Capítulo 3

Las luces color púrpura que colgaban del techo y las cortinas de diseño geométrico amarillo chillón convertían a la habitación en una especie de túnel del tiempo. Un ambiente completamente psicodélico de los años setenta donde no podían faltar los inciensos y pañuelos con flores cubriendo las lámparas. En el estéreo, el último disco de Metallica sonaba una y otra vez mientras los gemidos se hacían más intensos.

Sylvia Beckwith se apartó de su amante y apoyó la cabeza en la almohada. Todavía le temblaba el cuerpo.

El muchacho que yacía a su lado cubrió su desnudez con la sábana. Se volteó hacia la mesa de noche y sacó un paquete de cigarrillos del primer cajón. Encendió uno y se lo pasó a ella. Cuando Sylvia se lo devolvió unos segundos después, pudo percibir su propio olor en la boquilla. El sexo con aquella mujer era sencillamente genial. Las jovencitas de su edad, demasiado mojigatas para su gusto, habían agotado su paciencia. La única que valía la pena era April Mullins, una de sus compañeras de escuela, quien le servía de tapadera cada vez que quería escabullirse sin levantar sospechas.

Sylvia era su vía de escape. Con ella no había preguntas incómodas ni reproches. Bastaba solamente conque uno de los dos tuviera ganas de pasarla bien para concertar una cita. Los últimos dos días apenas se habían movido de la habitación. Sylvia tenía el refrigerador lleno, cigarrillos y una cama caliente, no necesitaba más que eso para olvidarse de la aplastante rutina que lo agobiaba. Había faltado a clases más de lo habitual y se había visto obligado a destruir cada uno de los reportes que el director del Carisbrooke College le enviaba a su padre. Tenía diecisiete años y estaba harto de que lo trataran como a un niño.

Sylvia lo trataba como a un hombre.

La joven se acomodó encima de él y le sopló el flequillo.

—¡Deja, no hagas eso!

Ella colocó los brazos sobre su pecho y sonrió.

—Eres tan lindo, Linus. A veces me pregunto qué pasaría si alguien descubriera lo nuestro; tengo veintitrés años y podría terminar en la cárcel por corrupción de menores —dramatizó—. ¿Te imaginas el escándalo si tus padres se enteran? Tu madre…

—Ya te he repetido hasta el hartazgo que Shelley no es mi madre. —Le dio una calada al cigarrillo y lanzó un bufido.

—De todos modos, alguien podría sospechar de tus reiteradas ausencias. ¿Ya les has dicho que llevas días sin asistir a clases?

Linus negó con la cabeza.

—No hablo mucho con ella y no quiero preocupar a mi padre: el pobre ya tiene demasiado con su propia tragedia —respondió cortante—. No quiero hablar de mi familia, Syl, si vengo a verte, es precisamente para escaparme de casa.

—Perdona, cariño, a veces me olvido de que no te gusta tratar ese asunto.

Linus aplastó el cigarrillo en el cenicero y, asiendo a Sylvia de la cintura, la sentó a horcajadas encima de él.

—Prefiero pasar el rato haciendo algo más placentero.

—Se incorporó con un rápido movimiento hasta que ambos quedaron sentados en el centro de la cama con los cuerpos entrelazados.

Todavía tenía un par de horas antes de regresar a su casa y les sacaría el mayor provecho posible.

Sylvia comenzó a mecerse lentamente al tiempo que se arqueaba hacia él. Linus atrapó un pezón con la boca y lo succionó con fuerza, sabiendo que aquello la enloquecía. Ella soltó un gemido y hundió el rostro en el cuello del adolescente. Olía a sudor y a menta. Ninguno de sus amantes ocasionales olía igual. Incapaz de esperar, Linus la elevó un poco hacia arriba sujetándola por las caderas y la penetró bruscamente. Ella tuvo que contener una exclamación. Comenzó a moverse a su ritmo buscando conseguir la fricción exactamente donde quería.

Linus sonrió mientras Sylvia se deshacía en sus brazos.

George Haskell observó su reloj con impaciencia. Ese mismo lunes por la mañana había recibido la llamada de Michelle Kerrigan aceptando su propuesta. El siguiente paso fue citarla a ella y a los demás en la comisaría y, aunque la reunión estaba pautada para las diez, no había llegado nadie todavía.

Estaba seguro de que había seleccionado a los mejores elementos Tenía excelentes referencias de cada uno de ellos, aunque era imposible saber cómo se comportarían en grupo. Se inclinó hacia delante y abrió la carpeta con los informes completos que le habían enviado desde la administración.

