Capítulo 1

El disparo, a tan solo unos pocos centímetros su oreja, la dejó aturdida. No supo cuántos segundos pasaron; inmersa en una nube de confusión, gritos y gente corriendo para poner a salvo su vida, logró enfocar la mirada nuevamente en su objetivo. Empuñó con fuerza la pistola y colocó el dedo en el gatillo. Notó que le palpitaban las manos. Sujetó la Glock con más fuerza para detener el temblor.

Al otro lado del cañón, un hombre que se escudaba detrás de una máscara con el rostro de Margaret Thatcher levantaba lentamente sus brazos en señal de rendición.

—¡Suelta el arma y patéala lejos de ti! —le ordenó.

El maleante obedeció. La ropa oscura que llevaba y las botas con plataforma no lograban ocultar un cuerpo esmirriado que no llegaba al metro sesenta de estatura.

Por un instante, uno de los más prolongados y tensos de su vida, se miraron a los ojos, sin decir nada, sin producir ningún movimiento. Cualquier paso en falso habría bastado para decidir quién de los dos podía perder la vida esa tarde.

Un murmullo quejumbroso a sus espaldas fue lo que la distrajo. Cuando miró por encima de su hombro, vio un par de piernas enfundadas en unos pantalones vaqueros gastados Con el dobladillo hacia arriba que se asomaban detrás de la sección de lácteos del supermercado. El corazón le dio un vuelco en el pecho. Rápidamente volvió a enfocarse en su objetivo, pero ese segundo de distracción le costó caro. El maleante rodó por el suelo hasta alcanzar el arma. Consiguió recuperarla, sin embargo, aquel último intento por salirse con la suya, le puso fin a su vida.

El segundo disparo retumbó tan fuerte en su cabeza como el primero. Pero, sin dudas, sería el que recordaría por mucho más tiempo.

El sujeto se sacudió en violentos estertores delante de sus ojos hasta que finalmente dejó de moverse.

Seguía apuntándole, apretando la Glock con fuerza. Ya no solo le temblaban las manos; podía sentir cómo lentamente las piernas dejaban de responderle. Unas gotas de sudor helado se deslizaron por su rostro y murieron en el escote mojado de su camisa. Respiraba entrecortadamente, como si estuviera a punto de quedarse sin aliento.

Se acercó y le quitó la máscara.

¡Mierda! ¡Pero si no era más que un niño! Debía de tener la misma edad que Linus. De repente, todo a su alrededor empezó a dar vueltas y necesitó aferrarse a una de las góndolas para no derrumbarse.

Un nuevo pedido de auxilio la hizo reaccionar. Con el estómago revuelto, corrió hasta la sección de lácteos. Se detuvo en seco cuando vio el charco de sangre que se extendía por el pasillo, tiñendo las baldosas negras y blancas de un rojo intenso.

Quiso gritar, pero de su garganta solo salió un sonido gutural parecido al de las bestias cuando son malheridas. Se arrojó a su lado y lo sujetó por los hombros intentando moverlo, pero la fuerza la había abandonado por completo. Apoyó la cabeza en su pecho para cerciorarse de que su corazón aún latía. Estaba vivo, pero no sabía por cuánto tiempo.

Con la mirada nublada por el llanto, contempló sus manos. Estaban manchadas con sangre: la sangre de su esposo.

Michelle, Shelley para su familia y amigos, abrió los ojos y lo primero con lo que se topó fue con la silla de ruedas. A su lado, en la cama, el cuerpo de Clive yacía inmóvil. Su pecho subía y bajaba al ritmo de su respiración. Dormía profundamente o al menos simulaba que lo hacía. Ella había pasado una noche de perros, agobiada una vez más por las pesadillas y por algo mucho peor: la culpa. Se preguntaba de qué servía la hora que perdía cada jueves con su terapeuta si, al final de cuentas, cuando apoyaba la cabeza en la almohada, esa tarde de diciembre en la que su vida y la de los suyos habían cambiado para siempre, regresaba para atormentarla.

Apartó la vista de la silla y se volteó hacia él para observarlo a sus anchas.

