Capítulo 5

Cuando abandonaron la comisaría tuvieron su primera desavenencia. Michelle pretendía ir hasta Seaview en su coche pero Nolan insistió en que irían en el suyo y que, por supuesto, él conduciría.

Michelle terminó accediendo para evitar problemas. Sabía que el detective Nolan no la veía con buenos ojos y lo que menos deseaba era alimentar cualquier resentimiento hacia ella.

El primer tramo se hizo en silencio. Avanzaron por Park Road y giraron en la intersección con West Hill. Patrick activó el parabrisas cuando unas gotas gruesas comenzaron a deslizarse por el cristal.

Michelle dejó escapar un suspiro. Le gustaba la lluvia y el olor a tierra mojada. Había sido durante una noche de tormenta que Clive le había propuesto matrimonio; estaban en su apartamento, bebiendo un delicioso vino después de disfrutar de una tarde de cine en compañía del pequeño Linus de siete años. El niño había insistido en ir al estreno de la última película de Harry Potter, y ambos habían creído que era una excelente ocasión para un acercamiento entre ambos; ella incluso le había obsequiado una taza de cerámica con el escudo de Slytherin, una de las casas mágicas de Hogwarts, para que desayunara cada mañana, y Linus la había recibido sin mostrar ningún entusiasmo. La taza quedó en el olvido rápidamente, y Michelle la encontró en el fondo de una de las alacenas de la cocina después de mudarse a la casa, pero nunca mencionó nada al respecto.

En ese momento se dio cuenta de que, si llovía, Linus se libraría de cortar el césped.

El vehículo avanzó lentamente a través de la explanada. Seaview era una villa al mejor estilo georgiano con una magnífica vista panorámica del estrecho de Solent.

Michelle abrió la carpeta del informe.

—Debe desviarse en Duver —le indicó cuando vio el cartel con el nombre de la calle unos pocos metros adelante.

El detective aminoró la marcha para estacionar junto a una muralla de piedra que se extendía por toda la explanada y separaba la playa de la villa.

Cuando descendieron del coche, ya no llovía. Avanzaron a través de un estrecho sendero, adentrándose en la costa. El mar estaba calmo, y la brisa salada rápidamente inundó el aire. Desde allí se podía ver la ciudad de Portsmouth. Michelle observó con atención las fotografías que había tomado el perito en la escena para encontrar el punto exacto donde había sido hallado el cuerpo de Jodie McKinnon.

—Es allí —dijo señalando hacia un rincón de la playa cubierto por pequeñas rocas en tonos ocres y cenizas. Algunas de las fotografías fueron a parar al suelo. Patrick Nolan observó divertido como ella luchaba con el viento para tratar de recuperarlas. Un mechón de cabello se había salido de su sitio y le golpeaba la cara, molestándola. Cuando le dio la espalda para agarrar la última fotografía, sus ojos se posaron en el culo de la detective inspectora.

«Nada mal», pensó.

Michelle cerró la carpeta, se volteó de repente y lo miró directamente a los ojos. No dijo nada: su mirada fue suficiente para que él comprendiera que había esperado un poco de colaboración de su parte. La siguió a través de la playa y se detuvieron en el lugar exacto donde había aparecido la víctima. Un montón de coloridas flores silvestres se había abierto paso entre las rocas y se alzaban majestuosas meciéndose al compás del viento. Cerca había un pequeño bote con la pintura descascarada que parecía llevar años encallado en la orilla.

—¿Acaso piensa encontrar algo después de todo este tiempo? —preguntó Nolan al verla tan concentrada, estudiando todos los detalles a su alrededor.

—Me gusta recorrer la escena de cada crimen que investigo, detective. Lamentablemente no estuvimos presentes cuando Jodie McKinnon fue encontrada, y eso nos quita cierta ventaja, pero volver al lugar que el asesino eligió para deshacerse de ella me ayuda a tener una perspectiva diferente de los hechos. Espero que a usted también. —Lo taladró con sus enormes ojos verdes.

Patrick tragó saliva. No era posible que, además de dejarse mandar por ella, también se sintiera cohibido por su modo de mirarlo.

—Según la declaración del pescador, él venía de altamar cuando vio un bulto sobre la arena. Eso fue a las siete y veinte de la mañana. El registro meteorológico de la isla informó que el 4 de abril, amaneció exactamente a las seis y veinte la mañana.

