Capítulo 11

El partido estaba reñido. Los locales ganaban apenas por doce puntos de diferencia. Carisbrooke College buscaba defender el título, mientras que los chicos de Greenmount deseaban alzarse con el trofeo por primera vez en tres años.

Christopher Marsan, el pivot del equipo era conocido por su rapidez dentro de la cancha. Aunque era más bajo que los demás, su extrema delgadez y habilidad con la pelota lo convertían en uno de los caballitos de batalla del Carisbrooke College. Había sabido ganarse la confianza del entrenador Harris y había evitado la banca de suplentes las últimas semanas gracias a su buen desempeño.

Cuando alguno de sus compañeros tenía la pelota, aprovechaba para espiar al público. Buscó inútilmente a su padre y, aunque no era la primera vez que le fallaba, siempre guardaba la esperanza de verlo en las gradas, alentándolo a él y a su equipo. Ophelia Crawley había llegado temprano, había abandonado cualquier obligación para estar presente en el juego de su hijo; incluso se había puesto la camiseta que él le había regalado. El chico sonrió cuando divisó a Matilda sentada en las gradas superiores acompañada de su hermano mayor.

La diferencia era amplia, pero la victoria no estaba aún garantizada. Christopher había anotado 13 de los 45 puntos de su equipo. Cuando el árbitro tocó el silbato, él y sus compañeros se acercaron a la banca. Mientras escuchaba las nuevas indicaciones del entrenador, saludó a Matilda con un guiño de ojo. Sonrió cuando ella le devolvió el saludo agitando exageradamente la mano. Antes de regresar a la cancha volvió a observar hacia donde estaba su madre. El puesto junto a ella continuaba vacío.

Linus metió la mano dentro de la bolsa de Black Jacks y recibió de parte de su hermana un codazo en el esternón.

—¡Hey, enana! Te traje al dichoso partido, lo menos que merezco es que compartas tus dulces conmigo.

—Hubiera podido venir sola —replicó todavía molesta por la insistencia de su madre en que Linus la acompañara.

—Shelley jamás lo hubiera permitido.

Los chicos de Carisbrooke anotaron un triple y la mayor parte del estadio se puso de pie para vitorear al equipo. Matilda no fue la excepción; soltó los dulces y se puso a saltar como una posesa. Linus, en cambio, observaba impávido cómo todos a su alrededor gritaban el nombre del equipo. Solo podía pensar en que no vería a Sylvia hasta el día siguiente. Estaba allí, soportando el griterío descontrolado de la muchedumbre, cuando podría estar entre los brazos de su chica favorita.

Cuando faltaban diez minutos para que el partido finalizara, Christopher anotó un doble, miró a las gradas, y le dedicó el punto a Matilda.

Linus se inclinó y le susurró un comentario burlón al oído. Antes de recibir otro codazo de su hermana menor, voló rápidamente a ocupar su lugar.

—Mira quién viene allí. —Señaló hacia una de los accesos.

Michelle se abrió paso entre el público amontonado a un lado de las gradas para tratar de encontrar a sus hijos. Un niño pelirrojo con una gran manopla de goma color verde fluorescente se escurrió junto a ella lo que hizo que trastabillara.

De repente, creyó escuchar que alguien gritaba su nombre, pero, con el bullicio, era difícil distinguir cualquier otro sonido. Sí escuchó el ringtone de su móvil.

Se apoyó en una esquina para evitar que alguien le pasara por encima. Sacó el teléfono del bolso con cuidado.

—Diga.

—Shelley, estamos aquí, detrás de ti —le indicó Linus.

Se apartó y observó por encima de su hombro hacia las gradas. El público ya empezaba a levantarse de sus asientos para marcharse y le costó dar con ellos. Sonrió cuando reconoció, en uno de los niveles más altos, la boina amarilla de Matilda.

Llegó hasta ellos dando codazos.

—El partido ya casi termina, mamá —se quejó Matilda.

—Lo siento, cariño. ¿Quién gana? —Se sentó junto a ella y miró hacia el tablero de anotaciones.

—Los nuestros —respondió Linus interviniendo en la conversación—. El novio de Matilda anotó varios puntos y le dedicó un doble a la enana.

—¡Cállate, Linus! —saltó la niña furiosa.

—¿Novio? —Michelle enarcó las cejas—. ¿De quién se trata?

Linus extendió el brazo.

—¿Ves a aquel niño de rizos rubios que está hablando con el entrenador Harris?

Ella asintió.

—Es por quien suspira mi hermanita —dijo sin poder aguantar la risa.

—Es muy guapo, cariño. ¿Cómo se llama?

—Christopher, y es mi mejor amigo… ¡Nada más! —aclaró lanzándole una mirada asesina a su hermano.

—Podríamos aprovechar que estamos aquí para que me lo presentes.

