Geoff Eames entró al pub y barrió el lugar con la mirada buscando un puesto libre donde sentarse. Era la hora de receso en la universidad, y El Cisne Blanco se atiborraba de gente.
Vio que alguien ubicado en una de las mesas junto a la ventana agitaba un brazo. Cuando gritó su nombre supo que se estaban dirigiendo a él. Dudó en acercarse. Era la primera vez en mucho tiempo que Alice Rafferty le prestaba atención.
Avanzó hacia ella abriéndose paso entre los estudiantes y profesores que abandonaban el pub. Un grupo de cinco universitarios entró y rápidamente ocupó una de las mesas vacías. Le preguntaría a Alice qué quería y se marcharía. Todavía estaba a tiempo de comer algo antes de regresar a la biblioteca.
—¿Me acompañas? —le preguntó ella toda sonriente.
No supo qué responder, pero lo venció la curiosidad.
¿Qué sería lo que la había llevado a invitarlo a su mesa? Se conocían desde hacía al menos seis años; nunca habían sido demasiado cercanos y, tras la muerte de Jodie McKinnon, habían dejado de frecuentarse. Si se cruzaban en el campus o en la biblioteca, apenas se miraban.
—No tengo opción me parece.
Alice lo observó por encima de la taza de café, mientras se ubicaba frente a ella. Aunque ya no llevaba el cabello largo seguía siendo el mismo muchacho guapo y seguro de sí mismo que había hechizado a su amiga cinco años atrás.
—Sé que sucedió hace mucho tiempo, pero nunca lo conversamos: te vi aquel día en el funeral de Jodie; no creí que tuvieras las agallas de aparecer.
Una camarera se acercó para tomar su orden. Geoff se decantó por un emparedado de pollo y una Coca-Cola. Alice pidió otra taza de café.
—Mucha gente de la universidad quiso despedirse de ella —respondió acomodándose en la silla—. No había nada de malo en que yo quisiera hacer lo mismo.
—Tú no eras como los demás y lo sabes. —Ella lo escudriñó con la mirada—. Jodie estaba loca por ti, creo que incluso planeaba dejar a Brett.
—Te equivocas, Alice. Jodie y yo nunca nos enredamos. Coincidimos en un par de salidas porque teníamos algunos amigos en común, pero nada más.
A Alice le costaba creer que el bibliotecario no hubiese cedido a los continuos intentos de Jodie por seducirlo.
—¿Cuándo la viste por última vez?
La oportuna aparición de la camarera con su pedido fue la excusa perfecta para tomarse el tiempo necesario en responder a su pregunta.
—¿Por qué quieres saberlo? —retrucó él, sorprendido por el giro que estaba tomando la conversación.
—Porque creo que sí tuviste que ver con ella —afirmó sin siquiera inmutarse—. No sé si lo sabes, pero han reabierto el caso. Brett acaba de llamarme para decirme que fue interrogado por la policía. Seguramente volverán a hablar con todos los que conocían a Jodie, o sea que también te buscarán a ti.
—Apenas tuve trato con ella —insistió Geoff Eames—. No podré aportar nada relevante a la investigación. La policía perderá el tiempo conmigo.
—¿Estás seguro?
Se había cansado de aquel extraño juego del gato y el ratón. Dejó el emparedado a medio comer en el plato y sacó dinero del bolsillo de sus pantalones. Arrojó los billetes sobre la mesa y le clavó la mirada, para intimidarla con sus ojos oscuros.
—Que tengas un buen día, Alice.
Se levantó bruscamente de la silla antes de que ella dijera algo más. No estaba dispuesto a seguir escuchándola. Cuando salía, chocó con uno de los profesores; sus libros volaron por los aires, pero Geoff Eames ni siquiera se detuvo para pedirle disculpas.
Cuando Charlotte dobló en la esquina de Castle Street y vio al auto gris plateado estacionado fuera de su propiedad, todos sus sentidos entraron en alerta. Era el mismo que había visto en la playa un par de días antes.
Aminoró el andar, incluso cruzó por su cabeza dar media vuelta y marcharse. Sabía que vendrían; ella no había respondido a la llamada de la tal inspectora Kerrigan y ahora tenía a la policía metida en el salón de su casa. ¿Tenían que aparecer precisamente ese momento, cuando estaba malhumorada y enfadada con medio mundo? La insufrible de su jefa acababa de despedirla porque, en un arranque de furia, le había soltado a una clienta del salón que su cabello se asemejaba a las crines de un caballo.