Un par de rizos rebeldes caían sobre su frente. Las sienes plateadas le conferían un atractivo único. Una sonrisa le curvó los labios cuando trajo a su memoria la primera vez que lo vio: ella se había dejado arrastrar por su hermana hasta un club nocturno para festejar su reciente ascenso y él había salido a divertirse con unos amigos. Todo comenzó con una invitación a bailar, siguió con un café en Coburgs y, dos semanas más tarde, ya no podían estar separados el uno del otro. En esa época, él llevaba el cabello mucho más largo y ella adoraba enredar los dedos en los rizos que se le formaban en la nuca hasta quedarse dormida. Quiso tocarlo como solía hacerlo en el pasado, pero su mano quedó suspendida en el aire cuando Clive volteó la cabeza hacia el otro lado. Tragó saliva. No dormía, sencillamente fingía hacerlo para no tener que responder a sus caricias. Habían transcurrido poco más de tres meses desde el disparo y continuaba rechazándola. No sabía por cuánto tiempo más podría soportar aquella carga en su espalda. Tras el episodio en el supermercado en el que había herido de muerte a uno de los delincuentes, el superintendente Haskell había decidido darla de baja por un período indeterminado o, en su defecto, hasta que su psicólogo, el doctor Peakmore, le asegurara que estaba preparada para regresar al trabajo. No habría podido negarse, aunque quisiera. El protocolo exigía que todo miembro de la Fuerza que atravesase por un hecho traumático como el que le había tocado pasar a ella requiriera de ayuda profesional. Al principio, le había costado horrores echarse en el diván y hablar de su intimidad con un completo desconocido, sin embargo, Ross Peakmore supo ganarse su confianza en apenas un par de sesiones. Le caía bien, y sabía que él sentía aprecio por ella, aunque, si seguía asistiendo semanalmente a su consulta, era solo para no contradecir a sus superiores. Quería hacer las cosas bien; no tenía más remedio si deseaba reincorporarse al trabajo cuanto antes. Lo bueno de todo aquello era que contaba con tiempo libre para dedicarle a su esposo y a sus hijos, claro que las cosas no habían resultado como ella planeaba: Clive se negaba rotundamente a probar cualquier tratamiento de rehabilitación aduciendo que era una pérdida de tiempo; Linus, su hijastro, en vez de acercarse más a ella, seguía agregando ladrillos al muro que había construido entre ambos prácticamente desde el día en que su padre los había presentado. La pequeña Matilda era la única en aquella casa que no parecía estar confabulada en su contra, aunque últimamente entre sus compañeros de escuela, sus amigos y la obsesión desmedida por One Direction, pasaba menos tiempo con ella. Sonrió con ironía. Lo único que lograba aquietar su alma era arrancarle unas cuantas notas al violín que había heredado de su abuelo. Tal vez para los demás podía resultar extraño o incluso hasta patético, pero los ratos que pasaba encerrada en la biblioteca tocando alguna vieja canción irlandesa que le recordaba los años de su infancia en Ballinasloe, un pueblecito al este de Galway donde había vivido hasta cumplir la mayoría de edad, se habían convertido en su única vía de escape.

Saltó fuera de la cama, se colocó la bata encima y se acercó a la ventana. El día había amanecido nublado y el aire pesado presagiaba tormenta, sin embargo, sentía que el ambiente que se respiraba en su casa era el que realmente la asfixiaba. Si no volvía pronto a ocupar su cargo, terminaría por enloquecer. Se dirigió al cuarto de baño y tomó una ducha rápida. Mientras se cepillaba el cabello resolvió que esa misma mañana se pondría en contacto con Haskell y le plantearía la posibilidad de recuperar su puesto.

Descubrió que Clive ya no dormía. A través del espejo sus miradas se encontraron.

—Buenos días. —Le sonrió al tiempo que recogía su melena castaña en una cola de caballo en lo alto de la cabeza—. ¿Has dormido bien?

—Sí, Shelley. ¿Y tú? Te noté algo inquieta anoche. —Colocó los brazos a ambos lados del cuerpo y con un gran esfuerzo logró sentarse en la cama.

