20

Valentina ocupaba un sillón de bambú en el porche de la mansión destruida de los Bazán. Abanicándose para aliviar la congoja que le estrangulaba el pecho, contemplaba cómo, a la luz de las antorchas, los esclavos cavaban una fosa bajo los naranjos, delante de la casa, mientras Tomás hacía compañía a Guillermo. No por rendir un último homenaje al bastardo de Bazán, sino por deferencia hacia el muchacho, en el que había creído vislumbrar un carácter muy distinto al de su padre. Mientras amortajaban entre los dos a Leopoldo con un pedazo de lona encerada de las que se usaban para cubrir las carretas y que habían hallado intacta entre los escombros del almacén, Guillermo había confesado a Tomás que no conservaba dinero para enterrar a su padre en La Habana, aunque le encargaría una buena lápida en cuanto reuniera la suma necesaria. Viendo el bulto atado con cuerdas que bajaron a la fosa entre Babú y el viejo negro que había velado la agonía de Leopoldo, Valentina se acordó de cuando los marineros del capitán MacGregor arrojaron al mar el cuerpo de Gervasio envuelto en tela de arpillera. Desde aquella noche que cambió su sino habían transcurrido casi veinte años… Veinte años en los que había vendido su cuerpo a caballeros ricos y cegados por la lujuria; se había enamorado del hombre altivo y cruel que acababa de morir ante sus ojos; la había rescatado de su vida de ramera un moribundo que la convirtió en una dama, y al fin había hallado una felicidad sosegada junto a Tomás cuando ya lo había dado por perdido. Ahora observaba el mísero sepelio del hombre al que ella había contribuido a arruinar con sus maquinaciones y no sentía placer, ni siquiera una pizca de satisfacción, por haber vencido a Leopoldo en el peculiar duelo que habían mantenido durante años. La venganza no sabía dulce, se dijo una vez más. Era amarga y te vaciaba el alma.

Valentina se enjugó las lágrimas y miró el pañuelo; no había parado de estrujarlo desde su llegada a ese insano lugar. Incluso a la luz de la luna se veía arrugado y sucio. Volvió a centrar la vista en el grupo de hombres que tapaban ya la humilde sepultura de Leopoldo delante de los naranjos. Tomás se había despegado de Guillermo y se dirigía hacia donde estaba ella. Viéndolo avanzar encadenando los pasos inestables propios de los cojos, Valentina volvió a inquietarse. ¿Lograría recuperarse Tomás del insensato esfuerzo al que había sometido a su pierna durante tantos meses? Él alcanzó el porche pero ni siquiera hizo amago de subir los escalones.

—Voy con Manuel —exclamó desde abajo—. Ha estado todo este tiempo pendiente de los caballos y merece un descanso. —Sonrió entre la espesa barba que ocultaba la mitad de su rostro—. Los esclavos de Guillermo van a sacar agua del pozo para que podamos asearnos. Si logro encontrar algún espejo, tal vez hasta me afeite. Vive Dios que lo necesito.

Sin aguardar respuesta, Tomás dio media vuelta y desapareció entre las sombras que vertía la oscuridad alrededor de la veranda. Valentina inspiró el tibio aire de la noche, que olía a cenizas, a tierra quemada y a muerte. Quiso ponerse en pie para llamar a Mayra, que se hallaba en el traspatio con Lázaro y las pocas esclavas que quedaban en San Rafael. La devastadora furia del fuego apenas había llegado a esa parte de la casa. En realidad, Valentina no necesitaba a su doncella cuando ni siquiera sabía dónde pasaría la noche, pero la discreta presencia de Mayra siempre la tranquilizaba. Antes de que hubiera podido levantarse, una vacilante voz masculina la llamó desde la penumbra:

—Doña Galatea…

Vio a Guillermo parado e indeciso al pie del porche. En la mano derecha alzaba un candil que iluminaba su rostro y le confería un aire fantasmagórico.

—¿Me permite hablar con usted?

Ella se tragó el desagrado que aún le causaba a veces la proximidad de ese muchacho y respondió:

—Por supuesto, Guillermo. Ésta es tu casa. Tú eres ahora el amo de San Rafael.

