Sentado en la escalera del porche, Leopoldo alzó la vista hacia la torre de vigilancia vacía que se recortaba contra el cielo vespertino y dio una profunda calada a su cigarro puro para aplacar la desazón, clavada en la boca del estómago como un pedrusco. Sacó el habano de la boca y lo alejó un poco para ver cuánto le quedaba. Había consumido ya más de la mitad. Era el último de la caja que se había llevado a San Rafael cuando se trasladó allí con su hijo. Y sería el último en mucho tiempo si no lograba sacar su cosecha de azúcar del ingenio. Una empresa que, tras dos tentativas infructuosas de conducir las carretas a través de las propiedades de sus vecinos, Epifanio Ramírez y el duque de Pozohondo, se le antojaba no sólo difícil sino francamente desesperada, ya que atravesar la trocha era una locura en la que no merecía la pena pensar siquiera. Aparte del peligro que suponían esos dementes de los mambises, sus relaciones con los propietarios de las pequeñas haciendas del otro lado eran francamente malas a causa de lo mucho que les hostigó en el pasado para hacerse con sus tierras. Y aunque enviara a Guillermo, que en la adversidad se había revelado como un muchacho resuelto y muy sagaz, para que intentara ablandar a alguno de esos pobres diablos, el cargamento tardaría demasiado en llegar al puerto de Matanzas, donde debería haber sido embarcado tres días atrás. La compañía de Nueva Orleans con la que trataba ahora ya le había notificado a través del abogado Meneses, que a su vez le había enviado un mensajero a San Rafael, que le concedería sólo una semana más. Si transcurrido ese plazo, su azúcar no había llegado al puerto, no sólo dejaría de trabajar con Leopoldo Bazán, sino también le exigiría una compensación económica por haber incumplido su acuerdo.
Leopoldo rumiaba todo eso mientras rosigaba la boquilla del puro sin darse cuenta. Desde el ultimátum de sus clientes habían transcurrido cinco días. Le quedaban dos para que venciera esa prórroga y ni siquiera se le había ocurrido el modo de burlar el ruin bloqueo de sus vecinos. El poco dinero que conservaba de la gran fortuna que heredó se había consumido, la mansión familiar de Extramuros seguía en venta sin que nadie pareciera interesado en comprarla, y en el batey apenas había víveres para alimentar a sus esclavos hasta que acabaran de cortar las cañas en los dos campos que quedaban por trabajar. El futuro se presentaba francamente negro. Y todo por culpa de esa zorra que en el burdel atendía por Calipso y ahora se daba aires de aristócrata refinada. Al pensar en Valentina, el corazón de Leopoldo, agitado por una mezcla de rencor y nostalgia que siempre le desconcertaba, se aceleró. Se conservaba hermosa, la maldita, pensó, y por un instante envidió incluso a ese cojo iracundo que podía gozar de ella siempre que quisiera. O siempre que se lo permitiera su lamentable estado, añadió con una carcajada para ahuyentar su desazón.
Volvió a colocar el cigarro ante los ojos. Le quedaba bien poco. Estuvo tentado de apagarlo con la idea de saborear en otro momento las escasas caladas que podría sacarle. Pero se decantó por acabar su último habano en la quietud del porche, mientras disfrutaba de los muchos sonidos del batey, entre ellos el ruido del molino, y recordaba las apacibles tardes de su niñez. Entonces jugaba delante de la casa con Babú, un niño negro de su edad que con los años se había convertido en un hombretón fornido al que Leopoldo acababa de nombrar capataz para suplir a los blancos que se habían marchado, cansados de reclamarle un salario que no estaba en condiciones de pagarles. Pese a que nunca le había tratado demasiado bien, Babú le había sido fiel desde la infancia y ahora se desenvolvía de maravilla con su nueva responsabilidad. Leopoldo estaba considerando incluso la posibilidad de concederle la libertad. De todos modos, no iba a poder mantenerle. Ni a él ni a ninguno de los esclavos que poseía. El miedo a la ruina se le atravesó en la garganta y le hizo toser con violencia. ¿Cómo iba a salir adelante sin la fortuna que le había permitido costearse todos sus caprichos y le había granjeado el respeto de los demás?