Francés Donohue la había despedido, sí, pero, al menos, se había sacado las ganas de escupirle en la cara todo lo que pensaba de ella. Hasta se había acordado de insultar al imbécil de su esposo, que solía pasarse por el salón de belleza para mirarle las piernas. Incluso, en una ocasión en la que Francés había tenido que salir, el muy cerdo la había hecho bajar al depósito para meterle mano. Por supuesto, también se lo soltó. Ver cómo la cara de su ahora exjefa se ponía roja de rabia y consternación valía más que cualquier desplante sufrido durante los siete largos años que había trabajado para ella.
A medida que se iba a acercando a la casa en donde la esperaba la policía se daba cuenta de la gravedad de su situación. Con la cabeza fría pensó en su madre y su delicado estado de salud. No sería sencillo encontrar un empleo a su edad. Había traspasado ya la barrera de los cuarenta y no contaba con una formación académica suficiente como para conseguir algo mejor. Podría probar suerte en otro salón de belleza, aunque no estaba segura de querer volver a lo mismo. ¿De qué vivirían ahora? Tenía algo de dinero ahorrado, sin embargo, no les duraría mucho tiempo. La pensión de su madre apenas alcanzaba para cubrir los gastos médicos.
Abrió la verja de madera y, al girar, vio a Pippo que se acercaba desde del patio trasero. ¿Qué estaba haciendo fuera de la casa? Su madre sabía que el perro no podía salir cuando ella no estaba. Seguramente, se había escapado cuando llegó la policía. El mestizo de bobtail se paró en cuatro patas y le lamió la cara.
—¡Sal, Pippo, bájate! —le ordenó mientras intentaba sacárselo de encima. No estaba de humor para jugar con él.
El animal obedeció y la siguió a la casa.
Ingresó sigilosamente; no fue directamente a la sala, sino que se quedó en el pasillo para ver si podía escuchar algo. La falta de ruido la inquietó y, al asomarse, vio a la misma pareja de la playa sentada en el sillón. El hombre bebía café en la taza de porcelana que su madre reservaba solamente para las visitas y las ocasiones especiales, la mujer degustaba uno de los pastelitos de mora que había horneado la tarde anterior.
Se arregló el cabello y respiró hondo.
—Buenos días.
Tanto Michelle como Nolan se voltearon al escuchar su voz. Ellie Cambridge, en cambio, sonreía nerviosa.
—Hija, estos policías quieren hablar contigo sobre la muerte de esa chica ocurrida hace cinco años.
—Soy la inspectora Kerrigan, y él es el inspector Nolan.
Los observó atentamente durante unos cuantos segundos sin decir nada. Pippo se alejó de su dueña y apoyó el hocico en el regazo de Patrick. Recibió complacido una caricia del detective para luego echarse a su lado.
Charlotte pasó por delante de ellos y se quedó de pie, junto a la ventana.
—Ya le dije a la policía en aquella oportunidad que yo no vi nada. No entiendo por qué han vuelto ahora —manifestó poniéndose a la defensiva.
Patrick respondió a su pregunta.
—Hemos reabierto la investigación. Pertenecemos a la Unidad de Casos sin Resolver y necesitamos volver a interrogar a todo aquel que pudo ver algo sospechoso el día en que el cuerpo de Jodie McKinnon apareció en la playa.
—Pierden el tiempo conmigo, inspector. En mi testimonio dejé bien en claro que esa mañana salí temprano al trabajo y que no noté nada extraño. Me enteré recién de lo sucedido cuando regresé al mediodía, y mi madre me lo contó.
—¿Usted tampoco vio nada?
Ellie Cambridge negó con la cabeza.
—No, inspectora, esa semana en particular estuve en cama, recuperándome de un shock insulínico —respondió desviando la mirada hacia su hija.
Michelle asintió. Ambas declaraciones concordaban con las que habían brindado durante la primera investigación. Eran tan semejantes que parecía que madre e hija estuvieran leyendo un guion. Se levantó y también fue hasta la ventana. Notó la inquietud en el semblante de Charlotte Cambridge; ella no pudo soportar su escrutinio y se alejó hacia el otro extremo del salón. Michelle observó hacia el exterior. El punto exacto donde había aparecido el cuerpo de Jodie McKinnon estaba a unos cincuenta metros de la casa y la muralla de piedra que se extendía a lo largo de la explanada cubría parte del terreno, aun así, comprobó que, si alguien bajaba a la playa, podía ser visto fácilmente desde allí.
