Capítulo 12

Atravesó la puerta y, al encender las luces, vio el sobre en el suelo. Miró a su alrededor, como si temiera que alguien estuviera esperando camuflado entre las sombras. La casa estaba vacía; una vez más se había dejado influenciar por la constante paranoia en la que había vivido los últimos cinco años de su vida.

La suerte había estado de su lado. Tras todo ese tiempo, la verdad todavía no había salido a la luz, aunque ahora que la policía volvía a investigar la muerte de Jodie, eso podría cambiar pronto.

Dejó el abrigo sobre la mesita del vestíbulo, uno de los pocos muebles que había desperdigados por toda la casa, y recogió el sobre.

No tenía remitente, su nombre tampoco estaba escrito en la parte delantera.

Avanzó por el salón y se detuvo frente a la ventana. Sus delgados dedos rasgaron el papel y, mientras leía el contenido del mensaje, su rostro lentamente se iba desfigurando.

Sé lo que hizo hace cinco años. La mañana del 4 de abril de 2009 vi su automóvil salir a gran velocidad a tan solo unos cuantos metros del sitio exacto donde más tarde apareció el cuerpo de Jodie McKinnon, en Pebble Beach.

Todo este tiempo guardé silencio; sin embargo, creo que es hora de contar lo que vi. ¿Sabe? El cargo de conciencia se hace más pesado con el correr de los años; supongo que eso lo sabe usted muy bien.

La policía estuvo en casa haciendo preguntas sobre ese día, pero no se preocupe, yo guardé su secreto.

¿No cree que merezco una recompensa por haberle salvado el pellejo?

Si no quiere que suelte lo que sé, deberá pagar por mi silencio.

Quiero cinco mil libras y las quiero mañana mismo. Nos veremos en el Parque Appley, junto a la torre, a las cinco de la tarde. Llevaré un libro de Sidney Sheldon para que me reconozca. Si no aparece, iré a la policía.

Estrujó el papel y lo arrojó al suelo. Apretó los dientes con fuerza.

Aquello no podía estar pasando…

Había conseguido burlar a la justicia durante cinco años, y ahora alguien amenazaba con revelar la verdad.

Comenzó a dar vueltas en el salón como una fiera enjaulada. Luego, de repente, se dejó caer en el sofá. Cerró los ojos y respiró lentamente hasta recuperar la calma. No ganaba nada dejándose vencer por el pánico. Debía calcular bien sus próximos pasos para no cometer ningún error.

En ese momento, su prioridad era seguir manteniendo su secreto entre las sombras y haría cualquier cosa para lograrlo; cualquier cosa.

Michelle resolvió no regresar a la estación de policía después del partido de basquetbol. Haber asistido a última hora al evento había rendido sus frutos. ¿Quién iba a decirle que encontraría a una de las principales personas de interés del caso precisamente en el colegio donde asistían sus hijos?

El trayecto hasta la casa resultó tranquilo. Linus dormitaba en el asiento trasero mientras Matilda, despatarrada en el asiento del acompañante, escuchaba a One Direction en su iPod. Aprovechó el silencio para repasar lo que le había dicho Antón Marsan. El hecho de que aún estuviera afectado por la muerte de Jodie McKinnon no lo excluía de la lista de sospechosos. En los años que llevaba como policía sabía que se podía matar tanto por odio como por amor. ¿Y Ophelia Crawley? Tenía un fuerte motivo para querer acabar con la joven. La aventura extramatrimonial seguramente no solo habría destruido su vida personal, también habría puesto en jaque su reputación como una de las marchantes de arte más influyentes de la isla. ¿Y la cinta de video? El fiscal se había sorprendido al conocer de su existencia. Si salía a la luz, tanto él como su esposa tenían mucho que perder.

Al llegar, Linus fue el primero en bajar del coche. Michelle se dio cuenta de que estaba huyendo de otro posible interrogatorio, o peor aún, de que huía de ella.

Entró a la casa abrazada a Matilda; desde la cocina, les llegó el aroma de la carne asada. Esta vez no pensaba protestar; estaba famélica y, aunque le costara reconocerlo, su suegra era una excelente cocinera.

La cena resultó mejor de lo esperado, incluso Linus se había dignado a acompañarlos para honrar el manjar que había preparado su abuela. La charla discurrió entre varios temas. Hablaron del partido de básquet de esa tarde, de las manos del masajista que habían hecho maravillas en la espalda dolorida de Clive y hasta se mencionó el próximo recital que daría One Direction en Londres, momento en el cual Matilda deslizó por enésima vez su deseo de poder asistir. Cuando la niña se entristeció ante la falta de interés que mostraron sus padres, Michelle y Clive no tuvieron más opción que prometerle que considerarían si la dejaban ir o no.

