17

Valentina introdujo una mano dentro de la saca negra que reposaba sobre el asiento del quitrín, en el espacio que quedaba libre entre ella y Mayra. Acarició con la punta de los dedos el viejo Colt que halló en la caja de caudales cuando se atrevió a abrirla por primera vez, al día siguiente del entierro de Sebastián. Aunque nunca había usado esa arma, había pedido a Tomás que le enseñara a manejarla cuando los rebeldes cruzaron la trocha en el setenta y cinco y los habaneros temieron que la guerra alcanzara a su ciudad y aniquilara la seguridad de la que habían gozado hasta entonces. Se había acordado del Colt de Sebastián poco antes de subir al carruaje la mañana anterior y había regresado deprisa al despacho, donde había sacado el arma, la había cargado y la había metido, con el seguro echado, dentro de una de las sacas que empleaba para guardar el dinero en la caja. Se oían tantos rumores sobre los peligros que acechaban a quienes transitaban por los caminos del interior de la isla, incluso en las zonas donde no había guerra pero sí cimarrones —esclavos fugados que abandonaban sus escondites en cuevas y bosques para desvalijar a los viajeros—, que llevar ese vetusto Colt le hacía sentirse algo más segura.

Miró de reojo a Mayra, sentada a su lado en su habitual silencio. Su inescrutable rostro del color del bronce no reflejaba ninguna emoción. Valentina se preguntó qué edad tendría su doncella; apenas había cambiado desde que la vio por primera vez cuando Sebastián la llevó a su nuevo hogar. ¿Qué estaría pasando en ese momento por su cabeza? Se había habituado a la eficaz y callada presencia de Mayra sin preguntarse jamás cómo pensaba esa discreta mulata ni qué vida había llevado con su anterior ama, la difunta Matilde. Años atrás, a través de la escandalizada Rosalía, había sabido que Mayra y Lázaro se escabullían a la hora de la siesta para amarse en la cuadra de la planta baja. La gallega le había rogado encarecidamente que tomara cartas en el asunto porque los amoríos entre esclavos eran algo infame y no podían traer nada bueno. Sin embargo, Valentina había recordado los inocentes besos que en su otra vida regaló al pobre Gervasio entre los caballos durmientes de los marqueses de Tormes y había ordenado a Rosalía que no les impidiera verse, siempre que fueran prudentes. Al observar juntos a Lázaro y Mayra antes de emprender ese viaje, había sentido el pálpito de que seguían siendo amantes. Ese asunto era la única flaqueza humana que le conocía a su doncella.

Volvió a deslizar los dedos sobre la fría superficie del Colt para calmar su desasosiego. La jornada anterior había sido extenuante; cuando Lázaro había detenido al fin el quitrín ante la casa de vivienda del ingenio Virgen de Guadalupe, se sentía tan desfallecida que ni siquiera el ilusionado recibimiento de la madre de Aurelia, que se aburría a muerte cuando su esposo decidía trasladarse a la hacienda con la familia para supervisar en persona la zafra, había conseguido animarla un poco. Ahora que la segunda jornada de viaje se aproximaba a su fin y faltaba poco para llegar a San Rafael, al abrumador cansancio tras horas sentada en el quitrín, la sensación de humedad en la piel por culpa del calor y la inclemente presión que el corsé ejercía sobre sus costillas, se había sumado una gran inquietud. De repente ya no deseaba ver a Leopoldo agonizando sobre un viejo camastro de esclavo. Miles de dudas habían ido aflorando durante el monótono traqueteo del carruaje a través de la propiedad de don Epifanio Ramírez Reverte, siguiendo guardarrayas que discurrían entre espigados cañaverales donde multitud de negros descalzos, vestidos sólo con calzones de lino, cortaban la caña blandiendo sus afilados machetes bajo la atenta custodia de los capataces. ¿Por qué había emprendido ese insensato viaje en lugar de quedarse en casa vigilando a Inés para que no cometiera ninguna locura? ¿Y si Tomás regresaba mientras ella corría a humillar en su lecho de muerte a un hombre que jamás correspondió a su amor? ¿Tan importante era ver morir a Leopoldo Bazán? ¿No le bastaba con saber que la parca iba a llevárselo arruinado hasta el último peso?

