19

Nada más expirar Leopoldo, Valentina saltó de la mecedora y huyó del hedor a muerte que atraía a todas esas moscas gordas y repugnantes. Conteniendo las náuseas, atravesó el salón, salió al porche, bajó la breve escalera tambaleándose y vomitó sobre los ramajes secos de lo que una vez fue un seto. Cuando acabó, se sintió tan débil que se dejó caer sobre un escalón. Apoyó los codos sobre las rodillas y hundió el rostro entre las manos. Así se quedó mientras la tarde avanzaba al encuentro del crepúsculo.

La luz del día ya había empezado a menguar cuando levantó la cabeza y miró a su alrededor. La profunda quietud que lo invadía todo le provocó un escalofrío. ¿Dónde estaba Guillermo? ¿Y ese esclavo viejo que había abanicado a Leopoldo en su agonía? ¿Qué había sido de Lázaro y Mayra? Por un instante tuvo miedo de ser la única persona viva en ese averno. Se levantó, con las rodillas muy flojas aún, y ascendió los escalones de la entrada para refugiarse en el salón. De pronto, oyó que alguien subía detrás de ella. Asustada, giró la cabeza y vio a Guillermo.

El joven tenía los ojos hinchados y en su cara no quedaba rastro de hollín. Debía de haberse lavado apresuradamente, o tal vez el llanto le había arrancado los restos de suciedad de las mejillas. Adelantó a Valentina y se precipitó dentro del salón casi vacío. La esperó en el rincón de la ventana, junto a la mecedora. Cuando ella entró, le sugirió con firmeza:

—Siéntese aquí, doña Galatea. He ordenado a la cocinera que prepare algo para cenar con lo que queda en la despensa. Cuando coma algo, se sentirá mejor. Yo debo encargarme de… —su voz amenazó con romperse, pero él logró controlarla— del cuerpo de mi padre. Creo que conviene enterrarle cuanto antes.

Valentina esbozó media sonrisa y obedeció. Se preguntó cuánto tiempo habría pasado sentada en el porche. ¿Unos pocos minutos? ¿Horas, tal vez? ¿La habría visto Guillermo vomitar? Pensó que el muchacho ya no se parecía al jovencito despreocupado que semanas atrás se había movido con tanta elegancia en los eventos de la alta sociedad. Y ese cambio no se debía sólo a sus ropas desgarradas y sucias. Era como si al verse solo y arruinado hubiera brotado de su corazón una misteriosa determinación que le había hecho asumir el papel de amo de San Rafael. Se dio cuenta de que ya no le inspiraba tanta hostilidad.

Guillermo se sentó a su lado, en la desvencijada silla que ya había ocupado antes. Cruzó los brazos delante del pecho y su mirada quedó prendida a algún punto de la agrietada pared de enfrente. Los dos permanecieron en silencio, aislado cada uno dentro de su propia desazón. Sin mirarse. Sin fuerzas para hablar. Y sin saber qué habrían podido decirse de haber sido capaces de conversar. La penumbra al otro lado de la ventana se fue espesando, sumiendo la estancia en una desapacible penumbra. De repente, una voz de hombre gritó desde la entrada:

—¡Amo Guillermo!

Asustado, el joven se levantó con tal vehemencia que tiró la silla. Conforme se acercaba a ellos quien había vociferado, Valentina reconoció al negro que acompañaba a Guillermo cuando el quitrín entró en el batey. El muchacho se relajó, se agachó y enderezó la silla caída.

—¿Qué ocurre, Babú?

—Amo Guillermo, afuera han llegao dos hombres blancos que parecen mambises pero hablan igual que caballeros. El más mayor camina muy cojo, pero él dice que es médico y nos puede ayudar si hay alguien herido.

—A buenas horas… —repuso Guillermo entre dientes.

