—¡Alice Rafferty estuvo envuelta en la muerte de mi hija! Nadie me quita de la cabeza que ella y el prepotente de su esposo están detrás de lo que le ocurrió a Jodie.
—¿Por qué dice usted eso, señora McKinnon? —preguntó Michelle recordando la advertencia que le había hecho Haskell por teléfono.
La mujer no respondió, en cambió se levantó del sillón como un resorte y caminó enérgicamente hacia el escritorio. Había tres elegantes portarretratos de madera labrada alineados uno al lado del otro de modo que era lo primero que alguien veía al entrar a la biblioteca.
En las tres fotografías estaba Jodie. La de la izquierda evocaba quizá su primer día de clases; vestía un uniforme escolar azul muy parecido al de Matilda y tenía el cabello negro recogido en dos simpáticas coletas en lo alto de la cabeza. Sonreía feliz a la cámara, aunque todavía no tenía la dentadura completa. Unas cuantas pecas salpicadas en el rostro le daban el aspecto de una niña adorable.
En la fotografía del centro se veía a Jodie, ya adulta, convertida en una bellísima mujer. Estaba en la playa, llevaba un atrevido traje de baño de dos piezas y una rosa roja prendida en el cabello.
La última había inmortalizado un abrazo entre madre e hija. Vilma la tomó entre sus manos y segundos después la colocó nuevamente en su sitio. Miró por encima del hombro a los detectives, quienes seguían aguardando una respuesta.
—Alice era la mejor amiga de Jodie, pero siempre sintió envidia de ella. Deseaba todo lo que era suyo, incluso a su novio. La muy zorra consiguió llevarlo al altar. —Sonrió con sarcasmo—. Ocupó demasiado rápido el lugar de mi hija.
Michelle y el sargento Lockhart intercambiaron miradas. Estaban sorprendidos. La investigación apenas comenzaba, sin embargo, era posible que ya tuvieran un hilo de donde tirar.
—¿No me creen, verdad?
—No es eso, señora McKinnon. —Fue Michelle quien respondió—. Tenemos entendido que durante la investigación inicial fue Brett Rafferty, el novio de Jodie, quien estuvo en la mira de la policía, no su amiga. Ella ni siquiera fue considerada sospechosa.
Vilma volvió a sentarse. Balanceaba inquieta una pierna encima de la otra.
—¿Y no le pareció extraño a la policía que, apenas cuatro meses después de la muerte de mi hija, Alice anunciara su compromiso con Brett? Ni siquiera tuvieron la delicadeza de esperar y se casaron en noviembre de ese mismo año.
Que el novio de la víctima y su mejor amiga terminaran casándose poco después del crimen podía resultar sospechoso para cualquiera, principalmente para una madre sedienta de justicia como Vilma McKinnon. Sin embargo, ellos no podrían precipitarse y estropear la investigación basándose solo en conjeturas que, por el momento, no tenían ningún asidero. Seguiría el consejo de su jefe y tomaría las palabras de la mujer con pinzas.
—Díganos, señora McKinnon…
—Vilma.
—Díganos, Vilma, ¿cuándo fue la última vez que vio con vida a su hija? —Seguramente en los archivos del caso encontrarían la declaración original, pero Michelle quería escucharla de sus propios labios.
—El día antes de desaparecer. Almorzamos juntas y luego se fue a clases, más tarde tenía que trabajar.
—¿Trabajaba en la magistratura, verdad? —preguntó el sargento Lockhart reclinándose en el sillón.
—Era la asistente del fiscal de la Corona, Antón Marsan. Llevaba con él casi un año. A Brett no lo emocionaba mucho la idea de que Jodie trabajara y siempre que tenía la oportunidad se lo echaba en cara. —Vilma respiró hondo y ambos notaron la humedad en sus ojos—. Mi hija era una muchacha equilibrada, pero a la vez muy independiente, hacía lo que le venía en gana y no se dejaba manipular fácilmente, por eso la relación con Brett se tornó conflictiva. Muchas veces le pedí que lo dejara, pero ella no solía hacerme caso. Tal vez, si hubiera seguido mi consejo, hoy estaría viva.
—¿Brett Rafferty llegó a agredir físicamente a su hija?
Tardó en responder.
—Ella nunca lo reconoció, sin embargo, una madre se da cuenta de esas cosas. —Con manos temblorosas, se mesó el cabello—. Un día que hacía mucho calor fui a su apartamento y llevaba puesto un cárdigan de lana de mangas largas. Insistí para que se lo quitara, pero se negó rotundamente. En otra ocasión, apareció aquí en medio de la noche sin avisar. Estaba realmente asustada y durmió conmigo en mi cama como cuando era una niña y se despertaba por culpa de alguna pesadilla. Me dijo que había discutido con Brett y que prefería no verlo hasta el día siguiente.
