Ophelia Crawley contempló a su esposo mientras dormía. La noche anterior, Antón Marsan había llegado más tarde de lo habitual. Le había tocado cenar sola con Christopher después de mucho tiempo. Se preguntó si había vuelto a las andadas. Sabía que la magistratura había contratado a un par de muchachas que estaban terminando la carrera para que fueran ganando experiencia en el campo judicial. Era una acción noble que venían llevando a cabo desde hacía varios años y con la cual ella no estaba de acuerdo, no después de saber que su esposo se había metido en la cama con una de sus asistentes. Nada había vuelto a ser igual entre ellos después de Jodie McKinnon.
Habría acabado con todo mucho antes si no fuese por el pequeño Christopher; a quien amaba con locura. Su hijo era la única cosa buena que Antón le había dado en los casi trece años que llevaba casada con él.
La charla informal que había tenido con el sargento Lockhart la había dejado sumamente inquieta; sabía que, tarde o temprano, volverían a buscarla, pero esa vez para interrogarla en la estación de policía.
No podía pasar por semejante humillación. Ella, la esposa del renombrado fiscal de la Corona y una de las marchantes de arte más destacada de la isla, no iba a tolerar que la tratasen como a una delincuente.
Se levantó de la cama y fue hasta el vestidor. Ya tenía todo listo: las maletas llenas solamente con lo necesario; los pasajes del ferry que había sacado con antelación y una nueva vida en Londres para empezar de cero.
Miró por encima de su hombro para asegurarse de que Antón continuaba durmiendo. Se vistió rápidamente para evitar retrasos; todavía tenía que despertar al niño y convencerlo para que saliera de la casa con ella.
Arrastró el carro de la maleta hasta el pasillo y al volverse le echó una última mirada a su esposo. No se arrepentía de lo que había hecho, tampoco lamentaría abandonarlo.
Se dirigió a la habitación de Christopher. El niño dormía plácidamente y le costó despertarlo.
—Chris, cariño, levántate. Vendrás con mamá. —Lo asió del brazo, obligándolo a sentarse en la cama.
Christopher se restregó los ojos.
—Mamá, ¿ya es hora de ir a la escuela?
—No, Chris, hoy no irás a la escuela. Tú y yo viajaremos a Londres a vivir nuestra propia aventura. ¿Qué te parece, cielo?
El niño, algo confuso, frunció el ceño.
—¿Papá viene con nosotros?
—No, papá tiene que trabajar. —Lo ayudó a vestirse, mientras Christopher la apabullaba con preguntas que ella no quería contestar—. Lávate la cara y cepíllate los dientes que yo voy a sacar el auto. Por ningún motivo quiero que despiertes a tu padre; llegó anoche muy cansado de una reunión y necesita descansar. ¿Has entendido?
Christopher, que seguía sin entender demasiado lo que sucedía a su alrededor, obedeció.
Ophelia sacó la maleta del chico y la colocó junto a la suya en el pasillo. Las arrastró a ambas escaleras abajo hasta la cochera. Abrió el baúl y las metió dentro; se preguntó de dónde demonios había sacado tanta fuerza. Revisó el contenido de su bolso para cerciorarse de que no olvidaba nada.
Segundos después, apareció su hijo con el móvil en la mano.
—¿A quién le escribes?
—A Matilda, quiero que sepa que hoy no nos veremos después de clases.
De un manotazo, Ophelia le quitó el teléfono.
—¡No, aléjate de esa niña de una buena vez!
Christopher retrocedió frente a los gritos de su madre. Nunca antes la había visto tan enfadada. Ophelia se asustó al ver la mirada de consternación de su hijo. ¿Qué estaba haciendo? ¿Hasta dónde pensaba llegar? No podía involucrarlo en toda aquella locura, él no tenía por qué pagar por sus errores. Abatida, completamente sorprendida por su conducta abrió la puerta del coche y se sentó. Ya ni siquiera se reconocía a sí misma. No quedaba nada de esa muchacha entusiasta que se había casado enamorada con la ilusión de formar una familia. Antón Marsan se había encargado de destruir todos sus sueños. Empezó a faltarle el aire y al mirar sus manos, comprobó que temblaban.
El chirrido de una frenada fue lo que la hizo reaccionar. Christopher seguía de pie en el mismo lugar, con los ojos clavados en los suyos. Solo apartó la mirada cuando escuchó unos golpes insistentes en la puerta.
—Ven, cariño. —Extendió los brazos hacia él y el niño con cierto recelo, se acercó—. Quiero que hagas algo por mí, Chris. Ve y abre la puerta; dile a la policía que estoy aquí.
—¿La policía?
Ophelia asintió.
