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Los niveles de polvo atmosférico eran superiores hoy. No era una concentración como para inquietar a los nativos graysonianos después de casi mil años de evolución adaptativa, pero sí que bastaban para preocupar a alguien que viniese de un planeta con concentraciones más bajas de metales pasados.
El almirante de los Verdes Hamish Alexander, decimotercer conde de Haven Albo y comandante designado de la Octava Flota (suponiendo que esta se juntara alguna vez), era un nativo del planeta Mantícora y el mundo capital del Reino Estelar de Mantícora no alcanzaba esos niveles. Se sentía un tanto observado, porque era el único miembro del séquito recién aterrizado que tenía una máscara que lo ayudaba a respirar, pero el cerca de un centenar de años de servicio en la Armada le había despertado un respeto notable por los riesgos medioambientales. No le importaba sentirse un poco observado si aquel era el peaje que debía pagar para evitar las cargas de plomo y cadmio en el aire.
Era también la única persona del equipo que lucía la insignia espacial negra y dorada de la Real Armada Manticoriana. Más de la mitad de sus acompañantes iban vestidos de civiles, incluyendo las dos mujeres que llevaban faldas por los tobillos y una especie de tabardo al estilo tradicional graysoniano. Aquellos que iban de uniforme, no obstante, estaban igualmente divididos entre los que lucían un verde completo de la Guardia de los gobernadoras de Harrington y los enteramente azules de la Armada Espacial de Grayson.
Hasta el teniente Robards, ayudante de Haven Albo, era graysoniano. Al almirante aquello le había resultado un tanto desconcertante al principio. Estaba mucho más acostumbrado a que los miembros de los ejércitos aliados vinieran al Reino Estelar que a recibirlos en su propio terreno, pero rápidamente se sintió cómodo con la nueva situación y debía admitir que tenía sentido. La Octava Flota iba a ser la primera flota aliada compuesta por más no manticorianos que unidades de la RAM. Dada la «ascendencia» de la Armada Manticoriana, nunca se había cuestionado demasiado que sería la RAM la que proporcionase la flota que estuviese al mando, pero una importante cuota de dos tercios de sus navíos procedía de la expansiva AEG y la más pequeña Armada Erewhon. Como tal, Haven Albo, lo mismo que el jefe (designado) de la Octava Flota, no tenía mucha más alternativa que ir construyendo su personal en torno a un núcleo graysoniano y eso exactamente es lo que se había hecho durante el último mes y medio.
Al final, se había quedado impresionado por las cosas que había ido descubriendo por el camino. La expansión de la AEG había hecho adelgazar su cuerpo de oficiales (de hecho, en torno a un doce por ciento de todos los oficiales «graysonianos» no eran más que manticorianos prestados procedentes del Reino Estelar) y su inexperiencia institucional era buena prueba de ello, pero aun así tenían una agresividad y unas cualidades que podrían considerarse casi como suficientes. Parecía como si el escuadrón de Grayson y los comandantes del destacamento especial no dieran nada por sentado, porque sabían lo rápido que la mayoría de sus oficiales habían sido ascendidos hasta el puesto que ocupaban actualmente. Instruían a sus subordinados sin piedad y sus maniobras tácticas dejaban bien a las claras sus intenciones con un grado de precisión que a veces producía resultados un poquito demasiado mecánicos para lo que se estilaba de Haven Albo. Él estaba más acostumbrado a la tradición manticoriana por la que se suponía que los oficiales de cierto rango debían ocuparse personalmente de los detalles, sin más órdenes específicas por parte de ningún superior. Con todo, estaba dispuesto a admitir que fuera probable que a un ejército tan «joven» como el de la AEG le hicieran falta órdenes más detalladas… y, si bien las maniobras de la flota de Grayson parecían a veces mecánicas, lo cierto es que tampoco había visto una rudeza como la que exhibían los oficiales de alto rango cuando asumían (equivocadamente) que sus subordinados se anticipaban a lo que ellos tenían en mente.
En cualquier caso, si bien era cierto que el conde deseaba a veces que los almirantes graysonianos le concedieran a sus subordinados un poco más de iniciativa, también le había dejado perplejo y maravillado el empuje incansable de la AEG en sus maniobras y su habitual predisposición a hacer ejercicios con fuego real. La tradición de la RAM favorecía un enfoque similar, pero el Almirantazgo manticoriano siempre se había visto obligado a pelearse a cara de perro con el Parlamento para conseguir los fondos necesarios. El gran almirante Matthews, el comandante en jefe de las tropas de la AEG, por otra parte, gozaba de un apoyo sin fisuras del protector Benjamín y de una mayoría sólida de la cámara planetaria, los gobernadoras y similares. Tal vez aquel apoyo se debía en parte al hecho de que la guerra actual con Haven había traído consigo combates abiertos con la Estrella de Yeltsin cuatro veces en menos de ocho años-T, mientras que nadie se había atrevido a atacar el Sistema Binario de Mantícora de modo directo en prácticamente tres siglos; pero Haven Albo sospechaba que tenía una deuda similar con la mujer que, tanto él como sus compañeros, habían traído de vuelta a casa.
De solo pensarlo se le torció el labio y sus ojos azules, esos que parecían exhalar frío polar, parpadearon nerviosamente. Dama Honor Harrington, condesa de Harrington, no era más que una capitana en la lista, hasta donde a la RAM debía preocupar, y se había ganado una reputación (entre sus múltiples enemigos políticos internos) de guerrera indisciplinada, de sangre caliente, peligrosa y algo alocada. Pero aquí, en Yeltsin, tenía el rango de almirante a todos los efectos en la AEG, por no mencionar el título de gobernadora Harrington. Era la segunda oficial en el escalafón de la Armada Graysoniana, una de las ocho grandes que gobernaban el planeta, la mujer (u hombre, a efectos) más rica de la historia graysoniana, la única titular con vida de la Estrella de Grayson (que por otro lado convirtió a su protector Benjamín en paladín oficial) y la mujer, en suma, que había salvado al sistema del ataque extranjero; y no una vez, sino dos. El propio Haven Albo sentía un profundo respecto por la Armada Graysoniana y sus gentes; no en vano era él quien había supervisado la conquista del fratricida mundo hermano de Masada y quien había salido victorioso en la Tercera Batalla de Grayson para declarar la guerra a Haven y, pese a todo, seguía siendo un «extranjero». Honor Harrington no. Se había convertido en uno de los suyos y por el camino, lo supiera ella o no, también se había convertido en la patrona de su flota.
Probablemente ella no lo sabía, pensó Haven Albo. No era el tipo de cosa que se le iba a pasar por la cabeza… lo cual sin duda alguna explicaba por qué aquello era cierto. Pero Haven Albo y cualquier otro manticoriano que trabajara con la AEG lo sabía a ciencia cierta. ¿Cómo no iban a saberlo? La última piedra de toque para cualquier instrucción o innovación táctica de los graysoniana podría resumirse en tres palabras: «lady Harrington dice» o su inseparable «lo que lady Harrington haría». Aquello, tan cercano a la idolatría, con lo que la AEG había adoptado los preceptos y el ejemplo de una sola persona, por muy competente que fuera, hubiera sido aterrador en el caso de que la filosofía fundamental de ese individuo no hubiera incluido la necesidad de cuestionarse continuamente sus propios conceptos. De algún modo y Haven Albo no estaba muy seguro de cómo, Honor Harrington se las había apañado para transmitir esa parte de su personalidad a la Armada de una manera tan entusiasta que había acabado creando aquel retrato de ella misma por el que él estaba tan profundamente agradecido.
