Michelle descendió del coche y atravesó corriendo el estacionamiento mientras se subía el cuello del abrigo para guarecerse de la lluvia. Ingresó al edificio y se quedó en la puerta durante unos segundos escurriéndose el cabello tratando de ignorar las miradas curiosas de varios agentes que, no bien la vieron entrar, dejaron lo que estaban haciendo para observarla. Algunos lo hacían con discreción mientras que otros ni siquiera se preocupaban en disimular. No pisaba la estación de policía desde hacía por lo menos dos meses. La última vez había sido pocos días después del incidente en el supermercado, una aparición relámpago durante la cual trató de pasar desapercibida. Tras recoger algunas pertenencias personales, había salido disparada por la puerta trasera para no toparse con rostros conocidos o preguntas incómodas.
Ahora volvía y todos la taladraban con miradas inquisidoras. Saludó con un rápido movimiento de cabeza a Tony, el agente que ocupaba el mostrador de recepción, y enfiló hacia el despacho del superintendente Haskell. Para su suerte, el pasillo estaba desierto a esa hora de la mañana, y la secretaria no se encontraba en su puesto. Se plantó frente a la puerta y llamó.
—Adelante.
Inhaló hondo y entró.
—Buenos días, señor.
George Haskell se quedó mirándola. Durante un instante que a Michelle le pareció tortuosamente largo, su jefe no dijo nada, solo se limitó a tamborilear los dedos sobre el escritorio. Luego, de repente, se puso de pie y se acercó.
—Kerrigan, ¿me creerías si te dijera que en este preciso momento estaba pensando en ti? —dijo asiéndola de los hombros.
Shelley creyó que la abrazaría, por eso, cuando no lo hizo, sintió cierto alivio.
—Para ser sincera, me costaría creerlo —admitió.
—Siéntate. —Corrió la silla para ella y se dirigió hacia la ventana. Esbozó una sonrisa—. Veo que aún tienes ese viejo Citroen. Pensaba que con el salario que ganas aquí podías permitirte un modelo más moderno.
Michelle se quitó el abrigo mojado y se sentó.
—No es cuestión de dinero o comodidad, señor. Es herencia de mi padre. Él lo compró en la década del 70. En esos años, el modelo fue furor en Inglaterra y, cuando enfermó, decidió que yo era la indicada para cuidarlo —le explicó sin entrar en más detalles. No quería pasar por una sentimental porque no lo era. El auto era práctico y estaba mejor en sus manos que en las de su hermana menor. Si Leigh Kerrigan había decidido dejárselo a ella, alguna razón habría tenido.
—Comprendo. —Se rascó el mentón en el que una barba incipiente lo hacía lucir más joven—. Me he puesto en contacto con el terapeuta para saber cómo te iba, y me ha hablado de tus progresos. Él cree que estás en condiciones de reincorporarte al trabajo.
El rostro de Michelle se iluminó. Al parecer, todo resultaría más sencillo de lo que había imaginado.
—Precisamente he venido para eso, señor. Querría volver cuanto antes.
—Admiro tu entusiasmo, Kerrigan, créeme —aseveró—. El doctor Peakmore está de acuerdo con que vuelvas, aunque debo decirte que insistió y mucho en que continúes con el tratamiento, por lo tanto he tomado una decisión.
Su sonrisa se evaporó.
—Volverás a la Fuerza, pero ya no ocuparás el mismo puesto. Jensen está a cargo de Homicidios ahora. —Rodeó el escritorio y volvió a ocupar su silla—. Como comprenderás, no puedo despojarlo de su puesto ahora que tú decides regresar.
¿Jensen? ¡Pero si era un inepto! Había trabajado bajo su supervisión los últimos cuatro años, y la mayoría de los casos que caían en sus manos terminaba resolviéndolos ella, aunque muchas veces era él quien se llevaba los laureles.
—¿Qué sucederá conmigo entonces?
—Tengo otros planes para ti. —Hizo una pausa y volvió a tocarse el mentón. Parecía que no se acostumbraba a llevar barba. Michelle se preguntó a qué se debía su cambio de apariencia—. Los del Ministerio del Interior han estado metiendo las narices; quieren que mejoremos nuestra imagen y que sigamos los pasos de nuestros bien ponderados compañeros de Scotland Yard. La tasa de criminalidad en la isla ha descendido, sin embargo, al ministro lo preocupan los casos que quedan impunes. Rochester, de la cartera de Justicia Criminal y Víctimas planteó la posibilidad de establecer una unidad operativa para resolver casos viejos. Pensé en ponerte a ti al frente de esa unidad. ¿Qué dices?
La propuesta la tomó por sorpresa y por un instante no supo qué responder. ¿Casos viejos? Sería un gran desafío en su carrera. No estaba segura de si era el momento apropiado para asumir nuevos riesgos. La intensa mirada de ojos oscuros de Haskell tampoco ayudaba. Como ella seguía sin decir nada, continuó exponiendo su idea.