Michelle se sorprendió.

—¿Recuerda esa cantidad de detalles después de leer solamente el informe preliminar?

—Mi buena memoria es mi mejor virtud… o mi peor defecto, según por dónde se lo mire —se permitió bromear.

—¿Tiene memoria fotográfica?

—No, simplemente soy más observador que el resto de la gente.

Ella asintió. Dudó de si debía hacerle algún cumplido o no, prefirió no decir nada.

—Una hora de claridad es demasiado tiempo. Es extraño que nadie haya visto el cuerpo antes. —Michelle se volteó hacia la villa. Una gran cantidad de casitas de madera con tejas rojas se extendía a lo largo de la playa. Algunos metros hacia el este, se encontraba el complejo de bungalows conocido como Tollgate, uno de los sitios favoritos de los turistas que visitaban la isla—. Alguien tuvo que haber visto algo el día en que apareció el cuerpo de Jodie McKinnon. Además, hay un gran movimiento de barcos pesqueros en esta área. Regresemos a la comisaría y revisemos con calma las declaraciones de los testigos.

Mientras desandaban el camino se cruzaron con una mujer que paseaba a su perro. El animal tironeaba de la correa en dirección a la playa, pero su dueña insistía en ir hacia el lado contrario. Los miró de reojo, con cierta desconfianza y, cuando la saludaron, apuró la marcha como si quisiera huir de ellos.

Michelle abrió la puerta del auto y, antes de subirse, contempló por encima de su hombro cómo la mujer se alejaba en dirección a la villa.

Charlotte Cambridge le quitó la correa a Pippo y, antes de cerrar la puerta, echó un vistazo a la playa. La pareja con la cual acababa de cruzarse se metía en ese momento en un automóvil plateado. Su olfato no la engañaba, eran policías.

Como tardaba demasiado, el mestizo de bobtail fue a buscarla. Lamió su mano, se sentó firme delante de ella y comenzó a jadear.

—¿Qué es lo que haces en la puerta?

La voz chillona de su madre, quien cada día estaba más sorda, retumbó por toda la casa.

—Nada, mamá —dijo colgando la correa de Pippo en el perchero.

—Ha llamado Francis. Quiere que trabajes hoy en la tarde.

Charlotte entró a la sala, seguida muy de cerca por el perro. ¡Francis Donohue, la petulante y antipática de Francis Donohue! No tenía derecho a disponer de su tiempo libre como si fuera una esclava. Odiaba lidiar con ella y con las clientas del salón de belleza. Si bien era una manera decente de ganarse la vida, el deprimente salario que cobraba cada mes ya no alcanzaba para nada. Encima las inyecciones de insulina que su madre debía administrarse a diario eran cada vez más costosas y la deuda con el dueño de la farmacia crecía. Estaba convencida de que el señor Ridge encontraría alguna manera de cobrarle. Se le revolvía el estómago de solo imaginar que las manos de ese cerdo pudieran tocarla.

No podía permitirse flaquear; no en ese momento, cuando su madre dependía de ella más que nunca.

—Me he topado con dos policías en la playa —dijo de repente.

Lo que acababa de soltar Charlotte provocó que Ellie Cambridge apartara la vista de la televisión. Se acomodó las gafas sobre el puente de la nariz y se la quedó viendo.

—¿La policía? ¿Aquí? ¿Ha ocurrido algo? —preguntó inquieta.

—Han estado en el lugar donde apareció el cuerpo de esa joven hace cinco años.

Ellie frunció el entrecejo.

—¿Crees que han vuelto a abrir el caso?

Charlotte se encogió de hombros y ocupó el lado opuesto del sillón. Pippo se acostó a sus pies.

—No lo sé, pero es extraño que, después de todo este tiempo, la policía esté rondando nuevamente por aquí. —Se quedó callada de repente, perdida en sus propios recuerdos. La mano cerrada en un puño, apoyada en el mentón, evidenciaba su inquietud. Era una posición demasiado conocida para su madre como para que le pasara desapercibida.

—Siempre creí que, si me hubieras hecho caso aquella vez…

—No quiero hablar de ese asunto, mamá —la cortó con rudeza.

