Unos días después.
Brett Rafferty se sorprendió cuando, al entrar a su casa, vio la maleta de su esposa en el vestíbulo. Dejó el maletín encima de la mesita y se aflojó el nudo de la corbata. No recordaba que Alice le hubiera avisado que estaba a punto de viajar. O, como venía ocurriendo últimamente, sí lo había hecho y él apenas le había prestado atención.
La encontró en la biblioteca, revisando unos documentos. Llevaba un vestido amarillo que se ajustaba en la parte superior, lo que marcaba la curva de sus senos. El cabello suelto le caía sobre uno de los hombros y, cuando alzó la cabeza para mirarlo, descubrió que tenía los labios pintados de un color rojo intenso.
—Qué bueno que estás en casa por fin —dijo dejando los papeles de lado—. Necesito hablar contigo.
Estaba cambiada y no solo era su renovado aspecto físico; había algo en su mirada que no había visto antes.
—¿Te vas de viaje?
—Me voy, sí. Pero de tu vida, Brett.
Se detuvo a medio camino, entre la puerta y el escritorio. Durante un momento fue incapaz de reaccionar. Alice lo estaba dejando. Después de todo lo que habían pasado juntos, de la culpa que compartían por haber traicionado a Jodie precisamente la misma noche en la que había sido secuestrada, ella lo abandonaba.
—No puedes estar hablando en serio, Alice.
—Nunca estuve tan segura de algo en toda mi vida —sentenció—. Asúmelo, Brett, nuestro matrimonio se acabó hace mucho tiempo. La realidad es que nunca me amaste porque sigues enamorado de Jodie, y yo me cansé de vivir de las migajas que me das. —Colocó los papeles que había apartado dentro de una carpeta y rodeó el escritorio—. Le diré a mi abogado que te llame; no tiene caso demorar los trámites del divorcio. Cuanto antes nos libremos el uno del otro, mejor.
La siguió a través del pasillo, luego por el salón, pero ella no giró ni una vez a verlo.
—¡Alice, no puedes dejarme! —La asió del codo y la obligó a voltearse.
—Debí tener el valor de haberlo hecho antes, pero, por fortuna, encontré a alguien que me ha abierto los ojos.
—¿Tienes a otro? —le gritó completamente fuera de sí.
Ella logró soltarse; se acomodó el vestido y lo enfrentó por última vez.
—Tengo a alguien que me ama de verdad, Brett. Deberías estar contento por mí o, al menos, respirar aliviado de no tener que seguir fingiendo algo que no sientes. No juegues el papel del esposo despechado: no te va.
Un bocinazo cercano trastornó a Brett y, en cambio, puso una sonrisa en el rostro de Alice.
—Es para mí. —Se colocó unas gafas, tomó el carrito de la maleta y abrió la puerta—. Que te vaya bien, Brett y, de corazón, espero que puedas ser feliz.
Se quedó petrificado en medio del vestíbulo, con las piernas separadas y los hombros caídos. Tragó saliva cuando vio que Alice se subía a un Chevy Malibú color verde y se besaba apasionadamente con el joven conductor.
Cinco años atrás había perdido a Jodie, ahora a Alice; había perdido a las dos únicas mujeres que lo habían amado. ¿Qué sería ahora de su vida?
Linus se acomodó en una de las últimas mesas. Era mediodía y el único local de McDonald’s de Ryde estaba atestado de gente. Observó disimuladamente por encima del menú hacia la barra, en donde una mujer, enfundada en el uniforme de trabajo, balanceaba su pierna con impaciencia porque el pedido que debía entregar todavía no estaba listo. Reconocería esas pantorrillas donde fuera.
Sylvia giró de repente, tal vez presintiendo su mirada. Tenía un bolígrafo en los labios y sonrió cuando lo descubrió al fondo del local.
Se acercó lentamente. Era un espectáculo ver cómo se balanceaban sus caderas bajo la falda estrecha mientras caminaba.
—¿Qué haces aquí? —preguntó sorprendida.
—Quería ver cómo iba en tu primer día de trabajo —respondió posando sus ojos en el escote del uniforme.
Sylvia sonrió. Si había conseguido el puesto de camarera había sido precisamente gracias a la intervención de Linus, ya que uno de los accionistas del local de comidas rápidas era el padre de uno de sus compañeros en el Carisbrooke College. Planeaba esmerarse esa vez; quería darle un nuevo rumbo a su vida y dejar sus días como acompañante definitivamente en el pasado.
—Todo va bien. ¿Quieres que te traiga algo?
