Clive intentaba concentrarse en la partida de ajedrez para contrarrestar el último movimiento de su adversario, pero el ruido de la aspiradora no se lo permitía. De repente, alguien llamó a la puerta y el bullicio se detuvo.
Audrey lanzó un par de maldiciones al aire contra la persona que venía a importunar mientras se dirigía al vestíbulo.
Clive colocó una de sus piezas en un punto estratégico del tablero, lo que le mereció un elogió de su oponente. Tal vez con el próximo movimiento conseguiría ganar la partida. Llevaba una mala racha de tres derrotas consecutivas y aquella podía ser su oportunidad de repuntar.
Escuchó el nombre de Linus y, por un segundo, pensó que se trataba nuevamente de algún problema en el Carisbrooke College, pero tamaña sorpresa se llevó cuando su madre ingresó al salón acompañada de Hattie Whaterly.
—Clive, Hattie ha venido a traer una invitación para Linus. —Asió a la muchacha por los hombros y la obligó a sentarse—. Espera aquí, cariño, te prepararé un refresco.
—¿Cómo estás, Hattie? —preguntó al darse cuenta de que no había dicho nada aún.
—Muy bien, señor Arlington, ¿y usted?
La adolescente no le quitaba los ojos de encima y fue imposible volver a concentrarse en la partida.
—Bien. Linus no está.
—Lo sé, su abuela me lo dijo, pero aproveché que hoy salí temprano del colegio para repartir las invitaciones de mi fiesta de cumpleaños.
Clive asintió. Miró hacia la cocina, deseando que su madre regresara pronto con el dichoso refresco.
—Cumplo diecisiete el sábado —dijo ella sin que él se lo preguntara.
—Eres cinco meses menor que Linus entonces. —Era un comentario estúpido, pero no sabía qué más decir. Después de lo que había ocurrido entre ambos era difícil entablar una conversación normal. ¡Mierda, ni siquiera podía mirarla directamente a los ojos porque lo único que veía eran sus pechos pequeños balanceándose mientras cabalgaba a su novio!
—Será una fiesta solo entre amigos; mamá no quiere tener que encargarse de limpiar el desorden al día siguiente —comentó al tiempo que sonreía—. ¿Linus sigue saliendo con April Mullins, verdad? Porque me gustaría invitarla también a ella.
—Sí.
—Pregunto porque la otra noche, desde mi ventana, me pareció verlo con otra chica, aunque tal vez me equivoqué, estaba oscuro y un poco lejos.
—Michelle también lo vio. Era una amiga que se ofreció a traerlo a casa —respondió tratando de zanjar el tema lo antes posible. No se sentía cómodo asociando delante de ella los términos «ventana» y «espiar».
Por suerte, cuando ya no supo qué decir, su madre regresó con el refresco y una bandeja de bizcochos de almendra que había preparado para agasajar a Matilda.
—Espero que te gusten, Hattie. Son los preferidos de mi nieta. —Dejó todo encima de la mesita y se sentó a su lado—, dime, ¿cómo están tus padres? Creo que le haré una visita a Suzanne uno de estos días. He visto que se sigue esmerando con su jardín para que sea la envidia de los vecinos.
Hattie bebió un poco de refresco y, al pasarse la lengua por el labio inferior, miró de soslayo a Clive.
Él agradeció no estar bebiendo ni comiendo nada porque acababa de atragantarse con su propia saliva.
—El jardín es su mayor orgullo, señora Arlington. —Miró a Audrey y le sonrió—. ¡Creo que mi padre hasta siente celos de las horas que dedica a cuidar sus flores! Debe hacerle una visita, estará encantada de verla y de presumir de su jardín.
Clive permanecía en silencio, completamente perplejo por la capacidad que tenía Hattie de actuar como una dulce adolescente en un momento y, al siguiente, provocarlo de aquella manera tan inapropiada.
—Si me disculpan, debo regresar a mi partida de ajedrez —retrocedió con la silla y rápidamente se alejó hacia el rincón del salón que había acondicionado especialmente para usar el ordenador.
Por supuesto, al haber abandonado la jugada, su oponente terminó por expulsarlo de la partida. Se dispuso a iniciar un nuevo juego, pero no pudo evitar seguir de cerca lo que sucedía entre su madre y Hattie Whaterly. Soltó un suspiro de alivio cuando oyó que la muchacha decía que tenía que marcharse. «Por fin se acaba esta tortura», pensó. Sin embargo, no contaba con que Hattie volviera a despedirse.
—Me voy.
Sus dedos se quedaron congelados sobre el teclado de la laptop, cuando la sintió detrás de él.