La anciana no dijo nada. El asesinato de aquella joven todavía la afectaba. Si la policía volvía a escarbar en el pasado, no tardaría en dar con la verdad. Soltó un suspiro. ¿Qué sucedería entonces con su hija? ¿Y con ella?

Contempló a Charlotte. A pesar de sus consejos, se había equivocado y sabía que tarde o temprano acabaría pagando por su error. Acomodó el cojín en su espalda y volvió a concentrarse en su programa de televisión favorito.

El sargento Lockhart observaba de cerca cada uno de los movimientos de la doctora Winters.

—La ninhidrina es un agente revelador de aminoácidos que nos permite revelar huellas dactilares latentes en superficies porosas como el papel. Es importante ajustar tanto el nivel de la humedad como el de la temperatura —explicó mientras colocaba una de las cartas que había recibido Jodie McKinnon dentro de una cámara de cristal. Repitió el proceso con las demás. Segundos después, como si fuera un acto de magia, las huellas se hicieron visibles a través del humo. Chloe las fotografió con un filtro de color verde y luego se trasladó hacia otro sector del laboratorio para observarlas con atención. Durante la investigación inicial habían encontrado algunas huellas a la vieja usanza, con grafito y polvo de aluminio, pero ella aprovecharía al máximo las nuevas tecnologías con las que contaba la unidad. Era preferible volver a realizar todas las pruebas antes que perder algún detalle que pudiera ayudar a resolver el caso.

—¿Algo útil?

—Hay varios pares de huellas, algunas son parciales. Las compararé primero con todos los involucrados en el caso ya sea directa o indirectamente, después las introduciré en IDENT 1.

David asintió, aunque Chloe ni lo notó, ya que seguía sin despegar los ojos de la pantalla del ordenador. La primera coincidencia que arrojó el sistema fue la esperada: la mayor parte de las huellas encontradas en las cartas pertenecían a Jodie McKinnon. Las otras eran de los empleados de la oficina postal que, durante la investigación inicial, habían sido descartados del caso. Sin embargo, no todo estaba perdido.

Chloe buscó los matasellos y los sometió también a la prueba con la ninhidrina. Surgió una huella parcial apenas visible en uno de ellos, que, al analizarla, no coincidió con nadie que estuviera registrado en el sistema. No era mucho, pero sí una buena manera de empezar.

—¿Cómo es posible que hace cinco años no la hallaran? —preguntó David Lockhart asombrado.

—Seguramente se concentraron más en encontrar algún rastro de ADN. Es usual buscar restos de saliva en las estampillas, es eso o la policía local no contaba con los recursos necesarios con los que contamos ahora nosotros —respondió la doctora guardando el matasellos nuevamente en la bolsita de evidencias; ahora solo necesitaban un sospechoso con el cual comparar la huella.

Los detectives inspectores Kerrigan y Nolan irrumpieron en el laboratorio.

—Hemos encontrado algo interesante —soltó David con entusiasmo—. Bueno, en realidad, la que encontró un detalle que había sido pasado por alto en la primera investigación fue ella.

Los recién llegados posaron su mirada en la joven doctora.

—¿Qué ha descubierto? —Fue Michelle quien preguntó.

—Una huella debajo de uno de los matasellos que no corresponde a nadie involucrado en el caso. Es parcial, pero nos puede ser de utilidad cuando tengamos un sospechoso.

—¿Algo más?

—No por el momento, inspectora Kerrigan. Según uno de los informes, las cartas fueron enviadas por correo, salieron de la oficina postal de Monkton Street. La policía peritó las cintas de video para dar con la persona que las envió, pero sin éxito. Se creyó que el sospechoso pudo depositarlas en algún buzón; habría sido demasiado arriesgado mostrarse delante de las cámaras de seguridad —comentó el sargento Lockhart.

—¿Dónde están las cartas? Me gustaría leerlas —intervino Patrick Nolan.

Chloe le entregó unas copias, y el inspector se retiró para estudiarlas con calma. Michelle estaba a punto de decirle algo, pero el teléfono de su despacho sonó y se lo impidió. Antes de responder, se aseguró de felicitar a la doctora Winters por su trabajo.

Entró y cerró la puerta. Varias carpetas con los archivos del caso cubrían el escritorio casi por completo. Le costó hallar el teléfono entre ese desorden de papeles.