—Lo que quiero es que te sientes conmigo —le pidió curvando los labios en una media sonrisa, gesto que sabía le encantaba.
—No puedo, Linus. Mira cómo está el local, no damos abasto. ¿Por qué no comes algo y me esperas? —Observó el reloj que colgaba detrás de la barra—. Mi turno acaba en dos horas.
Él soltó un suspiró de resignación.
—Está bien. —Pasó los ojos rápidamente por el menú—. Quiero una hamburguesa doble de queso, una porción de palitos de zanahoria y una Sprite Zero.
Sylvia anotó el pedido y, antes de marcharse, le guiñó el ojo.
Linus sonrió. Aunque le costaba reconocerlo, se estaba enamorando de Sylvia Beckwith. Ya no se preocupaba por las posibles burlas que pudieran hacerle sus amigos, tampoco por las habladurías de la gente de la isla y mucho menos le quitaba el sueño la resistencia de sus padres a que estuviera involucrado con una mujer más grande.
Tarde o temprano, terminarían por hacerse a la idea. Mientras tanto; él disfrutaría de su tórrido romance con Sylvia…
Por la ventanilla del automóvil, Christopher observaba el paisaje costero de Bristol que iba quedando atrás. Regresaban a Ryde después de unas minivacaciones en la playa. Él se había quedado en la casa de sus abuelos, mientras sus padres se hospedaban en un hotel cercano. No entendía mucho lo que había sucedido, pero eso hacía que su madre no dejara de sonreír.
Ahora, de vuelta a la isla, esperaba que su padre cumpliera la promesa de pasar más tiempo con él. Al menos, había conseguido que se comprara una camiseta del Carisbrooke College para alentar al equipo de basquetbol en los próximos partidos de la temporada.
Su móvil empezó a sonar.
—Chris, ¿no te he dicho que lo apagues? —se quejó Ophelia mirándolo a través del espejo retrovisor.
—Lo siento, mamá, me olvidé. —Sonrió al ver el número de Matilda en la pantalla.
—Déjalo, Ophelia, seguramente es alguno de sus amigos. ¿Alguna «amiga» quizá? —preguntó Antón Marsan preso de la curiosidad.
—Es Matilda, ¿puedo contestarle?
—Claro, hijo, no es de caballeros dejar esperando a una dama. —Apartó la mano izquierda del volante para acariciar la pierna de su esposa.
En el asiento trasero, Christopher tecleaba sobre su teléfono con entusiasmo.
Estamos regresando a Ryde. Tuve las mejores vacaciones de mi vida, Matilda. Parece que mamá y papá se han vuelto a querer y están casi siempre dándose besos. ¿Volvías hoy de Londres, no? Imagino la cara de tonta que debes de tener después de haber visto a tus ídolos en vivo. ¿Pudiste darle a Liam el oso de peluche que le compraste? Espero que sí. Te dejo porque mamá se enfada si paso mucho tiempo con el móvil. Te escribo más tarde. X.
Michelle llegó a Fishbourne con diez minutos de antelación. Mucha gente retornaba de sus vacaciones de Semana Santa y apenas consiguió un puesto libre donde estacionar el Citroen. Mientras esperaba el regreso de Matilda, pensó en lo sucedido apenas una semana antes. La Unidad de Casos sin Resolver había debutado con éxito, no solo por haberle dado un cierre al homicidio de Jodie McKinnon, sino también por haber resuelto las muertes de Charlotte Cambridge y su madre. Aunque Robson Sheahan había confesado, fueron las pruebas forenses las que lo habían condenado. Cuando los peritos registraron la cabaña que había pertenecido a sus padres adoptivos, descubrieron restos genéticos de Jodie en el lugar. Además, la navaja con la cual había amenazado a su madre era la misma que había usado para degollar a Charlotte y Ellie Cambridge.
La policía de Newport lo investigaba por la muerte de Geoff Eames. A esa altura todos sabían que él estaba detrás de lo ocurrido; nadie dudaba tampoco de que Robson Sheahan pasaría el resto de su vida en prisión.
El corazón le dio un vuelco en el pecho al divisar el ferry que traía a Matilda, que se acercaba al muelle por el estrecho de Solent. Cuatro días sin verla habían sido demasiados. Amanda la había acompañado desde Londres hasta Portsmouth y el corto viaje hasta la isla en el Hovertravel lo hacía sola porque según ella «ya no era una niña». Michelle le había hecho cientos de recomendaciones y su tía otras tantas. Apagó el motor y observó al acompañante que descansaba en el asiento trasero. Le acarició la cabeza, aunque Pippo apenas le hizo caso. Seguía triste por la ausencia de su dueña. Shelley esperaba que Matilda le devolviera la alegría. Sin planearlo, había matado dos pájaros de un tiro: el perro tenía un nuevo hogar y su hija la mascota que siempre había deseado.