Michelle recordó los hematomas que presentaba el cuerpo de Jodie.
—¿Cuándo fue eso?
—Un par de semanas antes de que fuera asesinada, inspectora.
—Supongo que estará al tanto de las cartas que recibía Jodie.
Vilma McKinnon asintió.
—Me enteré recién después de su muerte.
David Lockhart miró a Michelle y dijo:
—¿No sería posible que esa noche, en la que Jodie llegó asustada a su casa, estuviera huyendo de su acosador y no de su novio? Las cartas comenzaron a llegar tres semanas antes del hecho.
—No lo sé; lo único de lo que estoy segura es de que mi hija estaba aterrada y no quería dormir en su apartamento.
—¿Qué hizo al día siguiente?
—Cuando desperté, ya se había marchado a la universidad. La llamé más tarde y me dijo que me quedara tranquila, que todo estaba bien. Sé que no me creen, hace cinco años tampoco me creyeron, pero uno de ellos dos está detrás de la muerte de mi hija.
—Haremos lo que esté en nuestras manos para esclarecer lo que ocurrió. —Michelle se puso de pie y el sargento la imitó—. Antes de irnos querría saber si sería posible inspeccionar el apartamento de Jodie. ¿Sigue vacío o han vuelto a ocuparlo?
—Sigue tal cual ella lo dejó. No he podido deshacerme de él. —Fue hasta el escritorio y sacó unas llaves del primer cajón—. Por favor, tengan cuidado con sus cosas. Jodie era muy celosa con sus pertenencias —les advirtió.
—Descuide, tendremos cuidado —prometió Michelle. Vilma asintió.
—¿Tiene hijos, inspectora?
La pregunta la tomó por sorpresa.
—Dos.
—Cuídelos mucho; un día, los cobija entre sus brazos y, al siguiente, puede que tenga que enfrentarse a la cruda realidad de verlos por última vez en una fría camilla de la morgue. Michelle tragó saliva. Se le erizaba la piel de la nuca tan solo de imaginarse atravesando por aquella terrible situación. No solía ponerse en el lugar de los familiares de las víctimas, aunque, algunas veces, era imposible no hacerlo. ¿Qué haría ella si alguien lastimaba a Matilda o a Linus? Probablemente, luchar por encontrar al culpable, exactamente como hacía Vilma McKinnon.
La casa le pareció más vacía que nunca. Cualquier ruido, por más insignificante que fuese, se magnificaba ante el abrumador silencio que lo rodeaba. Extrañaba el bullicio en la cocina cada vez que Shelley decidía experimentar con alguna nueva receta o los acordes de su viejo violín colándose por debajo de la puerta de la biblioteca cuando se encerraba a tocar. Se había mal acostumbrado los últimos meses a tenerla dando vueltas por la casa y ahora le costaba aceptar que la extrañaba.
Impulsó la silla hacia la ventana, pero de inmediato se dio cuenta de que espiar a sus vecinos ya no lo entusiasmaba. Se había quedado en cama hasta tarde, aunque tampoco había conseguido dormir. La llamada que a diario le hacía su madre lo entretuvo durante un buen rato.
Un movimiento en el patio trasero de los Whaterly captó su atención. Hattie, la hija mayor del matrimonio, se estaba besuqueando en una de las tumbonas ubicadas al lado de la piscina con su novio de turno, un esmirriado adolescente con gafas y cabello embadurnado de gel. Él no tenía reparo alguno en meterle mano, y ella lo dejaba hacer.
No estaba bien quedarse a espiar. Conocía a Hattie desde muy pequeña, ya que había sido compañera de juegos de su hijo durante la infancia. Incluso, en varias ocasiones, se había quedado a dormir con ellos cuando Suzanne y Ollie Whaterly tenían alguna cena fuera de casa. Estaba a punto de apartarse de la ventana cuando vio que Hattie comenzaba a quitarse la blusa lentamente. No llevaba sujetador y sus pequeños pechos de pezones rosados se balanceaban mientras intentaba acomodarse encima de su acompañante.
La respiración de Clive se aceleró. Se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano.
Hattie ahora le desprendía los pantalones al muchacho e introducía la mano en su bragueta. Cerró los ojos por un instante y, al abrirlos, se vio a él mismo acostado en la tumbona, acariciando los pechos de su vecina adolescente mientras ella jugueteaba con su miembro erguido.
Sintió un intenso cosquilleo en la entrepierna. El doctor Lannister aseguraba que con el estímulo suficiente podría lograr una erección. Después del tiroteo, su vida sexual había sido prácticamente nula. Las primeras semanas, el esfuerzo de Shelley en lograr que su cuerpo reaccionara a sus caricias había sido inútil y doloroso; luego, cansado de intentarlo, no permitía ni siquiera que ella lo tocara. Era una situación humillante para ambos y, desde entonces, prefería rechazar cualquier contacto íntimo para no volver a fracasar como hombre. Los intensos gemidos de Hattie retumbaban en su cabeza y parecían reverberar también en los muros de su casa vacía.
