Capítulo 20

Con Eames como el posible autor de los crímenes, la investigación volvía a dar un vuelco significativo. Esperaban que esa vez fuera el que los condujera a la resolución del caso. Habían logrado descartar definitivamente a Antón Marsan y a su esposa; con Brett Rafferty y Alice Solomon, ocurrió lo mismo. Cuando el sargento Lockhart habló con ellos por separado, no tuvo que presionar demasiado para que soltaran la verdad. El propio Brett Rafferty, agobiado por la culpa, fue el primero en quebrarse y en confesar que la noche en la que Jodie había desaparecido estaba metido en la cama con su mejor amiga. Alice Solomon confirmó su versión y también quedó libre de toda sospecha.

Todos se abocaron a seguirle el rastro a Geoff Eames. Empezaron por investigar sus antecedentes y pronto se llevaron la primera sorpresa: su nombre aparecía en la base de datos de la policía de Newport; no como sospechoso de un crimen, sino como víctima de una muerte accidental. Al parecer, seis años antes, un tal Geoff Eames había muerto después de que su casa se incendiara. Según la declaración de su inquilino, Robson Sheahan, Eames se había quedado dormido en la sala mientras fumaba un cigarrillo. Los informes de los peritos demostraron que, efectivamente, el foco del incendio se había originado en el sofá donde yacía la víctima. Sin pruebas que señalaran que se trataba de algo más, el caso se archivó rápidamente.

Si el verdadero Geoff Eames había muerto seis años antes, ¿quién era el hombre que trabajaba en la universidad como bibliotecario? La opción más obvia parecía ser Robson Sheahan.

No fue sencillo encontrar información sobre él, ya que no contaba con un prontuario policial.

El próximo paso fue registrar su casa en Spring Vale, pero, al llegar, encontraron el lugar completamente vacío. Chloe Winters logró levantar varias huellas digitales y, tras ingresarlas en todas las bases de datos nacionales disponibles, obtuvo un resultado en el Departamento de Minoridad.

Efectivamente, se trataba de Robson Sheahan.

A partir de allí fue más sencillo seguirle la pista; descubrieron que había sido abandonado a los dos semanas de edad en un hospicio en Bonchurch, una ciudad al sur de la isla y que, tras deambular por varias casas de acogida, fue adoptado por un matrimonio de Newport: Madeleine y Carlton Sheahan. Por desgracia, sus padres adoptivos eran personas mayores cuando se habían hecho cargo de él. Ambos estaban muertos.

Toda la información que lograron recopilar llegaba hasta los dieciocho años, porque, una vez que alcanzaban la mayoría de edad, todos los niños adoptados dejaban de ser competencia del Departamento de Minoridad. Después, durante dos años, se volvía a perder su rastro hasta que, a finales del 2008, Robson Sheahan pasó a convertirse en Geoff Eames.

La duda de todos era por qué Sheahan había usurpado la identidad de su compañero de apartamento cuando aparentemente no tenía ningún motivo para esconderse.

Desandarían sus pasos para llegar a la verdad.

Michelle envió al sargento Lockhart a Bonchurch con una orden del juez para echarle un vistazo a los registros de adopción; Jensen, entusiasmado por el giro que había dado la investigación, fue hasta Portsmouth para indagar sobre Sheahan en su trabajo. La doctora Winters, junto al patólogo forense de la división de Homicidios, trabajaba en la autopsia de Charlotte Cambridge y su madre.

A Michelle y al inspector Nolan les tocó quedarse en la unidad para interrogar a Joseph McKinnon, quien había sido interceptado en las afueras del cementerio por los dos agentes que había enviado Haskell.

Cuando se estaban dirigiendo a la sala de interrogatorios, Patrick asió del brazo a Michelle.

—¿Todo bien?

Ella frunció el ceño.

—¿A qué viene esa pregunta?

—No hemos hablado después de lo que pasó y tengo el presentimiento de que tratas de huir de mí todo el tiempo.

—No huyo de ti, Patrick —aseguró, soltándose de su agarre—. Si no hemos hablado de lo que ocurrió en tu apartamento, es porque no hay nada realmente de que hablar; si con «huir» te refieres a mi salida de esta tarde, no tiene nada que ver contigo: debía arreglar un problema personal.

