranda se encogió de hombros.

—Creo que piensa que estás paranoico, pero aceptó que los ingenieros le echaran un vistazo. Y también que dos o tres hombres armados subieran ahí arriba para vigilar las cosas. Y también hemos ajustado el calendario para daros el tiempo que nos había pedido para que usted y lord Clinkscales se reúnan en privado con el canciller, milady.

El habitual gesto adusto de trabajo de LaFollet se relajó lo suficiente como para permitirse una sonrisilla al escuchar la palabra «paranoico», pero por breve que fuera a Honor no se le escapó su cara de satisfacción. La tribuna superior sobresalía por encima de la zona en la que ella iba a usar la pala de plata para la ceremonia oficial de apertura y a Andrew no le había gustado un pelo desde el principio. Lo cual, pensó ella, es algo con lo que puedo vivir tranquila. Puede que Andrew esté un poco «paranoico», pero teniendo en cuenta lo que intentaron Burdette y sus chalados seguidores…

Honor se sacudió tal pensamiento de encima y asintió con la cabeza.

—Bien —les dijo a sus seguidores, después frunció el ceño y se rascó la punta de la nariz—. Hablando de lord Clinkscales y de reuniones, Miranda, por favor, tráeme a Stuart Matthews. Quiero un resumen técnico en miniatura de Cúpulas Celestes S. A. para ponerme al día rápidamente antes de reunirme con lord Prestwick.

—Sí, milady. Pero no se olvide de la audiencia que tiene también con el diácono Sanderson. Se la he puesto mañana a las tres.

El tono de Miranda era de lo más respetuoso, por lo que Honor se contuvo las ganas de darse un golpe en la frente, porque lo cierto era que se había olvidado de la reunión con Sanderson. Y prometía ser importante, teniendo en cuenta que Sanderson era el ayudante personal y representante directo del reverendo Sullivan. Honor esperaba que el propósito de la audiencia fuera expresar el apoyo de Sullivan a su último proyecto. No tenía razones para pensar que no fuera a ser así, pero todavía no conocía a Sullivan lo suficientemente bien y el nuevo reverendo aún estaba a años luz de su amable predecesor en el cargo. Nadie habría podido dudar de la fortaleza de las creencias de Julius Hanks; y aquellos que lo conocían bien siempre lo habían reconocido. Por más que sus formas fueran suaves, tenía un aura de acero y un núcleo central de titanio; y pese a todo nunca había tenido una personalidad que buscara la confrontación. En lugar de eso conseguía sus fines merced a una especie de akido espiritual, convirtiendo a sus oponentes más vocingleros en aliados como por arte de magia, gracias a su humor y a su inefable… pues eso, bondad. A Honor no le cabía duda de que la Iglesia iba a pedir su canonización en cuanto fuera posible y cualquiera que lo hubiera conocido alguna vez iba a apoyar su santificación con entusiasmo.

Pero a Jeremiah Sullivan le habían cortado por un patrón muy diferente. Gracias a Nimitz, Honor sabía que la fe de Sullivan era tan férrea como la de Hanks, pero donde Hanks con frecuencia daba la impresión de ser tan sensible que no era de este mundo, Sullivan pasaba por la vida como un torbellino. Había sido durante varios años asistente y mano derecha de Hanks y hasta (cuando se necesitó) brazo ejecutor. Cuando ocupó el puesto del antiguo reverendo, abrazó virtualmente las políticas de Hanks al frente de la sacristía. Pero su temperamento ardoroso, agresivo y en ocasiones tan enérgico que asfixiaba, lo habían convertido en una persona muy distinta, así que la Iglesia todavía estaba habituándose a su cambio de líder.

A largo plazo, Honor esperaba que Sullivan fuera bueno para Grayson. Estaba claro que sus logros los conseguiría de maneras que a Hanks nunca se le hubieran pasado por la cabeza, pero su devoción hacia su Dios, su rebaño de feligreses y su protector (por ese orden) estaban por encima de toda duda.

Por desgracia, no obstante, tenía también un perfil más socioconservador que el de Hanks. O, mejor dicho, que lo que Hanks había demostrado ser después de la Alianza de Grayson con Mantícora. El nuevo reverendo había anunciado a bombo y platillo que la Iglesia seguiría apoyando las reformas del protector y su actitud hacia la gobernadora Harrington difícilmente podría haber sido de más apoyo, a pesar de que Honor sabía que la idea de que pudiera haber una mujer gobernadora no era algo que asumiera de manera natural. En un sentido más que estricto, Sullivan se estaba forzando a hacer lo que su intelecto y su fe alcanzaban a entender que se exigía de él, a pesar de que persistiese en sus adentros un disgusto muy profundo por los cambios que aquello exigía en su mundo (y en su propia visión del mundo).