—Será una unidad completamente independiente. Acondicionaremos una planta completa del edificio para que la ocupen tú y tu gente. Tendrás tu propia oficina y absoluta libertad para tomar decisiones.
—¿Mi gente?
—Sí. Te asignaré un grupo de tres colaboradores. Ya he hablado con ellos y están más que dispuestos a ocupar sus cargos apenas levante el teléfono. Solo hace falta tu respuesta —le explicó—. No quiero presionarte, pero querría que la unidad comenzara a operar la semana que viene. Sé que es pronto, pero créeme cuando te digo que los de arriba son más molestos que una pulga en la oreja cuando se trata de implementar cambios. ¿Qué te parece? Puedes tomarte el fin de semana para pensarlo y el lunes a primera hora me comunicas cuál ha sido tu decisión.
Se encontraba frente a una gran disyuntiva. Lo que más deseaba era volver al trabajo, pero no sabía si estaba preparada para soportar el estrés que significaba estar al frente de una nueva unidad. No quería precipitarse y luego tener que arrepentirse de decir algo con la cabeza en caliente. Le haría caso a su jefe y se tomaría el fin de semana para sopesar su propuesta. Se levantó y se colocó el abrigo.
—Lo pensaré, señor.
En el rostro de Haskell se vislumbró un atisbo de decepción. Era obvio que esperaba un inmediato sí de su parte.
—Está bien, como quieras. Consúltalo con la almohada y háblalo con tu esposo. El lunes temprano me llamas para contarme si aceptas o no mi propuesta. —Extendió el brazo y apretó con firmeza la mano femenina que todavía estaba húmeda—. Es una excelente oportunidad, Kerrigan, yo que tú no la rechazaría.
Michelle no dijo nada, se despidió de él y abandonó la estación de policía bajo la atenta mirada de sus compañeros.
Alice se quitó las gafas y las dejó encima del escritorio. Frente a ella, un reducido número de estudiantes leía en silencio. Se masajeó el cuello y, al hacerlo, el escote de la camisa se abrió más de lo permitido. Miró disimuladamente hacia la parte izquierda del auditorium. Colin Briscoe, uno de los alumnos más avanzados, pero también el más problemático de su clase, la observaba disimuladamente. Una oleada de calor descendió por su vientre y se hizo más intensa cuando llegó a la zona de su entrepierna. Se removió en la silla y apartó la mirada. Trató de concentrarse en la lectura, pero era consciente de la mirada de Colin sobre ella.
Desde su asiento, el muchacho también luchaba por contener el deseo. Apretó el bolígrafo con fuerza. Cerró los ojos solo por unos segundos, los cuales le bastaron para imaginarse como sería tirarse a la profesora. Desde que había comenzado el semestre no pensaba en otra cosa. Se había obsesionado con ella y le costaba cada vez más disimular frente a los demás. Se preguntaba una y otra vez quién de los dos daría el primer paso porque había que ser un completo idiota para no darse cuenta de que la mujer también estaba loca por él.
La vio ponerse de pie y siguió cada uno de sus movimientos mientras ella se dirigía hacia la ventana. La falda del vestido se le adhería a las caderas y enmarcaba su estrecha cintura. Sintió la punzada en su miembro; cuando miró hacia abajo, notó que comenzaba a crecer. Se cubrió la entrepierna con el libro de texto antes de que los demás se dieran cuenta. Con dificultad volvió a enfocarse en la lectura. Minutos después, las normas jurídicas y los procesos legales apartaron de su mente cualquier pensamiento obsceno.
Alice observaba a través de la ventana. Desde allí tenía una vista privilegiada del campus de la Universidad de Portsmouth, en donde una multitud de alumnos y profesores se movían de un lado a otro como hormigas laboriosas. Soltó un suspiro. Apenas tres años atrás, ella misma atravesaba ese patio con un montón de libros bajo el brazo. El sueño de su madre siempre había sido que ella emulara los pasos de su padre y se convirtiera en abogada. También había sido el suyo, sin embargo, tras graduarse con las mejores calificaciones, solo había conseguido trabajo como docente en la cátedra de Derecho Penal. Thomas Solomon no se había distinguido precisamente por ser un abogado con escrúpulos a la hora de pelear un caso en la Corte, y tenía la certeza de que nunca lograría despegarse de su imagen negativa por mucho que lo intentara. Aun así, no se quejaba y, aunque a veces creía que estaba desperdiciando su vida entre los muros de la universidad, se le daba bien la enseñanza.
Un hombre que atravesaba el patio a toda prisa captó su atención. Inesperadamente, los recuerdos se le agolparon en la cabeza y la retrotrajeron en el tiempo.