—El amo de un feudo de escombros —masculló el joven.

Subió de un salto al porche y se plantó delante de Valentina. Se estiró para colgar el candil de un gancho clavado en el techo. Después cruzó los brazos por delante del torso y apoyó la espalda contra una de las columnas de mármol que tantas veces había evocado Leopoldo en la alcoba de L’Olympe. Mientras Valentina le contemplaba a la luz parpadeante del rústico alumbrado, tan alto como una palma real y desprendiendo, pese a la ropa desgarrada y sucia, la indolente elegancia de un caballero de cuna, le recordó más que nunca al apuesto joven que se enemistó en el salón de L’Olympe con el duque de Pozohondo para satisfacer su capricho de yacer con la ramera más solicitada del burdel.

Guillermo tomó aire, visiblemente turbado. De nuevo detectó Valentina en sus ojos el desconcierto mezclado con pánico que ya le había llamado la atención cuando se dirigió a ella tras haberse despedido de su padre. Al cabo de un lapso lleno de vacilación que incomodó a los dos, Guillermo arrancó a hablar, muy azorado:

—Entre las últimas palabras de mi padre… esta tarde… él me… —Valentina le vio tragar saliva como si se estuviera mareando. Guillermo apretó los brazos aún más contra el pecho y añadió—: Mi padre… él me confesó que usted… que usted… es mi… verdadera madre.

El corazón de Valentina dio un vuelco. Ahora la que se tragaba las náuseas era ella. De pronto la voz de Guillermo le llegaba como si el muchacho se hallara muy lejos.

—Dijo que usted… fue su entretenida y que… él me llevó consigo el mismo día en que nací en la casa donde la mantenía a usted tras haberla retirado de un burdel. Me trasladó a la finca que los Bazán tenían entonces en El Cerro y allí obligó a todos a fingir que yo era hijo de su esposa, que había alumbrado por aquellas fechas a un niño prematuro que apenas vivió unas pocas horas. Dígame que mi padre desvariaba, doña Galatea. Se lo ruego.

Valentina ignoró la súplica de Guillermo. Los recuerdos que había desterrado al último rincón de su mente empezaron a brotar con furia.

—¿Y no te contó que cuando supo que estaba encinta me repudió? ¿Que me obligó a permanecer sola en aquella casa hasta que diera a luz, con la única compañía de una esclava tan anciana que murió de vieja entre mis brazos? ¿Que no parí abandonada como una perra porque me encontró una antigua amiga y llamó a un médico? ¿Que aquella noche tu padre irrumpió en la casa, acompañado de dos secuaces que casi mataron a las personas que me cuidaban, y se apoderó de ti como un ladrón?

Mirándose las puntas de sus botas polvorientas, Guillermo sacudió la cabeza con obstinación.

—Señora, mi padre y yo teníamos nuestras diferencias, pero no puedo creer que fuera tan cruel.

—A estas alturas me es indiferente lo que creas, Guillermo —murmuró Valentina—. Cuando tu padre se apropió de ti, lloré tu ausencia durante mucho tiempo. Pero de eso hace dieciocho años, y ahora… —Hizo una pausa para sofocar las ganas de llorar—. Ahora tú no eres el único al que perjudica la inoportuna confesión de un hombre dañino.

Se estudiaron el uno al otro con desconfianza, hasta que Guillermo carraspeó y musitó:

—Si usted es mi madre, entonces… ¿Inés…? —No fue capaz de acabar la frase.

Valentina vislumbró que el destino le ofrecía la posibilidad de alejar a Guillermo de Inés. Bastaría con hacerle creer que se había enamorado de su propia hermana, a la que seguramente había llegado a robar algún beso furtivo durante sus paseos en quitrín. Pero no tuvo entrañas para cometer semejante vileza. Le daba demasiada lástima la desolación reflejada en el rostro del chico. ¿Y si se equivocaba y Guillermo no perseguía sólo la fortuna de la niña?

—¡Inés no es hija mía! —se apresuró a aclararle—. Cuando me casé con mi primer marido, ella tenía año y medio. Su madre había fallecido poco después del parto.