Para su sorpresa, antes de que hubiera podido dar órdenes a Babú, Valentina emitió un grito, saltó de la mecedora, se arremangó las faldas por delante y corrió hacia la puerta que se abría al porche. Cuando Guillermo salió al exterior, la vio al pie de los escalones de la entrada, abrazada bajo la luz crepuscular a un hombre de cabello negro entrecano y barba cerrada, ataviado con botas altas, camisola y pantalón de lino que seguramente habían sido blancos pero que en ese momento tenían un color indefinido y parecían estar muy sucios. Llevaba colgada del cinto un arma que semejaba un Colt. En la mano derecha sujetaba un sombrero de paja de ala ancha, mientras con la izquierda se apoyaba en un bastón de línea elegante, aunque muy maltratado por arañazos y raspones. Guillermo le oyó murmurar: «Valentina, amor mío», lo que acabó de desconcertarle. ¿Por qué ese desconocido tan desaliñado estrechaba entre sus brazos a la madre de Inés y la llamaba Valentina, cuando su nombre era Galatea? La vista de Guillermo cayó sobre el joven que acompañaba al del bastón y observaba la escena a cierta distancia, sujetando las riendas de dos caballos flacos que parecían agotados. Entonces reconoció al patán que forzó a la pobre Inés en aquella fiesta y que a él lo tumbó de un puñetazo. Guillermo se frotó instintivamente la cabeza, justo donde se golpeó al caer contra la barandilla del balcón la noche de autos. Una semana entera le obligó el médico a guardar cama por culpa de ese salvaje, rumió lleno de rencor. Miró de nuevo al de la barba y cayó en la cuenta de que era el caballero cojo que estaba casado con doña Galatea y por el que su padre había sentido tanta antipatía. Ahora se explicaba por qué. A él, en cambio, ese hombre le inspiraba confianza, se le antojaba una buena persona. Pero ¿qué hacían esos dos vestidos como si fueran rebeldes y con el aspecto desaseado de quien lleva mucho tiempo viviendo a la intemperie?

Tomás y Valentina siguieron abrazados, aislados de cuanto les rodeaba, mientras los jóvenes se escrutaban con creciente hostilidad. Al cabo de lo que a Guillermo y Manuel se les antojó una eternidad, Tomás se desasió de Valentina y la apartó con delicadeza.

—No deberías acercarte tanto a mí. —Una amplia sonrisa se abrió camino entre la barba y resaltó las ojeras en su rostro enflaquecido—. Estoy muy sucio. Llevamos siete días cabalgando y durmiendo al raso.

—¡No me importa! —Valentina le acarició un pómulo por encima de la barba, que se le antojaba siniestra. Le recordaba al horrible bigote que Tomás se dejó bajo la influencia de Milagros—. ¡Tenía tanto miedo de no volver a verte!

Reparó en Manuel. El mozalbete imberbe que se escapó de casa meses atrás se había convertido en un hombre de expresión hosca y un apunte de bigote orlando el labio superior. La cicatriz de una herida reciente le surcaba la mejilla izquierda. Le pareció que su piel se había oscurecido y que en sus rasgos destacaba más la sangre mezclada de su madre, pero se dijo que ese efecto podría deberse a la luz cambiante del atardecer. Se apartó de Tomás, corrió hacia Manuel y le abrazó con cariño. Porque no sólo era el hijo de Tomás, también era su pequeño y lo había recuperado sano y salvo. El chico soltó las riendas de los caballos y la estrechó con fuerza. Su aire adusto quedó barrido por la desvalida ternura de un niño.

—¿Cómo está Inés, tía Galatea? —susurró al oído de Valentina.

—Tan hermosa como siempre —se escabulló ella, separándose de su hijastro.

Vio de soslayo que Tomás, parado aún junto al porche, había sido abordado por Guillermo, al que escuchaba con atención mientras su rostro se iba ensombreciendo por momentos. Inquieta, Valentina dio a Manuel una palmadita en un brazo y quiso regresar con Tomás. Pero él ya se había separado de Guillermo y caminaba hacia ella, muy despacio y apoyándose con fuerza en el bastón. Valentina se dio cuenta de que cojeaba más que antes de marcharse de casa. Se le encogió el estómago.

