Capítulo 9

Nuevo horizonte, la empresa constructora regenteaban Brett Rafferty y sus socios, era un moderno edificio de tres plantas con muros de cristal ubicado en pleno centro de Ryde.

El sargento Lockhart llegó cerca de las nueve de la mañana y, después de que la recepcionista lo anunciara, solo tuvo que esperar un par de minutos para que el exnovio de Jodie McKinnon lo recibiera.

Su despacho era soberbio. Una gran parte estaba dedicada a exhibir una muestra de todos los proyectos que había llevado la empresa desde su fundación, con edificios y estructuras a escala atiborradas encima de la mesa.

Desde el enorme ventanal se disfrutaba de una magnífica vista del muelle y la explanada.

Brett Rafferty lo invitó a sentarse.

—¿Qué puedo hacer por usted, sargento Lockhart?

David se ubicó frente a él.

—He venido a verlo porque estamos investigando el homicidio de Jodie McKinnon.

Rafferty, que hasta ese momento había tenido su cuerpo reclinado en la butaca, se incorporó de inmediato, como si el nombre de Jodie hubiera removido algo en su interior.

—Creí que la policía había cerrado el caso hace un par de años.

—Así es, pero nuestra Unidad de Casos sin Resolver ha decidido abrirlo nuevamente.

—Entiendo. —Observó atentamente al joven que tenía enfrente. No parecía un policía en lo absoluto, con la cabeza rapada y el pendiente en la nariz—. La muerte de Jodie fue terrible para todos los que la queríamos.

—Según su declaración, la noche en la que desapareció, usted habló por teléfono con la víctima.

Brett asintió.

—La llamé para invitarla a cenar. Habíamos discutido y quería hacer las paces con ella, pero Jodie me dijo que estaba demasiado cansada como para salir, así que no insistí.

—¿Cuál fue el motivo de la discusión?

La pregunta lo incomodó.

—En realidad, no me acuerdo, han pasado cinco años, sargento.

—Trate de hacer memoria —lo exhortó.

—Fue por su trabajo —dijo por fin—. Le comenté que, cuando nos casáramos, prefería que lo dejara, y ella se negaba a hacerlo. Jodie estaba demasiado alterada a causa de las cartas que había empezado a recibir, y cualquier comentario fuera de lugar le encrespaba los nervios.

—¿Ella no tenía idea de quién era el autor de esas cartas?

—Creo que no, al menos a mí no me dijo de quién sospechaba. Primero había pensado que se trataba de una broma de mal gusto, aunque luego se asustó de verdad. Intenté convencerla para que fuera a la policía, pero murió antes de poder denunciar las amenazas.

—¿Sabía de alguien que quisiera lastimar a Jodie?

Brett Rafferty negó con la cabeza.

—Como le dije, ella no tenía enemigos, todos la queríamos.

—Según su madre, la relación entre usted y ella no marchaba bien. Vilma McKinnon está convencida de que incluso su hija fue víctima de alguna agresión física de su parte.

—¡Jamás le puse la mano encima! —respondió acalorado—. Teníamos nuestras discusiones, no se lo voy a negar, pero nunca fui violento con ella.

—La autopsia mostró lesiones compatibles con golpes en el cuerpo, señor Rafferty. No eran contemporáneas al momento de su muerte, habían sido provocadas tiempo antes.

El arquitecto se pasó la mano por la cabeza. David Lockhart notó que empezaba a sudar; ¿no soportaba la presión o había algo más?

—Cuando Jodie fue asesinada, hacía varias semanas que ella y yo no teníamos intimidad. Nunca vi ninguna marca; si las tenía, yo no se las hice.

—¿Y quién pudo hacerlo?

Brett Rafferty se encogió de hombros.

—Pregunte en la universidad o en su trabajo, Jodie tenía una habilidad innata para hacer nuevos amigos —ironizó.

El policía entornó los ojos.