Estaba claro que la AEG le había dado a ella mucha más libertad que la que el Almirantazgo manticoriano le hubiera concedido a cualquier almirante de la RAM, pero eso no hacía palidecer sus logros. El gran almirante Matthews le había reconocido a Haven Albo que él la había presionado para que sirviera en la AEG expresamente para tratar de que se le pegara algo de su inteligencia y aquello era algo que el conde podía entender sin problemas. Había pocas flotas que pudieran igualar la experiencia de la Real Armada Manticoriana y con todos los problemas que había tenido al regresar a casa, la reputación profesional de Harrington había sido insuperable en la Armada de su reino natal. Incluso aunque no se la hubiera visto en acción, cualquier Armada que se encontrase en la posición que se encontraba la AEG habría estado preparada para hacer casi cualquier cosa para conseguir que se pusiera su uniforme. Y, pensó Haven Albo, dada la mucha atención con la que los graysonianos la habían escuchado y las ganas que tenían de utilizarla como recurso para sus preparaciones, lo cierto es que hubiera sido sorprendente que ella se hubiera dado cuenta del poderoso efecto que su personalidad y filosofía había tenido sobre ellos. Habían adquirido los conceptos de tan buena gana que bien pudiera parecer que era ella la que se estaba adaptando a su filosofía. Oh, sí. Ya entendía él cuanto había sucedido. Así y todo, no por ello era menos irónico que, en muchos sentidos, la Armada Espacial Graysoniana estuviera más cerca del ideal de la Armada Manticoriana que la propia RAM.
Aquello, tal y como él mismo le había reconocido, le había permitido averiguar más cosas, y valiosas, sobre la propia Harrington. Él conocía de sobra las personalidades aduladoras que con frecuencia se pegaban a la vera de los oficiales de más éxito, lo mismo que era capaz de reconocer las formas más extremas de adoración sin cuestionamiento al héroe nada más verlas, y lo cierto es que había visto las dos cosas profesadas hacia Harrington allí, en Grayson. Pero cuando una mujer soltera y extranjera conseguía abrirse paso en una sociedad teocrática y dominada por hombres y ganarse la admiración personal de un grupo tan dispar en el que no solo estaba representado el ejército, sino también defensores graysonianos de la vieja escuela partidarios de la supremacía masculina como Howard Clinkscales, regente del asentamiento Harrington; reformistas como Benjamín IX, el monarca del planeta; líderes religiosos como el reverendo Jeremiah Sullivan, el líder espiritual de la Iglesia de la Liberación Humana; hombres de estado refinados y urbanitas como lord Henry Prestwick, canciller de Grayson; y hasta exoficiales de Haven como Alfredo Yu, actual almirante de la AEG, quería decir que en ella había algo que se salía de lo común. Haven Albo ya se había dado cuenta la primera vez que la vio, a pesar de las heridas físicas, la moral baja y el sentimiento de culpa que arrastraba desde la Segunda Batalla de Yeltsin, pero después se había visto en el pellejo de ser su superior, mirando desde su posición cómo su rango, militar y social, se despeñaba por la misma pendiente. Ella ya había igualado su rango en la Armada (en lo que al servicio en Grayson se refería, al menos) y como gobernadora, independientemente de lo reciente de su título, la situó socialmente por delante incluso de uno de los condados manticorianos más antiguos.
Hamish Alexander no era el tipo de persona que se sintiese menos que nadie. Era uno de los pocos que podía dirigirse a la reina en privado por su nombre de pila y también el estratega más respetado de la Alianza Manticoriana. Su fama hundía sus raíces en sus logros y él lo sabía, lo mismo que sabía que estaba al mismo nivel o por encima de cualquier oficial en activo de cualquier otra Armada espacial. No es que fuera arrogante, al menos intentaba no serlo, pero sí sabía quién y qué era, así que habría sido estúpido fingir lo contrario. Pero también sabía que Harrington había comenzado su carrera sin contar con la ventaja de un nombre aristocrático o las alianzas y el tutelaje familiar que él sí tuvo. Por mucho que Haven Albo hubiera ganado por méritos y por mucho que él le hubiera recompensado por las oportunidades que había podido disfrutar porque le venían de cuna, nunca iba a olvidar ni negar que el estatus de su familia le había concedido una ventaja de entrada que Harrington nunca había tenido. Y aun así, aquí en Grayson a ella se le había brindado la oportunidad de mostrar todo lo que podía ser y hacer, y lo que había conseguido era casi humillante para el hombre que poseía el condado de Haven Albo.
Él casi le doblaba la edad y todo este sector de la galaxia se había adentrado en el sombrío valle de una guerra que no parecía tener parangón en los últimos siglos. No se trataba de una guerra de negociación de la paz o de conquista, sino una en la que el bando perdedor sería destruido, no solo derrotado. Ya había hincado su diente furibundo durante seis años-T y, pese a los recientes éxitos aliados, no se divisaba un final en el horizonte. En una sociedad en la que los tratamientos de alargamiento vital estiraban la esperanza de vida trescientos años, cualquier avance hacia los rangos superiores de cualquier ejército sería de una lentitud glacial, a pesar de que la expansión prebélica de la RAM había prevenido que las cosas fueran tan malas, profesionalmente hablando, para sus oficiales. En comparación con Armadas como las de la Liga Solariana, los mecanismos de promoción eran bastante rápidos, de hecho, y ahora la guerra había echado la puerta debajo de todo el escalafón de mando. Hasta los almirantes victoriosos morían de vez en cuando y el rango de expansión de la Armada se había triplicado desde el comienzo de las hostilidades manifiestas. ¿Dónde podría acabar alguien como Honor Harrington al final de esta guerra… suponiendo que saliera con vida? ¿Qué huella iba a dejar? Era obvio (para todos menos para ella, tal vez) que iba a aparecer en la historia que se escribiera finalmente, fuera cual fuera, pero ¿conseguiría alcanzar en su ejército natal el rango prominente que merecían sus capacidades? Y, en caso afirmativo, ¿qué iba a hacer de conseguirlo?
Aquellas preguntas habían llegado a fascinar a Haven Albo. Tal vez era porque, en cierto modo, había sido su anfitrión desde su llegada a Yeltsin. Ella había tenido la generosidad suficiente como para proporcionarle la oportunidad de quedarse en la casa Harrington, la residencia oficial desde la que gobernaba el asentamiento Harrington cuando estaba en Grayson, cuando él estuvo allí. Era lógico, teniendo en cuenta que Campo Álvarez, la nueva base principal planetaria de la AEG y sede del nuevo Centro de Simulación Estratégica Bernard Yanakov, estaba a tan solo treinta minutos en aerocoche.
Al menos hasta que las unidades de la Octava Flota estuvieran juntas físicamente, la mayor parte de los ejercicios de preparación tenían que realizarse en simuladores, por más que los graysonianos (o el propio Haven Albo) pudieran preferir otra cosa. Eso significaba que él tenía que estar en algún sitio que quedase cerca de los simuladores del Álvarez al invitarle a quedarse en la casa Harrington mientras ella se encontraba provisionalmente fuera en el Reino Estelar, Harrington le había dado, con su aprobación, el visto bueno a su relación con la AEG. Es probable que no la necesitara y estaba bastante seguro además de que la defensa de Harrington no se había hecho en esos términos, pero también tenía la experiencia suficiente como para no desestimar cualquier tipo de ventaja que le pudiera surgir.