—Quédate aquí, Pippo, iré a buscar a Matilda. Te va a gustar, es una niña risueña y muy cariñosa. —Se bajó del auto, el sol le dio de lleno en la cara obligándola a cubrirse los ojos con la mano.
Los pasajeros empezaban lentamente a descender del ferry; no vio a la niña por ningún lado. Se mezcló entre la multitud; observaba por encima del hombro de la gente. Aceleró el paso barriendo cada centímetro con la mirada. Divisó a alguien pequeño con una chaqueta verde junto al puesto de artesanías. Cuando se acercó, comprobó decepcionada que no era Matilda. Al girar, finalmente la vio. Estaba conversando animadamente con una de las empleadas del Hovertravel.
A medida que se acercaba, el corazón le latía más a prisa. La atrapó entre sus brazos y le besó el cuello, a sabiendas que a Matilda le avergonzaba que lo hiciera en público.
—¡Mamá! —Esta vez no hubo reproche por su exagerada efusividad, sino una sonrisa de oreja a oreja. La niña se aferró a su cintura y no la soltó durante un buen rato.
—¡Cielo, no sabes cuánto te extrañé! —Tomó su rostro entre las manos y la contempló—. ¡Han sido los cuatro días más largos de mi vida!
—¡Yo también te extrañé, mamá! La tía Amanda es muy divertida, pero no me gusta cómo cocina —confesó traviesa.
Michelle soltó una carcajada; tenía que darle la razón a su hija: su hermana era una pésima cocinera.
—Hoy te consentiremos, cariño. Con la abuela te hemos preparado pastel de carne y, de postre, helado de menta con chocolate.
Matilda se relamió, luego, cuando tomó dimensión de lo que acababa de decir su madre, preguntó:
—¿La abuela y tú han cocinado juntas? ¿Sin discutir?
Michelle asintió.
—Pellízcame porque no lo creo.
Acto seguido, la volvió a rodear con los brazos y empezó a hacerle cosquillas.
—¡Para, mamá, por favor! —le rogó mientras se alejaban en dirección al estacionamiento.
Michelle vio cómo se le borraba la risa de la cara al ver el auto vacío.
—Linus ha salido con sus amigos, y papá te espera en casa, cariño.
—¿La abuela tampoco vino?
—Está dándole los últimos detalles a la cena de bienvenida —respondió acomodándole el pelo detrás de la oreja—; sin embargo, hay alguien que sí vino a recibirte. —Abrió la puerta trasera del Citroen y se deleitó con la expresión de asombro en el rostro de su hija.
—¡Es un perro! —Soltó la maleta y se acercó al animal—. Es muy bonito, ¿cómo se llama?
—Pippo.
Matilda se sentó junto al mestizo de bobtail y le rozó la trufa húmeda con la punta del dedo.
—Está triste…
—Sí, perdió a su dueña hace unos días. Los de Control Animal estaban por llevárselo y me dio lástima. ¿Te gusta?
Giró y la miró.
—¡Me encanta, mamá! ¿Me lo puedo quedar?
—¿Estás segura de que lo quieres, Matilda? Deberás comprometerte a atender todas sus necesidades, deberás sacarlo a pasear, llevarlo al veterinario…
Ella asintió a todo, y Michelle sabía que nada la haría desistir de quedarse con el perro. No importaba la interminable lista de responsabilidades que ella le soltara; Pippo acababa de convertirse oficialmente en el nuevo miembro de la familia Kerrigan-Arlington.
Michelle metió la maleta en el asiento del acompañante y cerró la puerta.
Contempló a su hija a través del cristal de la ventanilla. Sonrió cuando descubrió que Pippo tenía la cabeza apoyada en su regazo. Ella le acariciaba el lomo, y el perro respondía moviendo el rabo. No se había equivocado al creer que Matilda se ganaría rápidamente su simpatía.
Corrió hasta el lado del conductor y entró al auto.
Durante el viaje, fue Matilda quien más habló. Le relató a su madre, por enésima vez, todos los detalles del concierto de One Direction y de los paseos que había hecho con su tía en Londres. Por supuesto, Michelle la escuchaba encantada.