Tras haber pasado un buen rato rumiando toda clase de pensamientos disparatados, Valentina advirtió que el dulce aroma que inundaba los cañaverales en época de zafra había sido sustituido por un fuerte olor a quemado que se intensificaba conforme el carruaje avanzaba por la guardarraya. Lázaro, que pese a hallarse ya próximo a los cuarenta seguía luciendo como nadie el abigarrado uniforme de calesero y resistía cualquier trayecto sin dar la menor muestra de cansancio, se giró y exclamó:

—Señora, por el olor a chamuscao me parece que andamos muy cerca de San Rafael. Anoche me dijo un esclavo del Virgen de Guadalupe que el fuego arrasó hace unos días toda la propiedad sin respetar nada siquiera.

Valentina movió la cabeza con impaciencia. Su corazón se había ido encogiendo y se le clavaba en algún rincón del pecho como si fuera un guijarro. Por un instante se sintió tentada de ordenar a Lázaro que diera la vuelta. Pero si huía, ¿qué iba a decir a Inés, a la que había hecho creer que pretendía ayudar a Guillermo?

—Lo sé, Lázaro. Por eso vamos.

—Como usted diga, señora —respondió el calesero; tocó con la mano el ala de su sombrero de copa y fijó de nuevo la vista en el camino. Decidió que no volvería a abrir la boca salvo que su patrona se dirigiera a él expresamente. Desde el principio había barruntado que había algo extraño en ese viaje, y la reacción del ama lo confirmaba con creces. Se dijo que tras la partida de don Tomás y su hijo (otro asunto muy, pero que muy raro) nada marchaba como debía en la mansión donde él se crió y donde aprendió el oficio de calesero siendo casi un niño.

El quitrín siguió avanzando entre los tupidos cañaverales que los esclavos de don Epifanio aún no habían cortado, envuelto en el olor a cenizas, cada vez más denso, que traía la brisa. Valentina se abanicaba con vehemencia. A cada segundo se arrepentía más de haber emprendido ese viaje descabellado para culminar una venganza que, sin saber por qué, ahora había dejado de interesarle.

De pronto, el carruaje pasó por debajo de un gran arco de piedra donde Valentina pudo leer «Ingenio San Rafael». Instintivamente se fijó en las espesas cañas que bordeaban el camino. Calculó que medirían de doce a quince pies y le llamó la atención lo intenso de su verdor. Por un instante se preguntó si el incendio de San Rafael no sería un bulo, pero esa idea quedó barrida por otra ráfaga de viento cargado con partículas de ceniza. Oyó toser a Lázaro desde lo alto del caballo de tiro que montaba. También Mayra se tapó la boca y la nariz con la mano. Valentina apretó su perfumado pañuelo de encaje contra la parte inferior del rostro para no respirar ese aire que anunciaba destrucción. Y entonces, como por obra y arte de un maleficio, las opulentas cañas a ambos lados de la guardarraya desaparecieron y el quitrín se vio inmerso en un averno de tierra quemada, apenas cubierta por restos de tallos renegridos. Valentina dio un respingo y hasta la discreta Mayra exclamó:

—¡Ay, señora, esto parece el mismísimo infierno!

Valentina tragó saliva amarga. Había creído que se alegraría al ver con sus propios ojos la ruina de Leopoldo, pero ahora que el carruaje atravesaba lo que quedaba del antaño floreciente ingenio San Rafael no sentía dicha ni placer. Sólo una inmensa congoja que crecía conforme avanzaban por el desierto en que el fuego había convertido la hacienda de Leopoldo. Después de un tiempo angustiante circulando entre las pavesas que cubrían el camino y que revoloteaban junto a las grandes ruedas del quitrín mientras el olor a quemado se filtraba por las fosas nasales, se adhería al cabello e impregnaba las ropas, Mayra alzó la mano con la que había cubierto su nariz hasta entonces, extendió el dedo índice para señalar algún punto en la lejanía y exclamó:

—¡Mire, señora!