Haber estado viviendo en su casa, haber tratado con sus sirvientes y hablado con sus oficiales graysonianos, su regente, su personal de seguridad… Todo ello le había dado la sensación, a veces, de que estaba descubriendo facetas de su personalidad que solo podían ser comprendidas en su ausencia. Quizá aquello era un poco tonto. Tenía noventa y tres años-T y seguía fascinado (casi hipnotizado) por los logros de una mujer con la que había hablado tal vez una docena de veces. Por una parte, apenas la conocía; pero por otra, había llegado a saber cosas de ella que conocía muy poca gente y una parte de él tenía muchas ganas de reconciliar, de alguna manera, la diferencia entre esas dos formas de verla.
Honor Harrington se echó hacia atrás en el asiento de la pinaza y trató de no sonreír mientras el comandante Andrew LaFollet, segundo en la cadena de mando de la guardia de gobernadoras de Harrington y su hombre de armas personal, gateaba por debajo del asiento que había enfrente de ella para acercársele todo lo posible.
—Vamos, Jasón, ahora —dijo de forma aduladora. Su dulce acento graysoniano iba bien para convencer y, conocedor como era de tal cosa, trataba de aprovecharlo al máximo—. Vamos a impactar contra la atmósfera en cualquier momento. Tienes que salir… Por favor…
La única respuesta que se oyó fue un pitido alegre y a continuación Honor le oyó suspirar. Trató de gatear un poco más bajo el asiento, después se echó hacia atrás y acabó sentándose en el suelo de mala gana. Su pelo color caoba estaba alborotado y sus ojos grises parecían desafiar a cualquiera de sus subordinados a decir una palabra (una sola) sobre su obsesión actual, no muy digna; pero lo cierto es que nadie aceptó el reto.
De hecho, los otros hombres de armas de Honor estaban demasiado ocupados buscando cualquier cosa que no fuera él y sus expresiones eran admirablemente, incluso se podría decir que encerraban una determinación absoluta, graves.
LaFollet les observó sin mirarle a él durante un buen rato y después volvió a suspirar. El gesto se le torció a él también hasta dibujar una sonrisa agridulce mientras volvía la vista hacia aquel ramafelino esbelto con motas blancas y marrones que se acurrucaba en el asiento que estaba justo al lado del de Honor.
—No quiero que parezca que estoy criticándote —le dijo al ramafelino—, pero tal vez deberías sacarlo de ahí.
—Tiene razón, Sam —apuntó Honor, notando cómo se le formaba un hoyuelo en la mejilla derecha al hacérsele la sonrisa más grande—. Es tu hijo. Y tú sí que cabes bajo el asiento, no como Andrew.
Samantha se limitó a mirarla, con aquellos ojos verdes centelleantes y un bostezo que desnudó unos colmillos de aguja bien afilados. Dos cabezas más con las orejas agujereadas, más pequeñas que la suya propia, se desperezaron en aquel nido caliente que había ido formando enroscándose en torno a sus dueños y, acto seguido, las empujó suavemente pero con firmeza para que volvieran a su sitio. A continuación volvió la vista hacia el otro ramafelino, de pelaje crema y gris, y más grande, estirado sobre el regazo de Honor y Honor sintió unos tímidos ecos de un profundo e intricado flujo mental mientras Nimitz elevaba la cabeza para devolverle la mirada. Ninguno de los humanos allí presentes podía definir exactamente lo que Samantha estaba tratando de decirle a su compañera (de hecho, solo Honor había «escuchado» aquello), pero todo el mundo se dio cuenta de lo que quería decir cuando Nimitz soltó un suspiro, movió las orejas para informar de que estaba de acuerdo y descendió hacia la cubierta.
A continuación se deslizó por el pasillo utilizando sus tres juegos de extremidades hasta colocarse junto al asiento por el que había intentado subir LaFollet. Cruzó sus manos de verdad sobre el suelo de la cubierta y apoyó la barbilla sobre ellas, oteando bajo el asiento y, una vez más, Honor notó los ecos de los pensamientos de alguien más. Entre medias se le cruzaban los pensamientos de Nimitz, una mezcla de diversión, orgullo y exasperación mientras se dirigía con firmeza hacia el más aventurero de sus retoños.
Por lo que ella sabía, no había más humanos que pudieran sentir las emociones de un ramafelino y lo que estaba claro es que nadie había sido capaz de sentir las emociones de otros humanos a través de su compañero adoptivo; pero, a pesar de su ignota fortaleza, el vínculo que ella tenía con Nimitz seguía siendo demasiado poco claro como para que pudiera seguir completamente el hilo mental del ramafelino. Aquello no le impedía darse cuenta de que él sí se estaba tomando su tiempo para formar aquellos pensamientos de manera clara y distintiva y por lo mismo ella sospechaba que él estaba tratando de no complicarlos en absoluto… algo que solo tenía sentido cuando los dirigía a un gatito de apenas cuatro meses de edad.
No había pasado nada en unos cuantos segundos y entonces sintió el equivalente a un suspiro mental de resignación y un minúsculo doble de Nimitz asomó la cabeza desde debajo del asiento. James MacGuiness, ayudante personal de Honor, le había dado a Jasón su nombre por los intrépidos viajes de exploración del gatito y Honor sabía que podía haberse esperado que el nuevo y maravilloso puzle de la pinaza le hubiera tenido horas deambulando de un lado a otro. A ella le hubiera gustado que no fuera tan curioso, pero aquel era un rasgo que compartían todos los ramafelinos, especialmente los más pequeños. De hecho, había algo casi demoledor sobre aquella compulsión exploradora que afectaba a todos los gatitos de Samantha y Nimitz. Jasón era sencillamente el peor de todos, con una tendencia a la aventura en solitario que hacía buena justicia a su nombre y Honor a veces se preguntaba cómo podía haber llegado algún ramafelino a la madurez si eran tan curiosos en la vida salvaje. El caso es que aquella camada no estaba entre salvajes y casi todos los humanos de aquella pinaza sabían que no podían quitarles el ojo de encima a los cachorros.
Y lo mismo hacían los ramafelinos. Mientras ella observaba a Nimitz coger a Jasón con una de sus manos ágiles y de dedos largos, otra hembra marrón y blanca iba saltando de asiento en asiento con un cuarto cachorro. Honor reconoció al nuevo gatito. Era Aquiles, hermano de Jasón y no mucho menos atrevido que él. Honor volvió a sonreír al ver cómo la niñera lo llevaba en volandas (con las consiguientes protestas y escarceos por todo el camino) de vuelta adonde estaba su madre.
Se preguntó si el propio MacGuiness se daba cuenta de verdad de lo raro que era aquello para un ojo humano. Los ramafelinos que adoptaban humanos casi nunca se apareaban y tenían descendencia y en los raros casos en los que aquello se producía, las madres regresaban de manera invariable a sus clanes nativos o los de sus parejas para dar a luz y después criaban a sus cachorros con otras hembras del clan. Fuera de la Comisión Forestal Esfinge, solo un puñado de humanos había visto gatitos en libertad y, por lo que sabía Honor, nadie había visto gatitos cuyos padres les hubiesen introducido en la sociedad humana desde su nacimiento.