—Le diré a Linus que pasaste, Hattie.
—Gracias, señor Arlington.
Contempló cómo los músculos de su espalda le tensaban la camisa. Su vecino era un hombre sumamente atractivo y, cuando había empezado a interesarse en el sexo opuesto, después de cumplir los trece, Clive Arlington se había convertido en su amor platónico. La silla de ruedas no le quitaba un ápice de masculinidad. Lo hacía parecer frágil, sí, pero tenía brazos fuertes y fornidos que contrastaban con la dulzura de sus ojos claros. Desde la tarde en que la había sorprendido revolcándose con Toby Wilkins, no podía dejar de pensar en él. La fiesta de cumpleaños había sido la excusa perfecta para acercarse sin levantar sospechas. Le importaba poco si Linus podía asistir o no, había sido otro el motivo que la había empujado a llamar a la puerta de sus vecinos.
—No puedo dejar que te vayas sin antes desearte feliz cumpleaños. —Al voltearse se dio cuenta de lo cerca que estaba ella.
Hattie se inclinó hacia delante para que, como había hecho en tantas otras oportunidades, Clive le diera un beso en la mejilla, pero la muchacha movió el rostro hasta que sus labios tocaron los de él.
Clive reaccionó de inmediato, sujetándola con fuerza de los hombros hasta apartarla.
—Hattie, no…
Ella le clavó la mirada, provocándolo abiertamente.
—Te gusto, Clive —susurró dejando de lado las formalidades y el pudor, si es que alguna vez lo había tenido—. Tú también me gustas. Mucho.
—Esto no puede estar pasando —dijo al tiempo que intentaba entender cómo habían llegado hasta ese punto—. Vete, por favor, y olvida lo sucedido, Hattie, es lo mejor que puedes hacer.
Ella se incorporó de mala gana y, sin decir más nada, se marchó. Atravesó los pocos metros que había hasta su casa con una sonrisa de satisfacción en los labios. Sabía que no le era indiferente y volvería a acercarse a Clive antes de lo pensado.
Charlotte Cambridge llegó al Parque Appley unos minutos antes de la cinco. Se había vestido discretamente con unos pantalones vaqueros azules y un sweater gris perla. En la mano llevaba Recuerdos de medianoche, su novela favorita de Sidney Sheldon.
Había mucha gente moviéndose a su alrededor y había elegido precisamente hacer la entrega a esa hora para evitar cualquier contratiempo. Caminó hasta la torre hasta encontrar una banca desocupada. Se sentó y observó por enésima vez su reloj. Las cinco en punto. Se cruzó de piernas y dejó el libro sobre su regazo. Observó a todo aquel que pasaba por delante de ella con cuidado. No conocía el rostro de la persona que cambiaría el rumbo de su vida y la de su madre durante los próximos meses, por eso debía estar atenta ante cualquier movimiento sospechoso.
«Tal vez debería haber pedido más dinero», pensó. El precio de la libertad seguramente valía mucho más que cinco mil libras. Soltó un suspiro y se puso a leer el libro. De vez en cuando levantaba la mirada del texto y oteaba en dirección a la entrada del parque, esperando que alguien se acercara a ella, pero los minutos transcurrían y nadie aparecía.
Una hora después, se había cansado de esperar.
No vendría y sabía muy bien lo que tenía que hacer. Cerró la novela de un golpe; con un movimiento brusco, se puso de pie. Estaba furiosa. No era precisamente ella quien llevaba las de perder en todo aquel truculento asunto. Abandonó el parque a paso firme, dispuesta a cumplir con su amenaza; se armaría de coraje y se presentaría en la estación de policía para contar lo que había visto hacía cinco años. Lo haría a la mañana siguiente a primera hora, antes necesitaba rumiar la bronca que le había provocado el fracaso de su plan.
No tuvo que esperar mucho para que apareciera un taxi; aprovechó para pasar por el puesto de periódicos del señor Merrit para comprar un ejemplar de The Sun y una revista de punto para su madre. La distancia hasta su casa era corta así que le pagó al taxista y decidió irse caminando.
Cada vez que sus ojos se posaban en la novela de Sheldon lanzaba una maldición al aire. Las cinco mil libras habían desaparecido antes de tener la oportunidad de ponerle las manos encima. Esa cantidad de dinero habría sido suficiente para vivir sin sobresaltos durante algunos meses hasta que ella consiguiera un empleo acorde a sus expectativas. Incluso había pensado en hacer algunas remodelaciones a la casa, pero todo se había ido a la mierda en un abrir y cerrar de ojos.