—¿Y qué me dice de Alice Solomon, la mejor amiga de Jodie, y ahora también su esposa?

—¿Insinúa que ella pudo tener que ver con su muerte?

—Yo no insinúo nada, señor Rafferty. Tengo entendido que la señorita Solomon y usted se casaron pocos meses después del hecho. ¿Cómo era la relación entre ellas? ¿Se llevaban bien o usted estaba en el medio de ambas?

—Alice adoraba a Jodie y, tras su muerte, fue algo natural que nos buscáramos para consolarnos mutuamente. No planeamos terminar juntos, sargento, simplemente se dio.

—¿Ella estaba enamorada de usted cuando Jodie vivía?

—No, éramos solo amigos —ratificó—. Ya sé hacia dónde apunta su pregunta, sargento, y le puedo asegurar que Alice no lastimaría a Jodie. Ni ella ni yo tuvimos que ver con su muerte. Deberían estar buscando al sujeto que la acechaba; hace cinco años la policía lo dejó escapar, espero que esta vez sí logren atraparlo.

El sargento lo observó con atención. Era indudable que el interrogatorio lo ponía cada vez más exacerbado.

—Dígame, señor Rafferty, hace cinco años, ¿dónde estuvo usted entre la medianoche del viernes 3 de abril y las siete de la mañana del día 4?

Soltó una carcajada.

—¿Pretende que lo recuerde?

Lockhart tenía bien presente lo que Rafferty había declarado la primera vez, solo quería comprobar que su versión continuara siendo la misma.

—Asumo que algo así nunca se olvida, fue su novia la que terminó con un pañuelo alrededor de la garganta. Si yo estuviera en su lugar, recordaría cada detalle de ese fatídico día. Me roería la culpa por no haber estado a su lado —dijo llevándolo hasta el límite.

Brett Rafferty se aflojó el cuello de la corbata. Las gotas de sudor eran ahora más gruesas y no dejaba de tamborilear los dedos en el escritorio.

—Todos estos años me he hecho la misma pregunta: ¿estaría viva Jodie si hubiera insistido en que saliera conmigo esa noche? —Cerró la mano en un puño—. Tal vez sí, tal vez no. Lo único que sé, sargento, es que la última vez que la vi fue en el depósito de la morgue. Vilma McKinnon se desmayó frente a su cadáver y me tocó a mí identificarla; llevo grabada en mi mente hasta el día de hoy esa terrible imagen de ella.

Estaba a punto de colapsar y, por un instante, Lockhart creyó que se desmayaría. Le dio unos segundos antes de continuar con el interrogatorio.

—¿Qué hizo esa noche? —preguntó cuando se calmó un poco.

—Tuve una cena de negocios; cualquiera de mis socios podrá confirmárselo. Regresé a mi apartamento poco antes de la medianoche; al otro día, cuando conducía hacia aquí, escuche por la radio lo que había ocurrido: el impacto fue tan grande que casi sufro un accidente.

—¿Y qué hizo durante la jornada del viernes tres?

—Estuve aquí la mayor parte del día, me retiré temprano porque tenía que visitar una obra a la mañana siguiente.

—Según los registros telefónicos, no volvió a ponerse en contacto con Jodie, ¿por qué?

—Porque seguía enfadado por no aceptar mi invitación a cenar. Yo estaba dispuesto a arreglar las cosas, y a ella le importaba una mierda que nuestra relación se estuviera yendo al diablo. Decidí que lo mejor era darle tiempo para pensar.

David Lockhart enarcó las cejas.

—Reconoce entonces que estaba molesto con ella.

—Sí, pero no al punto de querer matarla —se apresuró a aclarar. Miró su reloj—. ¿Va a hacerme más preguntas, sargento? Me esperan unos clientes.

El policía se asombró por su capacidad de cambiar de humor de un segundo a otro. Se puso de pie y extendió su mano; mano que Brett Rafferty no estrechó.

—No le quito más su tiempo, señor. Antes de irme me gustaría hablar con sus socios, ¿sería posible?