Le creyó, aunque a medias. Era evidente que trataba de evitarlo.

—¿Y qué hay de Jensen? Algo ocurrió entre ustedes, hoy no solo yo me di cuenta, el sargento y la doctora Winters también.

—No te preocupes por Jensen; en cuanto resolvamos el caso, nos libraremos de él.

—¿Qué ocurrió? —insistió.

—¿De verdad quieres saberlo?

Patrick asintió.

—Nos encontramos en el elevador; él se volvió grosero, intentó meterme mano y le di un rodillazo en la entrepierna. —Bajó la voz y sonrió divertida—. No te imaginas cómo disfruté al verlo retorcerse del dolor.

Patrick pensó en romperle la cara al pedante de Jensen la próxima vez que lo tuviera enfrente, pero estaba seguro de que el «recuerdo» que le había dejado Michelle le serviría de escarmiento.

Al entrar a la sala de interrogatorios, Joseph McKinnon, que estaba sentado en el suelo, se levantó de inmediato.

—¿Por qué me trajeron aquí? ¡Yo no he hecho nada!

Patrick se colocó delante de Michelle cuando el hombre se acercó demasiado a ella.

—Señor McKinnon, solo queremos hacerle algunas preguntas; no está retenido aquí en contra de su voluntad, puede irse cuando lo desee —le dijo Michelle suavizando sus palabras con una sonrisa.

Él seguía mirándolos con desconfianza, y, cuando lo instaron a sentarse, tardó unos cuantos segundos en obedecer.

Michelle se ubicó frente a McKinnon, mientras que el inspector Nolan prefirió quedarse de pie, detrás de ella.

—Su amigo, George Haskell, nos ha contado parte de su historia, aunque hay algunos huecos que quisiéramos rellenar, señor McKinnon. ¿Puedo llamarlo Joseph?

El hombre se pasó la mano por la cabeza, peinándose el poco cabello que le quedaba. Luego se cruzó de brazos, aunque no dejaba de mover los dedos. Era un temblor que no podía controlar. Patrick se inmediato se dio cuenta de que era por la falta de alcohol.

—Supongo que sí. ¿Usted cómo se llama?

—Soy la inspectora Kerrigan, aunque puede llamarme Michelle. —Señaló a Patrick—. Él es el inspector Nolan.

Apenas le dirigió la mirada al detective; parecía que era Michelle quien poco a poco se iba ganando su confianza.

—Ustedes investigan la muerte de Jodie, ¿verdad? He visto su fotografía en una pizarra cuando llegué.

—Sí, Joseph. Pertenecemos a la Unidad de Casos sin Resolver y, atendiendo a un pedido del superintendente Haskell, el caso de su hija es el primero en el cual trabajamos.

—¿Cómo dieron conmigo?

—Vilma McKinnon lo vio en el cementerio el día de ayer y se asustó. Ella no lo reconoció, pero, cuando comparamos la imagen de las cámaras de seguridad con las fotos del álbum de Jodie, supimos que se trataba de usted. ¿Por qué no se ha puesto en contacto con ella durante todos estos años?

—Porque Vilma está mejor sin mí. Siempre lo estuvo, aun cuando vivíamos juntos y todos nos veían como a la pareja perfecta; la verdad es que ella nunca me quiso, nuestro matrimonio no fue más que una farsa. —Había una mezcla de tristeza y odio en sus ojos—. Si no la abandoné antes fue por Jodie; yo amaba a mi pequeña, pero la convivencia con su madre se volvió insoportable. Podía lidiar con el odio de Vilma, pero no con su indiferencia, por eso, una noche, mientras ellas dormían, me fui de la casa.

—¿No volvió a ver Jodie desde ese día?

—Volvía de vez en cuando para acercarme a ella sin que se diera cuenta. La espiaba al salir de la escuela o la esperaba cerca de la casa para verla llegar; siempre de lejos. Nunca tuve el valor de buscarla.

—Haskell dijo que usted abandonó a su familia porque se había metido con alguien que no debía.