Audrey se encargó de lavar los platos; cuando Michelle se ofreció a ayudarla, la mujer se negó rotundamente. Subió entonces a la planta alta para arropar a Matilda. Linus había conseguido escabullirse después de la cena, alegando que Amy lo esperaba. Clive, por su parte, agotado por la mala noche que había pasado desistió de jugar una partida de ajedrez y se acostó temprano.

Michelle entró en la habitación y cerró la puerta. Se quitó los zapatos, luego se deshizo de la ropa. Clive dormía, de espaldas a ella. Desnuda, fue hasta el cuarto de baño. Unos cuantos minutos bajo el agua, con sus sales favoritas, bastarían para espantar el cansancio que llevaba en el cuerpo.

Regresó a la cama y se metió bajo las sábanas. Clive, seguramente dormido, se volteó hacia ella, acurrucándose contra su espalda. Era tan agradable sentir el calor de su cuerpo pegado al suyo. Él colocó el brazo alrededor de su cintura y Michelle lo miró por encima de su hombro. A través de la luz de la luna que se colaba por la ventana comprobó que efectivamente estaba dormido. Se pegó más a él hasta sentir que sus nalgas rozaban su miembro. Tomó la mano de Clive y la introdujo dentro de sus bragas. Comenzó a frotarse contra ella, moviéndola hacia arriba y hacia abajo. Cerró los ojos, dejándose llevar por las oleadas de placer que nacían en su sexo y lentamente se iban extendiendo por todo su cuerpo. Podía sentir el aliento tibio de su esposo en la nuca. Sorpresivamente, la mano de Clive tomó vida propia y sus dedos delinearon el contorno de los labios mayores. Michelle dejó escapar un gemido cuando él fue más allá y rozó su clítoris. Se retorció debajo de las sábanas, pero, cuando intentó darse vuelta, él no se lo permitió. Continuó acariciándola, jugando con su punto más sensible, mientras le besaba el cuello. Notó complacida cómo el miembro masculino aumentaba de tamaño, apretándose contra su culo. Ya no podía soportar la tortura a la que estaba siendo sometida; necesitaba tenerlo dentro de ella. Había ansiado aquel momento durante mucho tiempo y no estaba dispuesta a esperar más.

Con un rápido movimiento y, antes de que él hiciera algo para evitarlo; lo tumbó de espaldas a la cama y se montó encima. Sus manos temblorosas apenas podían desatar el cordón de los pantalones pijamas de Clive. Pero de repente, él la asió de la muñeca y la obligó a detenerse. Al mirarlo notó algo más que deseo en sus ojos: había miedo.

—Clive…

—Shelley, no; no puedo hacer esto. Lo siento —sentenció.

Durante unos segundos, Michelle no fue capaz de moverse. Las palabras de Clive tuvieron el mismo efecto que un puñetazo en medio del rostro. La humillación y la impotencia eran para ella una dolorosa combinación de sensaciones conocidas. Cuando se dio cuenta de que una lágrima comenzaba a rodar por su mejilla, se apartó de él para colocarse en posición fetal.

Clive la cubrió con las sábanas, luego regresó a su lado de la cama. Apretó los dientes con fuerza y se maldijo a sí mismo por lo que acababa de ocurrir. Deseaba a Shelley como el primer día y había sentido, por primera vez, después de mucho tiempo, que ningún obstáculo físico y emocional impediría que esa noche hicieran el amor; pero, cuando de repente la imagen de Hattie Whaterly atravesó su mente, mezclándose con el rostro de Shelley, ya no pudo continuar.

La mañana del jueves, Michelle puso al tanto a sus compañeros del inesperado encuentro que había tenido con Antón Marsan tras el partido de basquetbol en el Carisbrooke College.

—El señor Marsan asegura que desconocía la existencia de la cinta, así que no hay manera de probar si dice la verdad. Han pasado cinco años y, si Jodie la usó para chantajearlo, tuvo tiempo suficiente para deshacerse de ella. —Se sirvió un vaso de agua y lo bebió de un solo sorbo. Había sido la primera en llegar, no se debió precisamente a su sentido de responsabilidad, sino a la necesidad de escaparse de su casa después de lo que había ocurrido entre Clive y ella la noche anterior. Al menos, tenía sesión con el doctor Peakmore y esperaba desahogarse con él.

—Los peritos no han hallado la cámara —repuso Chloe Winters.