Cuando llegó, Pippo salió a recibirla. Estaba cansada de decirle a su madre que no lo dejara afuera, porque buscaba escaparse para irse detrás de una perra en celo que merodeaba por el vecindario. Jugó con él durante unos minutos; luego, entraron a la casa. Desde el vestíbulo se podía oír que la televisión estaba encendida; la sordera de su madre empeoraba cada vez más y la única manera de que pudiera disfrutar de sus programas favoritos era subir el volumen al máximo de su capacidad. Con las cinco mil libras también hubiera podido comprarle unos buenos audífonos. ¡Habría podido hacer tantas cosas con ese dinero!
Dejó la novela de Sheldon y el periódico en la mesita; le llevó la revista a su madre.
Pippo la siguió y se acostó sobre la alfombra.
Charlotte se inclinó para besar la frente de su madre. Dejó la revista en su regazo y le alcanzó las gafas.
—Me voy a dar un baño, luego prepararé la cena.
Ellie Cambridge asintió mientras ojeaba el nuevo ejemplar de Simplemente Tejidos.
Unos minutos después, Pippo levantó la cabeza en señal de alerta. La anciana miró hacia la puerta; una sombra se recortaba a través del cristal ahumado. Desistió de llamar a su hija para no molestarla; sabía que había venido enojada de la calle. Con un gran esfuerzo se puso de pie; tomó su bastón y despacio para no tropezarse, caminó hacia el vestíbulo. El mestizo de bobtail marchaba a su lado. Cuando levantó la vista, la sombra había desaparecido. «¡Qué extraño!», pensó. No esperaban a nadie; quizá se trataba de algún vendedor ambulante que elegía aquella zona residencial para ofrecer su mercancía debido a su cercanía con Tollgate. Apenas abrió la puerta, el animal salió disparado hacia la calle y estuvo a punto de arrojarla al suelo. Alcanzó a sostenerse de la pared.
—¡Maldito perro, regresa aquí!
Entonces la sombra que había visto apenas unos segundos antes, se volvió de carne y hueso. Intentó cerrar la puerta pero fue demasiado tarde; cuando quiso gritar una mano se cerró sobre su boca.
La estridente voz de Matt Baker, anfitrión de The One Show seguía retumbando por toda la casa, cuando el cuerpo inerte de Ellie Cambridge comenzó a desangrarse.
Gracias a algunos hechos vandálicos que se venían registrando hacía tiempo en el cementerio de Ryde, contaban con las cintas de vigilancia para tratar de identificar al hombre que dejaba las rosas rojas en la tumba de Jodie McKinnon.
El encargado del lugar condujo a Michelle y al inspector Kerrigan hasta la oficina del gerente. Atticus Blairwithe, un hombre calvo con nariz ganchuda y manos sudadas, se sorprendió cuando le informaron que no estaban allí para investigar los ataques indiscriminados que había sufrido el cementerio, sino por un asunto relacionado con un homicidio.
Sin entrar demasiado en explicaciones, le pidieron que les facilitara los últimos videos de vigilancia; Blairwithe accedió rápidamente, sin objetar el hecho de que no llevaran consigo una orden del juez.
Las instalaciones del sistema de circuito cerrado se encontraban en una oficina adyacente donde un operador se encargaba de observar los monitores.
—Queremos ver las imágenes de esta tarde —le indicó Michelle parándose a su lado.
El muchacho se incorporó de inmediato cuando vio la placa policial colgada del cintillo de su falda. Ingresó en un archivo del ordenador y empezó a reproducir el video registrado apenas algunas horas antes.
Había poco movimiento en el cementerio. Durante la primera media hora habían ingresado apenas tres personas, entre ellas un hombre que no parecía ser el que había huido tras ser sorprendido por Vilma McKinnon junto a la tumba de su hija.
—Avance un poco —pidió el inspector Nolan observando atentamente la pantalla del monitor.
A las cuatro y veinte minutos, un sujeto que vestía una gabardina oscura apareció por detrás de la capilla. Llevaba una flor en la mano.
—¡Allí! Ese puede ser nuestro hombre —indicó Michelle.
Lo siguieron a través de las imágenes y al verlo acercarse al sepulcro de Jodie ya no quedó ninguna duda.
Las cámaras de vigilancia no estaban lo suficientemente cerca como para ver su rostro, aunque era evidente que no se trataba de ninguno de los sospechosos. Pudieron distinguir dos cosas: el hombre era mayor y tenía mal aspecto. Lo vieron depositar la rosa roja sobre la tumba de Jodie McKinnon. Apenas unos minutos después, como había dicho Vilma, se alejó corriendo hasta desaparecer por el mismo sitio de donde había salido.