Guillermo exhaló un suspiro de alivio. Durante los últimos días había hecho lo posible por hacerse a la idea de que ahora era pobre como una rata y ya no le permitirían acercarse siquiera a Inés. Pero pensar que su amor por esa chica era incestuoso le resultaba demasiado terrible. Más incluso que su repentina pobreza y la pérdida de su progenitor, con el que no siempre se había llevado bien pero al que había respetado y querido.

—¿Has hablado de esto con mi esposo… mientras amortajabais a tu padre? —se le ocurrió a Valentina.

Guillermo sacudió la cabeza con firmeza.

—No, señora. No le he dicho nada a don Tomás, y puede estar segura de que no se lo contaré a nadie. Primero necesito… aceptarlo yo mismo.

Valentina sonrió ante la sorprendente madurez del muchacho, en la que se mezclaban algo de ingenuidad y mucha ternura. Entendió lo que había visto Inés en él. Ya no le pareció un cazafortunas al acecho de una rica heredera. Tal vez tenía razón Tomás y Guillermo no era como Leopoldo.

—Mi marido conoce toda la historia. Él es el médico que te ayudó a nacer. Y me parece que te ha tomado afecto. —Valentina se paró a reflexionar por un instante—. Sin embargo —añadió deprisa—, creo que lo mejor para todos nosotros, incluida Inés, será que este secreto no salga a la luz jamás. ¿No te parece?

Guillermo asintió con la cabeza. De pronto, pareció abandonarle toda energía. Sus piernas se doblaron y la espalda fue resbalando lentamente columna abajo. Se quedó sentado en el suelo, con los brazos apoyados sobre las rodillas y revolviéndose el cabello polvoriento con los dedos.

—Desde que regresé con mi padre a esta isla, hasta las cosas más insignificantes se han ido torciendo una tras otra —murmuró—. Él me aseguró que podría estudiar en la Universidad de La Habana tan bien como en París. Prometió que me llevaría a conocer a mis parientes de Nueva Orleans y que algún día viajaríamos a Nueva York. Siempre creí que éramos muy ricos, y ahora…

—¡Lo fuisteis! —le interrumpió Valentina, sintiendo en el paladar el sabor del rencor añejo—. Tu padre heredó la vasta fortuna de los Bazán y la de los O’Farrill, incluyendo dos ingenios de azúcar que se contaban entre los más prósperos de Cuba: el Flor de Majagua y el San Rafael. Pero nada de lo que le regaló la vida lo supo conservar.

Valentina calló de repente. No estaba comportándose con nobleza al hablarle a Guillermo de los desmanes de Leopoldo. Ese canalla no parecía haberle educado tan mal. ¿Y si le había querido, había velado por su bienestar, le había regalado abrazos cariñosos y había mantenido con él esas conversaciones íntimas que unen a los hombres con sus hijos varones? No debía indisponer a Guillermo con el recuerdo del padre al que conoció.

Observó con atención al cabizbajo muchacho. Poco a poco emergieron del lodazal del recuerdo las manecitas del niño al que dio a luz dieciocho años atrás y se fundieron con las extremidades sucias y agrietadas del joven que se comportaba con tanta entereza en la desgracia. El encono se desprendió de su corazón como la costra de una herida y hasta sintió algo de cariño por él. No podía hacer purgar las fechorías de Leopoldo al ser que había llevado en su vientre durante nueve meses, aunque la vida se lo hubiera devuelto convertido en un completo desconocido. Entonces, se le ocurrió el modo de arreglar la parte de culpa que le correspondía en la ruina de ese muchacho.

—Escucha lo que acabo de pensar, Guillermo —arrancó en tono más afable—. Voy a proponerte un trato: te daré dinero para que reconstruyas San Rafael y te concederé un año de plazo. Si transcurrido ese tiempo, me demuestras que sabes administrar tu hacienda y que en el futuro podrás ofrecer a Inés la vida que merece, te permitiré que la cortejes como corresponde a un caballero. Es decir…, poco a poco y cuidando de no poner en entredicho la reputación de la niña; el buen nombre de una jovencita honesta es frágil, y una vez dañado, es muy difícil de recomponer. Y te advierto que no dejaré que te acerques a ella con las manos vacías. ¡Debes demostrarme que no vas detrás de su herencia!