—Un mal sueño, eso es todo —respondió sin entrar en detalles. Hablar de lo ocurrido solo empeoraba las cosas entre ellos últimamente. Fue hacia el armario y se quitó la bata, quedándose en ropa interior. Por el rabillo del ojo, estudió la reacción de Clive. Notó que respiraba un poco más rápido de lo normal. La mano que descansaba sobre su regazo se cerró en un puño. La deseaba igual o más que antes, no obstante, desde que el disparo había destrozado una de sus vértebras, confinándolo por tiempo indeterminado a una silla de ruedas, no había vuelto a tocarla. El doctor Lannister le había repetido hasta el hartazgo que su estado no impedía que pudiera llevar adelante una vida sexual casi normal. Ella había intentado estimularlo usando todas las estrategias que tenía al alcance de sus manos, desde lencería provocativa hasta películas de alto contenido erótico, pero no habían dado resultado: Clive se aferraba a la estúpida idea de que su miembro estaba tan muerto como sus piernas. Se calzó un par de sus jeans más cómodos y un sweater de hilo fino verde esmeralda que acentuaba el color de sus ojos.

—Voy a preparar el desayuno, nos vemos abajo —le dijo antes de abandonar la habitación.

Clive observó la silla de ruedas y apretó los dientes. Cada mañana se despertaba maldiciéndola. No había sido sencillo acostumbrarse a la idea de que dependería de ella cada día de su vida. Aquel maleante no solo había truncado sueños y aspiraciones, también había convertido su existencia en un infierno. El hecho de que Michelle lo hubiese matado no compensaba en lo más mínimo el dolor y la impotencia que sentía por haber quedado reducido a un par de piernas inservibles. Se preguntaba durante cuánto tiempo más aguantaría aquella situación. ¿Cuánto estaría dispuesta a soportar Michelle si cada vez que intentaba hacer el amor con él, la rechazaba? ¿Terminaría buscándose un amante? Tal vez ya tuviera uno. Si era así, no podía culparla. Era lógico que buscara en otro sitio, en otros hombres, lo que no encontraba en su hogar. Ella era una mujer bonita y con necesidades como cualquier otra.

A pocos meses de cumplir los cuarenta, estaba en todo su esplendor. Apoyó la cabeza en el respaldo de la cama y cerró los ojos. Lo carcomían los celos de imaginarse a su Shelley en brazos de algún amante dispuesto a complacerla como él ya no solía hacerlo.

Ophelia se acomodó el cabello en un gesto mecánico mientras bebía su segunda taza de té de la mañana Su esposo, uno de los fiscales más renombrados de la Corona ocupaba la cabecera de la mesa Sus inquisitivos ojos azules recorrían las páginas del Daily Mirror mientras su café se enfriaba. Parecía que tenía más interés en devorar las noticias que en disfrutar del suculento desayuno que ella misma le había preparado en ausencia de la señora Clerk, quien había pedido permiso para acompañar a su madre al dentista. Observó el plato con panceta, huevos revueltos y salchichas. Apenas lo había tocado. Se había esmerado en la cocina, perdiendo más de una hora de sueño para que Antón simplemente le hiciera aquel desaire.

Podía reprocharle su falta de consideración o echar mano a uno de sus habituales chantajes psicológicos, pero ese día en particular prefirió tragarse la rabia y no decir nada. Al otro lado de la mesa, su hijo Christopher seguía los pasos de su esposo, salvo que él se abstraía del mundo que lo rodeaba tecleando frenéticamente en su teléfono móvil. Había sido un obsequio de su abuelo durante su último cumpleaños y, desde entonces, pasaba más horas con el dichoso aparato que hablando con ellos. Lo usaba continuamente y no faltaba nunca durante la hora del desayuno y la cena. No lo llevaba a la escuela, porque en el Carisbrooke College no se lo permitían. Obviamente, a Antón parecía importarle poco lo que hacía o dejaba de hacer su hijo; incluso Olivia creía que la idea de regalarle un teléfono de última generación había sido suya y no de su padre.

—¿Irás a la galería hoy? —La voz profunda de Antón interrumpió sus pensamientos.

—Después del mediodía. Pauline concertó una cita con un escultor de Southampton, que, según ella, es demasiado bueno como para dejarlo escapar.

Antón asintió y volvió a enfrascarse en la lectura.

—Christopher, cielo, será mejor que te apresures si no quieres llegar tarde a clases.