El primero era el expediente del detective inspector Patrick Nolan: tenía cuarenta y dos años, era experto en conducta criminal y llegaba desde Londres. Sus más de diez años en Scotland Yard respaldaban su amplia trayectoria.

El segundo elemento que se incorporaría al grupo era David Lockhart, un joven de treinta y tres años que provenía de Portsmouth y que ostentaba el cargo de sargento. Había participado en un par de casos resonantes y su nombre había sido uno de los primeros que le había llegado a la mente cuando Rochester le propuso crear la unidad.

El laboratorio de criminalística estaría a cargo de la doctora Chloe Winters, patóloga forense, graduada con honores en la Universidad de Newcastle, pero que había nacido y se había criado en la isla.

Y, por último, estaba la detective inspectora Michelle Kerrigan. Ella fue el punto de discordia entre el comisionado adjunto y él cuando le propuso la lista de policías que quería para crear la Unidad de Casos sin Resolver. Sabía que le costaría convencerlo para que formara parte del equipo después de que él mismo se viera obligado a darla de baja tras el episodio en donde había herido de muerte a un ladrón y su esposo había quedado en medio del fuego cruzado, recibiendo la bala que terminó confinándolo a una silla de ruedas. El doctor Peakmore le había asegurado que, si bien Kerrigan debía continuar con la terapia, consideraba que era bueno para ella reincorporarse al trabajo lo antes posible. Sus palabras exactas habían sido: «Michelle necesita afianzar la sensación de pertenencia en un ambiente menos hostil. Su entorno familiar la abruma y salir de su casa al menos durante unas cuantas horas al día la ayudará a salir adelante».

No era precisamente lo que esperaba oír; sin embargo, se fiaba de la experiencia del terapeuta y de las excelentes referencias que tenía de la detective. Por eso había insistido en que Kerrigan estuviera al mando. Se merecía una oportunidad, y la nueva unidad parecía ser la excusa perfecta para demostrarle a todos de lo que era capaz.

Acomodó los informes nuevamente en la carpeta y la guardó en la primera gaveta del escritorio. Observó su reloj por enésima vez esa mañana y comprobó complacido que ya era la hora. Los había citado a todos en el cuarto piso, lugar en donde se instalaría la flamante Unidad de Casos sin Resolver, y hacia allí se dirigió.

Patrick Nolan ajustó el nudo de su corbata y se peinó la mata de cabello cobrizo con la mano. No era coqueto, pero deseó tener un espejo disponible en ese momento. No todos los días se le presentaba la ocasión de dirigir su propio grupo de investigación. Si George Haskell había requerido de sus servicios era porque confiaba en su capacidad para hacerse cargo de la nueva Unidad de Casos sin Resolver.

Salió del ascensor y con paso firme caminó a través del pasillo. Antes de llamar a la puerta, se cuadró los hombros y comprobó que todo estuviera bien con su aliento. Una voz femenina le indicó que pasara.

El lugar en donde se instalarían era más grande de lo que había imaginado. Había una especie de salita de estar con butacas oscuras y una pecera en el fondo. Unos metros más adelante se encontraba lo que él denominaba el centro operativo; el punto neurálgico en donde seguramente se llevarían a cabo las reuniones en grupo. La disposición de los escritorios, enfrentados entre sí y la gran cantidad de ficheros que ocupaban buena parte de uno de los muros no difería demasiado del cuartel central de Scotland Yard donde había pasado los últimos diez años de su vida. Había tres puertas cerradas y una de ellas se abrió de repente. Una joven de color le salió al paso.

—Hola, debes de ser Patrick. Mi nombre es Chloe Winters —dijo tendiendo su mano.

Reconoció su voz como la de la mujer que le había hablado segundos antes.

—Patrick Nolan. Encantado de conocerte, Chloe. —Apretó su mano con suavidad, tenía dedos largos y delgados. Lucía llamativos anillos en al menos siete de ellos.

—Somos los primeros en llegar, pero supongo que es temprano. —Se sentó en el extremo de uno de los escritorios y comenzó a juguetear con un pisapapeles—. ¿Vienes de Scotland Yard, verdad?

Patrick se sorprendió. No sabía prácticamente nada de quiénes integrarían la unidad y, al parecer, aquella muchacha de enormes ojos color chocolate estaba mejor informada que él.

—Así es —fue su escueta respuesta.

—¿Cómo es que te has decidido a abandonar Londres para instalarte en la isla? Imagino que habrá sido un cambio radical en tu vida.

Notó que quería indagar mucho más allá del plano laboral.