El Cisne Blanco, Portsmouth, cinco años antes.
Jodie le dio un codazo, provocando que volcara un poco de cerveza sobre su vestido.
—¡Jodie, mira lo que has hecho! —se quejó Alice mientras trataba en vano de quitar la mancha con su pañuelo.
Su amiga ni siquiera la miraba y cuando alzó la vista, comprendió el motivo de su distracción: cabello oscuro largo hasta los hombros, espaldas anchas y un trasero bien desarrollado.
—Brett debe de estar al caer —le recordó.
Jodie volteó la cabeza hacia ella.
—Lo sé, Alice, pero el hecho de que tenga novio no impide que pueda deleitarme con las cosas bellas que Dios ha puesto en este mundo. —Sonrió y bebió de su daiquiri.
Alice se resignó a que la mancha de cerveza había arruinado uno de sus mejores vestidos. Observó a Jodie; no podía entender por qué se empeñaba en actuar de aquella manera tan desvergonzada. Últimamente, su conducta solo provocaba el enojo de Brett. Sentía lástima por él, no podía evitarlo.
El hombre que ocupaba sus pensamientos en ese instante entró al pub. Jodie no apartaba la vista del moreno con trasero de actor porno, y Brett se acercaba a ellas dando empellones a todo aquel que se atravesaba en su camino. Se preparó para otra escena de celos. Una vez más, le tocaría estar en medio de ambos, lidiando con la ira de Brett y el cinismo de Jodie.
Se paró frente a su novia y, asiéndola de la muñeca, la besó para que a nadie le quedara dudas de que ella le pertenecía. Luego se sentó a su lado y le murmuró algo al oído mientras le rozaba la pierna por debajo de la falda. Jodie se apartó, como si le hubiera molestado su contacto.
A Alice no se le pasó por alto su reacción.
¿Por qué seguían juntos? Era la pregunta que hacía tiempo rondaba en su mente y, por más que lo intentara, no hallaba una respuesta. No podía entender que Brett, un hombre apuesto, inteligente y con un futuro prometedor como uno de los arquitectos más brillantes de la isla, se dejara humillar de esa manera. ¿Acaso no tenía amor propio? Tenía un temperamento de los mil demonios cuando se trataba de confrontar a Jodie, sin embargo, qué débil de carácter le parecía a veces.
Por encima de su vaso observó al objeto de deseo de su amiga.
El moreno de físico imponente conversaba con una muchacha. Cuando finalmente se volteó, supo que ya lo había visto antes. No era extraño, ya que el pub era frecuentado por gente de la universidad. Trató de hacer memoria y entonces recordó quién era. Ignoraba su nombre, pero lo había visto en la biblioteca en varias ocasiones. Jodie y Brett seguían discutiendo. Resolvió que esa noche no intervendría en la pelea, así que se puso de pie y se despidió de ambos. Apenas le prestaron atención. Se alejó hacia la salida; por encima del hombro vio una escena demasiado familiar: Jodie intentaba aplacar el mal humor de Brett jugueteando con el cuello de su camisa. Apenas él bajaba la guardia, su amiga, disimuladamente, volvía a enfocar toda su atención en quien, estaba segura, se convertiría en su nueva obsesión.
—Señora Rafferty.
La mención de su apellido de casada la trajo al presente. El patio se estaba quedando vacío; y Geoff Eames había desaparecido tan rápido como se había colado en sus pensamientos. Giró sobre sus talones y sonrió a la muchacha que esperaba al otro lado del escritorio. Mientras le explicaba el concepto de las penas indeterminadas, volvió a sentir la mirada penetrante de Colin Briscoe sobre ella.
El fin de semana resultó más estresante de lo habitual. Clive se había pasado la tarde del sábado pegado a la televisión viendo un partido de tenis, seguramente recordando sus días como exitoso profesor en el Ryde Mead Lawn Club. Linus apenas había pasado por la casa para darse un baño antes de irse de juerga con sus amigos, y Matilda había ido a dormir a casa de Vicky. El domingo por la tarde, Michelle sintió que era el momento adecuado para hablar con Clive sobre la propuesta de su jefe, así que después de echarse un rato salió al jardín y lo buscó.
Él ni siquiera apartó la vista del ordenador cuando el sillón de mimbre a su lado crujió. Michelle cruzó las piernas Y carraspeó. Clive seguía concentrado en el juego, estudiando minuciosamente qué pieza mover para vencer a su oponente, un banquero canadiense que había conocido virtualmente en la sala de ajedrez a la cual se había afiliado pocas semanas después de recibir el disparo.
—El viernes por la mañana estuve en la comisaría —soltó esperando captar su atención por fin.
Sus palabras causaron el efecto deseado. Clive la miró por encima de sus gafas.
—No mencionaste que irías.