—No te asustes, solo quieren hablar conmigo. —Le acarició las mejillas y le dio un beso en la frente—. Ve, cielo, haz lo que te dije. Luego buscas a tu padre.
Una vez más, Christopher obedeció.
Cuando Michelle arribó a la Unidad de Casos sin Resolver, se encontró con la novedad de que el sargento Lockhart había impedido que Ophelia Crawley y su hijo abandonaran Ryde con destino a Londres.
Pudo comprobar también que Patrick Nolan era el único que no había llegado a la comisaría.
—Ophelia Crawley está en la sala de interrogatorios, inspectora —le anunció David Lockhart—. Pidió expresamente hablar con usted. Antón Marsan quiso estar presente, pero, por obvias razones, no se lo permitimos. Cuando él sugirió llamar a un abogado, su esposa se negó.
—¿Dijo algo?
—No ha mencionado una sola palabra desde que la sacamos de su casa.
Michelle asintió, luego miró a su alrededor.
—¿Alguien sabe qué ha pasado con el inspector Nolan? —preguntó tratando de no sonar demasiado interesada por su paradero—. Siempre es de los primeros en llegar.
—Llamó para avisar que vendrá más tarde. Al parecer le ha surgido un contratiempo de último minuto en su apartamento, un caño roto o algo así —explicó Chloe Winters.
—Bien, esperemos que no sea nada grave. ¿Alguna novedad del sujeto del cementerio? —la pregunta iba dirigida a la doctora Winters.
—Todavía no. George… El superintendente Haskell me recomendó a alguien de la Metropolitana especializado en mejoramiento de imágenes para que nos dé una mano. Quedó en enviarme los resultados lo antes posible. He terminado de revisar el ordenador de Jodie, pero no encontré nada raro.
—Téngame al tanto, Chloe. —Se dio media vuelta y se alejó en dirección a la sala de interrogatorios. Mientras avanzaba por el pasillo, no podía dejar de pensar en la cita que tenía ese mediodía con el detective inspector Nolan. Era curioso que continuara refiriéndose a él en esos términos tan formales después de lo que había ocurrido entre ambos.
Lo más difícil, sin dudas, había sido llegar a casa la noche anterior y mirar a Clive a los ojos. La cena había transcurrido en una tensa calma; nadie podía pasar por alto el puesto vacío de Linus en la mesa. Ni siquiera había llamado y no estaba en compañía de April Mullins, ya que Audrey se había encargado de llamar a la jovencita para dar con el paradero de su nieto. Cerca de las nueve, mientras Matilda ayudaba a Audrey a lavar los platos, Linus se dignó por fin a aparecer. No dio explicaciones y se encerró en su habitación antes de que alguien intentara saber dónde había estado metido toda la tarde.
Michelle se enteró de la visita de Hattie Whaterly por su suegra y le pareció extraño que Clive no le hubiera comentado nada al respecto cuando, apenas llegada de la estación de policía, le había preguntado si había habido alguna novedad.
Para evitar un posible encontronazo con él, decidió dormir en la biblioteca y no en su cama. La verdad es que esa noche no podía compartir el lecho con su esposo después de haber permitido que otro hombre la tocara. No culpaba a Clive de sus devaneos o de su falta de buen juicio al involucrarse con un compañero de trabajo, aunque indirectamente, había sido precisamente él quien la había empujado a los brazos de Patrick Nolan.
Entró a la sala de interrogatorios y le sorprendió el aspecto que presentaba Ophelia Crawley. No se parecía en nada a la mujer que había visto en el partido de basquetbol alentando a su hijo. Tenía los hombros caídos y la mirada perdida. Lucía cansada, completamente abrumada por las circunstancias.
Era la primera vez que ponía los pies en aquel lugar. Los muros de bloque de cemento contrastaban con el reluciente suelo de baldosas negras. Detrás de la mujer había un gran panel de cristal que daba a una habitación continua desde donde sus compañeros podían seguir el interrogatorio. El mobiliario era escueto: una mesa, dos sillas y un expendedor de agua en el rincón. Notó también que, del techo, colgaba un micrófono.
Se acercó y se sentó. Ophelia Crawley permanecía con la cabeza gacha.
—Señora Crawley me han dicho que ha renunciado a que un letrado la represente. Vuelvo a preguntárselo, ¿está segura de que no quiere llamar a su abogado?
La mujer finalmente la miró. Tenía el rímel de los ojos corrido y la nariz enrojecida por culpa del llanto.
—No necesito a ningún abogado, inspectora.
—Está bien. —Colocó los brazos encima de la mesa—. Dígame, ¿por qué razón intentó huir esta mañana?
Ophelia respiró hondo. Se mesó el cabello y se tomó su tiempo para responder.