—Es temprano todavía, mamá —replicó el niño dejando por fin el móvil a un lado por primera vez desde que se había sentado a la mesa. Bebió un gran sorbo de leche y terminó de comer la tostada con mermelada de naranja que había abandonado un rato antes—. La semana que viene es el partido de basquetbol, papá. Jugamos contra Greenmount y el señor Harris me prometió que, si mejoro mi performance durante los próximos entrenamientos, volverá a ponerme de titular. ¿Vas a venir, verdad?

—Haré lo posible, Chris, aunque no te prometo nada.

La respuesta que le dio su padre no fue la esperada y miró a Ophelia con aire de resignación. Una vez más, seguramente sería ella quien lo alentara desde las gradas porque a su padre se le olvidaría asistir.

—Vamos, Christopher, ya es la hora. —Ophelia se acomodó el elegante trajecito color malva apenas estrenado esa mañana que marcaba delicadamente su cintura de avispa y sus caderas apenas redondeadas. El chico saltó de la silla al tiempo que se colgaba el morral en el hombro. Antes de abandonar el comedor, escribió un último mensaje de texto.

«Matilda, volví a mencionarle a papá lo del partido del miércoles. Te lo dije, se había olvidado. Me debes un refresco y una bolsa de Cheetos. Nos vemos en un rato, Chris».

Desde el vestidor, Ophelia miró por el rabillo del ojo a su esposo. Notó que se ponía blanco de repente, luego se levantó de la mesa para dirigirse al salón, seguramente para servirse algo fuerte. Se colocó el abrigo y le dijo a Christopher que se llevara el paraguas porque no podría ir a recogerlo por tarde y empezaría a llover de un momento a otro. El niño llegó primero y dejó la puerta abierta. Siguiendo su instinto, Ophelia regresó al comedor y abrió el periódico. No tardó en encontrar lo que buscaba. En la sección de anuncios fúnebres, un nombre escrito con enormes letras góticas se destacaba del resto.

Cinco años habían pasado desde la muerte de Jodie McKinnon, y su recuerdo, en vez de desvanecerse, se hacía cada vez más vívido. Cerró el periódico de un manotazo y alcanzó a su hijo en la cochera. No iba a permitir que un mal recuerdo le arruinara el día.

Michelle repasó mentalmente la lista de compras mientras preparaba el desayuno. El doctor Peakmore le había dicho que era un método infalible para espantar cualquier pensamiento negativo de la cabeza y a ella le funcionaba. En la mesa estaba todo listo: cereales de chocolate y fruta para Matilda, scones de arándanos y zumo de naranjas recién exprimidas para Linus; café, judías estofadas y champiñones fritos para Clive y para ella.

Estaba sacando los últimos scones del horno cuando apareció su hija con el móvil en la mano y escribiendo a gran velocidad sin siquiera levantar la vista.

—Buenos días, cariño. —Se acercó y la abrazó por detrás.

—¡Mamá, no hagas eso, ya tengo ocho años! —se quejó cuando Michelle le mordisqueó el cuello.

—¿Y eso qué? ¿Acaso no puedo seguir mimando a mi niña? —Hundió la nariz en su pelo, seguía oliendo a fresas, como cuando todavía era un bebé y la arrullaba entre sus brazos hasta conseguir que se durmiera.

Matilda se echó a reír cuando ella le hizo cosquillas en la barriga. Michelle se contagió de su risa y por un instante consiguió olvidarse de los problemas.

Linus irrumpió en la cocina en ese momento. Sin decir una palabra se dirigió al refrigerador y bebió agua de la botella, a sabiendas de que aquello molestaba a su madrastra.

Michelle decidió no reprenderlo esa mañana. Estaba cansada de que cada intento de hablar con él terminara inexorablemente en una discusión.

—Ten. —Le ofreció un scone todavía tibio, pero él prefirió una manzana.

Linus le dio un mordisco y miró a su hermana.

—¿Cómo amaneciste hoy, enana?

Matilda levantó la cabeza y lo taladró con la mirada.

—¡Ya te he dicho que no me llames así! Soy más alta que la mayoría de las niñas de mi clase. —Buscó el apoyo de Michelle—. Díselo mamá.

