El despacho del detective inspector Nolan no era tan espacioso como el de su colega. Además, la única ventana daba al patio interno del edificio. Eran detalles que quizá a otra persona no le molestarían tanto, pero que, sin dudas, contribuían a aumentar el mal humor del exintegrante de Scotland Yard.
Las paredes estaban pintadas en un tono grisáceo pálido y le recordaban a la fachada de la prisión de Pentonville, donde tantas veces había concurrido durante su doctorado en Psicología Criminal para entrevistar a los reos. Esos muros habían albergado a gente famosa; desde Charles Peace, un intrépido ladrón y asesino del siglo XIX, hasta el controvertido escritor Oscar Wilde.
Se masajeó las sienes. No había dormido bien la noche anterior y la falta de sueño comenzaba a pasarle factura. Hurgo en el bolsillo de su chaqueta y sacó un pastillero redondo de metal. No tenía ganas de ir por un vaso de agua, así que se metió dos grageas en la boca y tiró la cabeza hasta atrás para tragarlas más rápido. Eran el placebo perfecto: le calmaban la ansiedad y no generaban adicción. Había empezado a tomarlas para compensar la falta de alcohol. Al guardar el pastillero, notó que había algo en el fondo del bolsillo. Cuando vio la fotografía, fue azotado por una sucesión de recuerdos que creía haber sepultado en algún lugar de su memoria. Ni siquiera se había percatado antes de que llevara encima su foto. La contempló por un instante. Su rostro seguía fresco en su mente, también la muesca que se le formaba alrededor de los labios cada vez que sonreía y el flequillo rebelde que le caía por encima de los ojos. Respiró profundamente. Alzó la vista y barrió el despacho de un extremo a otro. Rodeó el escritorio y colocó la fotografía junto al teléfono. Cualquier sitio era mejor que el fondo del bolsillo de su chaqueta. Cuando tuviera tiempo, elegiría un portarretrato bonito para ella.
Trató de concentrarse en el trabajo. Las tres cartas que había recibido Jodie McKinnon antes de ser brutalmente asesinada estaban colocadas encima del escritorio.
Estaban escritas en un ordenador, y cada una tenía la fecha en el margen superior derecho. La primera había sido enviada el 16 de marzo de 2009; la segunda exactamente una semana después y la última, el 1 de abril, apenas tres días antes de que el cuerpo de Jodie fuera hallado en Pebble Beach.
Lo primero que llamó su atención, sin dudas, fue el hecho de que la persona que las había enviado se hubiese preocupado en poner la fecha. Era algo que no se veía frecuentemente en una amenaza.
Se concentró en el contenido.
Eran palabras rudas y contundentes. El autor sentía un gran resentimiento hacia la víctima y había sabido expresarlo muy bien en apenas un par de párrafos.
Leyó la primera.
Eres una puta, Jodie, y las putas siempre reciben lo que se merecen. Me deleita imaginar la expresión de tu rostro mientras lees esto. ¿Qué se siente saber que alguien vigila cada uno de tus pasos? ¿Que puede atacarte en cualquier momento, en cualquier lugar?
Continuó con la siguiente.
Estás asustada, Jodie, lo sé. Puedo oler tu miedo, percibir tu angustia, escuchar tu respiración agitada mientras duermes. Una mañana, quizá, ya no despiertes.
La última era más breve, pero igual de amenazante.
Desconfía hasta de tu propia sombra, puta. Llegaré hasta ti en cualquier momento, en cualquier lugar.
Tras una última lectura, Patrick se acomodó frente al ordenador. Estaba preparado para elaborar un informe detallado de las cartas y brindar un perfil preliminar de su autor. Sospechaba que su teoría iba a sorprender a más de uno.
Posó un segundo sus ojos en la fotografía de Sharon antes de comenzar a escribir.
Michelle decidió pedirle a David Lockhart que fuera con ella hasta la casa de Vilma McKinnon para comunicarle de manera oficial que estaban investigando la muerte de su hija.
Se marcharon después del mediodía y, como el sargento conducía, ella aprovechó para hablar a su casa. Tenía la imperiosa necesidad de saber cómo se la estaban arreglando sin ella. Como tardaron en responder, se preocupó. Soltó un suspiro de alivio cuando escuchó la voz de su esposo al otro lado de la línea.
—Clive, ¿cómo va todo? —preguntó sin poder disfrazar su inquietud.