Joseph McKinnon negó con la cabeza.

—Es la mentira que inventé para justificar mi falta de carácter —reveló—. Los primeros años me mantuve cerca; vivía en una cabaña al norte de la isla. Trabajaba en el puerto y me iba relativamente bien, pero el dolor de haber perdido a mi niña me fue destruyendo de a poco. La bebida se volvió mi vía de escape y perdí lo poco que tenía. Empecé a vagar sin rumbo; estuve en Londres, luego viví una temporada en Irlanda, siempre entre los más marginados. Cuando asesinaron a Jodie, mi vida se derrumbó por completo. Intenté suicidarme una vez, pero ni siquiera tuve el valor para hacerlo. Terminé robando en una gasolinera porque necesitaba dinero para comprar una botella; me atraparon y me encerraron. En la cárcel logré rehabilitarme y ya no volví a beber. Salí hace dos meses y, desde entonces, visito a diario la tumba de mi hija…

—Y le deja una rosa roja —dijo Michelle que terminó el relato por él.

—Sí, cuando tenía cuatro años, Jodie se acercó a la rosaleda que teníamos en el jardín y se pinchó con una espina. Su dedo sangraba, pero, de todas maneras, logró cortar uno de los pimpollos. Lo puso en un florero con agua junto a su cama y lo cuidó hasta que se convirtió en una bella rosa roja. Era su flor favorita, aunque Vilma siga insistiendo en poner sobre su tumba esos horribles crisantemos amarillos.

—Díganos, señor McKinnon, ¿no vio a nadie extraño rondar la tumba de su hija en estos dos últimos meses? —Fue Patrick quien formuló la pregunta. Aún no había descartado del todo la teoría de que el asesino podría haberse presentado en el cementerio como una manera de redimirse frente a ella.

—He visto a un muchacho en un par de ocasiones, creo que era su novio.

—¿Brett Rafferty?

—No conozco su nombre —respondió encogiéndose de hombros.

—¿Podría describirlo?

—Alto, delgado y de cabello oscuro.

Patrick miró a Michelle.

—Ese no es Rafferty, es Sheahan.

—En una de esas ocasiones en que lo vi, salió del cementerio detrás de Vilma. Creo que la estaba siguiendo.

—¿Cuándo fue eso, Joseph?

—La semana pasada.

Los detectives intercambiaron miradas. ¿Qué hacía Robson Sheahan detrás de la madre de Jodie? A medida que iban rellenando los huecos del caso, se topaban con nuevos enigmas.

Tras dar por terminado el interrogatorio, Patrick acompañó a Joseph McKinnon al despacho del superintendente Haskell. Al regresar a la unidad, notó a Michelle preocupada.

—Vilma McKinnon no responde a su teléfono. Debemos asegurarnos de que se encuentra bien; es tarde, pero quisiera ir hasta su casa. ¿Me acompañas?

No necesitó preguntárselo dos veces: cerca de las ocho de la noche abandonaron la estación de policía en el auto del inspector. Mientras se dirigían a la propiedad de Vilma McKinnon, Michelle recibió una llamada del detective Jensen. La visita a la Universidad de Portsmouth había arrojado los resultados esperados: había un expediente de Geoff Eames, pero todos los datos incluidos en él eran falsos. Ahora sabían que el verdadero Eames había muerto seis años antes en un incendio. También se enteraron que, apenas veinticuatro horas antes y sin previo aviso, Sheahan había presentado su renuncia. Seguramente, la visita del inspector Nolan lo había asustado.

—¿Qué busca Sheahan con la madre de Jodie? —preguntó Michelle tras cortar con Jensen—. ¿Su perdón?

—Si me hubieras hecho esa misma pregunta hace dos días, te habría dicho que es muy probable que fuera eso lo que quería de ella, pero, después de ver la escena en casa de Charlotte Cambridge y de conocer la manera brutal en que fueron asesinadas, me niego a creer que Sheahan pueda sentir remordimientos por sus actos. Ultimó a esas dos mujeres para cubrir sus rastros y evitar ser capturado. Generalmente, los asesinos que se arrepienten de sus crímenes en el fondo desean ser atrapados. No es el caso de Sheahan, te lo aseguro. Suplantó la identidad de un hombre muerto durante seis años y todavía no sabemos qué fue lo que lo llevó a hacerlo. —Viró en la calle Woods y estacionó el auto frente a la propiedad de Vilma McKinnon.