Y eso era precisamente lo que Nimitz y Samantha habían hecho y su negativa a seguir el patrón establecido les había pillado tanto a Honor como a la Armada con la guardia baja. La RAM se había visto forzada mucho tiempo atrás a desarrollar reglamentos especiales para casos en los que se diesen circunstancias poco habituales en los que hubiese que tratar con gatas preñadas que estuvieran vinculadas a alguien del personal.
Por aquella razón se había reasignado ocho meses antes a Honor al Sistema Binario de Mantícora mientras regresaba de la Confederación silesiana. Así conseguía alejar a Samanta de los peligros de la radiación y otros riesgos asociados con el servicio espacial y a la vez la colocaba cerca de Esfinge y su propio clan, o el de Nimitz. Estaba claro que el hecho de que Samantha nunca hubiera adoptado a Honor en el sentido habitual ya convertía su caso en algo que se salía de los parámetros normales, para empezar; pero la muerte de la persona que ella había adoptado había hecho que Nimitz y Honor fueran la única familia que le quedaba. En vista de aquella pérdida irreparable, el Almirantazgo decidió que Honor reunía los requisitos para que se le concediese la baja maternal que normalmente se le daba a las dos partes unidas por un vínculo adoptivo. Además, les habían dado la oportunidad de asignarla a la Comisión de Desarrollo de Armas durante el periodo que durase aquella baja. Por razones obvias, ella era la más indicada para informar a la comisión de las evoluciones de su invento; no en vano ella era la única persona que había estado al frente de un escuadrón (por más que fuera de cruceros mercantes armados) equipado con armas, y lo cierto es que, para su sorpresa, el trabajo le gustó bastante.
Pero a pesar de todos los esfuerzos de la Armada por acomodarse a sus necesidades, Samantha había demostrado ser poco convencional una y otra vez. Quizá aquello era de esperar. De las poquísimas gatas que habían adoptado, prácticamente todas habían establecido un vínculo con guardas de la Comisión Forestal y nunca habían abandonado Esfinge. Honor lo había comprobado. No había ninguna ley ni reglamento que exigiese el registro de adopciones por parte de ramafelinos, así que los archivos que había podido consultar tenían que estar forzosamente incompletos; pero hasta donde ella podía decir, en más de cinco siglos-T, solo se conocían ocho casos de gatas que hubieran adoptado a alguien que no fuera un guarda… y Samantha estaba incluida en aquel recuento. Aquello probablemente debería haberle servido de aviso de que lo más probable era que Samantha no sintiese que aquel vínculo se regía por cualesquiera que fueran las convenciones parentales que los gatos entendían como «normales». Con todo y para su sorpresa, Nimitz le había dejado claro que Samanta tenía intención de volver a Grayson (con los gatitos) cuando Honor y él regresaran y que aquella era además su voluntad.
A Honor esa le había parecido una muy mala idea. Ella y Nimitz deberían regresar a las labores espaciales poco después de volver, así que Samantha se quedaría completamente sola con cuatro jovencitos revoltosos en un planeta extraño cuyo entorno contenía factores de riesgo invisibles y engañosos que podrían matar hasta a un gato adulto, por no hablar ya de un cachorro. Peor aún, tanto ella como sus crías serían los únicos ramafelinos del planeta, lo que la convertía en una madre primeriza sin madres experimentadas de su especie a las que poder acudir en caso de necesitar ayuda o consejo.
Honor había intentado explicarle todo esto tanto a Nimitz como a Samantha y se había asegurado de que a Nimitz le quedaba bien claro. Pero no estaba tan segura de que Samantha lo comprendía, ni siquiera aunque fuera Nimitz el que se lo explicara. La telepatía estaba muy bien, pero daba la impresión de que Samantha se quedaba tan poco preocupada con los argumentos de Honor que a ella no le quedaba muy claro que el mensaje le hubiera llegado del todo bien.
Así fue hasta la semana antes de su partida hacia Grayson. A Honor nunca se le había ocurrido preguntarse qué ascendencia tendría Samantha entre los suyos. Ella era un poco más joven que Nimitz y Honor simplemente había dado por sentado que los deseos de una gata relativamente tan joven no podrían tener mucho peso dentro de un clan al que ella pertenecía exclusivamente «por vínculos nupciales». Sin embargo, se vio obligada a reconsiderar tal asunción hasta extremos menos radicales cuando un mínimo de ocho miembros del clan de Nimitz (tres de ellos hembras, todas mayores que Samantha) llamaron a su puerta. Ella se había estado hospedando en el viejo caserón de sus padres, una laberíntica vivienda de quinientos años de antigüedad en las faldas de las montañas Copperwall cuando llegaron ellos, y apenas podía creer lo que le contaban sus ojos.
Al principio estaba bastante segura de que debía de haber algún error cuando MacGuiness salió a recibirlos a la puerta principal y los visitantes pasaron tranquilamente al interior, pero Nimitz y Samantha los saludaron con ronroneos de alegría y ese aire inconfundible de los anfitriones que dan la bienvenida a unos invitados a los que se espera. A Honor ni se le pasó por la cabeza ir detrás de ellos cuando salieran (era tan sencillo como que uno no hacía ese tipo de cosas con los ramafelinos) y los ocho se encaramaron a la mesa del comedor de sus padres para mirarla con expectación. La sorpresa que aún la invadía hacía que tardase un poco en reaccionar, pero entonces Nimitz le dio un toque de atención mental para recordarle que tuviera modales y, acto seguido, se presentó ante aquellos invitados inesperados mientras MacGuiness desaparecía en la cocina en busca del apio que tanto les gustaba a todos los ramafelinos.
Cada gato había agradecido con solemnidad la autopresentación de Honor y, a pesar de que no estaba bien visto asignar nombres a los ramafelinos a no ser que el gato en cuestión hubiera adoptado al humano, había demasiados a los que Honor debía llamar de alguna manera para no liarse. Como muestra de su predilección por la historia naval, los cinco machos acabaron rindiendo homenaje a Nelson, Togo, Hood, Farragut y Hipper.
Ponerles nombre a las hembras fue más difícil. Dado que muy pocas de ellas habían adoptado, a Honor le pareció especialmente importante dar con un nombre que reflejara la personalidad de cada una, así que le dedicó varios días a conocerlas bien primero hasta que se sintió suficientemente cómoda como para elegirles nombre.
Al final, la dinámica social del grupo acabó ahorrándole el trabajo. La mayor de las tres acabó siendo Hera, porque era obvio que todos los machos (excepto, tal vez, Nimitz) reconocían plenamente su autoridad. Si ella era la cabeza visible de aquella pequeña porción del clan, no cabía duda de que aquella a la que Honor bautizó como Atenea era su brazo ejecutor y consejera general. La tercera hembra, Artemisa, era poco mayor que Samantha y, al mismo tiempo, era la más batalladora de todas. Era ella quien había asumido la tarea de enseñarles a los cachorros los principios básicos de la caza y el acecho.
Honor seguía sintiéndose incómoda con aquello de haberles asignado nombres, pero lo cierto es que los invitados aceptaron sus apelativos con alegría. También habían procedido a asentarse como si siempre hubieran sido miembros de su casa… y por lo que parecía no tenía pinta de que fueran a renunciar a aquel estatus.
Y si ellos lo habían asumido con total naturalidad, los humanos de Esfinge, no.