Se acordó de Guillermo. En ese instante se hallaba recluido en la casa, escribiéndole a esa niña rica que les habría podido sacar de apuros si el infeliz, en lugar de enamorarse de ella, hubiera sabido engatusarla para que se fugara con él. Ahora era demasiado tarde incluso para eso. Leopoldo apoyó los codos sobre el escalón de arriba y se echó hacia atrás. No sabía qué pensar de su hijo. Desde que llegaron a San Rafael, Guillermo se había encargado de organizar la partida de las carretas de azúcar hacia Matanzas. Incluso se había puesto al frente de las caravanas que después habían sido interceptadas por los asnos de sus vecinos, meros muñecos en manos de esa ramera vengativa que se había propuesto hundirle. Guillermo aún confiaba en poder sacar la cosecha de San Rafael, aunque tampoco él había dado con la solución.
Leopoldo aspiró con deleite las dos últimas caladas que pudo arrancarle al habano, paladeó el humo procurando grabarse su sabor en la memoria, tiró la colilla al suelo y la pisó a conciencia con sus botas polvorientas.
De repente, un rumor se impuso a los que llegaban desde los edificios donde aún trabajaban los esclavos y al monótono golpeteo del molino. Un ruido como de cascos de caballos que arreciaba con suma rapidez. Leopoldo se puso en pie de un salto. No cabía duda de que alguien se aproximaba al batey cabalgando. Y no un solo hombre, sino muchos. A la desazón de Leopoldo se sumó una punzada de miedo. No cabía esperar una visita de cortesía, pues se había enemistado con todos sus vecinos. Y nadie en su sano juicio iría a verle desde La Habana estando San Rafael tan cerca de la trocha y con la inseguridad que reinaba en los caminos desde que algunos grupos de mambises habían decidido no rendirse y asaltaban a viajeros y haciendas para financiar su lucha. Leopoldo estaba seguro de que, quienesquiera que fueran esos visitantes, no traerían nada bueno.
Oyó a sus espaldas que la puerta de la casa se abría y se volvía a cerrar al instante. Se giró. Su hijo se hallaba en el porche y miraba con extrañeza hacia la misma dirección que él. Leopoldo se dio cuenta de golpe de lo mucho que se había bronceado la piel de Guillermo desde que estaban en San Rafael. El muchacho sólo llevaba una camisa blanca con las mangas subidas por encima del codo y un pantalón de montar remetido dentro de las botas. Ya no parecía el caballero joven cuya delicada belleza, acompañada de los elegantes ademanes que él mismo le enseñó, le habían granjeado la admiración de las jovencitas de la alta sociedad parisina y, en La Habana, habían hecho ruborizarse a las muchachas criollas de buena familia. Ahora tenía todo el aspecto de un capataz o un maestro de azúcar llegado de Europa. Leopoldo suspiró, pesaroso, y rumió que era mejor así, ya que pronto su hijo tendría que ganarse la vida con las manos y nadie le contrataría si se presentaba a pedir trabajo con apariencia de caballero refinado.
Leopoldo volvió a dirigir la vista hacia donde ahora se oía con nitidez el galope de muchos caballos. Y entonces los vio. Multitud de hombres invadieron sobre sus cabalgaduras el batey y se agruparon delante de la casa, en torno al que parecía su cabecilla. Protegían la cabeza del sol bajo sombreros de ala ancha e iban ataviados con pantalones y guayaberas de color claro, botas altas y cintos de los que cada uno llevaba colgado su machete, metido dentro de la funda, además de un revólver que Leopoldo, poco versado en esas cuestiones, tomó por un Colt. Algunos también se habían echado a la espalda un rifle que resultaba más amenazador que cualquiera de las otras armas.