—¿No te habrás lastimado otra vez la pierna? —le preguntó.

—Sólo la he forzado más de lo que le conviene. —El ceño de Tomás se había vuelto muy sombrío—. En cuanto descanse y pueda dormir en una cama, me recuperaré. —Calló y la miró de hito en hito. Ella bajó los párpados, asustada por la ira que había aparecido en los ojos de Tomás—. ¡Me debes una explicación! —dijo entonces él en un tono cortante como un machete—. ¿Qué haces en la hacienda de Leopoldo Bazán? ¿Tanto te preocupaba la agonía de ese canalla, que has aprovechado mi ausencia para venir a despedirte de él? —Inspiró hondo para controlar su enfado y añadió en un susurro impregnado de temor—: ¿Es que aún sentías algo por él?

Valentina se ruborizó. ¿Cómo explicar a Tomás todo lo que había tramado para vengarse de Leopoldo y las razones que la habían movido a emprender ese insensato viaje?

—Sabes bien el odio que me inspiraba —contestó en voz baja—. Me enteré de que se estaba muriendo y quise cerciorarme con mis propios ojos de que era cierto. —Alzó la vista y advirtió que su explicación no había convencido a Tomás—. Te prometo que cuando nos hallemos a solas, te contaré todo lo demás.

Al rencor y los profundos celos reflejados en la mirada de Tomás se agregó un asomo de estupor.

—¿Qué me estás ocultando, Valentina?

Ella no supo qué responder, y Tomás estaba tan disgustado que no tuvo paciencia para esperar a que hablara. Dio media vuelta con intención de regresar a donde le aguardaba Guillermo. Antes de empezar a caminar, se volvió y, en voz tan baja que a Valentina le costó entenderle, murmuró:

—Voy a ayudar al muchacho a preparar el cadáver. En los últimos meses he ayudado a enterrar a muchos hombres. Uno más no me va a quitar el sueño. —Se alejó de ella hacia la mansión derruida. Antes de salvar los escalones del porche para seguir a Guillermo dentro de la casa, gritó a Manuel—: ¡Dales de beber a los caballos, hijo! Deben de estar exhaustos…

Valentina se quedó abatida. No reunió las fuerzas necesarias para moverse hasta que lo vio desaparecer dentro de la mansión. Entonces subió al porche, entró por la puerta que acababan de franquear los dos hombres, y se sentó de nuevo en la mecedora que le había cedido Guillermo antes de que llegaran Tomás y Manuel. Allí permaneció muy quieta, contemplando cómo la oscuridad iba imponiéndose poco a poco al crepúsculo.

Cuando Guillermo salió al salón, ya se había hecho completamente de noche. Descubrió a Valentina a oscuras en el rincón y la alumbró con la lámpara de aceite que había encendido en el gabinete donde había expirado su padre.

—Disculpe que no le haya dejado ninguna luz, doña Galatea. —Depositó la lámpara en el suelo, junto a Valentina—. Quédese ésta. Yo buscaré otra por ahí.

Guillermo se alejó antes de que ella pudiera darle las gracias. El muchacho se movía con el apresuramiento de quien se mantiene ocupado para no hundirse en el pozo del desánimo. Valentina volvió a caer en una densa modorra. Al cabo de un rato, oyó los golpes del bastón de Tomás contra el suelo. Enseguida lo vio aparecer en el hueco de la puerta del gabinete donde aún yacían los restos de Leopoldo.