—Matilda tiene razón, Linus. Deja ya de burlarte de ella.

—Mejor me marcho, dos contra uno es demasiado injusto. Iré a despedirme de papá. —Antes de dejar la cocina se giró sobre sus talones—. Shelley, no es necesario que te preocupes por mí si no llego temprano a casa esta noche. Los padres de April me invitaron a cenar.

Ni siquiera le dio oportunidad de abrir la boca. No esperaba que considerara su opinión, después de todo, tampoco le había pedido permiso, simplemente se había limitado a informarle sus movimientos. Linus tenía diecisiete años y le costaba disciplinarlo sin pasar por una madrastra opresiva o sobreprotectora. La relación entre ambos no había sido nunca fácil. Tras la pérdida de su madre cuando tenía apenas cinco años, Linus se había vuelto un niño retraído, demasiado apegado a su padre y, cuando ella entró en sus vidas, dos años después, de inmediato se convirtió en el blanco de su antipatía. El paso del tiempo había endurecido su carácter convirtiéndolo en un adolescente irascible y rebelde. Adoraba a su hermanita, nadie podía poner en tela de juicio lo que sentía por ella, pero al mismo tiempo disfrutaba burlándose de su estatura o gastándole bromas con las cuales solo él se divertía.

Cuando se marchó, madre e hija intercambiaron miradas.

—¡Lo odio! No entiendo cómo Vicky puede estar enamorada de él —despotricó haciendo alusión a una de sus compañeras de clase, una niña regordeta y soñadora que vivía atosigándola para que le contara todo sobre su hermanastro.

Michelle sonrió. Siempre que se enfadaba con él proclamaba que lo odiaba, pero nada más lejos de la realidad.

—Dime, cariño, ¿qué hay de ti? ¿Existe algún príncipe encantador revoloteando como moscardón a tu alrededor?

Matilda se sonrojó. El ringtone de su móvil comenzó a sonar y la sacó del apuro.

—Es un mensaje de Vicky, mamá, tengo que contestarle antes de irme a la escuela. —Le dio la espalda y comenzó a mover sus dedos rápidamente por el teclado del teléfono.

Sabía que le estaba mintiendo. Matilda nunca se ruborizaba cuando su amiga le enviaba un SMS o la llamaba. Al parecer, sí había un príncipe encantado en la vida de su niña.

El cementerio de Ryde, construido en el siglo XIX se erigía sobre la calle West a lo largo de casi una manzana. El frente, de piedra rústica con un contrafuerte en uno de sus ángulos y arcos de ladrillos rojos, reflejaba fielmente el elegante estilo victoriano.

Vilma McKinnon descendió del vehículo y, con paso cansino pero firme, atravesó el pasillo ubicado entre las dos capillas y se dirigió al ala oeste.

Detuvo su andar frente a una de las tumbas más pomposas del lugar construida con mármol en tonos azulados que ella misma había mandado a traer de Carrara. Se inclinó y dejó el ramo de crisantemos amarillos junto a la fotografía de Jodie. Eran sus flores favoritas y se las llevaba religiosamente todas las semanas desde hacía cinco años. Cuando algún contratiempo le impedía ir, se encargaba de que alguien se acercara hasta el cementerio y dejara un ramo sobre su tumba.

Unas enormes gafas oscuras le cubrían casi la mitad del rostro. Se las quitó para secarse las lágrimas. Tenía demasiada angustia acumulada en el pecho y una herida abierta que no cerraría hasta que el culpable de la muerte de su niña pagara por lo que había hecho.

Respiró hondo, inspirando con fuerza. Frente a esa misma tumba, la tarde en que había enterrado el cuerpo de su hija, había hecho una promesa y la iba a cumplir, aunque le fuera la vida en ello.

Solo pedía una cosa antes de morir: mirar directamente a los ojos de la bestia que había apretado el cuello de su niña hasta quitarle el aliento y preguntarle por qué.

El cielo rugió y comenzó a caer una fina cortina de agua. Acarició la fotografía de su hija, las gotas rápidamente empañaron el cristal. Se puso de pie y se alejó a toda prisa hacia la salida sin mirar atrás.

Unos minutos más tarde, alguien depositaba una rosa roja en medio de los crisantemos amarillos.