—¡Mamá! —protestó Matilda.

—Conozco a Vicky y a todas tus amigas, ¿por qué no puedo conocerlo a él?

Matilda suspiró resignada.

—Está bien, mamá, como quieras.

El árbitro dio el pitido final y los locales se alzaron con la victoria.

Esperaron a que las gradas se fueran desocupando y bajaron hasta el sector del campo por donde saldrían los ganadores.

Matilda tironeó de la chaqueta de Michelle.

—Esa señora de allí es la madre de Chris —anunció.

Michelle observó a la mujer ataviada con la misma camiseta que usaba la mascota del Carisbrooke College.

—¿Nos acercamos? —preguntó en un intento por conocer la opinión de su hija.

—Mejor esperemos a que salga Chris.

Linus se había apartado de ambas sin que ellas se dieran cuenta. Cuando Michelle reparó por fin en su ausencia, lo descubrió en un rincón apartado, hablando por teléfono.

Matilda se acomodó el vestido al divisar a Christopher que se acercaba a su madre.

—Allí está, vamos.

Michelle tuvo que apresurar el paso para no quedar rezagada. Un hombre se arrodilló frente a Christopher y el rostro del niño se iluminó. Michelle supuso que sería su padre el que lo felicitaba por la fantástica victoria del Carisbrooke College frente a sus eternos rivales de Greenmount.

Ambos, padre e hijo, se fundieron en un abrazo; abrazo al que se sumó también la madre.

Michelle y su hija se quedaron aparte, esperando el momento oportuno para acercarse.

—¡Matilda! —Christopher se despegó de su padre y les salió al encuentro.

Cuando el hombre que hasta ese momento le había dado la espalda, se volteó, Shelley se quedó de una pieza.

Tenía frente a ella nada más y nada menos que a Antón Marsan.

Comenzó a andar más lento a media que se acercaba a su destino. Con manos temblorosas apretaba el bolso contra su estómago. Había tomado una decisión y no podía echarse atrás. No había tiempo para arrepentimientos, ya no.

La compañía de seguros funcionaba en una vieja casona remodelada en la calle Trinity. En el cristal de la ventanas, se podía leer Ryde’s Insurance. Observó el movimiento de los empleados desde la calle. Había poca gente y, de cierta manera, se sintió más calmada. Mientras menos testigos hubiera mejor.

Respiró profundo, hinchando exageradamente el pecho y enfiló hacia el lugar.

Las campanillas de la puerta tintinearon encima de su cabeza. Había dos escritorios apostados a ambos lados del acceso. Un hombre canoso de elegante traje y corbata a tono ocupaba el de la izquierda; en el de enfrente, una muchacha con gafas de aumento leía muy concentrada un ejemplar de la revista OK! Optó por acercarse a ella.

—Buenas tardes, señorita, quisiera denunciar un accidente.

La joven levantó la vista. Tenía un ojo de cada color. Charlotte supuso que usaba lentes de contacto. Ese inusual detalle más las uñas pintadas de negro le daban un aspecto algo estrafalario.

—¿Es usted una de las involucradas?

Abrió el bolso y le entregó un una libreta forrada en cuero negro.

—Así es. El otro sujeto escapó antes de que pudiera hacerle algún reclamo. Por fortuna, fui precavida y anoté su número de matrícula. La verdad es que mi intención no era llegar tan lejos. No quiero a la policía involucrada en este asunto porque apenas fue un raspón. Si pudiera darme su nombre, yo misma me podría ponerme en contacto con él. Estoy segura de que podremos llegar a un acuerdo. Por supuesto, ustedes se encargarían de llevar adelante los trámites, como debe ser. Yo estoy al día con la cuota del seguro y no será difícil averiguar si ese hombre lo está o no, ¿verdad, señorita…? —Miró el nombre que aparecía escrito en su gafete—. ¿Señorita Thruman?

—Veré qué puedo hacer. —Ingresó el número de la matrícula en la base de datos y esperó un momento—. Vaya, el número de matrícula corresponde a uno de nuestros antiguos clientes.

—¿De quién se trata? —preguntó haciendo un esfuerzo por no parecer demasiado interesada en conocer su identidad—. Lamentablemente, no creo que pueda brindarle esa información sin antes consultarlo con mi jefe. No se hizo la correspondiente denuncia a la policía, y eso no es algo habitual. —Se puso de pie—. Espere aquí, regreso enseguida.

La joven se dirigió al fondo del local y entró en una oficina; cerró la puerta tras de sí. Charlotte miró por el rabillo del ojo al empleado de cabello blanco y traje elegante: escribía en un papel, aparentemente ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor. No podía arriesgarse a ser vista. Observó la puerta por donde había desaparecido la muchacha unos segundos antes; seguía cerrada. Entonces, como una respuesta a sus plegarias, sonó un teléfono. El hombre, buscando quizás un poco de privacidad, le dio la espalda. Era ahora o nunca.