Valentina levantó la vista hacia donde le indicaba Mayra. Divisó a lo lejos una espigada torre de piedra en cuya cúpula se distinguía una campana de grandes dimensiones. La atalaya que antaño servía para evitar la fuga de esclavos, según le contó Leopoldo en tiempos. Ya no debía de quedar nadie a quien vigilar en semejante páramo… Al lado de la torre se erguía una chimenea tan inerte como un cadáver; no brotaba de ella el humo espeso que solía atestiguar la zafra. Conforme el carruaje se aproximaba a esos centinelas del infierno, los viajeros comenzaron a divisar los despojos del batey. Al cabo de lo que se les antojó una eternidad, entraron en ese cementerio de edificios arrasados, cuyos muros tiznados de negro sostenían jirones sueltos del tejado. Completaban el siniestro cuadro varias carretas calcinadas y los cuerpos en descomposición de dos animales grandes que parecían bueyes y alrededor de los cuales zumbaba un sinfín de moscas. El aire estaba impregnado de un hedor nauseabundo mezclado con un aroma como de caramelo que se adhería a las mucosas nasales. Valentina supuso que provendría del azúcar que se había derretido en el almacén.

De repente, reparó en dos hombres negros que se aproximaban a toda prisa al carruaje. Sus ropas estaban sucias de hollín; llevaban un sombreros de paja y un pañuelo anudado en la nuca que les cubría la mitad del rostro. Valentina colocó sobre su regazo el saco donde llevaba el Colt, introdujo la mano dentro y quitó el seguro del arma. Esas figuras espectrales le inspiraban pavor. Cuando los hombres se pararon junto al quitrín, advirtió que sólo uno tenía la piel oscura. El otro era blanco, aunque lo que se veía de su cara estaba tan ennegrecido por el humo que costaba darse cuenta. Llevaba una camisa y unos pantalones de buena hechura, pero las prendas estaban desgarradas y manchadas de sangre seca. El desconocido se quedó mirándola con asombro desde unos grandes ojos azules que aún parecían más claros entre la piel sucia que los rodeaba.

—Doña Galatea… —murmuró con voz apagada. De un brusco tirón liberó boca y nariz del pañuelo que las cubría.

A Valentina le dio un brinco el corazón cuando reconoció a Guillermo. El muchachito atildado de ademanes afrancesados, que sólo unas semanas atrás había bailado con Inés en el salón de la Sociedad Filarmónica vestido de estricta etiqueta, parecía haber madurado diez años desde entonces y se movía como un hombre hecho y derecho. Valentina volvió a poner el seguro al arma y extrajo la mano del saco.

—Guillermo —susurró—. Resulta difícil reconocerte…

—Disculpe mi desaliño, señora —respondió él con su leve acento extranjero—. Babú y yo —apuntó con la cabeza hacia el negro que le acompañaba— hemos tenido mucho que hacer quemando los cuerpos de los caballos y los bueyes que mató el fuego. Pero somos pocos y no hemos podido evitar que algunos hayan empezado a descomponerse. De ahí procede este espantoso hedor.

Valentina señaló con aprensión las manchas de sangre de su ropa.

—¿Estás herido?

—Sólo rasguños sin importancia. —Guillermo alzó el brazo derecho, cuya manga presentaba una extensa mancha del color del hierro oxidado—. Esto es… de mi padre. —La voz del joven se quebró. Enderezó la espalda y levantó la barbilla para no perder la compostura—. Él… se está muriendo, señora. Le aplastó el tejado del almacén cuando intentábamos salvar de las llamas las cajas de azúcar. Sufrió heridas terribles y tiene quemada gran parte del cuerpo… Resulta espantoso oír sus lamentos…

Mientras Valentina hablaba con Guillermo, Lázaro había desmontado y se había aproximado al lateral del quitrín para esperar instrucciones de su patrona. Ésta le ordenó con un gesto que la ayudara a bajar. Al pisar el suelo, una nube de polvo y cenizas revoloteó alrededor de su falda. Medio mareada y con las rodillas rígidas por el tiempo que había permanecido sentada, preguntó al joven Bazán:

—¿Le ha visto un médico?

Guillermo negó con la cabeza.

—Hace unos días envié a buscar un médico a uno de los esclavos que no se fugaron tras el incendio, pero aún no ha regresado.

Los dos se miraron, cohibidos por lo que cada uno deseaba decir y no se atrevía. Fue Guillermo quien rompió el espeso silencio, preguntando con voz llena de ansiedad:

—¿Cómo se encuentra Inés, señora?