¡Los intrusos eran mambises!
Un pánico gélido se extendió por las vísceras de Leopoldo y le ablandó las rodillas. Le costó lo suyo mantenerse firme en el mismo sitio en lugar de subir corriendo los escalones del porche y encerrarse dentro de la casa, como le pedían la cabeza y las piernas. Se obligó a sostener la mirada del que parecía el jefe, un robusto mulato que le escrutaba con fiereza desde lo alto del caballo y cuyo rostro le resultaba vagamente conocido. Eso le inquietó todavía más.
Guillermo bajó del porche y se colocó junto a su padre. Estaba muy asustado, pero el instinto le decía que esos hombres les tratarían con más respeto si no percibían su miedo.
El cabecilla mostró una altiva sonrisa de dientes blancos y bajó del caballo con parsimonia. Salvó los pocos pasos que le separaban de Leopoldo y se plantó delante de él, con las piernas abiertas, la espalda muy tiesa y la actitud de quien se ha habituado a mandar y a ser obedecido al instante. Le miró de arriba abajo, meneó la cabeza, agrandó la sonrisa y dijo en voz alta, para que pudiera oírle cada uno de sus hombres:
—El niño Leopoldo. Nuestra isla es un pañuelo…, y bastante sucio, por cierto.
Su exclamación despertó gran hilaridad entre quienes le seguían, que se carcajearon un buen rato sobre sus sillas de montar. Leopoldo se preguntó, en medio del pánico, dónde había visto antes a ese mamarracho. Guillermo apretaba las mandíbulas con fuerza para controlar el miedo. El mulato dio un fiero empujón a Leopoldo, que trastabilló pero no llegó a caer porque Guillermo le sostuvo en el último momento. Los hombres a caballo estallaron en una nueva sucesión de carcajadas.
Leopoldo se desasió con rabia de su hijo. La humillación de verse convertido en el hazmerreír de esos tipos estrafalarios, entre los que veía más rostros de piel oscura que blancos, había barrido el pavor; de pronto sólo bullía en su cabeza el deseo de poner en su sitio a ese estúpido por cuyas venas corría sin duda sangre de esclavo. Seguro que habría escapado de algún ingenio para prosperar entre esos independentistas empecinados que aún no se habían percatado de su derrota.
—Ahora mismo vas a donar a la causa hasta el último peso que guardes en tu casa de rico… —rugió el hombre de bronce— y todo cuanto tenga algún valor…
Leopoldo soltó una carcajada, lo que le granjeó un puñetazo del mulato en plena barbilla. Se desplomó de espaldas sobre los escalones del porche y se golpeó un codo. Aunque le dolió mucho más la nueva humillación. Se puso en pie de un brinco, saltó sobre su agresor e intentó golpearle, pero el otro estaba más curtido en peleas y le propinó dos violentos golpes en el estómago con el puño bien cerrado. Leopoldo se dobló y cayó de rodillas. Intentó levantarse, pero la bota del mulato le alcanzó en pleno pecho y le tumbó en el suelo. Allí quedó, boca arriba, sin fuerzas para esquivar las patadas que siguieron y le cortaron la respiración. Guillermo intentó agarrar al agresor por detrás para apartarle de su padre, pero uno de los hombres, un blanco que había bajado del caballo con celeridad, le empujó lejos y dijo al cabecilla en un tono respetuoso:
—General, lo va a matar… y muerto no sirve pa nada…
El general le miró, dio al gimiente Leopoldo un último puntapié en los riñones y se encaró con Guillermo, que tragó saliva y empezó a hablar para ganar tiempo:
—No nos queda… nada, general. ¡Debe creerme! Ni siquiera hemos podido sacar el azúcar de San Rafael. Estamos arruinados.
Desde que Leopoldo le puso al corriente de la situación, nada más establecerse en San Rafael, era la primera vez que Guillermo mencionaba la ruina familiar en voz alta. Se dio cuenta de que el infortunio adquiere aún más crudeza cuando se habla de él.