—Por supuesto, pídale a mi secretaria que lo ponga en contacto con ellos.

Lockhart dejó el despacho del arquitecto convencido de que le habían mentido.

Mientras conducía por Belvedere Street, el detective inspector Nolan se preguntaba qué era eso que había provocado que la jefa hubiera llegado a la estación de policía esa mañana con un humor de perros. Las gafas oscuras le permitían observarla sin ponerse en evidencia. El rictus de la boca y el ceño fruncido le conferían una imagen algo grotesca. Se acomodaba compulsivamente un mechón de cabello que caía en su frente y que desentonaba con el ajustado rodete detrás de la cabeza. De vez en cuando, respiraba con fuerza. No se animaba a preguntarle qué ocurría; presentía que lo que fuera tenía que ver con su vida privada, y era un terreno que no pensaba pisar, al menos no todavía.

—¿Ha hablado con la mujer de Pebble Beach? —preguntó de pronto rompiendo el hielo.

Michelle lo miró.

—No, no ha llamado todavía, pero no podemos esperar más. Después de inspeccionar el apartamento de Jodie, pasaremos a verla. ¿Está de acuerdo?

—Por supuesto. —«Usted es quien manda», agregó para sus adentros.

Luego de ese breve intercambio de palabras, Michelle se sumió nuevamente en el silencio. Llevaba rumiando su bronca desde temprano. La noche anterior se había abstenido de preguntarle a Linus sobre la misteriosa muchacha del utilitario oscuro, porque, previendo un nuevo enfrentamiento, prefería esperar a tener la cabeza fría para hablar con él. Fue imposible conciliar el sueño, sobre todo porque Clive se movía inquieto a su lado. Había estado a punto de despertarlo en varias oportunidades, pero cerca de la medianoche por fin consiguió serenarse. Ella no tuvo la misma suerte, así que había aprovechado para levantarse temprano y preparar el desayuno antes de que Audrey volviera a adueñarse de su cocina.

Contempló el paisaje y no pudo evitar traer a su mente lo ocurrido esa mañana.

Al girar sobre sus talones, Michelle vio a Clive entrar en la cocina. Tenía el rostro demacrado y enormes ojeras.

—Tú también pasaste una mala noche por lo que veo.

—Me dolía la espalda —respondió al tiempo que abría el refrigerador para servirse un vaso de agua.

No le creyó. Al igual que ella, seguía atormentado por las pesadillas. Su sugerencia de que asistiera a terapia también había ido aparar a un saco roto.

—Me lo hubieras dicho, te habría dado un analgésico. ¿Cómo te sientes ahora? —Sacó el café del fuego y se acercó por detrás. Le puso la mano en el hombro; cuando subió por su cuello para acariciarlo, él echó a andar la silla.

—Mejor, voy a llamar a Tom para que me dé unos masajes esta tarde. Es la tensión acumulada en los músculos, nada más.

Le sirvió el café y puso en su plato una ración extra de huevos revueltos y panceta. Ella no tenía apetito, así que se decidió solamente por el café. Clive ocupó su sitio en la cabecera, Michelle se ubicó a su lado. Observó el reloj que pendía de la pared: era temprano, pero en cualquier momento Audrey bajaría y ya no sería posible hablar con él.

—Anoche vi a Linus llegando a casa en compañía de una joven que no conocemos.

El tenedor de Clive quedó suspendido en el aire durante unos segundos, luego se llevó la panceta a la boca y la devoró. No respondió enseguida y eso solo la exasperó.

—¿Has escuchado lo que acabo de decirte? —preguntó Michelle asombrada por su indiferencia.

Él la miró. Se limpió la boca con la servilleta y soltó un suspiro.

—Shelley, Linus ya no es un niño. Que llegue a casa tarde en la noche con una chica no es razón para preocuparse, yo diría que es normal que lo haga.