Honor lo respetaba por aquello, pero también significaba que en su interior latía un miedo minúsculo y perpetuo a que antes o después las emociones de Sullivan se convirtieran en la excusa perfecta para que los dos (o peor, el protector Benjamín y él) colisionasen brutalmente. Y teniendo en cuenta a quién había escogido ella para poner al frente de la clínica…

—Discúlpeme, milady. —La voz de Haven Albo se inmiscuyó entre sus pensamientos, ante lo que ella reaccionó moviendo aceleradamente la cabeza y girándose para ponerse frente a él—. No pude evitar escucharla por casualidad —prosiguió el conde—. ¿Puedo preguntarle qué va a inaugurar? —Sonrió con ironía—. Me va a disculpar que se lo diga, pero parece que es cierto eso de que tiene una lista interminable de proyectos abiertos.

—Es un nuevo asentamiento, milord —repuso Honor—. Y, la verdad sea dicha, a veces creo que Harrington es el campo de pruebas de Grayson. Mi pueblo está acostumbrado a estrujarse la cabeza, así que seguimos probando cosas nuevas antes de soltárselas a los conservadores. ¿No es cierto, Miranda?

—No sé si diría que «nosotros» lo hacemos así, milady —musitó la ayudante de Honor—, pero no cabe duda de que hay alguien que sí que lo hace. —Miranda miró inocentemente hacia su gobernadora y los tres ramafelinos se empezaron a reír sin remedio.

—Sigo tomando nota —le dijo Honor—. Y ya le llegará su día, Miranda LaFollet.

—¿El día de qué, milady? —le preguntó Miranda recatadamente, con la carcajada asomándole por los ojos.

—No se preocupe —amenazó Honor—. Lo podrá reconocer cuando llegue. —Miranda soltó una risita y Honor volvió la vista hacia Haven Albo.

—Como decía antes de que me distrajeran, milord —continuó Honor, ignorando a su ayudante y a su hombre de armas, cuyas risas se unieron a las de los gatos—, tenemos la tendencia a probar cosas por ahí, y lo que estamos probando esta vez es la primera clínica de genética moderna de Grayson.

—¿Cómo? —Haven Albo arqueó las cejas como si quisiera prestar especial atención y Honor sintió ese sincero coletazo de interés. En su mayor parte era simplemente eso, interés en el proyecto que ella estaba describiendo, pero había algo más. Había fuego meciéndose en el umbral de sus emociones. Era… admiración. En cuanto Honor se dio cuenta, sus mejillas se encendieron. ¡Caray! Daba igual lo que Haven Albo (o Miranda, o lord Prestwick, o incluso Benjamín Mayhew) pudieran pensar, pero no había nada de extraordinario en su decisión de financiar la clínica. Toda la dotación inicial ascendía apenas a cuarenta millones y los graysonianos sufrían una devastadora cantidad de defectos genéticos (muchos de los cuales, si no la mayoría, corregibles por la medicina moderna) después de un milenio de exposición a las altas concentraciones de metal de su planeta. Hubiera sido casi delictivo para ella no conseguir que alguien del Reino Estelar hiciera algo al respecto, así que ¿a cuento de qué la admiraba Haven Albo por aquello? ¿Qué le daba derecho a sentarse justo ahí y…?

Honor detuvo inmediatamente sus pensamientos en medio de una sensación de desconcierto. Por Dios, ¿qué diablos le pasaba? Aquella ira irracional (y era ira, ni más ni menos que eso) era algo que le resultaba totalmente ajeno a ella. Ni Miranda ni Haven Albo habían dicho o hecho una sola cosa que hubiera podido enfadar a ningún ser humano racional. Y no era la admiración de Miranda lo que la había enfadado. Era la de Haven Albo, y una daga de pura incredulidad le atravesó en su interior al darse cuenta de ello.

Se había equivocado. La súbita toma de conciencia que él había experimentado la noche anterior no había sido la única, al parecer, así que ella tragó saliva y extendió la mano en busca de una servilleta con la que limpiarse los labios, en un esfuerzo por darse una tregua de unos segundos. Tal vez el momento en el que el conde se dio cuenta de sus sentimientos había empezado siendo unilateral, pero no se había quedado ahí y esa era la razón por la que ella le había estado dando tantas vueltas al tema la última noche.

Porque en el instante en el que él la vio a ella de verdad, una parte de ella lo había visto a él de verdad. Y ahora había ocurrido algo infinitamente peor, porque en el momento en el que ella se estaba dando cuenta de todo, sintió una punzada a través de Nimitz. Honor escuchó al gato respirar hondo y no pudo evitar sentir su desconcierto, pero no sabía cómo decodificar del todo sus reacciones. Ya estaba bastante ocupada pegándose con las suyas propias a ver si las entendía, porque en ese instante, su vínculo con el gato le había permitido no ver simplemente a Haven Albo, sino reconocerlo.

Había una… resonancia entre ellos, una que no había sentido nunca antes, ni siquiera con Paul. Y había querido a Paul Tankersley con todo su corazón. De hecho, todavía lo quería y los dos habían compartido algo que ella sabía que había sido raro y perfecto y maravilloso. Ella ya no se permitía mortificarse con el tema, pero no pasaba ni un día en el que no echase de menos su dulce fortaleza, su ternura y su pasión y la conciencia de que él la había amado tantísimo como ella lo había amado a él. Y pese a todo, nunca había tenido esta… sensación de simetría.