El general escrutó con el ceño fruncido a ese muchacho que no parecía tenerle miedo. O lo disimulaba condenadamente bien, pensó.
—No puedes negar de quién eres hijo —murmuró—. Tienes su mi’ma cara.
Guillermo tragó de nuevo. Las piernas le habían empezado a temblar. Juntó las rodillas todo lo que pudo para que una extremidad apuntalara a la otra y los temblores no se notaran. El mulato emitió un bufido de menosprecio y le dio la espalda. Ordenó a sus hombres que registraran la casa y todos los edificios de labor del batey, y sacaran lo que mereciera la pena llevarse. Los mambises desmontaron, presurosos por obedecer a su jefe, que no se andaba con remilgos a la hora de castigarlos. El que había contenido al general, un blanco larguirucho de unos treinta años, al que Guillermo tomó por lugarteniente del jefe por el modo en que había osado intervenir, le indicó que ayudara a su padre a subir al porche, donde les hizo sentarse en el suelo y los mantuvo encañonados con su revólver durante todo el tiempo que duró el registro.
Cuando la oscuridad ya empezaba a espesarse, Guillermo y Leopoldo vieron desde la veranda que los esclavos abandonaban los edificios de labor bajo la vigilancia de los mambises. El general ordenó a sus hombres que los reunieran a todos en la explanada. Se subió al caballo y desde lo alto de su silla de montar explicó a los siervos que a partir de ese instante eran libres. Ya no debían obediencia a ningún amo y podían marcharse al lugar que se les antojara. Los esclavos se miraron los unos a los otros; no las tenían todas consigo. No sabían adónde ir y les daba miedo el mundo exterior, pero más pavor aún les inspiraba ese hombre cuya piel era poco más clara que la de ellos. Algunos habían visto la paliza que había propinado a su amo y pensaban que alguien capaz de doblegar así a don Leopoldo debía de ser el mismísimo demongo disfrazado de humano.
—¡Marchaos! —voceó el general. Desenfundó su revólver y disparó varias veces al aire para estimular a esos estúpidos, que se le antojaban tan cobardes como gallinas.
Los negros se asustaron y huyeron despavoridos hacia todas direcciones. La explanada quedó despejada de esclavos en un santiamén. El general guardó el arma y dio instrucciones a sus hombres antes de dirigirse a caballo a la casa, donde su ayudante todavía encañonaba a Leopoldo y Guillermo. Desmontó ante el porche y rebuscó en las abultadas alforjas que colgaban bajo su silla de montar. Sacó un objeto alargado y se aproximó a sus prisioneros.
Leopoldo vio lo que llevaba y todo su cuerpo magullado empezó a temblar. También Guillermo temió que el general fuera a apalearles hasta la muerte. Tenía tanto miedo que sólo se preguntó si sería capaz de resistir el dolor sin suplicar clemencia. De pronto, le asaltó el recuerdo de cuando bailó con Inés en el suntuoso salón de la Sociedad Filarmónica y dos lagrimones empezaron a deslizarse por sus mejillas. Se los limpió con disimulo.
El general subió los escalones con mucha parsimonia. Los tablones del porche crujieron bajo sus pasos cuando se acercó a los humillados amos del ingenio. Estaba furioso porque sus hombres no habían hallado dinero y apenas nada de valor. Sólo había infinidad de cajas de azúcar que abarrotaban el almacén. Y eso no podían llevárselo porque sólo les estorbaría. Se paró delante de Leopoldo, que se apoyaba desmadejado contra la pared, y observó con aire burlón su barbilla amoratada. Introdujo la mano derecha en el bolsillo del pantalón y sacó un fósforo. Lo frotó contra una de las columnas blancas que sostenían el porche y lo aproximó a la punta del palo que sujetaba con la izquierda. Leopoldo y Guillermo adivinaron al mismo tiempo cuáles eran las verdaderas intenciones de ese hombre. Y los dos temieron por sus últimas esperanzas, que se apilaban en el almacén.