A pesar del hecho de que Honor sabía más de ramafelinos que el noventa y tres por ciento de sus compañeros esfinginos, no tenía mucha más idea de cómo funcionaban los procedimientos que los demás. Estaba claro que Samantha y Nimitz habían invitado a los demás a unirse, pero Honor tardó un rato en percatarse de que el propósito de la invitación no era una visita larga o llevarse a los gatitos de vuelta al clan de Nimitz. Y cuando finalmente se dio cuenta de que lo que Samantha pretendía era que los invitados la acompañaran a ella y a Nimitz de vuelta a Grayson, se armó una buena.
Los ramafelinos eran una especie protegida. Más aún, la novena enmienda a la Constitución del Reino Estelar les garantizaba expresamente la condición de especie inteligente indígena de Esfinge. Las leyes que protegían su demanda corporativa de más de un tercio de la superficie esfingina con carácter perpetuo y que velaban para evitar su explotación eran, por decirlo finamente, firmes; pero la gente que había promulgado tales leyes no hubieran anticipado jamás una situación como aquella. Los vínculos de adopción tenían prácticamente la misma base legal que los matrimonios, lo cual ayudaba a explicar las normativas del Almirantazgo que mandaban a casa a las gatas en estado de gestación junto con sus humanos, si bien el hecho de que Samantha no hubiera adoptado a Honor ya había puesto su relación en los límites de la jurisprudencia establecida. No se sabía de ningún humano que tuviera dos gatos, aunque nadie podría decir nada cuando resultaba obvio que Samantha y Nimitz eran pareja. ¿Pero ocho más?
Nadie había contemplado siquiera una situación en la que una humana acabara convirtiéndose en el centro de, al menos, diez ramafelinos (por no hablar de los cachorros)… ¡y todos ellos parecían tener la intención de seguir a aquella humana por sus incursiones extraplanetarias!
La Comisión Forestal montó en cólera al enterarse y, acto seguido, una docena de guardas bajaron hasta el asentamiento Harrington con la firme determinación de rescatar a los ocho ramafelinos «salvajes» de cualquier peligro de explotación. Pero, una vez allí, se encontraron con que los que debían ser rescatados se oponían al rescate. Dos de los guardas habían ido acompañados por sus propios ramafelinos y sus reacciones habían dejado bien claro que su sensación era que los amigos de Samantha y Nimitz tenían derecho a ir donde les apeteciera y con quien quisieran ir… por más que a los humanos pudiera fastidiarles.
Pero una vez que los de la Comisión Forestal se retiraron, absolutamente confundidos, entraron en escena los subalternos del Almirantazgo. Querían que Honor dejase a Samantha en Esfinge con el clan de Nimitz (de hecho, esa había sido su intención original). Honor no podía culpar al DepPers de estar enfadado por su cambio de opinión (aunque, para ser justos, no es que hubiera sido precisamente ella la que hubiera cambiado de opinión), pero sí que creía que estaban mostrando una reacción exagerada al exigirle en pleno que dejara en Esfinge a Samantha, los gatitos y ¡sobre todo! a los ocho adultos «salvajes». No es que hubieran emitido una orden tajante, pero sí que le habían prohibido específicamente subir a ningún ramafelino que no fuera Nimitz a bordo de cualquier medio de transporte militar al que pudiera tener acceso a través de Grayson.
Por desgracia para sus señorías, el articulado de la guerra no exigía que el personal de la Armada emplease transporte naval para llegar hasta las estaciones asignadas para el desempeño de sus obligaciones, así que una vez que asumió el hecho de que sus amigos de seis extremidades iban en serio, Honor se dispuso a conseguir transporte alternativo para todos ellos. En primera instancia, hizo el intento de comprar pasajes para un buque de pasajeros. Después se planteó la opción de alquilar una pequeña embarcación privada. Lo que no se había planteado (hasta que Willard Neufsteiler, su jefe de asuntos financieros, lo sugirió) era comprarse una nave.
Dado que hasta una nave civil pequeña, sin armamento y sin ningún tipo de lujo, costaba unos setenta millones de dólares, la idea de adquirir una le parecía una extravagancia, por decirlo finamente. Pero, tal y como había señalado Willard, su valor actual ascendía a tres mil quinientos millones, así que si compraba la nave en concepto de activo empresarial para su sociedad, Cúpulas Celestes S. A., con sede en Grayson, no tendría que pagar licencia (por ocupar el puesto de gobernadora) y, al mismo tiempo, la compra le proporcionaría la posibilidad de desgravarse una importante suma de dinero en el Reino Estelar. Más aún, Willard había podido negociar un precio bastante atractivo con el Cartel Hauptman por una embarcación que estaba casi sin usar y era mucho más grande de lo que Honor podía pensar. Y también, insistió Willard, como su imperio financiero seguía creciendo, iba a necesitar más y más viajes de ida y vuelta entre la Estrella de Yeltsin y Mantícora para los múltiples miembros de su personal. Con el paso del tiempo, concluyó, la flexibilidad e independencia que una embarcación propia le proporcionaría con respecto a los horarios de los viajes programados haría que la inversión resultara más útil cada día.
Así, para su sorpresa, Honor no regresó a Grayson en un crucero o en un bombardero de la RAM o de la AEG, ni acompañada por un único ramafelino. En lugar de eso, volvió en un balandro de cincuenta mil toneladas clase Halcón Estelar registrada a su nombre y bautizada como Paul Tankersley, con catorce gatos a bordo. En algún momento del viaje, Honor fue consciente de lo que estaba haciendo.
Estaba ayudando a Samantha y a Nimitz a establecer la primera colonia de ramafelinos fuera de Esfinge. Por alguna razón, sus dos amigos y, obviamente, el resto del clan de Nimitz habían decidido que ya era hora de hacer que su estirpe echara raíces en otro planeta, lo cual representaba un salto cualitativo considerable en su relación con la humanidad. También podía ser la prueba de que eran más inteligentes de lo que hasta Honor pudiera haber sospechado.
Sabía que Nimitz, cuando menos, entendía que el Reino Estelar estaba en guerra y en alguna ocasión que otra había estado suficientemente cerca como para darse cuenta en primera persona de lo que las armas humanas eran capaces de hacer en un combate cuerpo a cuerpo entre dos naves. Era absolutamente posible que los otros ramafelinos hubieran visto lo que podía ocurrir cuando esas armas se empleaban contra objetivos planetarios y que hubieran compartido la información con él, o tal vez simplemente hubiera extrapolado las posibles consecuencias a partir de lo que él mismo había presenciado. Independientemente de lo que pudieran pensar los demás, Honor siempre había sabido que Nimitz era más brillante que cualquiera que caminase sobre dos piernas, así que no se anduvo con chiquitas y le preguntó directamente a Nimitz si el motivo de fondo de esta sorprendente desviación en el comportamiento de su especie era la toma de conciencia de las amenazas militares que podían pender sobre ellos.
Como siempre, algunos de los matices de su respuesta llegaron entrecortados, lo cual era algo que la desesperaba, pero la esencia sí que la había captado de manera clara.
