16

Era muy temprano por la mañana. Valentina acababa de sentarse ante el escritorio del despacho para emprender sus tareas de cada día cuando irrumpió Rosalía sin llamar antes con los nudillos ni entretenerse en cortesías. Sobresaltada, Valentina alzó la vista y la escrutó. El ama de llaves tenía el rostro enrojecido y estaba sin resuello por haber bajado la escalera demasiado deprisa para su volumen corporal. El corazón de Valentina dio un doloroso vuelco. Se quedó mirando a la oronda gallega sin osar hablar ni parpadear. ¿Traía malas noticias de Tomás? ¿De Manuel?

—¡Señora! —jadeó Rosalía—. Debe subir enseguida. ¡Inés ha perdido la razón!

La tensión en el pecho de Valentina se aflojó un poco. Durante las últimas semanas se había habituado a lidiar con los cambios de humor de Inesita, a blindarse contra sus miradas de rencor y a no dejarse ablandar por las lágrimas que la joven vertía por cualquier motivo. Estaba segura de que también esa vez sabría arreglárselas con ella.

—¿Qué le ocurre a la niña?

—Ay, señora, Inés no para de llorar en su alcoba. ¡Y qué sollozos, Dios mío! Parece poseída por el mismísimo diablo. Está tan fuera de sí que temo que cometa alguna locura.

Valentina se levantó de un brinco. El asunto parecía más serio de lo que había pensado.

—No la habrás deja sola…

—¡Claro que no, señora! —respondió Rosalía, casi ofendida—. He dejado a Mayra con ella.

Cuando Valentina irrumpió en la habitación de Inés, tras haber subido la escalinata a tal velocidad que la oronda Rosalía había sido incapaz de seguirla, halló a la niña tumbada boca abajo sobre la cama, aún en camisón y sin peinar. La melena enmarañada le caía sobre los hombros y se desparramaba sobre las sábanas, revueltas y arrugadas de tanto patalear. Mayra, sentada a su lado en el borde de la cama, le acariciaba la espalda con timidez y susurraba, perpleja: «Niña Inés, por favor…». Al oír entrar a su señora se giró y la miró con expresión de susto. Valentina trazó un gesto mudo para indicarle que la dejara a solas con la joven. Mayra obedeció enseguida. Valentina ocupó su sitio, tomo a Inés por los hombros y la obligó a despegar el rostro de la almohada. La hija de Sebastián tenía las mejillas anegadas en lágrimas, la nariz enrojecida y los ojos tan hinchados como si se hubiera convertido en un sapo mientras dormía. No se parecía en nada a la muchacha hermosa y alegre que unas semanas atrás era uña y carne con la mujer que la había criado. Valentina intentó abrazarla, pero la joven la fulminó con expresión de odio y se echó hacia atrás. Quedó apoyada contra el cabezal de latón, rodeándose las rodillas con los brazos para crear una barrera contra quien se le antojaba la única causante de su infelicidad.

El rechazo de Inés dolió a Valentina como si hubiera recibido una cuchillada en pleno abdomen. Inspiró para calmar los nervios y permaneció quieta, sin saber cómo actuar. Entonces reparó en un papel que había en el suelo junto a la cama. Se inclinó y lo recogió. Se trataba de una carta escrita con letra atildada en un pliego de buena calidad, aunque bastante arrugado y lleno de manchas negruzcas que parecían de hollín. No se sorprendió demasiado cuando leyó quién la firmaba. Sólo le afligió la nueva traición de Inés.

—¿Desde cuándo recibes cartas de Guillermo Bazán?

—¡Desde que bailé con él en la Sociedad Filarmónica! —respondió Inés, desafiante—. Y no me pregunte cómo me las hace llegar, ¡porque no se lo diré jamás!

Valentina guardó silencio, anonadada por el odio que le mostraba la niña.

—¡Nunca logrará separarme de él! —insistió Inés, echándose a llorar de nuevo—. Y si Guillermo necesita mi fortuna para reconstruir su hacienda, ¡le entregaré hasta la última moneda! —Hizo una pausa que duró un instante y luego arrancó otra vez entre espantosos hipidos—: ¿Acaso cree que no sé que usted está detrás del incendio?

Valentina dio un respingo. La carta de Guillermo comenzó a temblar entre sus dedos.

—¿Qué incendio?

—¡El que arrasó San Rafael hace cuatro días! —le gritó Inés—. ¡El que usted ha maquinado para destruir a los Bazán y mi felicidad! ¡Ojalá arda en el infierno por lo que nos ha hecho!

—Te juro por Dios que no sé nada de ningún incendio… —musitó Valentina con voz temblorosa.