La antorcha iluminó el crepúsculo cuando el mulato abrió la puerta y entró en la casa. Al poco tiempo salió; un humo denso que hizo toser a todos había comenzado a brotar de las ventanas. Guillermo pensó en la carta que había empezado a escribir a Inés en el salón y que pronto ardería junto a los libros de Baudelaire, Verlaine y Rimbaud, lo único que conservaba de su vida de caballero en París. ¡Debía salvarlos de las llamas! Se puso en pie de un salto, pero el ayudante del general lo empujó contra la pared. Aturdido, Guillermo fue resbalando poco a poco hasta quedarse sentado.
El general volvió a plantarse frente a Leopoldo. Se inclinó y movió la antorcha delante de sus ojos. Cegado por el resplandor de la llama y temeroso de que ese hombre le quemara el rostro, Leopoldo se lo tapó con las manos.
—¡Esto es por los pesos que me robabas con los naipes! —gritó entonces el mulato.
Leopoldo alzó la vista con mucha precaución y reconoció por fin a uno de los tahures de bronce a los que desplumaba años atrás en el reservado del cuchitril de la vieja Dorotea. El más orgulloso de todos. El que le miraba lleno de odio cuando se retiraba con sus ganancias.
—No te pienso matar —continuó el general—. No me mancho las manos con un gusano. La ruina es un castigo mucho peor pa un hombre como tú…
Hizo una señal a su lugarteniente, que se guardó el revólver y se alejó a toda prisa del porche. El mulato escupió sobre Leopoldo, bajó las escaleras en dos saltos y se subió al caballo de un salto ágil. Leopoldo respiró aliviado cuando vio que los mambises se alejaban del batey, guiándose en la luz crepuscular con las antorchas que habían encendido. Se sentía agotado, dolorido e incapaz de mover un solo dedo. Los párpados le pesaban. Sólo deseaba dormir y olvidarse de todos sus problemas. Aunque fuera por unas horas.
El grito de Guillermo le sacó del repentino letargo:
—Padre, debemos alejarnos de la casa… ¡Se está quemando!
Sin abrir apenas los ojos, Leopoldo dejó que Guillermo le ayudara a levantarse y se apoyó en él mientras descendían los cuatro escalones del porche. De pronto, notó que su hijo se había detenido. Alzó los párpados y vio lo que paralizaba a Guillermo. El batey estaba tan iluminado como si fuera de día por las llamas que se elevaban desde la casa de calderas, la casa de molienda, la casa de purga… Incluso los barracones de los esclavos ardían como teas.
—¡El almacén! —vociferó Guillermo. Soltó a su padre y corrió hacia el edificio que había albergado sus últimas esperanzas y ahora se quemaba como los demás. Debía sacar de allí todas las cajas que pudiera.
—¡Vuelve, insensato! —le ordenó Leopoldo.
Al comprobar que ese imprudente no le obedecía, se rodeó el dolorido torso con los brazos y echó a correr detrás de él. Cuando alcanzó la puerta del almacén, Guillermo ya había entrado. En medio de su angustia, Leopoldo vio que se aproximaban Babú, otro esclavo joven y varias negras que atendían la casa, entre ellas la cocinera. Le adelantaron y se precipitaron dentro de ese caldero de fuego y humo del que empezaba a brotar un olor dulzón. Leopoldo meneó la cabeza. ¿Acaso se habían vuelto todos locos? ¿Cómo iban a salir de semejante trampa? Entonces imaginó a su hijo quemándose ahí dentro y por primera vez en su vida el corazón se le encogió de preocupación por alguien que no era él mismo.
—¡Guillermo! —aulló, enloquecido—. ¡Guillermo!
Sin cesar de dar voces, Leopoldo Bazán se adentró en ese infierno para sacar a su hijo de ahí como fuera.