Y sí, tanto él como Samantha tenían plena conciencia de lo que el armamento nuclear o cinético podía hacer de dirigirse a objetivos planetarios, así que ellos (o ellos y su clan, esa fue una de las cosas que Honor no entendió con nitidez) habían llegado a la conclusión de que era el momento de que los ramafelinos dejaran de poner todos los huevos en la misma cesta. No estaba segura del todo, pero Honor sospechaba que no tardaría mucho en llegar el momento en el que se les empezara a dar un toque a otros humanos adoptados para que comenzaran a ayudar a mudarse a colonias enteras desde Esfinge hasta Mantícora y Gripo, los otros dos mundos habitables del sistema manticoriano, lo cual la condujo a nuevas especulaciones. Con el paso de los años había ido convenciéndose de que los ramafelinos en general eran mucho más listos de lo que ellos mismos admitían y se le ocurrían unas cuantas ventajas que podían derivarse del hecho de esconder todas sus capacidades. Ninguno de los humanos adoptados dudaba de la profundidad, fortaleza y efectividad de los vínculos entre ellos y «sus» ramafelinos.
Honor sabía (no creía: sabía) que Nimitz la quería con la misma intensidad con la que ella lo quería a él. Pero llegado el momento, solo un minúsculo porcentaje del total de ramafelinos habían llegado a adoptar alguna vez, así que en ocasiones se preguntaba si los que sí lo habían hecho desempeñaban en realidad el papel de observadores o exploradores para el resto de la especie. ¿Habría informado Nimitz a los de su clan durante sus visitas a casa sobre todo lo que había visto y hecho con ella? ¿Habrían decidido los ramafelinos hace tiempo que necesitaban vigilar de cerca de los humanos, que habían invadido su mundo? Dada la habilidad de la tecnología humana para destruir tanto como para ayudar, observar y estudiar a los recién llegados hubiera tenido sentido, ciertamente. Honor nunca le había preguntado directamente a Nimitz si le había pasado información a los de su clan, pero cada vez estaba más segura de que sí. No es que le molestara. Si ella misma había hablado de cosas que había pasado con Nimitz, lo cual incluía hablar del papel que había desempeñado Nimitz en esas aventuras, con otros humanos, ¿cómo iba a poner objeciones a que él las compartiera con su propia familia?
Pero la decisión del clan de establecer colonias extraplanetarias inducía a pensar en que su habilidad política estaba más desarrollada de lo que habría podido aventurar el más osado experto en ramafelinos. No solo es que precisasen de un sistema de análisis de amenazas bastante significado, sino que una decisión así les presuponía la capacidad de formular una estrategia generacional para su clan y, muy posiblemente, para toda su especie. Aquello daba que pensar, así que una vez se asumiese, esos «expertos» iban a tener que acometer una reformulación considerable de sus hipótesis. Especialmente, pensó Honor con una sonrisa en la boca, las teorías elaboradas en un esfuerzo por explicar por qué siete de los últimos nueve monarcas manticorianos habían sido adoptados durante el transcurso de sus respectivas visitas de estado a Esfinge. Si su última corazonada no le fallaba, los gatos tenían un conocimiento de las estructuras políticas humanas de una sofisticación tal que nadie podría haber sospechado ni en sus mejores sueños.
Mientras tanto, no obstante, tenía que lidiar con las consecuencias, más inmediatas, de su decisión de emigrar. Al menos les había facilitado a Samantha y a Nimitz una generosa cantidad de niñeras y, teniendo en cuenta la abrumadora energía y curiosidad de su descendencia, no era un regalo menor. Además, el resto había mostrado una voluntad de interactuar con los humanos mucho mayor que la mayoría de gatos «salvajes». Honor no lo había probado aún ante cantidades numerosas de gente, pero ni MacGuiness ni sus doce hombres armados les habían resultado incómodos. De hecho, cada uno de los ocho recién llegados habían estado dando vueltas alrededor de toda la tripulación de humanos y o bien Nimitz o Samantha les habían presentado formal e individualmente a cada uno de ellos. La mayoría habían seguido el ejemplo de Nimitz y habían hecho suya la costumbre de dar un apretón de manos, e incluso los que no habían adoptado el mismo gesto saludaban de otras maneras, como asintiendo con la cabeza, moviendo las orejas o meneando las colas.
Los cachorros se embarcaron en la nave con gran madurez y habían obedecido las órdenes estrictas de Honor de no salir corriendo por ahí sin la compañía de un humano.
Como Nimitz y Samantha eran muy conscientes de que la tecnología humana podía matar por accidente tanto como intencionalmente no solo mostraron una gran voluntad de evitar tales peligros sino que se habían conjurado para proteger a los gatitos de un riesgo similar de cualquier falta de atención.
Pero en cuestión de treinta minutos, la pinaza de la AEG que había pasado a recoger a Honor y su expedición desde el Tankersley, los llevaría a la plataforma de las instalaciones espaciales Harrington. Y mientras Hera, la niñera saltimbanqui, dejaba a Aquiles en su sitio junto a Samantha, Honor se preguntó cómo se tomarían los graysonianos la invasión de su planeta a cargo de los ramafelinos.
Los pobladores humanos de Grayson siempre habían tenido que enfrentarse a limitaciones medioambientales bastante importantes. En muchos aspectos, todo el planeta podía verse como un inmenso vertedero de residuos tóxicos, donde los enclaves que reunían las condiciones necesarias para que los humanos los habitaran eran escasos y perduraban exclusivamente gracias a constantes esfuerzos y a un control draconiano de la natalidad que habría de durar un milenio. La situación había ido mejorando de manera firme en los últimos tres siglos-T y, especialmente, durante la última década. Cuando Grayson se unió por primera vez a la Alianza Manticoriana, fue saliendo con mucho trabajo de su sistema de autoabastecimiento a través de una industria espacial y de las granjas orbitales. El proceso se aceleró inmensamente cuando un joven ingeniero llamado Adam Gerrick se instaló en su despacho de gobernador, recién creado a tal efecto, con una propuesta para construir granjas planetarias abovedadas con materiales avanzados que la Alianza había puesto a disposición de los graysonianos. Aquel plan audaz se escapaba y por mucho, de los recursos del asentamiento Harrington, pero no de los recursos extraplanetarios de la condesa Harrington, ahora constituida en sociedad a través de Cúpulas Celestes S. A., quien tenía ya bastante trabajo cubriendo ciudades enteras y también granjas.
Esa era una de las varias razones por las que su fortuna personal se había incrementado en una progresión casi geométrica. Había más, por supuesto. Tal y como Willard le había prometido, una vez que su capital de trabajo traspasase cierto umbral, el negocio se limitaría a autoabastecerse. Honor estaba empezando incluso a entender el funcionamiento interno de los negocios de alto nivel, pese a que seguía estando lejos de la clase de un perro viejo de las finanzas como Neufsteiler. De lo que no cabía duda es de que el impacto de aquellos negocios en Grayson había proporcionado una expansión enorme en el número de hábitats seguros y había permitido que se relajasen muchas de las tradicionales restricciones al número de nacimientos.
Ahora ella (o, más exactamente, el clan de Nimitz) proponía introducir una segunda especie inteligente en ese mejunje. No cabía duda de que a la mayoría de los graysonianos les iba a llevar algún tiempo hacerse a la idea de que los gatos eran una especie inteligente más, pero Honor esperaba que lo asumieran cuando menos igual de rápido que los manticorianos. Tanto ella como Nimitz habían estado expuestos a las miradas de los graysonianos tanto que a estos les resultaría difícil ignorar su inteligencia, mientras que pocos habitantes de fuera de Esfinge habían tenido la posibilidad de interaccionar cara a cara con los gatos en el Reino Estelar. En cierto modo, que los ramafelinos fueran una parte reconocida de aquel «escenario» no haría más que facilitar las cosas para que los nativos manticorianos pasaran por alto su inteligencia. Si los graysonianos veían a Nimitz como una especie nueva y fascinante que debía ser estudiada y disfrutada con detenimiento, a los manticorianos no parecía preocuparles demasiado el tema, cómodos como estaban con algo que ellos ya «sabían».