Él respiró con fuerza.
—Todo está en orden, Shelley.
Notó de inmediato que su llamada lo había irritado. Era la primera vez en tres meses que no estaba en casa y era normal que se preocupara. ¿Por qué demonios se ponía así? Intentó no despotricar en su contra, no a través del teléfono y con un testigo a su lado que, aunque parecía concentrado en el camino mientras conducía, paraba bien la oreja para no perderse nada.
—¿Has hablado con Linus?
—Sí, me contó lo que sucedió, y es menos grave de lo que pensamos. Me prometió que ya no faltará a clases. Fue solo una más de sus travesuras —alegó.
Michelle sonrió con cierta ironía. Linus siempre conseguía poner a su padre de su parte, y Clive terminaba justificando cada uno de sus actos, haciendo que una vez más ella se convirtiera en la madrastra malvada, la que lo regañaba y le imponía los castigos.
—Ojalá que sea así —respondió. Estaba convencida de que en cualquier momento Linus volvería a las andadas, aunque solo fuera para fastidiarla a ella.
Aguardó en vano que él le preguntara cómo le estaba yendo en su primer día de trabajo. Clive usó la excusa de una partida de ajedrez que acababa de empezar a jugar y cortó tras despedirse con un seco «hasta más tarde».
Dejó el móvil sobre el tablero del auto y se mesó el cabello con rabia.
—¿Problemas en casa, inspectora?
Michelle lo miró. Le caía bien el muchacho, pero no estaba segura de si debía ventilar sus problemas personales con alguien del trabajo, mucho menos en su primer día.
—Siempre hay problemas en casa cuando se tienen hijos, sargento Lockhart, sobre todo cuando uno de ellos es adolescente y cree que lo único en lo que piensas es en fastidiarle la existencia.
David asintió.
—Recuerdo las peleas con mi padre a esa edad. Incluso me fui de casa en un par de ocasiones, aunque siempre terminaba regresando. —Le guiñó el ojo—. Extrañaba los guisados de mamá.
El comentario logró arrancarle una sonrisa.
—Es una etapa complicada: algunos la padecen menos, otros más.
Notó cierta melancolía en sus palabras y no se sorprendió cuando cambió de tema rápidamente. Durante el resto del viaje prefirió contarle sobre su anterior trabajo en la policía de Portsmouth. Michelle dejó que hablara y solo se limitó a meter algún monosílabo cuando hacía falta.
La propiedad de Vilma McKinnon estaba en la intersección de las calles Vernon y Woods. Era una casa de dos plantas con las paredes completamente revestidas por una frondosa enredadera.
David Lockhart descendió ágilmente del coche y caminó presuroso hacia el lado opuesto con la intención de abrirle la puerta a su jefa, pero ella fue más rápida.
—No es necesario que se preocupe por mí, sargento.
—Inspectora Kerrigan, debe tener siempre presente que, además de ser policía, es usted una dama y, aunque no lo parezca, yo soy un caballero —remató guiñándole el ojo.
Michelle se sintió algo incómoda. No estaba acostumbrada a que la consintieran en el trabajo. Había estado doce años en Homicidios y, cuando alguno de sus compañeros se mostraba amable con ella, podía significar dos cosas: si quien la halagaba era mujer, lo hacía para disimular la envidia, en cambio, si la atención venía de parte de un hombre, el objetivo final casi siempre era intentar llevársela a la cama. Había aprendido a lidiar con ambos bandos y se había ganado la fama de ser un hueso duro de roer, sin embargo, nadie podía poner en duda su desempeño como inspectora, y la prueba estaba precisamente en el hecho de que el mismísimo superintendente Haskell hubiera confiado en ella para ponerla al frente de la Unidad de Casos sin Resolver.
El sargento Lockhart, adivinando el motivo de su prolongado silencio, interrumpió sus pensamientos dándole una palmadita en el hombro.
—No se preocupe, inspectora. Nunca intentaré nada con usted. —Le mostró orgulloso el anillo que llevaba en la mano izquierda—. A mí ya me han atrapado hace tiempo, aunque, a decir verdad, fui yo quien se dejó atrapar. Héctor y yo llevamos cinco meses comprometidos.
¿Gay? Jamás lo habría imaginado. Lo primero que salió de su boca no fue precisamente lo que quería decir.
