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La Habana, mayo de 1878

Valentina no confiaba en la palabra del duque de Pozohondo y mandó llamar a Miguelín Gómez, el flaco mulato que llevaba años recabando información para ella. Miguelín apenas había cambiado con los años. Sólo se había secado aún más de carnes conforme había ido aumentando su ya bien nutrida malicia. De pie ante el escritorio de la bella, vestido con la guayabera blanca y los pantalones de lino que su negra le preparaba cada día limpios como los chorros del oro, estrujaba el sombrero de paja entre las manos callosas mientras escuchaba, en actitud respetuosa, cómo doña Galatea le ordenaba que reuniera un pequeño grupo de hombres de confianza para espiar discretamente los movimientos en los ingenios San Rafael y Santa Catalina, la hacienda del duque de Pozohondo, y le mantuviera al corriente de cualquier paso que diera Leopoldo Bazán, por insignificante que pudiera parecer. Miguelín admiraba hondamente a la dama por su belleza y su gran astucia para los negocios, pero aún le fascinaba más el buen dinero que le hacía ganar, porque la señora era generosa en el pago si le satisfacía el resultado de sus pesquisas. El hombre poseía una mente ágil y calculó al instante cuánto podría ganar con ese asunto. Al acabar la cuenta, una inmensa sonrisa se expandió por su rostro, dejando a la vista sus grandes y blancos dientes y parte de las encías.

—Por Babalú que usted sabrá todo lo que haga ese hombre dende que se levante por la mañana. ¡Palabra de Miguelín!

Gracias al mulato y a los muchos chismorreos que circulaban por La Habana, Valentina fue enterándose de que Leopoldo había agotado sus posibilidades de obtener un crédito, ya que los últimos comerciantes a los que había visitado, situados en el puesto más bajo de la escala oficiosa que medía la importancia de cuantos se dedicaban a los negocios en la isla, se habían negado también a prestarle dinero. A mediados de mayo, Valentina supo que la falta de liquidez había empujado a Leopoldo a poner en venta su casa palaciega de Extramuros y a recluirse con su hijo en San Rafael, donde los dos supervisaban en persona el avance de la cosecha que debía salvarles de la quiebra.

Mientras tanto, en la mansión junto a la bahía se respiraba un aire enrarecido por la falta de noticias de Tomás y Manuel, al que contribuía la apatía, entreverada de arranques de histerismo, en la que se había sumido Inés desde que Valentina le prohibió ver a Guillermo. La niña había enflaquecido a causa del poco comer y el mucho llorar. Se arrastraba por la casa lánguida como un alma en pena y había perdido todo interés por su apariencia física, hasta el extremo de que se prestaba con suma desgana a que su doncella la arreglara cuando Valentina la obligaba a salir con ella de paseo en el quitrín para que respirara aire fresco. Rosalía ya no sabía qué hacer para animar a la muchacha y a su señora, que de seguir así acabarían consumiéndose como los cirios de las iglesias antes de que regresaran don Tomás y su hijo, si es que esos insensatos volvían alguna vez, cosa que el ama de llaves había empezado a dudar. Porque si eran ciertos los rumores que había oído sobre el fin de la guerra fratricida que en diez años se había llevado doscientas mil vidas, ¿qué impedía retornar de una vez a su patrón y al alocado niño Manuel? A Rosalía sólo se le ocurría una respuesta a la pregunta, la más aterradora de todas las posibles: los dos habían muerto, ya fuera a manos de los mambises o de los españoles, como les pasaba a los que se mezclaban en guerras que no les incumbían y corrían doble peligro. Y si cualquier día doña Galatea recibía la mala noticia y se hundía del todo en el abatimiento, ¿por cuánto tiempo podría mantenerse vivo el esplendor de la casa que fundó don Sebastián y que Rosalía consideraba su hogar?

Una tarde, bien avanzado el mes de mayo, Miguelín Gómez se presentó en el despacho de Valentina con la noticia que la dama ya aguardaba ansiosa. Sus espías le habían informado de que dos días atrás la primera caravana de carretas cargadas de azúcar había abandonado el ingenio San Rafael camino de Matanzas, pero un grupo de hombres del duque de Pozohondo le había cortado el paso a través de la hacienda Santa Catalina mediante el uso de las armas. El hijo de Leopoldo Bazán, que era quien había dirigido en persona el transporte, había regresado al punto de partida para tomar el camino que atravesaba el otro ingenio vecino, pero también allí les habían hecho retroceder los capataces de don Epifanio Ramírez. Ahora las cajas de azúcar volvían a amontonarse en el almacén de San Rafael, porque al parecer los Bazán aún andaban deliberando por dónde sacar su cosecha del ingenio. Un asunto nada sencillo, rubricó Miguelín, porque ya sólo les quedaba la opción de atravesar la trocha, algo que resultaba muy complicado en esos momentos y que, aunque lograran hacerlo, les obligaría a moverse por un territorio donde todavía se emboscaban pequeños grupos de rebeldes reticentes a deponer la lucha. Si a pesar de todo les sonreía la fortuna y no los asaltaban, concluyó el obsequioso mulato girando el sombrero de paja entre los dedos, el azúcar llegaría a Matanzas con varias semanas de retraso y para entonces el comprador podría haber llegado a echarse atrás.

Dos semanas después, en el almacén de San Rafael seguía acumulándose el azúcar de Leopoldo Bazán sin que nadie hubiera hallado una solución para hacerlo llegar hasta el puerto de Matanzas. Valentina celebraba como una victoria cada nueva noticia de esa índole que le llevaba Miguelín y recompensaba a su informante con gran generosidad, porque para ella suponía un paso más hacia la venganza que consideraba justa y bien merecida. La preocupación por no saber nada de Tomás le había ido secando el alma poco a poco; su pecho sólo albergaba la obsesión de la revancha. Por eso, en ningún instante se paraba a pensar que no sólo estaba precipitando la ruina del hombre que tanto daño le hizo, sino también la de su propio hijo. Hacía tiempo que se había resignado a la pérdida de su bebé, y ahora su corazón se negaba a vincular al afrancesado Guillermo Bazán con el niño que Leopoldo le arrebató al poco de nacer. Sólo veía en el apuesto joven a un sinvergüenza que, auspiciado por el canalla de su padre, pretendía aprovecharse de la ingenuidad de una jovencita enamorada para hacerse con su fortuna. Y bajo ningún concepto pensaba permitir que Inés sufriera por culpa de un Bazán.