Se estiró por encima del escritorio y giró la pantalla del ordenador. Agradeció que la lista de clientes de Ryde’s Insurance estuviera escrita en letras grandes porque había olvidado sus gafas.

Un nombre estaba resaltado en amarillo. En la parte derecha, estaba su dirección. Recuperó su libreta y apuntó los datos con el primer bolígrafo que encontró.

Ya tenía lo que había venido a buscar. Colocó el ordenador en su sitio, guardó la libreta en el bolso y, antes de que la empleada volviera, salió por la puerta como alma que lleva diablo.

Después de que el pequeño Christopher le presentara a su padre, a Michelle no le quedaron dudas de que se trataba del mismo hombre que aparecía en el video con Jodie McKinnon.

No podía desaprovechar la oportunidad, así que, cuando Matilda y su amigo se adelantaron al grupo, se acercó al fiscal por detrás y le rozó el hombro.

—Señor Marsan, ¿podríamos hablar un momento?

Antón Marsan frunció el entrecejo.

—¿Sucede algo con mi hijo?

—No, no tiene nada que ver con él o con Matilda. —Sacó la placa del interior del bolso—. Soy inspectora de policía y dirijo la Unidad de Casos sin Resolver.

—¿Se trata de algo relacionado con mi trabajo?

Michelle negó con la cabeza.

—Estamos investigando el homicidio de Jodie McKinnon, señor.

La mención de aquel nombre causó estragos. El fiscal se quedó aturdido, con la mirada perdida en un punto fijo, sin saber qué decir. Ophelia Crawley, que se aferraba a su brazo, empalideció de repente.

—Realmente no esperaba encontrármelo aquí. Ignoraba que nuestros hijos se conocieran, pero creo que podemos aprovechar para que responda algunas preguntas. ¿Está de acuerdo? Porque, si no es así, me veré obligada a citarlo en la comisaría —dijo para ver si lograba hacerlo reaccionar.

—No será necesario, inspectora —respondió por fin. Se dirigió a su esposa—. Ophelia, ve a casa con el niño, yo los alcanzaré más tarde. Esta noche cenaremos fuera para festejar el triunfo del equipo. —Le dio una palmadita en la mano y la soltó.

La mujer, totalmente petrificada, fue incapaz de dar un solo paso.

—Ophelia, cariño, ¿me has oído?

Ella entonces lo miró. Michelle percibió la angustia en sus ojos.

—Te veré en casa, Antón.

Se alejó hacia donde estaba su hijo, lo asió de la mano y lo sacó casi a rastras del lugar. Matilda regresó a su lado.

—Cariño, busca a Linus y espérenme en el coche. Yo necesito hablar con el señor Marsan.

Matilda miró a los adultos con curiosidad; la petición que acababa de hacerle su madre la sorprendió, aunque obedeció sin chistar.

Se dirigieron hacia la parte lateral del colegio y ocuparon una de las bancas de madera que daban a la calle.

—Hace mucho tiempo que no oigo ese nombre, aunque reconozco que, en todos estos años, no he conseguido olvidar a Jodie.

Michelle observó al hombre que tenía frente a ella durante un instante antes de formular la primera pregunta. Confirmó lo que había pensado tras ver la cinta: Antón Marsan era un hombre sumamente atractivo, capaz de subyugar a cualquier mujer. Cabello oscuro, apenas matizado con unas hebras blancas en los costados, ojos pequeños pero de un azul intenso y figura atlética. Se preguntó cuántos años tendría. Calculó que debía rondar los cincuenta, tal vez un poco más.

—El caso de Jodie es el primero que llevamos en la unidad. Investigamos su muerte por pedido del superintendente de policía; es conocido de la familia —explicó, a pesar de que sabía que no tenía por qué hacerlo. Aquel hombre le inspiraba cierta compasión, parecía realmente afectado por la trágica muerte de la joven, aunque había aprendido a no dejarse influenciar por las apariencias.

—No conocí a Vilma McKinnon en persona, aunque Jodie siempre me hablaba maravillas de ella. La admiraba mucho; decía que su madre era una luchadora nata, que había sabido sacarla adelante sin la ayuda de nadie.

—¿Cuándo murió el padre de Jodie? —preguntó porque no recordaba haber leído sobre él en ninguno de los archivos del caso.

—En realidad, no sé si murió. Ella me contó que desapareció de sus vidas cuando era muy pequeña y que, desde entonces, no había vuelto a verlo. Creo que Vilma McKinnon contó eso a todo el mundo cuando el tiempo pasó y el hombre no regresó. A Jodie le afectaba mucho la ausencia de su padre.

—Veo que su relación con ella era cercana —comentó llevándolo al terreno que le interesaba pisar.