—¿Héctor?
—Sí. Nos conocimos durante unas vacaciones en Barcelona, en un club donde trabajaba como barman. Fue un tórrido romance de verano que se convirtió en algo mucho más intenso. Unas semanas después de regresar a Portsmouth, Héctor se apareció en mi puerta y estamos juntos desde ese momento. ¿Cursi, verdad?
—Para nada.
—Espero que mi condición sexual no afecte la imagen que tiene usted de mí, inspectora.
—Puede quedarse tranquilo, sargento. Lo único que importa es su desempeño en el trabajo. Si el superintendente Haskell lo eligió, quiere decir que su expediente habla muy bien de usted, y eso para mí es suficiente.
David Lockhart expulsó el aire contenido en los pulmones con fuerza. Aunque había aprendido a lidiar con las caras de sorpresa o espanto cuando hablaba sobre su compromiso con Héctor, sentía que era una constante prueba de fuego por la que nunca terminaba de atravesar.
—Me cae bien, inspectora Kerrigan —dijo aliviado.
—Usted también a mí, sargento Lockhart.
Desde la ventana de su casa, Vilma McKinnon los observaba atentamente.
Alice había perdido la cuenta de las veces que había mirado su reloj desde que había salido de la universidad. Su paciencia tenía un límite. Sacó el teléfono del bolso y marcó el número de Brett, pero, cuando le saltó el buzón de voz, supo que, una vez más, había decidido ignorarla. ¿Para qué se ofrecía a pasar por ella si después hacía lo que le venía en gana? Enfurecida, metió el móvil nuevamente en el bolso.
Se sentía una tonta, allí parada, en medio de la acera, esperando por alguien que no vendría. Muchos de los alumnos y el personal de la universidad abandonaban el campus para tomar un refrigerio en El Cisne Blanco. Ella tenía el resto del día libre y había pensado en disfrutar una tarde de shopping relajada, tal vez ver esa película que le habían recomendado y llegar a casa antes que su esposo.
Sin otra opción, se decidió por llamar a la empresa de taxis que ya la había sacado de apuro en otras ocasiones.
Estaba a punto de ser atendida cuando un coche estacionó frente a ella.
Colin Briscoe se asomó por la ventanilla del acompañante de su Chevy Malibú y la taladró con sus profundos ojos café.
—Señora Rafferty, ¿la llevo a algún lado? —preguntó poniendo énfasis en su apellido de casada.
Con un rápido movimiento, Alice apagó el teléfono y lo arrojó en el interior del bolso.
—No es necesario que te molestes, Colin, mi esposo, debe estar por llegar —contestó al tiempo que se acomodaba el cabello detrás de la oreja.
«Miente y no lo hace muy bien», pensó el aspirante a abogado. La había estado espiando y llevaba allí parada mucho tiempo. Era evidente que su esposo no iría a buscarla. Sabía que era su oportunidad de acercarse a ella fuera de los muros de la universidad.
—Vamos, deje que la lleve —insistió, abriendo la puerta.
Alice no podía subirse a aquel coche sin pensar en las posibles consecuencias. Siempre había sido una mujer centrada que medía cuidadosamente cada uno de sus pasos antes de actuar. Rara vez se dejaba arrastrar por un impulso. Prefería tener todo bien calculado para evitar cometer errores. La oferta de Colin era peligrosa aunque tentadora. Aquel muchacho de aspecto rebelde que la contemplaba embelesado durante sus clases le provocaba un cosquilleo en el estómago que había dejado de sentir hacía tiempo. Resolvió barrer los escrúpulos debajo de la alfombra. Esa tarde tenía ganas de divertirse y romper con las normas que habían regido su estructurada existencia durante los últimos años.
Antes de arrepentirse, Alice subió al Chevy y cerró la puerta de un golpe. El espacio dentro del vehículo era más reducido de lo que había imaginado. Haciendo malabares consiguió dejar el bolso y los libros entre los dos asientos para poder quitarse la gabardina. Le faltaba el aire y parecía que la temperatura había ascendido unos cuantos grados en solo cuestión de segundos.
Colin la observaba en silencio, esperando el momento oportuno para poner en marcha la segunda parte del plan.
—¿Estás cómoda, Alice? ¿Puedo llamarte así, verdad? Después de todo, tenemos casi la misma edad.