—Necesitaba ampliar mis horizontes. Creo que puedo ser más útil aquí. —Se inclinó hacia ella y bajando el tono de la voz le dijo—: Las cosas en la Metropolitana no andan bien. Todavía resuena en los pasillos el escándalo que se suscitó con las escuchas ilegales del News of the World y que obligaron al anterior comisionado a presentar su renuncia. Además, hay una horda de agentes jóvenes con afán de escalar posiciones y pisotear sin ningún miramiento a un veterano como yo.

Chloe notó resentimiento en sus palabras, pero también algo de nostalgia.

—¿Veterano, tú? ¡Patrañas! Te ves estupendo —dijo para levantarle el ánimo.

Patrick no estaba acostumbrado a recibir piropos, mucho menos de mujeres más jóvenes que él. Estaba por agradecérselo cuando alguien tosió detrás de él. Al voltearse se topó con el superintendente Haskell.

—Veo que son los primeros en llegar. —Saludó con un apretón de manos a Nolan y le dedicó una sonrisa a Chloe Winters—. Faltan algunos minutos para las diez aún.

—¿A quién esperamos? —quiso saber Nolan.

—A Michelle Kerrigan y David Lockhart.

Los nombres no le sonaban de nada, aunque hacía apenas tres días que se había mudado a Ryde y todavía no se había habituado al cambio.

—Como les comenté por teléfono, quiero que la unidad se ponga en funcionamiento de inmediato. Contarán con tecnología forense de punta, acceso ilimitado a la base de datos nacional y absoluta confidencialidad sobre los casos que investiguen. —Haskell giró sobre sus talones cuando notó que Patrick Nolan y Chloe Winters observaban atentamente hacia la Puerta.

David Lockhart, vestido de una manera demasiado casual para su gusto, entró con una sonrisa de oreja a oreja cruzándole el rostro. Llevaba una barba de varios días y un pendiente en la nariz. Aparentaba mucho menos de la edad que tenía. Por una ráfaga de segundo, el superintendente puso en duda su decisión de elegirlo para sumarse al grupo. No era la clase de persona que se dejara influenciar fácilmente por las apariencias, así que se tranquilizó al recordar el expediente intachable que ostentaba el muchacho.

Saludó a todos y se dejó caer en la silla. Sacó de su morral un paquete de Fox’s Glacier, sus dulces favoritos, y se llenó la boca de ellos sin preocuparse porque los demás lo estuvieran viendo. Pero, rápidamente, el sargento Lockhart dejó de ser el centro de atención cuando la puerta chirrió y una mujer ingresó al recinto.

Michelle se sintió invadida por tres pares de miradas curiosas que derribaron en un segundo el caparazón protector con el que había abandonado su casa esa mañana. No le agradaba en lo más mínimo ser el centro de atención y tuvo el impulso de salir corriendo. Inspiró hondo. «Tranquila, ellos deben de estar tan nerviosos como tú», se dijo a sí misma para infundirse ánimos. Alzó la cabeza con altivez y continuó avanzando a paso firme. El repiqueteo de los zapatos de tacón era el único sonido que alteraba el abrumador silencio que se había generado desde que había puesto un pie en el lugar. Sus manos se balanceaban a ambos lados del cuerpo a medida que se acercaba. Había elegido su mejor tailleur: Un soberbio conjunto verde foresta que resaltaba el color de sus ojos. Llevaba el cabello recogido en lo alto de la cabeza en un apretado rodete y no tenía una pizca de maquillaje, apenas un poco de rouge en los labios.

Se detuvo junto a Haskell.

—Señor, espero no haber llegado tarde.

—No te preocupes por eso, Kerrigan; lo importante es que ya estás aquí.

Michelle creyó percibir cierto alivio en su semblante. ¿Acaso creía que lo iba a dejar plantado?

—Déjame que te presente al resto del equipo. El detective inspector Patrick Nolan, especialista en conducta criminal, el sargento David Lockhart, quien se desempeñó en la Unidad de Casos sin Resolver en Portsmouth, y la doctora Chloe Winters, nuestra flamante patóloga forense y experta en criminalística —Haskell la asió del hombro y la obligó a dar un paso hacia adelante—. Muchachos, ella es la detective inspectora Michelle Kerrigan y estará al frente de la unidad a partir de este momento.

Hubo reacciones de diversa índole. El sargento Lockhart se acercó y sorprendió a Michelle con un abrazo de bienvenida, Chloe Winters le dijo que sería divertido tener a otra mujer en el grupo.

Patrick Nolan no hizo ni una cosa, ni la otra; sencillamente se había quedado petrificado en su sitio.

No se lo esperaba.