—Marsan dijo que había terminado con ella unas semanas antes del homicidio. Supongo que ya no le hacía falta, tenía lo que necesitaba oculto en el lomo del álbum de fotos —explicó Michelle reclinándose sobre uno de los escritorios, pe repente, sentía que la falda era demasiado estrecha e incómoda.

Patrick Nolan la observó de refilón.

—Debemos averiguar qué hizo con la cinta.

—Exacto, detective Nolan. Tal vez sea el indicio clave que nos lleve a resolver el caso. —Señaló a David Lockhart—. Sargento, hable con Ophelia Crawley. Búsquela en la galería de arte donde trabaja, no en su casa. Podemos correr el riesgo de que su esposo esté presente y se valga de alguna estrategia legal para impedir que hagamos nuestro trabajo. —Miró a Nolan—. Detective, usted le hará una visita a Alice Rafferty.

—Los peritos han traído el ordenador de Jodie de su apartamento. Le daré un vistazo a ver si hay alguna pista sobre qué hizo con el video —dijo Chloe Winters esperanzada.

Michelle asintió y, sin agregar nada más, se retiró a su despacho. Nadie se atrevió a cuestionar su repentina salida; después de todo, ella era quien manejaba los hilos dentro de la unidad. Por una ráfaga de segundo, Patrick Nolan tuvo el impulso de seguirla, pero su buen juicio evitó que lo hiciera.

Se decidió por hacer algo más productivo: leería la declaración original de Alice Rafferty antes de interrogarla.

Unos minutos más tarde, la puerta del despacho de la inspectora se abrió. Ella pasó por entre medio de los escritorios con su bolso en la mano.

—Regreso en un par de horas. Si surge alguna novedad, me avisan al móvil.

Todos la observaron. No tenía la obligación de informarles sobre cada paso que daba, pero a Patrick le molestó que se hubiera ido así de repente cuando creía que iría con él a ver a la esposa de Rafferty.

—Debe tener cita con su terapeuta —soltó Chloe Winters para dejar confundidos a sus compañeros.

—¿Terapeuta? —la pregunta fue casi al unísono.

—Sí, estuvo de baja durante tres meses después de haber estado involucrada en un atraco donde hirió de muerte al ladrón; además, su esposo recibió un balazo y, desde entonces, está confinado a una silla de ruedas.

Ambos detectives se quedaron mudos.

—Por favor, no comenten nada de lo que les acabo de decir —imploró al darse cuenta de que acababa de cometer una imprudencia. George, confiando en su discreción, le había revelado el pasado de la inspectora Kerrigan durante uno de sus encuentros, y ahora ella lo soltaba a la primera oportunidad.

Se llevó al laboratorio de criminalística la promesa de que ninguno de los dos diría nada.

Patrick Nolan trató, en vano, de concentrarse en la declaración que había hecho Alice Rafferty cinco años atrás; sin embargo, no podía dejar de pensar en lo que había dicho la doctora Winters.

Tal vez en aquella terrible tragedia residía la razón por la cual el superintendente Haskell había tomado la decisión de poner a Michelle Kerrigan al frente de la Unidad de Casos sin Resolver.

Ella necesitaba una nueva oportunidad, y él simplemente se la había dado. No había nada oscuro en su nombramiento. Respiró hondo, recostándose en la butaca. Nadie mejor que él conocía la importancia de las segundas oportunidades.

Miró la fotografía de Sharon, ahora cuidadosamente colocada en un bonito portarretrato con marco dorado.

La extrañaba, y el paso de los años no ayudaba a mitigar su ausencia. Cada día, su recuerdo se hacía más doloroso, como si todo hubiera sucedido el día anterior, en vez de ocho años atrás.

Saber que la inspectora cargaba con un pasado tan terrible como el suyo, modificó la imagen que tenía de ella. Ya no la veía como a esa mujer que se había quedado con el puesto que había soñado para él.

De repente, se encontró frente al ordenador, navegando en la página del periódico local. Buscó las ediciones de los últimos tres meses y rápidamente dio con la noticia. Había salido en primera plana y el titular no dejaba lugar a las dudas. «Inspectora de policía frustra atraco en un supermercado».

Una fotografía de Michelle durante sus primeros años en la Fuerza, con el uniforme y el birrete azul, ilustraba la nota. No había cambiado demasiado desde entonces: seguía siendo igual de bonita.

La volanta relataba en pocas palabras lo que había sucedido: «La detective inspectora Michelle Kerrigan asesina de un disparo a un joven ladrón cuando se encontraba fuera de servicio. El hecho ocurrió en una sucursal de Costcutter y el saldo fue más trágico de lo esperado: el esposo de la detective, que la acompañaba esa tarde, resultó herido de gravedad».