Ella se secó el sudor de la frente con la mano. Podía sentir cómo la sangre bullía en su interior. En un gesto totalmente deliberado, se recostó en el asiento y al hacerlo, la falda del vestido se deslizó unos cuantos centímetros por encima de las rodillas. La tela de algodón se metió por entremedio de sus muslos, marcando sus formas.
Colin contuvo el aliento. La tenía tan cerca, tan al alcance de la mano… Sin embargo, un movimiento en falso, y ella podía echarse atrás.
—No quiero ir a casa, Colin —dijo de repente, sorprendiéndolo.
—¿Adónde te llevo entonces?
Lo miró directamente a los ojos para que no le quedaran dudas de que estaba dispuesta a todo.
—Donde tú quieras.
Él sonrió. El plan se estaba echando a rodar solo. Conocía el sitio perfecto; alejado de las miradas curiosas y con intimidad suficiente para tener sexo, porque era eso lo que ella le estaba pidiendo a gritos sin decírselo con palabras.
Condujo por la avenida Winston Churchill y se desvió en Henderson Road. Les llevó menos de quince minutos llegar a Fort Cumberland; un complejo a cielo abierto de más de cinco hectáreas que en el pasado había sido utilizado por el ejército como campo de tiro. Ingresaron al predio y siguieron hasta el lago Eastney; allí, Colin estacionó el Chevy Malibú a pocos metros de la orilla. Apagó el motor y se sentó de lado para contemplar a la mujer que venía quitándole el sueño por las noches.
—Eres tan hermosa —susurró mientras recorría lentamente con los ojos entornados la anatomía femenina. Extendió el brazo y acarició su rostro.
Alice ahogó un gemido cuando al instante siguiente, él introdujo la mano en su escote. Atrapó uno de los pezones con los dedos y lo torció suavemente, provocando que todo su cuerpo comenzara a cimbrearse como el de una adolescente inexperta en su primer revolcón. Luego, Colin buscó la mano de ella y se la llevó hasta su entrepierna. Alice frotó su miembro por encima de la ropa y lo sintió crecer bajo su influjo.
Ninguno de los dos podía esperar más. Con un ágil movimiento, Alice se montó sobre su regazo, desparramando los libros de texto por el suelo del auto. Apenas había espacio y su espalda chocaba con el volante, pero rápidamente logró afirmar las rodillas en el asiento. La excitación surgió en ella como una ola regida por la marea, arrancándola de las amarras del autocontrol y arrojándola al abismo. Lo prohibido le resultaba atractivo. Había sido siempre así. La excitaba, la encendía. Tener sexo allí, a la luz del día, era prohibido. Arriesgarse a ser vista, a ser observada, mientras uno de sus alumnos le acariciaba el cuerpo, era prohibido. Y mucho más excitante.
—¡Espera! —Colin abrió la guantera para sacar un condón. Mientras se lo ponía, Alice se iba enrollando la falda del vestido en la cintura. Con la mano izquierda apartaba las bragas para que él pudiera penetrarla mientras que con la derecha se sostenía de su hombro para no perder el equilibrio.
—¿Estás húmeda, Alice? —De repente, Colin empezó a mordisquearle la oreja—. ¿Estás lista para mí?
Lo necesitaba. Lo necesitaba tanto que casi no podía respirar de las ansias que la desgarraban. Las sensaciones le recorrían el cuerpo como azotes. Ella inclinó la cabeza hacia atrás y abrió los ojos. Tenía una mirada salvaje. Casi tan salvaje como los desesperados intentos de moverse contra él mientras la mantenía firme.
—Colin, por favor. —La voz era cruda y grave con agitada excitación.
—¿Es esto lo que quieres? —Volvió a moverse, con más fuerza, presionando más profundo al tiempo que ella dio una sacudida con la cabeza y el sudor le cayó por el rostro.
Ah, sí. Eso era lo que ella quería. ¿Cómo había sido capaz de esperar tanto? ¡Al diablo los escrúpulos! El placer era tan intenso, que casi lindaba con el dolor.
Colin se movía en su interior, elevándola hasta límites impensados. Apoyó su frente en la de él y poco a poco fue recuperando el aliento. ¡Cielos! Acababa de tener uno de los orgasmos más intensos de su vida.
Colín sonrió satisfecho cuando ella se acurrucó en su pecho todavía agitado.
—Eso fue increíble, Alice Rafferty.