Ni siquiera era esa la palabra correcta y ella lo sabía. Pero es que no había palabra «correcta» y ella se preguntó casi con inquietud cuánta parte de culpa de este momento tenía ella, cuánta Haven Albo y cuánta simplemente algún extraño mal funcionamiento de su vínculo con Nimitz. Nadie había tenido nunca un vínculo tan fuerte con un gato. ¡Seguro que esa era la explicación! Era una simple interferencia en el flujo de sensaciones, una especie de china emocional que le había hecho creer erróneamente que había algo más.

Y hasta mientras pensaba eso, sabía que era una tontería. Era como si una puerta cuya existencia desconocía previamente se hubiera abierto en su cabeza y de repente hubiera mirado a través de ella para ver el interior de Haven Albo. Y lo que había visto allí era su fiel reflejo.

Había diferencias, por supuesto. Tenía que haberlas. No estaban de acuerdo en todo. No compartían las mismas opiniones en todo. De hecho, había un gran hueco para la discrepancia, las discusiones y hasta las peleas. Pero en lo que importaba, allí donde manaba la fuente de sus personalidades, aquella que daba sentido a sus vidas, allí eran iguales. Los movían, moldeaban y empujaban las mismas cualidades y Honor Harrington sintió una necesidad súbita, que casi le dolía, de acercarse a él. Era algo que le resultaba contradictorio y que la dejaba confundida, pero ya no podía seguir negando aquel deseo, lo mismo que no podía negar su necesidad de respirar, porque sentía aquel enorme potencial latiendo de fondo, invisible pero inevitable, entre ellos dos. No era nada sexual.

O, mejor dicho, sí era sexual; pero solo como parte de un todo, porque había llegado muy lejos, mucho más lejos que una mera atracción sexual. Era un hambre que le llegaba tan dentro y la consumía tanto que tenía que haber un componente de sexualidad. Nadie había sido capaz de evocar una sensación tan intensa de cosas en común. Eso era lo que sentía ella, la forma en la que se complementaban el uno al otro, el equipo imbatible que podían llegar a formar.

Y pese a todo era imposible. Podía ser que nunca llegase a ocurrir, podía ser que nunca se permitiera que algo así ocurriera, porque lo que ella era capaz de sentir y reconocer en ese instante estaba muy por encima de cualquier equipo profesional. Era un paquete completo, casi una fusión, con implicaciones que ni siquiera se atrevía a considerar plenamente.

Honor nunca había creído en eso del «amor a primera vista»… y pese a todo una minúscula parte de ella misma le decía en voz baja que aquel rechazo resultaba algo estúpido para alguien que había experimentado justo eso en el momento en que Nimitz la adoptó. Pero aquello había sido diferente, replicó otra parte de ella en su interior.

Nimitz no era humano. Él era su otra mitad, su amado compañero, su paladín y protector (lo mismo que ella lo era de él), pero en ese momento…

Honor cerró los ojos y respiró hondo. Ya bastaba. Aquello era algo más que ridículo.

Hamish Alexander era al mismo tiempo su oficial superior y un hombre casado que amaba a su mujer. Daba igual cualquier revelación momentánea que hubiera podido sentir la noche anterior, él nunca, pero nunca, iba a decir una sola palabra que a los oídos de ella pudiera ser interpretada como «romántica». Independientemente de lo que le estuviese ocurriendo a ella, él sí era capaz de controlarse y si tuviera la más mínima intuición de aquel ataque de confusión repentino y ridículo que le estaba azotando a ella, se sentiría muy disgustado. Ella lo sabía y de alguna forma consiguió apagar el fuego que le quemaba el interior de las mejillas y alzó la vista desde su gofre con aquellos ojos de color chocolate oscuro que no mostraban señal alguna de su agitación interior.

—Sí, milord —se escuchó decir a sí misma tranquilamente—. Los progresos que ha alcanzado Grayson con respecto a su capacidad industrial y la capacidad de alimentar a su pueblo son notables, pero creo que a largo plazo la medicina moderna es lo que va a marcar verdaderamente la diferencia aquí. No me cabe duda de que el hecho de que mis dos padres fueran médicos tiende a sesgar mi evaluación en este sentido; de hecho, le he pedido a mi madre que se cogiera una baja de su lugar de trabajo en Esfinge para montar nuestra clínica aquí, pero no creo que nadie capaz de pensar las cosas con el suficiente detenimiento pudiera objetar nada al respecto. Al fin y al cabo, con solo introducir técnicas de alargamiento de vida se van a experimentar cambios enormes y si añadimos cosas como la reparación y la investigación genética, o…

Honor se escuchó a sí misma, dejando que su voz la bañara casi como si fuera la de otra persona y, bajo esa apariencia de calma chicha, no dejaba de preguntarse con desesperación qué se había apoderado de ella… y cómo iba a poder lidiar con ello.