Buscó una fotografía del esposo, pero no la halló. Podía imaginarse el infierno en el cual se había convertido su vida porque él también había pasado por una experiencia similar.

Más leía sobre ella en los periódicos y más se daba cuenta de las cosas que tenían en común.

Le agradaba el despacho del doctor Peakmore, era un lugar espacioso, con las paredes pintadas de rojo y un gran ventanal que daba a la playa. El mobiliario era discreto, apenas un escritorio, tres butacas y un cómodo diván chaise longue estilo francés de cuero marrón. Una reproducción de un cuadro de la artista mexicana Frida Kahlo colgaba del muro que tenía enfrente.

Se acomodó en el apoyacabeza y cerró los ojos. Las manos descansaban laxas a ambos lados del cuerpo. La voz suave de su terapeuta siempre lograba calmarla.

—Cuéntame, Michelle. ¿Cómo ha sido tu regreso al trabajo?

Ross Peakmore, sentado a su lado, apuntaba la fecha en un cuaderno.

—Al principio sentí angustia, tenía miedo de no estar preparada para volver y que las ganas de retomar el trabajo no fueran suficiente. La verdad es que me inquietaba la idea de asumir tanta responsabilidad de golpe —confesó—. Muchas personas dependen de mi desempeño, confían en mí y lo único que espero es no decepcionar a nadie.

—Haskell me llamó la otra tarde; si tenías alguna duda, quítatela de la cabeza. Él no se arrepiente de haberte convocado, cree que eres la indicada para ocuparte de la Unidad de Casos sin Resolver. Debes sentirte más segura para brindar seguridad a los demás —le aconsejó—. ¿Qué hay del nuevo entorno? ¿Cómo te llevas con el grupo?

—Creo que bien.

—No te noto muy convencida.

—Congenié de inmediato con la doctora Winters y el sargento Lockhart; es más, ambos compartieron conmigo detalles de su vida personal. No puedo decir lo mismo del inspector Nolan, con él, la relación es algo… —buscó la palabra correcta para describirla—… tirante.

—¿A qué crees que se deba?

—Seguramente, no se siente cómodo estando bajo la supervisión de una mujer. Hasta cierto punto es comprensible; no es la primera vez que me toca lidiar con policías machistas que creen que las mujeres no podemos ocupar cargos importantes. El único altercado que tuvimos fue una tonta discusión sobre quién debía conducir el coche la otra mañana; dejé que lo hiciera él, por supuesto, pero sin dudas sirve para ilustrar muy bien lo que acabo de contarle. —Hizo una pausa para respirar hondo—. Es un elemento muy útil en la unidad y no quisiera prescindir de su experiencia.

—Dejemos el ámbito laboral por ahora y ocupémonos de lo que sucede en tu casa —sugirió.

Michelle rio con cierta ironía.

—La situación no puede ir peor. La relación con Linus sigue tan tensa como el primer día; Clive parece alejarse cada vez más de mí, y ahora, encima, tengo a su madre metida en casa. No sé si echarme a reír o a llorar —dijo mirándolo a los ojos.

A Ross Peakmore no le sorprendió que, por enésima vez, Michelle no mencionara su trauma más grande, aquel por el cual había asistido a las sesiones en primer lugar. El episodio en el supermercado continuaba sepultado bajo la lista de problemas intrafamiliares. Tenía que lograr que se abriera; estaba convencido de que el día que reconociera sus miedos y se deshiciera de la culpa, todo lo demás mejoraría.

—¿Has intentado nuevamente tener intimidad con tu esposo? —preguntó en cambio para no presionarla.

—Anoche estuvo a punto de ocurrir. Fui yo quien tomó la iniciativa y por un momento, Clive se dejó llevar, pero volvió a rechazarme. Creo que no voy a tener más remedio que comprarme un consolador o conseguir un amante —bromeó para alivianar su angustia.

El terapeuta permaneció serio.

—¿Lo harías?

—¿Comprar un consolador o buscarme un amante? —retrucó.

—Ya sabes mi respuesta.

—Y usted sabe la mía, doctor.

Peakmore se dio cuenta de que algo había cambiado desde la última sesión. Su manera de ponerse a la defensiva le preocupaba. Las campanadas del reloj anunciaron el final de la sesión. Se quedó con ganas de seguir indagando para llegar al meollo de su problema.

La próxima vez conseguiría que hablara sobre el tiroteo. Michelle tenía que superar, de una vez por todas, el temor de volver a disparar un arma.