—¿Ha visto a ese sujeto antes?
El muchacho miró a Michelle y asintió.
—Viene casi todos los días, deja una rosa roja siempre en la misma tumba y luego se marcha. Suele aparecer por las tardes, antes de las cinco; si quieren atraparlo, solo tienen que esperar hasta mañana.
—Muchas gracias, nos llevaremos la grabación —anunció Michelle entusiasmada.
El operador copió el archivo en un pendrive y se lo entregó.
—Las imágenes no son de buena calidad —comentó Patrick mientras abandonaban el cementerio—, confiemos en que la doctora Winters pueda mejorarlas y así lograremos identificar al sujeto.
—¿Quién cree que sea? —preguntó Michelle apurando el paso cuando empezó a llover.
—¡No lo sé, pero evidentemente es alguien que conocía a Jodie! —Sin previo aviso, Patrick la asió del brazo y la sacó corriendo del cementerio para refugiarse en el interior del coche.
La lluvia los había alcanzado y ahora estaban empapados.
—Debemos cambiarnos de ropa si no queremos pescar un resfriado. ¿Quiere que la acerque a su casa, inspectora?
Michelle trataba en vano de arreglarse el peinado. El rodete se había deshecho y varios mechones le caían sobre el rostro.
—No es necesario, además prefiero regresar a la estación de policía para ver qué nos cuenta el sargento Lockhart sobre la esposa de Marsan.
—Quítese la chaqueta entonces —le ordenó Patrick buscando algo en el asiento trasero.
Michelle obedeció y aceptó encantada el sweater que él le ofreció.
—¿Qué hay de usted? —lo miró preocupada—. ¿Va a quedarse con esa ropa?
—No se preocupe por mí, estoy bien.
La camisa blanca de la inspectora se había vuelto transparente y dejaba ver el contorno de sus pechos debajo del sujetador. Volteó la cabeza, cuando ella empezó a desabrocharse los botones. No pensaba que también se la quitaría. Sintió un cosquilleo en la entrepierna. Miró a través de la ventanilla, la lluvia seguía cayendo, ahora con más intensidad. La escuchó moverse a su lado y cuando por fin se quedó quieta, giró nuevamente hacia ella.
Su ropa mojada, hecha un bulto, descansaba en el piso del coche. El sweater le quedaba demasiado holgado y por el escote en «V» pudo distinguir que ella también se había quitado el sujetador. No podía apartar la mirada, simplemente no podía.
Ella se soltó el cabello y se lo peinó con los dedos. Siguió cada uno de sus movimientos atentamente, como un poseso. ¿Qué diablos le sucedía? ¿Sería que le había hecho mal quedarse mojado y empezaba a delirar?
Michelle se recostó en el asiento, por el escote se asomó uno de sus pechos. La respiración de Patrick se hizo más pesada. Debía controlarse; estaba pisando terreno peligroso.
Puso el auto en marcha y trató de concentrarse en el camino.
Michelle, por su parte, tampoco era inmune a la tensión sexual que se había originado entre ambos. No supo si era la abstinencia o el continuo rechazo de su esposo, pero, por un segundo, pensó en cometer una locura. Siempre había sido una mujer sensata, de las que medía concienzudamente las posibles consecuencias de sus actos antes de llevarlos a cabo; sin embargo, algo se removía dentro de ella cuando el inspector Nolan estaba cerca.
El resto del trayecto hasta la estación de policía se hizo en el más absoluto silencio. Michelle recogió la ropa mojada y descendió del coche antes que él. Se preguntó qué pensarían los demás cuando la vieran llegar así.
Él la siguió hasta el elevador; le causaba cierto efecto verla perdida dentro de su sweater mientras avanzaba por el estacionamiento.
Un empleado de la limpieza ingresó al elevador junto con ellos, arrastraba un carro colmado con sus herramientas de trabajo y el espacio dentro del cubículo se redujo notablemente. Patrick Nolan estaba recostado contra la pared, mientras Michelle permanecía cerca de la puerta, junto al panel de botones.
El hombre, de fuertes rasgos hindúes, hizo un comentario sobre la inestabilidad del clima durante las últimas semanas; Patrick habló de los eternos días de lluvias y humedad en Londres. Michelle escuchaba sin intervenir en la conversación. El empleado detuvo el elevador en la primera planta y, al intentar salir, la obligó a retroceder para permitirle el paso. Cuando lo hizo, chocó con Patrick. Fue imposible poner en palabras lo que provocó ese contacto casual entre ambos.
La puerta se cerró y quedaron solos, completamente a merced del intenso deseo que les alborotaba la sangre.