Guillermo alzó la vista, muy sorprendido. En sus ojos destelló esperanza y, al instante, un brote de orgullo.

—Tomaré su dinero, señora, y le doy las gracias de todo corazón, pero no será una limosna. Le iré devolviendo cada peso que me entregue.

—Para eso, primero tendrás que conseguir que este ingenio recupere el esplendor que tuvo en tiempos de tu abuelo. Y no será fácil.

—¡Lo sé! —replicó Guillermo con repentino ímpetu—. Trabajaré de sol a sol para recuperar San Rafael.

—En los negocios no triunfa quien sólo sabe trabajar duro, Guillermo —le corrigió ella con suavidad. Empezaba a sentir simpatía por el joven—. Para deslomarse están los bueyes. La fortuna acude a los que, aparte de ser hacendosos, son más agudos que sus competidores y se adelantan a la historia. No lo olvides nunca. —Sonrió al recordar que Sebastián le dijo algo muy parecido cuando la inició en los secretos del comercio, muchos años atrás.

—No, señora.

—Tampoco descuides la cuestión de la esclavitud —continuó Valentina—. No creo que tarde en ser abolida en Cuba. Si quieres mantenerte como plantador, no hagas depender tu ingenio del trabajo esclavo, o lo perderás todo cuando llegue la abolición. Invierte en buenas máquinas que desempeñen las tareas de muchos hombres y contrata a técnicos que conozcan cada pieza mejor que a su propio cuerpo.

En el rostro de Guillermo se abrió paso un atisbo de admiración.

—Lo tendré en cuenta, señora —susurró.

—Podrás pedirme consejo siempre que lo necesites. Mi despacho estará abierto para ti a todas horas, pero no verás a Inés antes de que haya transcurrido el plazo marcado y me demuestres que puedo confiar en ti. —Valentina le sonrió para alentarle—. A tu edad, un año parece una eternidad, pero es apenas un instante en la vida de un hombre.

Guillermo no replicó. ¿Cómo podría vivir doce largos meses sin ver a la chica que había transformado su modo de entender la vida? Sin embargo, decidió plegarse a todas las exigencias de esa dama severa que había resultado ser su madre. Era la única posibilidad que tenía de resurgir cual ave Fénix de las cenizas de San Rafael y de no verse apartado de Inés ni de la vida de caballero para la que había sido educado. Tomó aire y se levantó del suelo con renovada energía. Se plantó delante de Valentina, se limpió la mano derecha en el pantalón y se la tendió. Ella la estrechó con una fuerza que a él se le antojó casi masculina.

—No se arrepentirá de haber confiado en mí, señora —afirmó Guillermo en cuanto Valentina liberó sus dedos.

—Eso espero…

Él se rascó la cabeza y murmuró:

—Ordenaré que dispongan mi alcoba para que duerma allí con su esposo. Es el único lugar de la casa donde aún se puede descansar con algo de comodidad. Ya encontraré un sitio para su… —vaciló un instante y luego agregó—: ¿Manuel sí es hijo suyo?

—Su madre fue la primera esposa de Tomás —aclaró Valentina.

El joven descolgó el candil.

—Entonces… ¿yo soy el único de sus hijos que lleva su sangre? —Cuando ella asintió, sacudió la cabeza, de nuevo consternado, y musitó—: Todo esto resulta muy difícil de comprender. —Se quedó parado delante de Valentina, indeciso, con el candil en la mano, hasta que de pronto dijo—: Necesito la luz para moverme dentro de la casa. Andamos escasos de lámparas. Volveré pronto, señora.

Valentina le sonrió sin abrir la boca. Acababa de ser consciente de lo cansada que estaba. Guillermo hizo un leve movimiento de cabeza y dio media vuelta. Enseguida, él y la luz desaparecieron dentro de la casa.