Charlotte Cambridge se negó a seguir hablando; según ella, no tenía nada más que agregar. Pippo, que parecía haber simpatizado con el inspector Nolan, los acompañó hasta verja.
—¡Ven aquí, muchacho! —le gritó Charlotte golpeando el marco de la puerta con la mano.
El perro regresó a su lado. Los inspectores echaron un último vistazo a la casa tras subirse al coche. Se iban con las manos vacías; sin embargo, estaban absolutamente convencidos de que la mujer les ocultaba algo.
El contenido de la tarjeta de memoria hallada en el apartamento de Jodie McKinnon dejó a todos con la boca abierta.
Se trataba de una grabación casera que no duraba más de quince minutos; en ella se podía ver a la muchacha teniendo sexo con un hombre que no era su novio. También se los podía ver a ambos inhalando una sustancia blanca que habían volcado en un espejo. Era evidente que todo había ocurrido en la habitación de la víctima. Al parecer, Jodie McKinnon no era ese dechado de virtudes que su madre pregonaba. La estudiante de leyes llevaba una doble vida, tenían las pruebas en la mano y quemaban como hierro caliente.
Michelle no era de escandalizarse fácilmente, aunque, sin dudas, las imágenes que ahora se reproducían en la pantalla de plasma que colgaba encima de la pizarra bien podrían formar parte de una película porno de bajo presupuesto. Cuando el sonido de los gemidos se volvió demasiado incómodo, la doctora Winters detuvo la proyección.
El hombre que aparecía en la cinta fue identificado rápidamente como Antón Marsan, fiscal de la Corona Británica y jefe de la víctima. Como parte del círculo cercano de Jodie, se le había tomado declaración durante la primera investigación, pero pronto descubrieron que el letrado jamás había mencionado que conociera a la joven fuera de los tribunales.
—Hace cinco años, Marsan era un respetado hombre de familia. Estaba casado con Ophelia Crawley, una conocida marchante de arte de la isla y tenía un hijo de tres años —dijo el sargento Lockhart tras leer uno de los informes policiales—. Nunca fue considerado sospechoso ni persona de interés dentro del caso.
—Ahora sabemos que engañaba a su esposa. Seguramente el hecho de que sostuviera un romance con su asistente y que, además, compartiera ciertos hábitos con ella, no solo perjudicaría su vida privada, sino también supondría un escándalo dentro de las altas esferas judiciales —planteó Michelle. El tal Marsan debía llevarle varios años a Jodie McKinnon y, a pesar de haber sido captado en circunstancias poco favorables, tenía que reconocer que era un hombre atractivo.
—El ángulo en dirección descendente indica que no hubo un tercero involucrado, de seguro la cámara fue escondida previamente en algún sitio —señaló Patrick Nolan—. Además, Jodie mira constantemente hacia el objetivo, como si estuviera posando. Es posible que Marsan no supiera que lo estaban grabando.
Michelle frunció el ceño.
—¿Para qué registraría Jodie en video un encuentro con su amante?
—¿Un chantaje? —sugirió David Lockhart—. El fiscal tenía mucho que perder si esas imágenes salían a la luz. Además, hace cinco años le ocultó a la policía que mantenía un romance con su asistente.
El hallazgo de la cinta y una posible extorsión por parte de la víctima cambiaban radicalmente el rumbo de la investigación; ahora tenían otro motivo para el crimen y un nuevo sospechoso.
Michelle miró al sargento.
—¿Qué hay de Brett Rafferty? ¿Tenía conocimiento de la relación entre su novia y el fiscal?
—No mencionó a Marsan en ningún momento, aunque reconoció que peleaba con la víctima porque quería que dejara el trabajo. Tal vez sospechaba que había algo entre ella y su jefe. Confirmó que la llamó el día en que desapareció para invitarla a cenar, pero Jodie lo rechazó. Su coartada se sostiene hasta cierto punto; me dijo que tuvo una reunión de negocios; lo comprobé con uno de sus socios y, efectivamente, era verdad, aunque no tiene manera de justificar qué hizo después de la medianoche. Negó rotundamente haber agredido a Jodie y que las últimas semanas antes de su muerte, estaban distanciados.
—Alguien golpeó a esa muchacha; si no fue el novio, apuntemos al amante. Antón Marsan tiene muchas cosas que explicar. Hablemos también con Ophelia Crawley para comprobar si estaba al tanto de la aventura que su esposo sostenía con la víctima. No olvidemos a Alice Solomon, la mejor amiga de Jodie McKinnon.