—¡No la creo, madre! —gimoteó la niña—. ¡Pero le advierto que si el padre de Guillermo muere, cargará ese peso sobre su conciencia toda la vida!

—¿De qué me estás hablando, Inés?

La joven la taladró con una mirada cargada de rencor y movió la cabeza para señalar la misiva que Valentina aún sujetaba entre los dedos.

—Compruebe con sus propios ojos lo que ha hecho. ¡Ojalá no vuelva a conciliar el sueño mientras viva!

Valentina alzó la carta tiznada de Guillermo y la leyó muy despacio; las letras parecían bailar ante sus ojos. Mientras intentaba asimilar el contenido, se sintió como si estuviera espiando a través de la rendija de una puerta entreabierta los arrumacos de una pareja de amantes. En las primeras líneas, Guillermo declaraba su amor a Inés empleando palabras ardorosas, llenas de la pasión efervescente de un poeta cuyo dominio del lenguaje le permite conmover hasta a las piedras. La formación de Valentina era incompleta, fruto de sus tardías y desordenadas lecturas en la biblioteca de Sebastián y de su capacidad para aprender de todo cuanto la rodeaba, pero eso no le impidió advertir que Leopoldo Bazán había hecho de su hijo un hombre muy culto que sabía sacar provecho del fuego que ardía en sus entrañas. Ninguna mujer, y menos una jovencita ingenua y enamoradiza como Inés, podría permanecer indiferente ante semejante caudal de inteligencia y pasión.

Después de sus floridas declaraciones de amor, la pluma de Guillermo describía con vívidas imágenes cómo unos hombres a caballo que dijeron ser mambises, aunque a él le parecieron simples forajidos, asaltaron el ingenio al atardecer, liberaron a los esclavos, se llevaron lo poco que había de valor y prendieron fuego con sus antorchas a los edificios del batey, incluida la casa, de la que él y su padre escaparon de puro milagro. El azúcar que debía saldar las deudas familiares se había derretido entre las llamas del almacén. Los pocos cañaverales donde aún no habían entrado a trabajar los macheteros se habían convertido en un desierto de cañas carbonizadas. Del batey apenas quedaban en pie unos pocos ladrillos renegridos y los restos de la máquina azucarera. De la hermosa mansión de los Bazán, con sus altas columnas de mármol blanco que sostenían los balcones corridos por los que circulaba la brisa por la noche, sólo se habían salvado parte del ala que albergaba las alcobas y, en la planta baja, el salón de baile y un pequeño gabinete donde antaño la familia recibía a las visitas más íntimas.

Allí agonizaba ahora Leopoldo Bazán, tendido en un viejo camastro de esclavo; el tejado en llamas del almacén se había derrumbado sobre él mientras intentaba salvar las cajas de azúcar junto con Guillermo, dos esclavos y algunas negras que no habían huido al monte. Les había costado varias horas angustiosas liberarle de los escombros que le aplastaban, afirmaba Guillermo en su carta, y cuando lo lograron, su padre no era más que un amasijo de carne destrozada y desfigurada por terribles quemaduras, que a los pocos días habían empezado a supurar y a despedir un hedor nauseabundo. Había enviado en busca de un médico a uno de los esclavos que conservaba, pero éste aún no había regresado y empezaba a temer que nunca lo haría. Y si a pesar de todo volvía, sería demasiado tarde. A Leopoldo Bazán se le escapaba la vida de un modo lento pero inexorable, entre espantosos dolores que a ratos le arrancaban aullidos de animal herido y una lucidez que, más que un don del cielo, semejaba una condena enviada por el mismísimo diablo. Pronto su padre le dejaría solo en el mundo, concluía Guillermo, y en esos instantes sólo le salvaba de la desesperación evocar el rostro de Inés, su grácil figura y las delicadas manos que tantas veces había sostenido entre las suyas. Aunque, ahora que se había convertido en un menesteroso, ya no le permitirían siquiera acercarse a ella. Tal vez le convendría vender lo que quedaba de San Rafael y regresar a Francia para enderezar su vida en la tierra donde se crió. Inés haría bien en olvidarle y poner sus ojos en un hombre que fuera digno de sus muchas virtudes.