La mirada de Valentina se endureció. Entrecerró los ojos hasta reducirlos a una rendija y exclamó, enfurecida:

—¡Mi hija está castigada! Imagino que no será necesario explicarte por qué. Más adelante hablaremos de tu desvergüenza… Seducir a una criatura inocente y poner en entredicho su reputación exhibiéndote con ella en quitrín por toda la ciudad…

Asustado, el muchacho retrocedió un paso.

—Señora, le aseguro que mis intenciones…

—¡Basta! —le interrumpió ella—. No he venido hasta aquí para oír mentiras sino por complacer a Inés, a la que asustaste terriblemente con tu carta. Ahora quiero… —No fue capaz de acabar la frase.

Guillermo había abierto la boca para defenderse, pero enseguida la había cerrado con un gesto de impotencia. Ahora se mordisqueaba el labio inferior, sumido en un silencio que destilaba una gran vulnerabilidad, aunque Valentina estaba demasiado enfadada para advertirlo.

—¡Quiero ver a tu padre! —profirió ella con sequedad.

El joven miró a los ojos de esa dama iracunda por cuya culpa no habían podido sacar el azúcar de San Rafael y que se le antojaba muy injusta. ¿Acaso había cometido un crimen amando a la adorable Inés? Tragó saliva y consiguió reunir algo de aplomo.

—Debo advertirle que… le impresionará mucho verle. Está… —La compostura que Guillermo había logrado mantener se resquebrajó en un instante—. Está sufriendo mucho… —El joven se arrancó con rabia una lágrima que había comenzado a deslizarse desde su ojo derecho dejando un reguero sobre la piel tiznada—. Es aterrador verle así. En las últimas noches he rezado para que Dios se lo lleve pronto y le libere de tanto dolor, pero por alguna razón mi padre parece aferrarse a la vida. Ni siquiera ha perdido la conciencia en todo este tiempo. A veces pienso… —Guillermo intercaló una breve pausa para tomar aire—. Pienso que antes de marcharse quiere acabar algo que tiene pendiente. Sé que es una estupidez, pero…

El muchacho se encogió de hombros y bajó la cabeza. De repente, alzó los párpados y escrutó a Valentina con una aguda madurez en los ojos. En un instante había hallado la respuesta a todas las preguntas que le habían abrumado durante los últimos días. Movió la cabeza a modo de asentimiento y levantó la mano derecha en dirección a lo que quedaba de la casa. Echó a andar hacia allí sin mediar palabra.

Valentina entendió su invitación muda y le siguió, con el estómago enroscado sobre sí mismo como las cochinillas con las que jugaba de niña en su pueblo natal. Lázaro y Mayra, que había bajado del carruaje mientras su señora hablaba con ese joven sucio que se movía como un caballero, permanecieron junto al quitrín, mirándose el uno al otro sin saber qué hacer ni dónde debían esperar a su ama.

Conforme se acercaba a la vivienda detrás de Guillermo, que no había vuelto a dirigirle la palabra, Valentina se acordó de lo que muchos años atrás, cuando estaba de buen humor después de haber gozado de ella en la cama, le había contado Leopoldo sobre su infancia en San Rafael. No resultaba fácil reconocer en los muros renegridos que quedaban en pie el esplendor de aquella mansión surgida de la memoria nostálgica de un hombre. Sí distinguió las columnas de mármol blanco que antaño sustentaron los balcones corridos desde donde Leopoldo admiraba las estrellas de niño. Ahora estaban tiznadas por el humo y sostenían sólo la parte de la primera planta que se había salvado del incendio. Lo demás había sido destruido por las llamas.

Guillermo se detuvo ante el porche, se giró y esperó a Valentina. Cuando ella le alcanzó, extendió los brazos y dijo, tan cortés como si se hallaran en el salón de baile de la Sociedad Filarmónica:

—Permítame que le ayude con los escalones, señora. Moverse por la casa ahora es… —Intercaló un resignado encogimiento de hombros—. Lo que queda en pie es inestable y no me gustaría que se lastimara.

—¡No necesito ayuda! —fue la respuesta de Valentina. La solicitud del joven había despertado en ella un atisbo de ternura que no pensaba permitirse. Ese muchacho dejó de ser su hijo muchos años atrás—. ¡No soy una anciana achacosa que necesita tu protección!