—Detective inspectora Kerrigan. —Se arrojó en la butaca y descansó la cabeza en el respaldo.

—Kerrigan, soy yo. ¿Cómo va todo?

Como si lo tuviera frente a ella, Michelle se incorporó de inmediato cuando escuchó la voz del superintendente Haskell.

—Bien, señor. La doctora Winters ha dado con una huella que la policía no vio hace cinco años.

—¡Excelente! Estoy seguro de que el equipo no nos defraudará.

A Michelle le preocupó el uso del plural. Si fracasaba como líder de la Unidad de Casos sin Resolver, quedaría mal prácticamente delante de toda la cúpula policial. No podía cometer errores, cualquier falta le podía costar el puesto y, tal vez, la carrera.

—Hemos estado en la escena donde apareció el cuerpo. Creo que sería oportuno volver a interrogar a la gente del lugar. Precisamente pensaba revisar la lista de personas que fueron entrevistadas por la policía para empezar cuanto antes.

—Kerrigan, me parece acertada tu idea, aunque preferiría que antes hablaras con la madre de Jodie para ponerla al tanto de la nueva investigación. Como allegado a la familia, iba a ocuparme yo, aunque es mejor que alguien de la unidad se encargue de hacerlo de manera oficial.

—Está bien, señor. Si le parece, esta misma tarde hablaremos con ella.

George Haskell guardó silencio durante un instante.

—Vilma McKinnon aún no se ha recuperado de lo ocurrido. Está muy afectada y hasta me atrevería a jurar que hallar al culpable de la muerte de su hija se ha transformado en una obsesión para ella. Siempre que nos vemos me recuerda que el asesino que se la quitó sigue allá afuera, disfrutando de una libertad que no merece. Se sentirá complacida al saber que volvemos a investigar el crimen de Jodie; sin embargo, quiero advertirte, Kerrigan.

—¿Advertirme, señor?

—Sí. Vilma cree saber quién estuvo detrás del crimen de su hija. Sus sospechas apuntan al círculo más íntimo. Como sabes, Brett Rafferty fue descartado de la investigación, aun así ella sigue empeñada en afirmar que él tuvo que ver con la muerte de la muchacha de alguna manera. Yo no he logrado convencerla de lo contrario y seguramente te hablará de sus sospechas cuando hables con ella. Escúchala, pero no te dejes influenciar por sus teorías —sugirió.

Tras un par de recomendaciones más, en las que se incluía el pedido de un informe de cada avance en el caso, Haskell dio por terminada la conversación.

Michelle contempló el desorden de su escritorio. Cuando acomodó las carpetas a un lado, se dio cuenta de lo impersonal y vacío que lucía su nuevo espacio de trabajo. Soltó un suspiro. Desempolvaría la caja que guardaba en el desván con las pertenencias que había sacado de su antiguo trabajo y lo haría suyo rápidamente. Un par de fotografías, el portalápices que le había hecho Matilda en su clase de Arte, la miniatura en madera de un violinista que le había regalado Clive para su quinto aniversario y no podía faltar el almohadón relleno con pluma de ganso que le servía para descansar la espalda después de largas horas sentada frente al escritorio. El ordenador estaba encendido, solo faltaba ingresar su nombre de usuario y una contraseña para acceder al sistema. Según Haskell tenían línea directa con la Metropolitana para llevar a cabo cualquier consulta. Se enderezó en la silla y se colocó las gafas. Ya no tenía sentido buscar uno nuevo, así que escribió su nombre de usuario de siempre: Paganini, que había elegido en honor a su violinista favorito y tecleó también la misma contraseña. Todos los archivos del caso McKinnon estaban ingresados en la base de datos. Buscó la lista de las personas que habían prestado testimonio y que vivían en las inmediaciones de Pebble Beach. No halló muchos nombres, podía contarlos con los dedos de las manos. Leyó sus declaraciones atentamente y descubrió que ninguno había aportado nada interesante a la investigación. Imprimió sus datos y los guardó en una carpeta nueva. Se negaba a creer que nadie hubiera visto o escuchado nada. Regresaría al lugar al día siguiente a ver qué conseguía. Tal vez ahora que habían pasado cinco años, alguien se decidía a hablar.

Por lo pronto, esa tarde, le tocaba hacer una visita a la madre de la víctima.