Metió la mano dentro de los pantalones y se frotó el miembro con furia. Ella continuaba cabalgando a su chico, retorciéndose de placer. De pronto, giró la cabeza en su dirección. Por un ínfimo instante, sus ojos se encontraron. Hattie no se escandalizó al saberse espiada; muy por el contrario, le dedicó una sonrisa atrevida y le arrojó un beso con la mano.
Comprobó horrorizado cómo su miembro empezaba a responder. Confundido por la conducta de la muchacha y por su propia reacción, Clive se alejó inmediatamente de la ventana y corrió las cortinas como si al hacerlo pudiera borrar de un plumazo la vergüenza que sentía por haber sido descubierto. Los latidos de su corazón se habían disparado. Necesitaba serenarse y borrar para siempre aquel incidente de su memoria.
Se sobresaltó cuando escuchó que alguien introducía las llaves en la puerta principal. Giró rápidamente la silla y la empujó unos cuantos metros hacia delante. Era demasiado temprano todavía para que Michelle o los niños estuvieran de regreso.
—Hola, cariño.
Audrey Arlington estaba de pie en el recibidor. En su mano derecha, sostenía una maleta.
Cuando Michelle y el sargento Lockhart regresaron a la estación de policía, encontraron a la doctora Winters y al detective inspector Nolan en el salón de conferencias charlando animadamente mientras disfrutaban de un sencillo refrigerio: ensalada de hojas verdes para Chloe y un emparedado de huevo y jamón para Patrick. El estómago de Michelle rugió de hambre. David Lockhart fue rápidamente hacia la cocineta y volvió con su propio emparedado; Michelle, por su parte, aceptó compartir la ensalada con Chloe Winters.
En la moderna pizarra de vidrio templado, junto a la fotografía de Jodie McKinnon, una línea de tiempo se extendía de un extremo a otro. Con una prolija caligrafía, alguien había plasmado las últimas horas con vida de la joven.
—Me basé en el informe policial y la declaración de algunos de los testigos —explicó Patrick Nolan mientras se quitaba las migas de pan de los pantalones.
Michelle se giró hacia él.
—Muy bien. ¿Algo relevante?
—Logré reconstruir los últimos momentos de la víctima, enfocándome principalmente en las horas anteriores a su desaparición. El jueves 2 de abril abandonó la magistratura a las seis de la tarde; se desempeñaba como asistente de uno de fiscales de la corona. Tres de sus vecinos aseguraron que la vieron ingresar a su apartamento cerca de las siete. Las cámaras de seguridad del edificio la muestran saliendo dos horas después hacia Quarry Road. Ahí es cuando se pierde su rastro.
—¿Qué hay de los registros telefónicos?
—El móvil de Jodie desapareció junto con ella. El teléfono de su apartamento registró varias llamadas durante esa noche y buena parte del día siguiente, la mayoría eran de su madre, aunque Brett Rafferty habló con ella poco antes de abandonar el edificio.
—¿Qué dijo Rafferty al respecto?
El sargento Lockhart sacó un expediente de una de las carpetas. Era la transcripción completa de la declaración del novio de la víctima. Ignoró las dos primeras páginas; sabía dónde buscar.
—Dijo que la llamó para preguntarle si podían verse esa noche, pero ella no quiso. Vilma McKinnon nos dijo que la relación entre ambos se había tornado violenta, tal vez ya no quería saber nada de él.
—¿A qué hora se produjo la muerte de Jodie? —la pregunta de Michelle iba dirigida a la doctora Winters.
—Entre la medianoche del viernes y la madrugada del sábado —respondió sin necesidad de mirar el informe de la autopsia.
Michelle volvió a concentrarse en la pizarra.
—Jodie fue vista por última vez el jueves 2 de abril por la noche; la asesinaron el sábado… ¿Dónde estuvo toda la jornada del viernes?
—Creo que Jodie conocía a su asesino, y estuvo con él por voluntad propia. Se negó a que Brett la visitara esa noche, tal vez porque planeaba reunirse con alguien —especuló el inspector Nolan—. Había indicios de actividad sexual en su cuerpo y quien la mató era alguien cercano a ella. El hecho de que le colocara las manos cruzadas sobre el pecho indica remordimiento, lo que me lleva a creer que tal vez el autor de las cartas sea otra persona.
Los demás se sorprendieron. Al igual que los primeros policías que investigaron el caso, estaban convencidos de que las cartas estaban estrechamente ligadas con el crimen. ¿Y si Nolan tenía razón? Era un poco arriesgado en esas instancias de la investigación afirmar que el autor de las cartas no era el asesino de Jodie, pero el experto en conducta criminal era él, y debían confiar en su instinto.