Recogió el vestido por delante y se dispuso a subir la escalera. Al alzar la orilla de la falda, advirtió lo mucho que se había manchado de cenizas y hollín.

—Como desee, señora… —murmuró Guillermo con otro encogimiento de hombros.

Subió los tres escalones del porche que rodeaba la casa y traspasó la maciza puerta de entrada; con el rabillo del ojo vigilaba que esa dama hostil no sufriera ningún percance. Era consciente de que la ruina de su padre y el incendio del ingenio le habían arrebatado toda posibilidad de aspirar a la mano de Inés, pero jamás se perdonaría que la madre de su amada se lesionara en su presencia, pese a la animadversión que reflejaba la mirada de esa mujer, por mucho que pareciera odiarles a él y a su padre.

Nada más entrar en el salón, Valentina percibió que el olor a quemado era más intenso. Una película de humo negro se había adherido a las paredes como hiedra aniquiladora. Se tapó la nariz con el pañuelo para no respirar ese aire que parecía surgido del mismísimo infierno. Distinguió en la penumbra un piano de cola cubierto de cenizas, que desde su rincón atestiguaba los tiempos de esplendor en los que los Bazán debieron de ofrecer grandes bailes y veladas musicales a los plantadores importantes que los visitaban con sus familias. Ahora el soberbio instrumento estaba tan muerto como los animales que habían visto al llegar. Conforme seguía a Guillermo a través de la estancia, vio delante de un ventanal enrejado un decrépito sofá de bambú flanqueado por dos sillones a juego. Al lado de uno de ellos había un costurero igual de destrozado. Valentina pensó que no sólo el fuego se había ensañado con esa mansión. También la había devastado el abandono durante los años en los que Leopoldo estuvo ausente de su hacienda.

Guillermo se detuvo delante de una puerta chamuscada. De repente oyeron un espantoso gemido procedente del otro lado de la madera reseca. Valentina sintió un escalofrío. Otro lamento, aún más fuerte que el anterior, hizo que le temblaran las rodillas. Había sido como si en esa habitación cerrada hubiera aullado un espectro que andaba enfurecido con los vivos.

—Mi padre —susurró Guillermo. Había palidecido bajo el hollín que tiznaba su cara. Añadió en voz muy baja—: Sufre espantosos dolores y no disponemos de nada que pueda calmarlos. Señora, le repito que va a impresionarle el estado en que se encuentra. Aún está a tiempo de volver atrás.

Valentina le fulminó con la mirada. Apartó el pañuelo de la nariz para hablar.

—¡Quiero verle!

—Como desee…

Les llegó un nuevo quejido procedente de la habitación. Guillermo bajó la vista al suelo, abrió la puerta con mano temblorosa y se hizo a un lado para dejar entrar a Valentina primero.

Mientras cruzaba el umbral, a ella le pasó por la cabeza que por segunda vez en su vida acudía junto a un hombre herido. Pero ahora no lo hacía por amor, como el día en que fue a ver a Tomás, sino movida por la abyecta sed de venganza que surge de la pasión cuando se corrompe y deviene en odio. Se sintió ruin y despreciable por lo que estaba haciendo. Jamás, ni siquiera cuando se vio obligada a satisfacer en el burdel a un cliente tras otro para sobrevivir, llegó a perder el respeto hacia sí misma. Sin embargo, ahora sabía que después de ver agonizar a Leopoldo, ya no volvería a ser la de antes.

—¡Padre, tiene visita! —oyó decir a Guillermo en la semioscuridad que les había engullido nada más entrar en el cuarto.