—¡Pero no era April! Dijo que sus padres lo habían invitado a cenar y aparece con alguien más. Es evidente que no estuvo donde nos dijo. ¿Por qué mintió si no estaba haciendo nada malo?

—¿Qué sucede? —Audrey irrumpió en la cocina. Llevaba un moderno pijama color malva y una cinta en el cabello haciendo juego.

—Buen día, mamá.

—¿Cómo has dormido, cariño? —Le dio un beso en la coronilla y miró a su nuera—. Buen día, Michelle.

—Buenos días, Audrey. El café está recién hecho. La mujer se sirvió una taza y se sentó frente a ella. —Me pareció escuchar el nombre de mi nieto. ¿Qué ha hecho Linus esta vez?

El comportamiento de Linus era algo que les concernía discutir solamente a ellos. Audrey no tenía por qué entrometerse, mucho menos emitir una opinión acerca de cómo criar a los niños. Había soportado que lo hiciera cuando Matilda y Linus aún eran pequeños, pero ya no podía permitírselo.

—Audrey, no se ofenda, pero es un asunto que tenemos que tratar su hijo y yo.

Se hizo un silencio incómodo, solo se oía el ruido del tenedor de Clive chocando contra el plato de porcelana.

Audrey lo miró, con la esperanza de que él saliera en su defensa. Michelle creyó que esta vez Clive se pondría de su lado; por eso, se quedó pasmada cuando dijo que su madre tenía todo el derecho del mundo a opinar. Acto seguido, Michelle se había levantado de la mesa para ir a despertar a Matilda. Antes de abandonar la cocina, le lanzó una mirada asesina a su esposo. Gesticuló un «¿por qué?», desde la puerta; él solo se limitó a soltar un suspiro de resignación.

—¿Tiene usted suegra, detective Nolan?

La repentina pregunta de la inspectora Kerrigan lo descolocó.

—No, nunca me he casado.

Lo miró y él se sintió un bicho en exhibición.

—¿De verdad?

Patrick asintió.

—Estuve a punto de dejarme atrapar una vez, aunque logré escaparme —bromeó.

Michelle sonrió.

—Yo llevo casada poco más de diez años y, aunque le parezca que es solo un cliché, créame cuando le digo que las suegras muchas veces son más molestas que una piedra en el zapato.

No había necesidad alguna de indagar; Michelle Kerrigan había cruzado por él la línea que separaba su vida privada de aquella que transcurría entre los muros de la estación de policía. Aunque no quería bajar la guardia con ella, su comentario le arrancó una sonrisa.

—Me quita usted las ganas de contraer matrimonio algún día, inspectora —dijo siguiéndole el juego sin saber realmente por qué.

Ahora fue ella la que festejó el comentario. Su risa retumbó en el interior del coche y, durante una milésima de segundos, sus miradas se encontraron. Como si acabaran de ser atrapados haciendo algo incorrecto. Michelle dejó de reír y Patrick se concentró nuevamente en el camino. Por fortuna, les llevó solo unos cuantos minutos llegar al edificio donde había vivido Jodie McKinnon.

El apartamento se encontraba en el octavo piso, y el elevador no funcionaba, así que tuvieron que poner a prueba su condición atlética al subir las escaleras. El inspector Nolan salió airoso, mientras que Michelle maldijo en silencio por no llevar un par de zapatos más cómodos.

Con las llaves que les había dado Vilma McKinnon entraron al lugar.

El olor a encierro fue devastador.

—Parece que hace tiempo que nadie viene por aquí. —Patrick encendió las luces y observó el salón.

Los muebles estaban cubiertos con sábanas blancas, y las cortinas de los dos ventanales que daban a la terraza permanecían cerradas. Cuando Michelle se acercó para correrlas, el polvo la hizo toser.

—¿No es raro que su madre no venga a limpiar de vez en cuando? Creí que tendría este sitio como un santuario —comentó cubriéndose la boca con un pañuelo mientras apartaba el pesado cortinado con la ayuda de Patrick Nolan.