Aunque Haskell en ningún momento le había mencionado que él sería quien se hiciera cargo de dirigir la unidad, pensaba que era un hecho que alguien con su experiencia y trayectoria fuera el más indicado para ocupar el puesto. ¡Y ahora resultaba que estaría bajo la supervisión de una mujer!

Cuando se dio cuenta de que todos esperaban que le diera la bienvenida, extendió el brazo hacia ella y le dio un firme apretón de manos.

—Encantado de conocerla, detective inspectora Kerrigan.

—Lo mismo digo —respondió ella con una sonrisa.

La estudió minuciosamente mientras conversaba con la doctora Winters. Intentó adivinar cuántos años tendría. Se le formaban algunas arrugan en la frente y en la comisura de los labios al sonreír, pero tenía una piel lozana y suave, lo había comprobado cuando había estrechado su mano. Calculó que sería unos pocos años menor que él. Sería la primera vez que recibiría órdenes de una mujer más joven y la idea no le simpatizaba en lo absoluto.

Todavía estaba a tiempo de dar media vuelta y regresar a Londres, donde lo esperaba su espacioso aunque mal ventilado despacho en la Metropolitana.

Pero no lo hizo. No acostumbraba a salir corriendo con el rabo entre las piernas cuando una situación lo sobrepasaba. No era esa clase de hombre, ya no.

El reverendo Williams se inclinó delante de la imagen de la Sagrada Virgen María y oró en silencio. Apenas unos segundos después alcanzó a ver por el rabillo del ojo que alguien se acercaba. Su oración quedó a mitad de camino cuando creyó reconocer al hombre que se arrodillaba en la primera fila, a la derecha del altar. Se persignó y, con algo de dificultad debido a su exceso de peso y a una artrosis que lo aquejaba desde hacía años, se incorporó lentamente.

Con ambas manos cruzadas por encima de su prominente barriga, se acercó.

—Hijo, me alegra saber que después de tanto tiempo has decidido regresar a la casa del Señor. —Cada vez que una de sus ovejas descarriadas volvía al rebaño su corazón se llenaba de júbilo.

Brett Rafferty alzó la cabeza. Contempló la majestuosa cruz dorada que colgaba de uno de los muros de la iglesia de Saint James. En ella, un Jesucristo tallado en madera con el rostro cubierto de gotas de sangre pareció cobrar vida de repente. Tuvo la inquietante sensación de que lo estaba mirando, escudriñaba su alma atormentada por la culpa y lo conminaba a expiar sus pecados.

El reverendo Williams se sentó junto a él y respetó su silencio.

Ni siquiera comprendía qué hacía allí. Había salido de la oficina abandonando a sus colegas durante una reunión con unos inversionistas sin dar ninguna explicación. La empresa constructora que dirigía junto a uno de sus socios atravesaba un mal momento, y a él parecía importarle una mierda.

De repente, había sentido la imperiosa necesidad de escapar y respirar aire puro; luego, casi por inercia, como si una fuerza invisible lo hubiese arrastrado, se encontró estacionando su Audi frente a la iglesia. En Saint James había sido bautizado y también se había casado. Tenía gratos recuerdos del reverendo Williams. Había sido su monaguillo predilecto durante tres años y, al llegar a la adolescencia, una de las primeras voces del Coro dominical. Quizás había llegado hasta allí porque necesitaba un poco de apoyo moral.

—Ha sido el Señor el que me ha abandonado a mí, padre. —Sonrió con amargura. Sus labios se torcieron en una mueca grotesca.

—No digas eso, hijo. Dios no abandona a nadie, mucho menos a aquellos que lo necesitan. La fe es nuestra arma más poderosa para luchar en contra del mal. Dime, muchacho, ¿has perdido tú la fe?

Brett estaba convencido de que la fe podía hacer muy poco para desterrar a la maldad. Bastaba un odio profundo o un sentimiento perverso para lastimar a alguien.

—El dolor y el peso de la culpa han extinguido cualquier resto de fe que había en mí, padre Williams. Cargo con este martirio desde hace cinco años; es mucho tiempo y ya no aguanto más.

El sacerdote le puso la mano en el hombro en un gesto de consuelo.

—Todavía sigues pensando en ella, hijo.

Él asintió.

—No hay un solo día en que no la recuerde. Cada vez que se cumple un nuevo aniversario de su muerte, vuelvo a revivir todo una y otra vez, como si hubiera ocurrido ayer.

El anciano, increíblemente, se quedó mudo. No había nada que pudiera decir para atenuar el tormento de Brett Rafferty. Él conocía demasiado bien su historia y parte de la verdad que se escondía detrás de la muerte de Jodie McKinnon.

Una verdad que había oído en confesión y que no podría revelar jamás.