La respuesta fue otro lamento surgido de la penumbra. Valentina parpadeó para habituarse a la falta de luz. Un hedor insoportable se coló en sus fosas nasales y le provocó náuseas. Volvió a apretar el pañuelo contra la nariz, pero la delicada tela que Mayra había perfumado antes de salir de viaje no bastaba para filtrar esa pestilencia. Tragó saliva y pestañeó de nuevo. Poco a poco fue distinguiendo cerca de la ventana cegada un sofá que parecía muy viejo, escoltado por dos sillones igual de fantasmales. Contra la pared de la izquierda, cerca de la puerta, se apoyaba un camastro junto al que un negro viejo de espalda encorvada se mecía en una chirriante comadrita y agitaba una hoja de palma para espantar el enjambre de moscas que zumbaba a su alrededor. Alguien había improvisado una mosquitera colgando del techo, por encima del modesto catre, una raída cortina de gasa, arrebatada sin duda a algún ventanal desdeñado por las llamas. El bulto que yacía bajo esa patética colgadura giró la cabeza hacia la recién llegada. Muy despacio. Como si el menor movimiento le provocara un dolor terrible. Al ver quién había acudido a visitarle, se le escapó un suspiro estertoroso.

Los ojos de Valentina se habían aclimatado del todo a la oscuridad y distinguió a Leopoldo a través de la gasa. Los vendajes que cubrían sus brazos y piernas, incluso buena parte del torso, eran tiras de sábanas desgarradas y habían sido colocados con tal impericia que permitían ver retazos de su carne quemada que ya había empezado a corromperse. Valentina se percató de que el espantoso hedor que impregnaba la estancia emanaba del cuerpo destrozado de Leopoldo. Retrocedió un paso. Habría salido corriendo pero debía demostrar a Guillermo y a lo que quedaba de Leopoldo que poseía temple de sobra para permanecer allí.

Leopoldo quiso alzar la cabeza, pero desistió enseguida dejando escapar otro quejido que heló la sangre a Valentina.

—No intente incorporarse, padre —le amonestó Guillermo—. Sabe que eso le hace daño.

Leopoldo reunió un hilo de voz para farfullar:

—Dejadme solo… con… la dama.

El anciano negro, habituado a obedecer al instante a su irascible amo, se levantó y movió sus flacas piernas hacia la puerta. Guillermo se dispuso a hacer lo mismo, pero antes de salir, dijo a Valentina:

—Por si me necesita, esperaré en el salón.

Ella asintió con la cabeza, incapaz de articular palabra. El muchacho echó una última y preocupada ojeada a su progenitor y abandonó el cuarto, cerrando con cuidado la estropeada puerta.

—Aparta esa tela… quiero verte bien —susurró Leopoldo, arrastrando las sílabas.

Valentina le obedeció muy despacio. Las náuseas empeoraron al tocar la gasa sucia; estuvo a punto de vomitar. Cuando logró retirar la colgadura cuidando de que no se soltara del techo, el espanto la hizo retroceder. Sin el velo que había difuminado un poco los estragos en el cuerpo de Leopoldo, su estampa era aún más repugnante.

—Pequeña… ninfa… —Leopoldo torció los labios cuarteados en una mueca que quiso ser sonrisa—. Te esperaba. Jamás desperdiciarías… la oportunidad… de regodearte en mi caída. —Calló para tomar aire. Un sonido sibilante sonó en su pecho mientras inspiraba. Cuando hubo recuperado algo de fuerza, añadió en un susurro—: Bien… Calipso… la victoria es tuya.

Valentina sintió espesarse el nudo que le taponaba la garganta. Pensó que el sabor de la venganza no era dulce como siempre había oído decir, sino más amargo que una taza colmada de aceite de ricino. Volvió a arrepentirse de no haberse quedado en casa vigilando a Inés. Así habría permanecido en su mente el recuerdo del hombre guapo y cruel por el que enloqueció en aquella fiesta de San Silvestre de la que pronto haría veinte años. A partir de ahora, siempre que pensara en Leopoldo, aparecería ante sus ojos ese despojo putrefacto y gimiente. Y se sentiría aún más ruin por haberse ensañado con un desdichado al que había correspondido un sufrimiento tan atroz.

Se inclinó sobre el catre. Al contemplarlo desde arriba, advirtió que el lado izquierdo de su rostro también se había quemado. En realidad, del figurín que fue sólo permanecían intactos los ojos. Encajados en esa cara chamuscada y renegrida por el hollín parecían aún más claros.

—Yo no tengo nada que ver con el incendio —musitó Valentina. Sintió las piernas tan débiles que, pese al asco que le daba tocar cualquier objeto en ese cuarto, se dejó caer en la comadrita que había dejado libre el esclavo.