La inspección ocular empezó en la sala. Quitaron las sábanas y las arrojaron en un rincón. Michelle revisó los cajones de los muebles, mientras el inspector Nolan hojeaba uno por uno los libros de la biblioteca.

Había un aparador con un compartimento en la parte superior. Michelle se estiró para intentar abrirlo sin éxito. Oteó a su alrededor buscando algo a lo que subirse para llegar. El reposapiés de cuero rojo le vendría de maravillas. Lo colocó frente al mueble, se quitó los zapatos y se trepó. No fue suficiente: por más que estiraba su cuerpo, no alcanzaba. Se acercó más a la orilla y, con la punta de los dedos, rozó la perilla. Otro pequeño esfuerzo y lograría su cometido.

Patrick Nolan estaba revisando el último de los estantes cuando, por el rabillo del ojo, vio a la inspectora Kerrigan intentando en vano abrir un mueble. El reposapiés que la sostenía se tambaleaba peligrosamente hacia atrás y hacia delante.

Con un rápido movimiento, llegó hasta ella y la sujetó de la cintura, lo que evitó que se diera de bruces contra el suelo.

Con el corazón atravesado en la garganta, Michelle miró al inspector Nolan. Había estado a punto de protagonizar el papelón del siglo, encaramada encima de aquel reposapiés, tratando de abrir el armario, cuando era evidente que el mueble la superaba por varios centímetros en altura.

—¿Se encuentra bien, inspectora Kerrigan?

Él no la había soltado y Michelle seguía aferrada a los hombros de Nolan a pesar de que sus pies ya estaban firmes en el suelo.

—Sí. Creo que calculé mal la distancia —dijo para justificar la tontería que acababa de cometer.

—Debió pedirme a mí que abriera el armario por usted —le recriminó, aunque por dentro se estuviera riendo.

Era bastante cómico ver el reposapiés tumbado y la expresión de susto en el rostro de la inspectora. Ella se sonrojó de repente. Estaban tan cerca uno del otro, que por primera reparó en las pecas que salpicaban sus mejillas. Las manos de Patrick continuaban alrededor de su talle. Cuando Michelle se movió, tal vez incómoda por su contacto, él la soltó por fin.

—Quiero ver qué hay en el interior de ese compartimiento —dijo dándole la espalda. Buscó los zapatos y se los puso.

El inspector apartó el reposapiés e intentó abrir el compartimiento.

—Está cerrado con llave —anunció.

—Inténtelo igualmente —insistió ella.

Sostuvo la perilla con fuerza y de un fuerte tirón logró su propósito. A simple vista, parecía vacío, pero, al hurgar, un poco más a fondo, se topó con un álbum de fotografías. Patrick se lo entregó a Michelle.

—¿Por qué lo guardaría bajo llave? —preguntó Michelle que pasaba el dedo índice por la portada. Estaba delicadamente decorada con rosas rojas entrelazadas y en letras doradas se podía leer «Recuerdos de familia»—. Son fotos de Jodie en distintas etapas de su vida, rodeada de sus seres queridos, no entiendo por qué tanto recelo en esconderlo dentro del armario. Hay varias de cuando era pequeña en donde aparece abrazada a un hombre. Supongo que se trata de su padre.

Patrick se acercó a ella de repente; la sorprendió.

—Tal vez la respuesta está más cerca de lo que pensamos.

—Desde su posición había notado que había algo oculto en el lomo del álbum. Introdujo el dedo y, por el otro extremo, se fue asomando una pequeña funda de tela blanca. Michelle la abrió.

Era una tarjeta de memoria.

—¿Qué cree que contenga? —preguntó Michelle observando el diminuto dispositivo de almacenamiento.

—Tal vez algo por lo cual valía la pena matar —se aventuró a responder.

Pidieron refuerzos para continuar con la inspección en el apartamento y se marcharon; antes de regresar a la estación de policía, tenían otra cosa que hacer.