Valentina se reclinó en el sillón y cerró los ojos. Le habría gustado buscar a Tomás y contarle su conversación con Guillermo, pero era incapaz de ponerse en pie. Y tampoco se atrevía a merodear a oscuras alrededor de esa casa derruida. Se resignó a aguardar a que Tomás regresara junto a ella. Cuando hubo transcurrido un rato, oyó que alguien se aproximaba en la oscuridad. Alzó los párpados y vio a Tomás parado ante el porche. Llevaba en la mano derecha un quinqué con un gran agujero en el cristal, a cuya luz le sonreía con el cabello húmedo bien peinado y el rostro libre de la espesa barba que le había dado aspecto de menesteroso. Se había cambiado la camisola y el pantalón por otras prendas igual de arrugadas pero que parecían algo más limpias. Por un instante, Valentina creyó estar viendo al hombre que leía tumbado en el muelle cuando ella esperaba con Gervasio para embarcar en el Gran Antilla, tantos años atrás. Con canas entretejidas en el cabello, las facciones más angulosas y la postura ligeramente ladeada que adoptaba para no sobrecargar la pierna mala, pero igual de apuesto que entonces. Una gran sonrisa se expandió por su cara. Él subió los escalones, mostrando sin darse cuenta un rictus de dolor, y se paró delante de ella.

—Por fin hemos podido asearnos —comentó en un tono que pretendía ser despreocupado—. ¡Qué ganas tenía de afeitarme esa barba polvorienta! Uno no se da cuenta de las comodidades que posee en casa hasta que se ve obligado a prescindir de ellas.

—¿Quieres sentarte? —se le escapó a Valentina.

—¡Estoy bien! ¡No soy un inválido ni un carcamal! —saltó él con la brusquedad que solía provocarle cualquier alusión a su problema.

En realidad, ansiaba acomodarse a descansar donde fuera, pero no iba a permitir que su propia esposa le cediera el asiento. Estaba cojo, no decrépito. ¿Acaso no había aguantado como los demás, acurrucado en el suelo en posturas penosas, cuando se emboscaban entre la maleza horas y horas para sorprender al ejército español? ¿O cuando cabalgaban durante jornadas enteras y se le agarrotaba la pierna, pero nunca desmontaba por no entorpecer la marcha del grupo? ¿O cuando caminaba el mismo tiempo que cualquier otro, aunque, eso sí, a un paso más lento? Sin embargo, tras haberse recordado a sí mismo sus proezas junto a los rebeldes, apuntaló la espalda contra la columna donde se había apoyado Guillermo poco antes y cargó el peso de su cuerpo sobre el bastón y la pierna buena. No era cuestión de empeorar el maldito dolor que no cesaba de roer sus huesos mal soldados.

—Te estás comportando como un niño grosero y malcriado —le reprendió Valentina. Advirtió que Tomás se enfurruñaba aún más y decidió cambiar de tema—: ¿Sabes? Creo que estás en lo cierto con respecto a Guillermo. Es un joven resuelto y le he ofrecido mi ayuda para recuperar esta hacienda.

Valentina describió a Tomás en pocas palabras el acuerdo al que había llegado con Guillermo. Estaba demasiado agotada para extenderse más.

—Espero que no me defraude —añadió al acabar su explicación—. Empieza a seducirme la idea de permitirle cortejar a Inés cuando acabe el plazo que le he impuesto. Aunque tendremos que hallar el modo de explicárselo a Manuel. Creo que ya ha sufrido bastante en este tiempo que habéis pasado con los mambises…

—Yo me encargaré de tenerle ocupado y alejado de Inés —afirmó Tomás con determinación—. Por lo pronto, ahora que ha conocido la cara ingrata de la vida, él mismo está deseando centrarse otra vez en sus estudios. —Una pequeña sonrisa iluminó el semblante de Tomás—. ¿Sabes que cada vez que miro los ojos de Guillermo te veo a ti cuando te descubrí en aquel puerto de Asturias?

—De eso hace mucho tiempo —musitó ella, presa de una repentina melancolía—. Y nos han ocurrido tantas cosas…

—Ya lo creo —corroboró Tomás.