Tanto para Honor como para Nimitz había sido bastante refrescante encontrarse con un planeta entero de gente dispuesta a aceptar a los gatos con sus propias condiciones, pero también significaba que era más probable que los graysonianos interpretaran que la llegada de los nuevos amigos de Nimitz y Samantha era, en realidad, la punta de lanza de una futura invasión. Amistosa, tal vez, pero invasión al fin y al cabo. Una de las competencias tradicionales de Honor como gobernadora Harrington era decidir a cuántos emigrantes (y a cuáles) se les permitía la entrada. En la época oscura y remota de Grayson, una de las obligaciones más duras del cargo de gobernador también había sido determinar quién de los visitantes debía morir en el caso de que se requiriese tal cosa para equilibrar la población cuando el número se acercaba al máximo permitido, así que Honor no tenía palabras para decir lo agradecida que estaba por que aquel tipo de decisiones ya no fueran necesarias. Con todo, Grayson, un planeta con un compromiso manifiesto hacia la tradición del equilibrio demográfico en función de los recursos, hubiera hecho las delicias del más furibundo de los antiguos pobladores terrestres verdes preespaciales, y aquel era precisamente el entorno en el que Honor estaba proponiendo introducir ramafelinos.
La buena noticia era que las poblaciones de gatos crecían a un ritmo mucho más lento que lo que sus patrones de reproducción, a través de partos múltiples, podían sugerir. La camada de cuatro gatitos de Samantha estaba más o menos en la media, pero la mayoría de hembras no solían tener cachorros más que una vez cada ocho o diez años-T.
Teniendo en cuenta que su esperanza de vida rondaba los doscientos años y su edad fértil abarcaba ciento cincuenta, aquello seguía significando que una pareja que solo se hubiera apareado el uno con el otro podían dar lugar a una cantidad asombrosa de retoños, pero el proceso llevaba mucho más tiempo de lo que pudiera parecer en un principio. Y era inevitable que las sociedades humanas y gatunas se entrelazaran de una manera mucho más íntima allí en Grayson, donde no existían aquellos bosques interminables que proporcionaban a Esfinge un hábitat prácticamente ilimitado para los nativos dotados de inteligencia. Allí, los gatos tendrían que compartir los enclaves de vida sostenible con los humanos y Honor se preguntaba cómo iba a afectar eso a las tasas de adopción.
Pero, independientemente de que adoptaran en grandes cantidades o no, iban a tener que encontrar su propio nicho en este entorno nuevo y radicalmente diferente. Hasta donde ella sabía de los gatos, tenía confianza en que podrían y querrían hacerlo. Lo harían, además, se dijo para sí, de una manera que los convertiría en valiosos ciudadanos. Mientras tanto, tenía la autoridad legal para comenzar su colonia en Harrington y, dada la fascinación de sus conciudadanos y el orgullo que sentían por «su» ramafelino Nimitz, ella esperaba que las primeras etapas fueran bastante bien.
De hecho, pensó con una tímida sonrisa dibujada en el rostro, ¡probablemente el mayor problema iba a ser que había traído pocos gatos! La pinaza aterrizó con una precisión exquisita.
Fuera los esperaban pacientemente para recibirlos detrás de la línea amarilla de seguridad mientras el piloto elevaba la parte posterior de la nave, apagaba los antigrav y el resto de los sistemas y abría finalmente la escotilla. Ese era el momento en el que, en otras circunstancias, la banda habría empezado a tocar la marcha del gobernador, pero lady Harrington había dado órdenes estrictas para que la banda se quedara en casa… y había acompañado las órdenes de amenazas, notablemente estremecedoras, de lo que les podría ocurrir en caso de no obedecer. En lugar de la banda se presentaron Howard Clinkscales y Katherine Mayhew en calidad de miembros más veteranos de la comitiva de bienvenida. Los dos se encaminaron hacia la base de la rampa en cuanto vieron encenderse la luz verde de seguridad. Haven Albo, en calidad de alto representante manticoriano, y la asistente personal de Honor, Miranda LaFollet, como la segunda más veterana del asentamiento graysoniano de Honor, les siguieron los pasos.
El ramafelino de lady Harrington se montó sobre sus hombros, pero aquello entraba dentro de lo esperado. Lo que Haven Albo no se esperaba es que Honor llegara con el uniforme de la RAM, no el de la Armada Graysoniana, y sus ojos se entrecerraron como dando su aprobación. La última vez que la había visto con un uniforme manticoriano no llevaba más que un solo planeta dorado en el cuello y cuatro listas estrechas en los puños que atestiguaban su rango de capitana. Hoy llevaba un par de planetas en el cuello y la cuarta lista del puño era más ancha, lo que la distinguía como comodoro.
Nadie le había informado a él de que a Honor la hubieran ascendido, pero le encantaba verlo. Seguía pareciéndole que estaba muy por debajo del rango que se merecía, pero no cabía duda de que era un paso más en la buena dirección… y una muestra de que la venganza política de la oposición contra ella se había debilitado aún más.
Haven Albo se percató también de que Honor había adquirido la Cruz de Saganami, que aparecía ahora junto a la Estrella de Grayson, la Cruz Manticoriana, la Orden al Valor, la Medalla Presidencial de Sidemore y la MVD. Estaba reuniendo un buen puñado de medallas, reflexionó y la mirada se volvió sombría ante tal pensamiento. Sabía mejor que la mayoría lo difícil que era ganarse cada uno de esos trozos de metal con cinta, y bastantes pesadillas había tenido ya él, en las malas noches, tratando de averiguar lo mucho que seguía teniendo que pagar ella por tales trofeos de vez en cuando.
En ese momento se relajó y esbozó una sonrisa que podía encerrar algo de descortesía al comprobar que Katherine Mayhew le urgía a avanzar hacia delante. Se podía decir que prácticamente todos los graysonianos eran bajos para los estándares manticorianos, pero Katherine se quedaba corta incluso para lo que solían ser las mujeres graysonianas. La mujer del protector Benjamín, que en la práctica era la reina consorte de Grayson, era más baja que lady Harrington, y su espectacular falda y chaleco refulgían como si fueran joyas al lado del negro y dorado de lady Harrington. Pero por mal que hubieran podido quedar una junto a otra, no se sentían extrañas la una junto a la otra y era obvio que la amistad entre ellas trascendía ampliamente la cordialidad oficial que se esperaría entre la mujer de un jefe de Estado y uno de sus más poderosos súbditos.
Acto seguido Harrington apartó la vista de la señora Mayhew y se volvió hacia Howard Clinkscales, y Haven Albo no pudo evitar arquear las cejas al comprobar cómo Honor abrazaba a aquel viejo dinosaurio. Aquella exhibición de familiaridad física en público entre personas de distinto sexo era algo casi inaudito en Grayson y Harrington nunca había dado muestras de que el conde pudiera hacerse acreedor de tales muestras de afecto. Pero entonces Haven vio la reacción de Clinkscales y se dio cuenta de que nada de aquello era casual.
Todavía estaba procesando aquella información cuando, de repente, un nuevo ramafelino se deslizó por la escotilla de la pinaza. Por un momento, Haven Albo pensó que el recién llegado debía de ser el compañero de Harrington… Nimitz. Así se llamaba.