—No… No es por lo que piensa.
—¿Y qué es lo que pienso, según usted?
—Que quería escapar porque hace cinco años estuve involucrada en el asesinato de Jodie McKinnon.
—¿Y estaría en lo correcto si creyera eso?
La mujer negó con la cabeza.
—Yo no maté a Jodie, aunque confieso que me hubiera gustado tener el valor para hacerlo. Esa muchacha destruyó mi vida y acabó con mi familia; ya nada volvió a ser lo mismo después de que ella se involucró con mi esposo.
—La odiaba, tenía razones de peso para querer lastimarla —repuso Michelle.
—Reconozco que me alegró enterarme de su muerte. Sentí alivio de saber que ya nunca más se interpondría entre Antón y yo.
—¿Y qué hay de su esposo?
—No, él no tuvo nada que ver con su muerte. Supongo que a esta altura habrán comprobado que estaba en Southampton cuando todo ocurrió.
—Sí, su esposo estuvo fuera de la isla, pero no sabemos exactamente cuándo fue asesinada Jodie —mintió—. Se tardan tres horas en ir y volver de Southampton. Antón Marsan tuvo tiempo de cometer el crimen, deshacerse del cuerpo y regresar allí para procurarse una coartada. —En los años que llevaba como policía había aprendido ciertas mañas a la hora de interrogar a los sospechosos. Al poner en duda la inocencia del fiscal, tal vez podía conseguir que Ophelia Crawley dijera algo más.
—Antón no tuvo que ver con su muerte; yo tampoco. Aunque, sin dudas, alguien me hizo un gran favor al quitarla del medio; lo mío no pasó de unas cuantas amenazas —reveló.
Michelle empezaba a atar cabos mentalmente. Formuló la siguiente pregunta, a pesar de que conocía la respuesta de antemano.
—Fue usted quien envió las cartas, ¿verdad? Su esposo no estaba al tanto.
Ophelia Crawley asintió. Una media sonrisa algo siniestra le curvaba los labios.
—Quería asustarla, que viera que estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de salvar mi matrimonio.
—Sabemos que Jodie recibió la primera carta después que terminó con el fiscal.
—La muy zorra lo tenía embrujado, y Antón no se resignaba a perderla. Había empezado a acosarla, a insistir para que volviera con él. Se presentaba en su apartamento y las cosas se tornaban violentas.
—¿Fue su esposo quien golpeó a Jodie?
Ophelia Crawley asintió.
—Ella lo enloqueció, jugó con él hasta el último momento. Después, cuando me enteré lo de la cinta, supe que tenía que hacer algo.
—Continúe —la instó cuando ella se detuvo. El interrogatorio estaba yendo por buen camino.
—Jodie amenazó a Antón con hacer público el video si no la dejaba en paz. Él no tuvo más remedio que contármelo todo.
—Entonces no es verdad que usted se enteró de la aventura extramatrimonial de su esposo cuando lo siguió hasta el edificio de Jodie.
—No, eso es lo que acordamos decir si la policía nos interrogaba después del crimen, pero el romance nunca salió a la luz, hasta ahora.
—Jodie fue asesinada por alguien que tenía sentimientos muy intensos hacia ella, señora Crawley —le informó Michelle—. Su esposo estaba obsesionado con Jodie; ya la había golpeado una vez cuando se negó a regresar con él, puede que, en un arranque de furia, terminara estrangulándola.
—Antón no fue; no volvió a verla después de ese incidente y las cartas consiguieron evitar que Jodie McKinnon se saliera con la suya. Logré alejarlo definitivamente de ella —manifestó con cierto aire de triunfo. A pesar de un matrimonio infeliz, aquel detalle parecía alegrarla.
—¿Y qué hay de su coartada? Según su declaración, estuvo en su casa con la única compañía de su hijo y de su ama de llaves.
—Si habla con Phyllis Clerk, el ama de llaves, ella podrá confirmarle que permanecí en casa durante toda la noche y que no salí hasta el día siguiente cuando fui a la galería de arte para reunirme con un tasador.
Su coartada no era tan sólida como la de su esposo, aun así y siguiendo la teoría del inspector Nolan de que Jodie había sido asesinada por alguien que la quería, se atrevía a firmar que Ophelia Crawley no tenía nada que ver con su muerte y que de lo único que podía acusarla era de amenazar a la víctima, delito que por supuesto, ya había prescripto. No tenía caso seguir torturándola de aquella manera. Pensó en el pequeño Christopher y en las ganas que tendría de ver a su madre.
Ophelia Crawley le inspiraba pena.
—¿Desea un vaso de agua?
La mujer asintió y observó atentamente a Michelle mientras se dirigía al expendedor.