Les había pasado de todo desde que se conocieron… y no siempre había sido bueno. Pero había algo que no había cambiado ni cambiaría jamás: lo que sentía por esa mujer. Se despegó de la columna y salvó los dos pasos que le separaban de Valentina. Delante de ella, se inclinó para dejar el quinqué en el suelo y apoyó contra el apoyabrazos del sillón el odioso bastón, del que ya no iba a poder prescindir. Una vez liberadas las manos, las colocó sobre las mejillas de Valentina.

—La vida a veces nos vapulea con mucha saña —susurró y le depositó un tenue beso en la boca—. Pero a mí me hizo un maravilloso regalo al conducirme hacia ti cuando parecía que nada podría reconciliarnos ya. —Volvió a besarla con ansia—. ¡Te he echado mucho de menos durante estos meses! Te escribí una carta tras otra hasta que me quedé sin papel y sin tinta y no pude conseguir más. Tampoco encontré con quien enviártelas. Las guardé en el morral para entregártelas si regresaba a casa sano y salvo.

La imagen de Tomás se difumó ante los ojos de Valentina.

—¿Y qué me decías en ellas? —preguntó en tono burlón para disimular que se había emocionado.

—Te decía que añoraba el tacto sedoso de tu piel, tu boca que sabe a naranja y mango, el calor que me da vida cuando entro dentro de ti —musitó él con los ojos húmedos—. Te decía que me moría por volver a abismar mi lengua dentro de tu ombligo, por mordisquearte los lóbulos de las orejas y susurrarte al oído palabras dulces que te hicieran temblar entre mis brazos. Te decía que soñaba con quitarte una a una las horquillas del cabello, despeinarte con las manos y acercar mi nariz a tu cuello para embeberme de tu perfume. Te decía que sin ti mi vida carece de luz. —Paró para tomar aire y prosiguió—: Cuando intentaba conciliar el sueño tumbado en el suelo, envuelto en una manta vieja y maloliente, recordaba la primera vez que te vi mientras esperábamos para embarcar. Ese día atrapaste mi corazón para siempre.

—Tú también te apoderaste del mío —respondió Valentina—. Aunque tardé mucho en darme cuenta. ¿Cómo iba a concebir que podía sentir algo así por un hombre que no era mi marido? Me pareciste tan apuesto en aquel muelle…

Él trazó un melancólico encogimiento de hombros.

—Ahora peino canas… y soy un tullido.

Valentina meneó la cabeza. ¡Cuántas necedades era capaz de decir ese hombre! Se levantó envuelta en el frufrú de su arrugada falda de viaje, alzó una mano y acarició con dulzura el rostro de Tomás.

—Siempre has sido un poco tonto…, Tomás Mendoza —susurró; un brillo travieso destelló en sus ojos—. A lo mejor por eso te amo tanto.

Tomás se echó a reír y olvidó incluso la obsesión que le corroía a causa de su impedimento físico. Posó los labios sobre los de su esposa y envió su lengua en busca del sabor a naranja y mango que había evocado cuando, acurrucado en su manta bajo un árbol, alzaba la vista hacia las estrellas e imaginaba que en ese instante ella contemplaba en La Habana la misma estrella que había elegido él.

Valentina notó cómo su cuerpo se volvía líquido, igual que la primera vez que Tomás la besó en el cuarto de bañeras de L’Olympe. Un hirviente hormigueo recorrió cada rincón de su piel y un escalofrío nació en su nuca para resbalar enseguida por la espalda y derretirle las rodillas. Se abandonó entre los brazos del hombre al que amaba más que a nadie en el mundo. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas y ella no hizo nada para retenerlas: eran lágrimas de pura dicha. Tomás estaba de nuevo con ella y le había devuelto el equilibrio. Manuel había vivido experiencias que llevaría marcadas a fuego durante toda su vida, pero estaba segura de que con el tiempo recobraría la alegría y olvidaría a Inés, aunque su inocencia yaciera enterrada para siempre en las tierras de Oriente. Y ella había recuperado al hijo que le robó Leopoldo. Aún no sabía qué pensar de él, pero estaba de acuerdo con Tomás en que ese joven no parecía ser un lobo como su padre. Tal vez en el futuro hasta llegaría a llevarse bien con él. ¿Cómo no iba a llorar de felicidad?