—A propósito de quién escribió las cartas, ¿qué conclusión pudo sacar? —preguntó Michelle con sumo interés en seguir escuchando sus teorías.
—Quien las envió sentía un profundo odio hacia la víctima. Había mucha rabia contenida en sus palabras. El mensaje que quería trasmitir era categórico: deseaba asustar a Jodie. Usó un lenguaje vulgar, pero medido al mismo tiempo, era importante para él no perder el control.
—Vilma McKinnon nos dijo que su hija tenía miedo; ella creía que huía de Brett, pero es muy probable que en realidad estuviera asustada por las cartas.
—También nos dijo que su mejor amiga y su novio se casaron pocos meses después del crimen —alegó el sargento Lockhart—. La mujer está convencida de que tienen algo que ver con la muerte de Jodie. ¿No habrá sido Alice Rafferty quien envió las cartas? O tal vez lo hizo su novio.
—Será mejor que no nos dejemos influenciar por la opinión de una madre que ha perdido a su hija en tan terribles circunstancias —aconsejó Michelle—. Debemos remitirnos a los hechos y hasta el momento no hay prueba alguna que sindique a Brett Rafferty o a su esposa como culpables del homicidio o como autores de las cartas.
Todos concordaron con ella. Ya era demasiada desventaja tener que hacerse cargo del homicidio de Jodie McKinnon con cinco años de retraso como para además perder el tiempo con hipótesis que probablemente terminarían conduciéndolos a un callejón sin salida. Necesitaban pruebas si querían llevar al culpable a la justicia.
—¿Alguna estrategia de investigación? —preguntó Patrick Nolan más por curiosidad que por interés.
—Sargento, usted es el experto en retomar casos sin resolver, ¿qué sugiere?
David Lockhart miró a su jefa. La nuez de Adán subió y bajó exageradamente por su garganta mientras tragaba saliva. Se dirigió hacia la pizarra, respiró hondo y enfrentó a sus compañeros.
—El principal punto a tener en cuenta es que debemos tratar el caso como si hubiese ocurrido hace cinco días y no hace cinco años. Sé que al principio puede parecer una pérdida de tiempo volver a entrevistar a los allegados de la víctima o releer hasta el último de los expedientes policiales, pero créanme que es ahí donde radica el fracaso o el éxito de la investigación. —Se arremangó la camisa y puso los brazos en jarra—. No tenemos la escena primaria del crimen, tampoco contamos con el cuerpo de la víctima, lo que significa que debemos fiarnos del informe de la autopsia. En definitiva, hay más obstáculos que facilidades en nuestro panorama, por eso no podemos pasar por alto ningún detalle. Lo de la huella latente en el matasellos es una prueba de lo que digo.
Michelle se acercó a él y se colocó a su lado.
—El sargento tiene razón; la clave es observar cada detalle como si fuera la primera vez. Ahora que el caso está oficialmente abierto y su madre está al tanto, empezaremos por lo básico: interroguemos al círculo cercano de la víctima para ver qué recuerdan de lo sucedido.
—Si le parece, inspectora, le haré una visita a Brett Rafferty mañana a primera hora —sugirió David Lockhart.
—Perfecto, sargento. El detective Nolan y yo iremos al apartamento de Jodie. —Miró a la doctora Winters—. Chloe, usted se encargará de analizar a fondo las evidencias, tal vez la suerte siga de nuestro lado y aparezca algún nuevo indicio que se pasó por alto durante la primera investigación.
La primera reunión del grupo había resultado mejor de lo esperado. Miró su reloj: faltaban exactamente doce minutos para las tres de la tarde, hora en la que Matilda dejaba el Carisbrooke College para asistir a su clase de danza. La academia estaba ubicada a dos calles del colegio, así que ella y su amiga Vicky iban caminando. Linus no tenía ninguna actividad extracurricular ese martes, aunque siempre llegaba a casa a la hora de la cena, eso, claro, cuando se dignaba a aparecer. ¿Qué estaría haciendo Clive? Seguramente jugando una partida de ajedrez en red. Todavía le quedaban al menos dos horas de trabajo y no veía la hora de volver con los suyos. ¡Cielos, no pensaba que los iba a extrañar tanto! Tal vez, si terminaba temprano, estaría a tiempo todavía de preparar la cena para su familia.
Abandonó la sala de reuniones para encerrarse en su despacho. Con la lista de vecinos que vivían en los alrededores de Pebble Beach, se sentó frente al teléfono. Era mejor establecer Contacto a través de una llamada para no alarmar a nadie.
El primer nombre en la lista era el de Charlotte Cambridge.