Leopoldo hizo amago de encogerse de hombros, pero desistió emitiendo un profundo quejido que a Valentina aún le revolvió más las tripas.

—Sé que obligaste… a mis vecinos… a que… impidieran el paso de mis carretas —masculló él con voz entrecortada—. Tal vez sea… cierto… y no tramaste el incendio, pero… por tus intrigas… todo lo que nos quedaba… se quemó en el almacén…, todo…, querida Calipso. —Un vehemente ataque de tos le impidió continuar, dejándole demasiado exhausto para seguir hablando. Durante un rato, Valentina sólo oyó sus intentos desesperados por tomar aire y sus gemidos de animal moribundo. Por fin, Leopoldo abrió la boca reseca y farfulló—: Has hundido… en la miseria… a tu propio hijo.

Valentina se encolerizó.

—¡Guillermo dejó de ser hijo mío cuando te lo llevaste de mi lado!

—Siempre he admirado… el imperecedero amor… de una madre —se mofó Leopoldo.

Valentina se miró las manos, que llevaban un rato estrujando el pañuelo de encaje. ¿Cómo era posible que esa ruina agonizante conservara la capacidad de herirla con sus palabras?

—No tardaré… en morir…, pequeña… ninfa —masculló Leopoldo—. Sólo espero que jamás… —inspiró ruidosamente para poder acabar la frase— jamás olvides el infierno… que ahora es… San Rafael…, porque… es… obra tuya.

—¡De ningún modo! —se defendió ella—. No permitiré que eches sobre mí una culpa que no me corresponde. Fuiste tú quien dilapidó la fortuna que te legó tu padre y también la que heredaste de tu esposa. Sólo tú pusiste este ingenio en manos de un administrador deshonesto y avaricioso. Yo precipité tu ruina, eso es cierto, pero no la provoqué.

Leopoldo gozó por un instante de haberla sacado de sus casillas. Se le escapó una fuerte carcajada que desembocó en otro acceso de tos y un violento aullido de dolor. Cuando se recuperó lo suficiente para poder mover los labios, añadió con un patético residuo de voz:

—Quién iba a pensar que… la pequeña ramera… a la que alimenté… y vestí… se convertiría en… una víbora… —Hizo una pausa para comprobar si su provocación había surtido efecto. La ira que deflagró en los ojos de Valentina le proporcionó una brizna de dicha. Sabía muy bien que su vida estaba a punto de extinguirse. Por un lado anhelaba la muerte, porque le liberaría de los terribles dolores que habían convertido su cuerpo en un refinado instrumento de tortura. Pero al mismo tiempo maldecía la mala fortuna de tener que marcharse cuando aún era joven para gozar de los placeres que habría podido permitirse si hubiera remontado la ruina con el dinero que habría obtenido por su azúcar. Y culpaba de su declive a esa mujerzuela que había demostrado ser más astuta, incluso más despiadada que él, y cuya presencia junto al camastro donde cumplía condena había acelerado de un modo inadmisible su debilitado pulso. Era consciente de que nada podía salvarle ya del fin, pero al ver a esa mujer, había decidido que la parca no iba a decidir el momento. Empujaría a esa zorra a que le ayudara a marcharse. Y así lograría que, con el tiempo, ella se fuera consumiendo devorada por la culpa. Era el único daño que podía hacerle a esas alturas. Tomó aire para hablar, pero se le escapó un aullido de dolor antes de poder susurrar—: Celebra… tu victoria… con el tullido, Calipso…, si es que… ese… pobre… inválido puede… satisfacerte en el lecho…

Valentina había conseguido dominar su furia, hasta que oyó a Leopoldo mofarse de Tomás y perdió los estribos. Saltó de la mecedora y le gritó:

—¡Yo te quería! ¡Y tú casi mataste lo bueno que había en mí! No mereces que nadie pierda un solo instante amándote, porque destruyes todo cuanto tocas.

En el rostro chamuscado de Leopoldo se torció una mueca de gozo mezclada con satisfacción. Pero Valentina no la advirtió. Sólo quería hacer callar a esa sabandija. Apagar para siempre el brillo que ahora destellaba en sus ojos, la única parte incólume de su cuerpo moribundo. Se inclinó sobre él y le arrebató de un tirón la sucia almohada sobre la que apoyaba la cabeza, que cayó encima del colchón con un fuerte golpe. Leopoldo aulló de dolor, pero no apartó la mirada de Valentina ni cejó en su sonrisa marcada por la muerte.