Iluminándose malamente con la luz que daba un resto de vela encajado en una palmatoria, Tomás se quedó parado nada más pisar el salón e inspiró con fuerza. Necesitaba un poco de aire puro que limpiara su nariz del hedor de la muerte. Pese a los años que llevaba ejerciendo de médico, le había impresionado el estado en que se hallaba el cuerpo de Bazán y le había costado sofocar las arcadas provocadas por la pestilencia que emanaba de él. Había registrado de un rápido vistazo que tenía las costillas hundidas, lo que debió de haberle dañado algún órgano interno causándole la hemorragia final. Los brazos y las piernas estaban plagados de terribles quemaduras muy mal vendadas que se habían infectado y despedían ese olor tan nauseabundo. Había creído que nada podía asustarle ya en el desempeño de su profesión, pero el aspecto de ese despojo le había dejado la boca seca y un sabor a vómito en el paladar.

Descubrió a Valentina meciéndose cabizbaja en una comadrita junto a la ventana, tras cuyas rejas acechaba ya la noche. Conforme la contemplaba, lo embargó una ternura tal que mitigó sus náuseas y los absurdos celos que le inspiraba Bazán incluso estando muerto. ¡Necesitaba desesperadamente sentarse al lado de su esposa para descansar de los agotadores meses vividos con los rebeldes y pedirle las explicaciones que le debía! Ayudándose del bastón, avanzó con su premioso caminar hasta el rincón donde Valentina le aguardaba impaciente. Se dejó caer en la silla que había a su lado, estiró la pierna y se concentró en masajearla para atenuar el dolor que le martirizaba día y noche desde que abandonó su acomodada vida en La Habana para ir en busca de Manuel. Al cabo de un rato de espeso mutismo, levantó la vista y la clavó en ella, que no había cesado de observarle y esperaba algún reproche motivado por los celos. Sin embargo, oyó a Tomás murmurar entre dientes:

—Tal vez me equivoque, pero me da el pálpito de que ese muchacho no es como Leopoldo Bazán.

Los ojos de Valentina se humedecieron. No lograba unir la imagen de Guillermo con el recuerdo del bebé de manitas perfectas al que sólo pudo dar el pecho una vez antes de que Leopoldo se lo llevara. Tampoco lo deseaba. Con los años había conseguido aceptar la pérdida de su hijo y había volcado su cariño de madre en Inés y en Manuel. En su corazón no quedaba sitio para el desconocido al que Leopoldo había traído de París. Y no le apetecía nada hablar de él. Se limpió con disimulo las lágrimas y murmuró:

—¿Dónde está Manuel?

—Cuidando de los caballos hasta que sepamos dónde dejarlos esta noche —respondió Tomás, sin parar de darse enérgicas friegas en la pierna—. Nos quedaremos aquí hasta que amanezca.

—¿Tardaste mucho en encontrarle?

—Hace sólo dos semanas que di con él. Estos meses de búsqueda han sido descorazonadores…, a ratos llegué a temer que nunca volvería a ver a mi hijo.

—Ha cambiado —comentó Valentina—. Tiene un aire adusto que me preocupa.

Tomás se irguió por fin y se acomodó bien en la silla.

—Ha pasado miedo y hambre, lo hirieron, y el único amigo que hizo entre los mambises murió entre sus brazos. Ha visto demasiadas cosas que nadie debería ver a su edad… Ni a la mía.

Tomás se hundió en un silencio amargo. Valentina pensó que era el momento de darle la explicación que le había prometido, pero no sabía por dónde empezar. Estuvieron un buen rato mirándose sin hablar, hasta que ella fue consciente de que cada segundo de demora contribuiría a erigir entre los dos un muro que después sería muy difícil de derribar. Inspiró y habló a Tomás de la última visita que le hizo Leopoldo para pedirle el préstamo destinado a sacarle de la ruina que le acechaba. Describió la ira de Leopoldo cuando se lo denegó y cómo él se resarció de la humillación revelándole los encuentros furtivos de Guillermo e Inés en casa de Arlette, desde donde los insensatos jóvenes salían de paseo por La Habana en el quitrín de los Bazán. Le relató cómo decidió vengarse de Leopoldo por todo el daño que le había hecho y cada paso que urdió para hundirle. Le contó que se enteró del incendio en San Rafael por la carta que Guillermo logró hacer llegar a Inés y que al leerla decidió viajar a la hacienda para culminar su venganza presentándose ante un Leopoldo que agonizaba en la miseria. Le resultó difícil confesarle que estuvo a punto de asfixiar a Leopoldo con una almohada. Pero se lo dijo; a esas alturas no quería ocultarle nada. Ni siquiera un crimen como el que había estado a punto de cometer.