Antón Marsan esbozó una sonrisa. Había una extraña mezcla de melancolía y resignación en ella.

—No tiene caso ocultar la verdad, inspectora. Jodie y yo tuvimos un romance. No duró mucho, apenas unos meses, pero fueron los meses más intensos de mi vida. —La miró a los ojos—. La echo mucho de menos.

—¿Cuándo fue asesinada todavía seguían juntos?

El fiscal de la Corona Británica negó con la cabeza.

—Habíamos terminado unas semanas antes.

—¿Por qué motivo?

—Mi esposa se enteró de lo nuestro. No tuve más remedio que dejar a Jodie para salvar mi matrimonio y mi carrera.

—¿Cómo reaccionó Jodie cuando la abandonó?

—Se puso furiosa, intentó retenerme a cualquier costo. Me dijo que se había enamorado de mí, pero lo nuestro ya no podía continuar.

—¿Y qué sentía usted por ella?

Se tomó unos segundos en responder.

—Yo también la amaba, pero a veces el amor no es suficiente, inspectora. Había demasiado en juego como para arriesgarlo por amor. Sé que no debí involucrarme con Jodie en primer lugar, pero, además de ser fiscal de la Corona y padre de familia, soy también un hombre y, como tal, cedí ante la tentación. Si eso me hace culpable de algo, entonces lo soy, pero jamás haría nada que lastimase a Jodie.

Michelle recordó las marcas en el cuerpo de la muchacha.

—Sabemos que alguien golpeó a Jodie semanas antes de su muerte. Brett Rafferty negó haberle puesto una mano encima.

—¿Insinúa que fui yo? —preguntó Marsan indignado.

—¿Lo hizo, señor Marsan?

—¡Por supuesto que no! —estalló de repente. Una extraña mueca le desfiguró el rostro—. Fue difícil seguir trabajando con Jodie después que terminé con ella, pero tratábamos de tener la fiesta en paz. Yo no estaría tan seguro de que Rafferty diga la verdad cuando asegura que no la golpeó. Era un sujeto bastante irascible, vivía exigiéndole que dejara el trabajo.

Michelle percibió no solo el cambio de humor; la calma aparente que había mostrado hasta ese momento desapareció por completo. Antón Marsan se estaba poniendo nervioso y quería saber por qué.

—¿Piensa que el novio de Jodie sabía que lo engañaba?

—No estoy seguro, aunque hubo un tiempo en que insistía en pasar a buscarla por la magistratura, tal vez intuía algo.

—¿Dónde estaba usted la noche en la que Jodie desapareció?

—Me encontraba fuera de la isla. Viajé a Southampton por cuestiones laborales y no regresé hasta el fin de semana; me acompañaron dos colegas así que podrán corroborar mi coartada fácilmente, inspectora.

—Lo haremos, no se preocupe —le aseguró—. Hay otra cosa de la que quiero hablarle, señor Marsan. Hemos registrado el apartamento de Jodie y encontramos una cinta de video. —Lo escudriñó con la mirada, esperando ver algún gesto que lo delatara, aunque sus palabras solo parecían haberlo sorprendido.

—¿Y qué tengo que ver yo con eso?

—Mucho, señor Marsan ya que usted aparece en ella.

El rostro del fiscal empalideció de repente.

—¿De qué habla?

—Jodie grabó uno de sus encuentros; tenía escondida una cámara en su habitación, creemos que con la intención de extorsionarlo.

—¡Eso es imposible! ¡Jodie jamás habría hecho algo así!

La reacción del fiscal, aunque algo exagerada, le pareció espontánea. O tal vez solo era un excelente actor.

—Está claro que lo hizo porque planeaba obtener algún beneficio. ¿Está seguro de que no conocía su existencia?

—Ya le he dicho que no.

—¿Y qué hay de su esposa? ¿Cómo se enteró del romance?

Antón Marsan parecía más confundido que antes. Movía la cabeza, negándose a aceptar los hechos.

—No por el video, si es lo que piensa —le aclaró.

—¿Entonces cómo lo supo? ¿Se lo dijo usted?

—Me atrapó en una mentira. Le había dicho que tenía una cena con un viejo amigo a quien ella no conocía. Desconfió enseguida y resolvió seguirme. Nos vio a Jodie y a mí entrando a su edificio. Cuando me confrontó esa misma noche, le juré que abandonaría a Jodie y cumplí con mi promesa.

Era difícil imaginar que una mujer como Ophelia Crawley se hubiera quedado tranquila después de descubrir que su esposo la engañaba con su joven asistente. ¿Quién le garantizaba que Antón Marsan no volvería a sucumbir a la tentación con Jodie McKinnon tan cerca?

Tal vez había dado con la solución definitiva para evitar volver a ser traicionada. Muerto el perro, se acababa la rabia.