—Tampoco a Charlotte Cambridge —apuntó Patrick Nolan—. Esa mujer mintió; sabe más de lo que dice, tal vez si presionamos a la madre en su ausencia podamos averiguar qué esconde.
El superintendente Haskell irrumpió en ese momento en el recinto de la Unidad de Casos sin Resolver. Nuevamente, ella notó cierta complicidad entre él y Chloe Winters. La sonrisa en el rostro de la morena se congeló cuando la descubrió observándola. Tras ponerse al tanto de los avances en la investigación, George Haskell regresó a su oficina.
Michelle se encontraba exhausta. Después de no haber pegado un ojo en casi toda la noche y haber discutido con su suegra, lo único de lo que tenía ganas era de marcharse. Ya no tenía cabeza para nada más. Cuando vio el calendario sobre el escritorio, recordó el partido de basquetbol escolar al cual Matilda le había pedido ir para alentar a uno de sus amigos. Le había dado permiso siempre y cuando Linus la acompañara. Resolvió que ella también asistiría; le haría bien un poco de aire fresco. Además, tenía ganas de pasar tiempo con sus hijos fuera del clima tenso de la casa.
Entró al toilette para refrescarse un poco antes de marcharse.
Estaba secándose el rostro cuando vio acercarse a Chloe Winters a través del espejo.
—¿Podríamos hablar, inspectora Kerrigan?
El tono formal con el cual se había dirigido a ella la inquietó.
—Sí, por supuesto. —Arrojó el papel dentro del cesto de la basura y se volteó hacia ella.
—Antes que nada quiero que sepa que jamás pondría en riesgo mi trabajo y que, si fui elegida para formar parte de esta unidad, fue por mérito propio, no por favoritismos.
Michelle presentía hacia donde apuntaba la conversación.
—Nunca lo puse en duda, Chloe —aseguró.
La tensión en el rostro de la doctora fue en aumento. No podía dejar las manos quietas.
—Sin embargo, creo que sospecha la verdad.
—¿La verdad?
—Sí, sobre lo que sucede realmente entre George Haskell y yo.
No dijo nada durante varios segundos y, cuando creyó que la doctora Winters colapsaría por culpa de los nervios, decidió hablar para poner fin a la tortura.
—Chloe, aunque no lo crea, hace poco tuve una conversación similar con el sargento Lockhart y le digo lo mismo que le dije a él: su vida privada no me interesa. Lo importante es su desempeño profesional. Si cumple con su trabajo como es debido, no habrá inconvenientes.
La joven sonrió más relajada. Los dientes blancos contrastaban con su piel de ébano.
—George y yo tratamos de ser discretos, pero cada vez es más difícil. Supongo que le parecerá extraño que alguien como yo se haya enredado con un hombre como él.
—A esta altura de mi vida, muy pocas cosas me resultan extrañas.
—¿Cuándo se dio cuenta?
—El superintendente es un conocido donjuán. Hace años, en los pasillos de la comisaría se rumoreaba que, si eras joven y bonita, tarde o temprano terminabas cayendo en sus brazos.
—¿Fue usted una de esas mujeres? —preguntó de repente.
—No, aunque sí intento seducirme al poco tiempo que ingresé a la Fuerza; sin éxito, por supuesto —confesó.
—George es un seductor nato; a mí me conquistó de inmediato. No soy una de esas que andan enredándose con hombres casados y disfrutan destrozando una familia. Simplemente me enamoré de quien no debía.
Fue imposible no pensar en Jodie McKinnon y su relación con Antón Marsan, aunque dudaba que hubiera amor entre ellos, no cuando Jodie había grabado uno de sus encuentros sexuales tal vez con la intención de usarlo luego en su propio beneficio.
—Por favor, inspectora, no diga nada sobre mi romance con George. Ya es bastante penoso para mí que usted esté al tanto. No soportaría que más gente lo supiera; no es por mí, sino por él. Si el comisionado adjunto o alguien de su entorno se enteraran de lo nuestro, sería el fin de su carrera.
Michelle le dio una palmadita en el hombro.
—Puede quedarse tranquila; no diré nada.
—Gracias, inspectora Kerrigan. —La sorprendió dándole un efusivo abrazo.
—Llámeme Michelle —le pidió.
Chloe Winters abandonó el toilette con una sonrisa de oreja a oreja que le atravesaba el rostro. Era evidente que acababa de quitarse un gran peso de encima.