—No. —Percibió cierto reproche en su voz—. Preferí esperar a ver qué me decía Haskell antes de hablarlo contigo.
Clive asintió. Michelle sonrió complacida cuando él cerró la laptop.
—¿Qué te dijo?
—Quiere ponerme al frente de una nueva unidad.
—¿Y qué le has dicho?
—Que lo pensaría.
Clive guardó silencio durante unos cuantos segundos, y Michelle se dio cuenta de que, al igual que ella, estaba tratando de imaginarse cómo serían sus vidas si decidía volver al trabajo.
—No sé qué decirte, Shelley —dijo encogiéndose de hombros.
Su respuesta no la sorprendió.
—Cuando me presenté en la comisaría, fue con la intención de pedirle a Haskell que me dejara regresar, pero su oferta me descolocó.
—¿De qué se trata exactamente?
Ella apoyó el codo en el respaldo del sillón y se mesó el cabello.
—De una unidad que investigará casos no resueltos. Me asignarán a tres colaboradores y, según sus propias palabras, tendré absoluta libertad para tomar decisiones, aunque esto último lo dudo: es el comisionado adjunto quien siempre tiene la última palabra.
—Suena bien —comentó Clive. Movió la silla un poco hacia atrás y dejó caer las manos sobre ambas piernas.
—Sí, es un desafío importante. De todos modos, el doctor Peakmore quiere que siga asistiendo a su consulta —manifestó incapaz de ocultar su entusiasmo.
—Si es lo que realmente deseas, hazlo. Siempre has hecho lo que has querido y esta vez no será la excepción.
—Necesitaba conocer tu opinión antes, Clive.
Él sonrió con cierta ironía.
—Seamos sinceros, Shelley, sabías que aceptarías la propuesta de Haskell antes de sentarte a hablar aquí conmigo. No buscabas mi parecer, sino mi aprobación, aunque supongo que no importaba lo que yo dijera: ibas a volver al ruedo de todas formas —le soltó.
Se puso de pie y le dio la espalda. Necesitaba unos segundos antes de responderle. ¡Cómo se arrepentía de haber dejado de fumar! Habría matado por darle una calada a un cigarrillo en ese momento.
—No voy a permitir que te valgas de todo este asunto para iniciar otra guerra en mi contra, Clive. —Se volteó y lo miró directamente a los ojos, desafiándolo abiertamente—. Necesito demostrarle a los demás que estoy preparada para tomar las riendas de mi vida, ¡necesito recuperar parte de lo que perdí esa maldita tarde en el supermercado!
Clive tensó la mandíbula.
—Todos salimos perdiendo esa tarde, Shelley, y, aunque consigas retomar tu vida, ya nada volverá a ser lo mismo —sentenció
—¿Por qué te empeñas en seguir compadeciéndote? —Se arrodilló junto a él. Tuvo ganas de acariciar su mano, pero se abstuvo—. El doctor Lannister ha dicho que con el tratamiento adecuado podrías recuperar la movilidad de tus piernas y…
—Conozco de sobra la opinión del doctor Lannister —la interrumpió—. También te recuerdo que nos aclaró que todo el proceso sería bastante doloroso y, créeme, Shelley, no estoy dispuesto a someterme a ninguna tortura cuando existen tan pocas probabilidades de recuperarme por completo.
—Deberías intentarlo. Si no quieres hacerlo por mí, hazlo al menos por los niños. —Era un golpe bajo; lo sabía, pero a esas alturas estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de que su esposo entrara en razón.
—No tiene caso que volvamos una y otra vez sobre lo mismo. Linus y Matilda ya se han acostumbrado a ver a su padre en sillas de ruedas, y yo estoy bien así.
Shelley se incorporó súbitamente.
—¿Cómo puedes decir eso? ¿De verdad piensas que se han acostumbrado a verte día tras día en esa maldita silla? ¿Crees que ha sido sencillo para ellos o para mí lidiar con tu incapacidad? —Se detuvo cuando se dio cuenta de que había levantado demasiado la voz. No quería ser la comidilla del barrio al día siguiente—. No hay un solo día en el cual no me despierte consumida por la culpa. Me siento asfixiada en mi propia casa y muchas veces quisiera salir corriendo… pero soy incapaz de hacerlo. A pesar de tu malhumor y de tus constantes rechazos, elijo quedarme a tu lado, pero mi paciencia tiene un límite y, si no vuelvo al trabajo, creo que voy a colapsar en cualquier momento. Mañana llamaré a Haskell para decirle que acepto su propuesta y que quiero empezar cuanto antes.
—Si te parece bien, perfecto y, si no, me da lo mismo.
Atravesó el patio sin mirar atrás ni una sola vez. Tenía los ojos humedecidos por las lágrimas, pero no iba a dejar que Clive fuero testigo de su debilidad.