Michelle observó cómo Patrick revisaba el cargador de su pistola antes de bajarse.

—¿Crees que sea necesario?

La miró algo confuso.

—¿No has traído la tuya? Está bien, mantente detrás de mí en todo momento. ¿Entendido?

Michelle asintió, aunque no lo miraba a él. No podía apartar los ojos del arma.

—¿Lista?

No le respondió.

—¿Michelle, me oyes? —Parecía que estaba a cientos de kilómetros de allí y la necesitaba concentrada—. ¡Michelle! —le tocó el hombre para hacerla reaccionar.

—Sí… vamos. —Antes de que dijera algo más, descendió del auto y se colocó detrás de él.

Al acercarse al porche notaron que la puerta estaba entreabierta. Patrick ingresó primero y, después de asegurarse que no había peligro, guardó la pistola en la cartuchera. Recorrieron la planta alta y volvieron a bajar: la casa estaba vacía. En la cocina se encontraron con claras señales de lucha: las sillas estaban volcadas en el suelo y, junto a la puerta que daba al patio, había un florero de cerámica hecho añicos.

De inmediato dieron la alarma y se organizó un operativo de búsqueda en toda la isla. Vilma McKinnon estaba en peligro y ni siquiera podían explicar por qué.

La respuesta al misterio que inquietaba a todos la trajo el sargento Lockhart desde Bronchurch.

—Robson Sheahan fue abandonado por su madre cuando apenas tenía dos semanas de vida —informó arrojando encima del escritorio la copia del expediente que le había proporcionado el personal del hospicio—. El nombre de la madre es Vilma Grady, ahora conocida como Vilma McKinnon.

Era la segunda bomba que caía en la unidad en menos de veinticuatro horas.

—¿Sheahan, hijo de Vilma McKinnon? —Michelle seguía sin poder creer lo que acababa de oír.

—Así es, inspectora. En el hospicio siempre ignoraron el motivo por el cual el niño fue abandonado, pero sí recuerdan muy bien el hecho porque, de todas las jóvenes que decidían dejar a sus hijos con ellas, Vilma Grady fue la única que se deshizo de él sin siquiera derramar una sola lágrima. Además, se presentó sola, cuando lo más frecuente era que fueran acompañadas de sus padres.

—Creo que hay alguien que nos puede ayudar con el resto de la historia —alegó el inspector Nolan.

—Joseph McKinnon —dijo Michelle adivinando cuál era su idea—. ¿Seguirá aquí todavía?

Sin perder tiempo, Patrick llamó a Haskell y soltó un suspiro de alivio cuando el superintendente le informó que él y McKinnon seguían en su despacho recordando viejos tiempos.

Vilma McKinnon abrió lentamente los ojos y lo primero que notó fue que ya había oscurecido. Lo segundo que percibió era que se encontraba en la parte trasera de un vehículo en movimiento y que tenía las manos atadas.

Trató de recordar lo que había sucedido antes de perder la conciencia, pero, cuanto más lo intentaba, más confuso se volvía todo. Un dolor punzante en la parte izquierda de la cabeza le impedía ordenar las ideas y pensar con claridad. Cuando vio la mancha de sangre en su bata de seda, comprendió que estaba herida.

Una luz se encendió de repente y la cegó. Entonces escuchó una voz masculina que pareció llegar hasta sus oídos, aunque provenía desde una dimensión paralela.

—Tranquila, mamá, todo acabará pronto.

Vilma comenzó a moverse inquieta; intentó incorporarse, pero el cuerpo no le respondía. A través del espacio que quedaba entre los dos asientos delanteros pudo observar al hombre que conducía.

Él giró apenas durante un segundo y la miró fijamente a los ojos.

El terror se apoderó de Vilma McKinnon cuando reconoció aquel brillo siniestro en su mirada.