Pero el pensamiento se desvaneció en cuanto vio que un segundo y después un tercero, un cuarto y hasta un quinto gato le seguían los pasos. Una procesión de ramafelinos en toda regla, de los cuales cuatro tenían ese tamaño y movimiento tan característico de los cachorros, bajando en fila por la rampa, sin que nadie le hubiera mencionado nada al respecto. A juzgar por las reacciones de la gente que lo rodeaba, parecía que nadie se lo había mencionado a nadie, ante lo cual Haven Albo sintió unas súbitas y casi incontrolables ganas de reírse ante la tendencia de Harrington a poner patas arriba el orden establecido, una habilidad que parecía no tener fin.
Honor sonrió sarcásticamente mientras Katherine Mayhew se quedaba a media frase.
Había pensado en la opción de mandar un aviso antes de llegar, pero el Tankersley era realmente rápido. Los halcones estelares eran una versión civil de un antiguo navío militar-diplomático que se usaba para transportar partes informativos o a grupos relativamente pequeños de pasajeros, así que tenía que ser rápido por fuerza. El Tankersley no habría podido transportar nunca mercancías, pero su velocidad implicaba que hasta el correo más rápido solo le hubiera dado a los graysonianos uno o dos días de preaviso antes de la invasión felina. Teniendo en cuenta que la propia Honor no estaba muy segura de cuál sería la reacción ante tal noticia ni de lo de rápido que habría llegado ella después, decidió que era mejor esperar hasta que pudiera informar personalmente de aquello. Seguía pensando que había obrado bien, pero era innegable que le entraron los nervios cuando se empezó a hacer el silencio a medida que los gatos fueron siguiendo sus pasos por la rampa y colocándose después en una fila impecable detrás de ella. Se quedaron sentados sobre sus cuatro extremidades posteriores, básicamente la mayoría de las que no estaban ocupadas manteniendo a raya a algún gatito que tenía prisa por bajar a acicalarse los bigotes. Mientras, los graysonianos no hacían más que observarlos.
—Howard, Katherine —le dijo a Clinkscales y a la señora Mayhew—. Permitidme que os presente a los nuevos ciudadanos del asentamiento Harrington. Esta es —prosiguió, volviendo la cara hacia ellos, señalándolos uno a uno con el dedo— Samantha, la compañera de Nimitz, y sus amigos Hera, Nelson, Farragut, Artemisa, Hipper, Togo, Hood y Atenea. Los gatitos son Jasón, Casandra, Aquiles y Andrómeda. Y ahora os los presento a ellos —les dijo a los gatos—. Estos son Howard Clinkscales, Katherine Mayhew, Miranda LaFollet y el conde Hav…
Honor se detuvo asombrada al comprobar que los ojos de Farragut se encontraban con los de Miranda. Solo se movió la cabeza del gato, pero Honor sintió aquel impacto como si fuera un mazazo que reverberaba a través de su vínculo con Nimitz. Aquel estruendo resonó en su interior y justo después Farragut pegó un brinco hasta convertirse en una estela de color gris y crema. Su prodigioso salto le colocó a dos metros de Miranda y Honor empezó a escuchar la marcada respiración entrecortada de Andrew a sus espaldas.
Su hombre de armas era demasiado consciente de lo que podían hacer unas garras de ramafelino, así que empezó a gritar a su hermana para advertirla. Pero a Miranda no le hacían falta advertencias. Sus ojos (del mismo color gris claro que los de su hermano) se abrieron como platos, como si los inundara una mezcla de sorpresa y fascinación, sacó los brazos instintivamente y el salto de Farragut acabó con él sobre los brazos de Miranda de una manera tan natural que casi pareció inevitable. Acto seguido estrechó los brazos, acunando al gato contra su pecho, y el ronroneo de Farragut inundó el aire vespertino mientras Miranda le acariciaba el cuello y rozaba su mejilla contra la suya, plena de felicidad.
—¡Bien! —La explosión de alegría también se le escapó a Honor—. Ya veo que al menos una presentación sobra. —Miranda ni siquiera alzaba la vista por encima de Farragut, pero Katherine Mayhew carraspeó antes de intervenir.
—¡Ah! ¿Es lo que creo que es? —preguntó, a lo que Honor asintió con la cabeza.
—Efectivamente. Acabas de presenciar la primera adopción de un graysoniano a cargo de un ramafelino esfingino… y solo Dios sabe dónde caerá la próxima.
—¿Es así de aleatorio, milady? —preguntó Clinkscales, que si conseguía frenar su entusiasmo era solo por los hábitos adquiridos durante toda una vida de disciplina, y Honor se encogió de hombros.
—No, no es aleatorio, Howard. Por desgracia, nadie ha sido capaz de desentrañar los criterios por los que se guían los gatos. A juzgar por mis propias observaciones, diría que cada uno de ellos emplea una escala de criterios absolutamente única y dudo que la mayoría de ellos sean conscientes de que tienen más probabilidades que otros de adoptar antes de que den con la persona «adecuada».
—Ya veo. —El regente miró a Miranda y a Farragut un momento más y después volvió la vista hacia el resto de gatos antes de sentir un hormigueo—. Bueno, mientras tanto, milady, bienvenida a casa. Estoy encantado de verla por varias razones, por no mencionar —sonrió casi con picardía— la montaña de papeleo que se ha acumulado en su ausencia.
—Eres un sádico, Howard —señaló Honor con una sonrisa—. En este caso, no obstante, va a tener que esperar algo más antes de poder abandonar el despacho. —Sus ojos centellearon ante su respuesta y ella pasó a su lado para extenderle la mano al conde Haven Albo—. Hola, milord. Me alegro de volver a verlo.
—Y yo de verla a usted, milady —respondió Haven Albo. Técnicamente, la comodoro Harrington debería haber saludado al almirante Haven Albo con estricta formalidad militar. La gobernadora Harrington, por otra parte, recién regresada a su propio asentamiento, estaba por encima de cualquiera que no fuera el propio protector Benjamín, y el gracejo natural con el que había fundido ambos personajes había impresionado al conde. La última vez que habló con ella, allí en Grayson antes de su regreso al servicio manticoriano, él había reconocido lo mucho que había madurado en su nuevo papel de gran señora feudal. Estaba claro que había seguido madurando bien, así que él se preguntaba una vez más si ella misma se habría dado cuenta de todo lo que había conseguido cambiar.
—Siento toda la fanfarria —prosiguió ella con toda naturalidad—. Sus ilustrísimas trajeron tanto mis propias órdenes como los informes que he elaborado para usted. —Sus ojos pasaron por encima de él y se dirigieron al resto de dignatarios locales, personal militar y hombres de armas que estaban esperando para saludarla y ella esbozó otra de esas medias sonrisas que le imponían los nervios artificiales de la parte izquierda de su rostro—. Sospecho que debería estar ocupada saludando durante la próxima media hora o así, milord —continuó—, y después tengo que llevar a Sam, los niños y el resto de los gatos a la hacienda Harrington. ¿Puedo molestarlo un poco más y pedirle que pospongamos nuestro encuentro mientras acabo de sofocar los múltiples fuegos que tengo que atender ahora?
—Claro que sí, milady —respondió el conde entre risas para acabar soltándole la mano después de estrechársela.
—Gracias, milord. Muchas gracias —le dijo Honor de corazón, tras lo cual se giró para saludar a aquella multitud que ansiaba darle la bienvenida.