La carta se escurrió entre los dedos de Valentina y cayó al suelo. Desde que comenzó a urdir esa última venganza había fantaseado muchas noches con humillar, desde el poder que le confería su actual riqueza, a un Leopoldo hundido en la indigencia más inmisericorde. Se había recreado imaginando el placer que sentiría mostrándose tan desdeñosa y cruel como lo había sido él cuando descubrió su embarazo. Y ahora Leopoldo estaba a punto de morir, lo que le arrebataba la posibilidad de culminar su venganza con un último duelo entre ellos que dictaminara quién de los dos había vencido. Decidió que si deseaba zanjar los años que desperdició amando a un hombre para el que ella significó menos que cualquiera de sus caballos, tenía que partir cuanto antes rumbo a San Rafael. Ese canalla no debía abandonar el mundo de los vivos sin recibir su humillación definitiva. Pero antes de iniciar ese viaje, necesitaba recuperar a Inés. Le tomó una mano, resbalosa por culpa de las lágrimas, y la encerró entre las suyas.

—Pequeña, te juro que no tengo nada que ver con esto.

—¡Miente, madre! —exclamó la joven, mirándola con desdén entre los párpados hinchados—. ¡Ha convertido a Guillermo en un mendigo para separarle de mí! ¡La odio y la desprecio!

—¡Te repito que no sé nada de ese incendio! —insistió Valentina, sintiéndose en su fuero interno muy culpable por lo que sí había hecho para perjudicar a Leopoldo—. Y para demostrarte mi inocencia, voy a pedir a Mayra que prepare mi equipaje. Partiré esta misma mañana a San Rafael y ayudaré a ese muchacho.

Inés tragó saliva y ríos de lágrimas y la escrutó con menos hostilidad. Al cabo de unos segundos, espesados por un silencio que ahogó el alma endurecida de Valentina bajo otra montaña de culpa, susurró:

—¿De verdad hará un viaje tan largo para prestarles ayuda?

Valentina asintió con la cabeza y desvió la mirada. ¡Qué hipócrita estaba siendo!

—Todavía es temprano —murmuró—. Si no me demoro, antes de que anochezca llegaré al ingenio donde está ahora tu querida amiga Aurelia. Le daré recuerdos de tu parte y le diré cuánto la echas de menos. —Valentina sabía que en la hacienda de los Araméndiz la invitarían a cenar y a pasar la noche. Los plantadores de la isla solían ser muy hospitalarios porque las visitas, aunque se presentaran por sorpresa, siempre suponían una grata distracción en la monótona vida del campo—. Si mañana salgo de allí temprano, creo que podré llegar a última hora de la tarde a San Rafael. No es un viaje tan duro, en realidad.

Los restos de hostilidad de Inés desaparecieron como barridos por un vendaval. Sus labios, hinchados por el llanto, se expandieron en una sonrisa que le afeó los rasgos aún más. Despegó la espalda del cabezal y se abrazó con fuerza a Valentina. Ésta se sintió tan ruin por su falsedad que se desasió de la joven y se puso en pie apresuradamente. Inés la retuvo aferrándose a su falda.

—¡Déjeme ir con usted!

—¡De ninguna manera! ¡Tú te quedas aquí! Imagina que el tío Tomás regresa con Manuel y no halla a ninguna de las dos. Se preocuparía lo indecible.

—Pero… ¡necesito saber que Guillermo está bien!

—¡Te digo que no, Inés! Si San Rafael ha quedado tan devastado como describe ese muchacho, lo que verías allí te marcaría para el resto de tu vida.

—¡Ya no soy una niña!

Valentina dio un tirón para liberar su vestido de las manos de Inés y se alejó hacia la puerta. Una vez allí, se detuvo, se arrancó una sonrisa que se le antojó de Judas y se volvió hacia Inés, cuya mirada ansiosa habría ablandado hasta al villano más malvado.

—Volveré lo antes posible, y cuando llegue, quiero verte aseada y hermosa como la señorita que eres. Hoy tienes un aspecto deplorable. Ahora mismo te envío a Caridad para que te ayude a arreglarte.

—Sí, madre —susurró Inés con repentina mansedumbre. Saber que Valentina estaba dispuesta a auxiliar a su enamorado había apagado el vehemente odio que había sentido durante las últimas semanas. Además, desde que estallaron las desavenencias entre las dos, Inés había aprendido que la ira de su madre podía ser más destructiva que un huracán y era mejor no medirse con ella.

En cuanto se quedó sola, se limpió los ojos y las mejillas con las yemas de los dedos, se puso en pie y se deslizó descalza hasta el espejo de cuerpo entero. La desaliñada criatura que la miró desde la luna le recordó a esas mulatas viejas y sucias que merodeaban a las puertas de la catedral para pedir limosna a las damas cuando salían de misa. Horrorizada, retrocedió hasta la cama. Había llegado la hora de volver a preocuparse por su aspecto. ¿Qué iba a decir Guillermo si, después de tantas semanas de ausencia, la veía convertida en una bruja?