—Inés cree que yo tramé este desastre —rubricó con las mejillas encendidas por la vergüenza que sentía al haber contado sus maquinaciones en voz alta—. Pero te juro que yo no tengo nada que ver con el fuego.

Él no podía creer que la mujer a la que amaba desde hacía veinte años fuera la misma que había planeado a sangre fría una venganza tan cruel y que había estado a punto de acabar con un moribundo. La escrutó durante un buen rato como si la viera por primera vez. Al fin, se aclaró la garganta y susurró:

—¿Gozaste mientras… —alzó una mano para señalar el cuarto donde yacía el cuerpo de Leopoldo— ahogabas a ese malnacido?

Valentina bajó los párpados y negó con un vehemente movimiento de cabeza.

—Estaba como poseída. Creo que él deseaba morir y me provocó para que le matara. Si no me hubiera dado cuenta a tiempo de lo que estaba haciendo, ahora tendría que cargar con los remordimientos toda mi vida. —Volvió a sacudir la cabeza—. Creí que el acudir a su lecho de muerte para recordarle que le había vencido haría que me sintiera triunfante, pero no es cierto que la venganza proporcione placer. Ahora me siento sucia por dentro. ¡Ojalá no hubiera hecho nada de lo que hice! —Alzó la vista. Tomás descubrió que sus ojos se habían revestido de un velo acuoso—. Te ruego que me perdones.

Los labios del desconcertado Tomás se expandieron en una sonrisa. Estaba más que dispuesto a enterrar sus obsesivos celos de Leopoldo Bazán. Podía aceptar sin reservas que Valentina había acudido a su lecho de muerte por venganza, pero no soportaba la más leve sospecha de que ella aún hubiera sentido algo de amor por ese miserable.

—Eso no me corresponde a mí —replicó en voz baja, como hablando consigo mismo—. No soy sacerdote y sabes que aborrezco las religiones. Cada uno debe cargarse a la espalda sus propios errores y arreglárselas para vivir con sus consecuencias… —Se puso en pie con torpeza, se acercó cojeando a Valentina y le apartó de la cara algunos mechones escapados del complicado peinado que le había hecho Mayra esa mañana—. Sucumbir al afán de venganza es humano. Probablemente yo le habría estrangulado con mis propias manos. Ese indeseable sacaba lo peor de cada uno.

Le dio un rápido beso en el pelo. No se atrevía a acariciarle la tentadora nuca ni a acercarse más a ella por si olía muy mal. Hacía demasiado tiempo que no disfrutaba de un buen baño ni se ponía ropa limpia. La cercanía de su esposa despertó en él la añoranza de cuando retozaban en el lecho y él le besaba con fruición la piel perfumada y suave. Ojalá pudieran regresar pronto a casa y olvidar los sinsabores de los últimos meses.

De repente, los dos se sobresaltaron al percatarse de que Guillermo estaba parado junto a ellos. No le habían oído entrar desde el porche. El joven carraspeó; las demostraciones de amor entre unas personas tan mayores lo incomodaban profundamente.

—Doctor, ya he decidido dónde enterrar a mi padre —murmuró.

También Tomás se sentía algo violento. Acarició fugazmente la mejilla de Valentina, fue a coger el bastón que había apoyado en el respaldo de la silla y dijo con una brizna de resignación:

—Pues vamos allá. No conviene dejarle en ese cuarto por más tiempo.