Ciega de ira, Valentina le cubrió la cara con la almohada y apretó con todas las fuerzas que logró reunir. No quería ver nunca más esa mirada. Ni la sonrisa cínica con la que ese infame llevaba toda su vida burlándose del dolor ajeno. Había conseguido arruinarle y ahora culminaría su obra cerrándole para siempre esa ponzoñosa boca. Oyó que Leopoldo gemía bajo la losa de plumas que le asfixiaba, percibió sus estertores en busca de aire, vio sus manos mal vendadas aferrarse como garras al colchón de paja. Y siguió ahogándole sin piedad, ávida por extinguir hasta el último resquicio de vida del hombre al que una vez amó.

De pronto, fue consciente de lo que estaba haciendo. En sus vísceras nació un pánico helador que le debilitó las rodillas. Por un instante temió incluso desmayarse. Iba a matar a una persona, si no lo había hecho ya. ¿Cómo había podido llegar a eso? Retiró la viscosa almohada y la dejó caer al suelo. El rostro quemado de Leopoldo se había empezado a teñir de un color violáceo, pero su pecho se movía arriba y abajo como si aún respirara. Valentina tuvo que vencer otra sucesión de arcadas antes de poder colocar una mano sobre el cuello de Leopoldo. Aún tenía pulso, aunque muy débil.

Miró de reojo hacia la puerta. Seguía cerrada. Se tranquilizó un poco al comprobar que no había testigos de lo que había estado a punto de hacer. Se agachó, con las rodillas todavía temblorosas. Recogió el almohadón, se volvió a levantar y alzó con aprensión la cabeza del inmóvil Leopoldo, bajo la que colocó de nuevo el pringoso apoyo. Mientras le acomodaba, advirtió que el tono violáceo iba desapareciendo de su cara. No le había matado, se dijo, aliviada. Podría seguir viviendo sin cargar con un crimen sobre su conciencia. Se sentó en la comadrita junto al catre y se cubrió el rostro con las manos. Permaneció un buen rato meciéndose mientras las moscas zumbaban ansiosas alrededor del cuerpo de Leopoldo. Aún no podía creer lo que había estado a punto de hacer. Ni lo fácil que era caer en la tentación de matar a alguien.

De pronto, la voz apagada de Leopoldo interrumpió sus cavilaciones:

—Te creía… más… valiente…, Calipso… Valentina saltó de la mecedora. Desde arriba vio la mueca colmada de cinismo que surcó el semblante de Leopoldo. Fue entonces cuando se dio cuenta de la trampa que él le había tendido. ¿Cómo había podido ser tan estúpida de caer en ella?

—¡Eres un canalla! —le echó en cara, muy bajito—. Me provocaste para que te matara y tuviera que cargar el resto de mi vida con los remordimientos. Pero olvidaste lo más importante: ¡no soy tan ruin como tú!

Leopoldo quiso hablar, pero le azotó un ataque de tos que desembocó en un espantoso gemido de dolor. De entre sus labios comenzó a brotar un hilillo de sangre.

—¡Vas a seguir sufriendo en esta pestilente habitación hasta que exhales el último aliento! —continuó Valentina—. Y si existe el infierno, ¡espero que te pudras en él por toda la eternidad!

Dio media vuelta y caminó hacia la puerta. Cuando ya había puesto la mano sobre la pegajosa manija, oyó la débil súplica de Leopoldo:

—Vuelve…, pequeña… nin… Ayúdam…

Valentina sacudió la cabeza. Con la garganta obstruida por un nudo hecho de asco, tristeza y algo de alivio, abrió la puerta de un tirón y huyó de ese hediondo cuarto. En el salón le abandonaron las fuerzas y tuvo que apoyar la espalda contra la pared manchada por el humo y la desidia de años. Permaneció un rato con los ojos cerrados y las manos posadas sobre el estómago, revuelto por las náuseas. Cuando consiguió sofocar las ganas de vomitar, alzó los párpados.

Guillermo la observaba con inquietante fijeza desde una mecedora colocada ante el ventanal enrejado.