Ella volvió a sentarse; esperó que bebiera el agua y continuó:
—Una cosa más, señora Crawley, necesitamos comprobar científicamente que usted envió las cartas, no nos basta con su confesión. ¿Lo entiende, verdad?
—¿Olvida que estoy casada con un fiscal de la Corona? —replicó en tono burlón.
—En ese caso, le pido que, antes de marcharse, pase por el laboratorio. La doctora Winters comparará sus huellas con la huella parcial que fue hallada en el matasellos de una de las cartas.
Ophelia asintió, luego se sentó erguida y la miró a los ojos.
—¿Puedo marcharme realmente o va a presentar cargos en mi contra?
—Puede irse tranquila, Ophelia. Lo que hizo hace cinco años no estuvo bien, pero buscamos al asesino de Jodie y sé que usted no fue. —La acompañó hasta la puerta. En el pasillo esperaban Antón Marsan y su hijo. Ella fue incapaz de dar un solo paso; cuando Christopher corrió a abrazarla, se derrumbó emocionalmente. El fiscal se acercó para sostenerla. Aunque Michelle no alcanzó a escuchar lo que decía mientras se fundía en un abrazo con su familia, era evidente que el hombre estaba pidiendo perdón.
Le llevó a la doctora Winters tan solo unos cuantos minutos comprobar que la huella en el matasellos efectivamente pertenecía a Ophelia Crawley.
Todavía no tenían al asesino de Jodie, pero, al menos una parte del misterio había sido resuelto.
Michelle se encerró en su despacho para llamar a Charlotte Cambridge; tal vez, ella tenía la clave para develar el resto de la verdad. Lanzó varios improperios al aire cuando le saltó el contestador y no tuvo más remedio que dejarle un mensaje.
El detective de Homicidios Ernest Jensen, «Ernie» para los más allegados, arribó a la escena del crimen cerca de las once de la mañana. La llamada de alerta la había realizado uno de los vecinos, preocupado porque el perro de las víctimas ladraba como un poseso en el patio de la casa. Los primeros agentes en llegar descubrieron el cuerpo de una anciana sobre un enorme charco de sangre en el salón. Según el vecino que había hecho la llamada, se trataba de Ellie Cambridge y, a simple vista, había sido degollada. En el cuarto de baño, hallaron a su hija tirada junto a la bañera, también le habían cercenado el cuello hasta casi decapitarla. La identidad de la mujer también fue aportada por el vecino: Charlotte Cambridge, hija de la primera víctima.
Mientras los peritos analizaban la escena, Jensen se dedicó a recorrer el lugar. Fue hasta la cocina y notó una mancha en el desagüe del fregadero. Parecía ser sangre e indicaba que el asesino se había lavado las manos después del hecho. Llamó a uno de los peritos para que levantara la muestra. Miró hacia el sector donde estaba el guarda cuchillos; no faltaba ninguno pero no estaba de más analizarlos en busca de sangre, aunque se inclinaba a creer que el agresor había llevado el arma homicida consigo y la había sacado de la escena para deshacerse de ella después.
—Detective Jensen, llegó el forense —le anunció uno de los agentes desde la puerta.
Regresó al salón de inmediato.
—La causa de muerte es evidente; murió desangrada por una herida cortante en la garganta —aseveró el doctor Quentin.
—¿Hora de la muerte?
—Por la lividez cadavérica diría que lleva muerte entre doce y quince horas —dijo levantando el brazo de la anciana—. Tendré más detalles cuando realice la autopsia.
Jensen lo acompañó al baño para que examinara a la segunda víctima: la misma escena dantesca, la misma causa de muerte.
—¿Cómo cree que se sucedieron los hechos? —preguntó Jensen observando el suelo cubierto de sangre con cierta repulsión. No era la primera escena de homicidio que le provocaba náuseas, esperaba acostumbrarse con el paso del tiempo.
—Por el lugar en donde apareció el cuerpo, es muy probable que la primera en ser asesinada fuera la anciana. Luego se trasladó hasta aquí para acabar con la vida de su hija.
—Detective, hay un mensaje en el contestador que tiene que escuchar —le informó el mismo agente de antes desde el pasillo.
Jensen se trasladó hasta el salón y apretó el botón de la máquina contestadora. Reconoció la voz femenina aun antes de que dijera su nombre.
—Señorita Cambridge, soy la detective inspectora Kerrigan. Me pongo en contacto con usted porque quisiera volver a interrogarla por la muerte de Jodie McKinnon. La espero hoy mismo en la estación de policía.
Ernest Jensen metió ambas manos en los bolsillos de sus pantalones y sonrió.
—¡Vaya, vaya, parece que volveremos a cruzar nuestros caminos, inspectora!