El duque de Pozohondo se arrellanó en la silla que le había ofrecido Valentina, cruzó una pierna sobre la otra y mordisqueó la punta del habano de primera calidad que su anfitriona le había ofrecido nada más recibirle en su despacho. Ese gesto tan banal había avivado en él recuerdos de otro tiempo, cuando esa mujer encendía los cigarros puros para él con indescriptible procacidad antes de satisfacer su lujuria desplegando una imaginación que no había logrado superar ninguna ramera de las que había probado después, por experimentada que fuera. Escrutó con disimulo a la que fue su favorita casi veinte años atrás. Pese a su predilección por las mujeres muy jóvenes, que tan bien conocía la madame que ahora regentaba L’Olympe con tacto y mano férrea, si bien no había logrado conservar el aire selecto que madame Selene imprimió al negocio, la antigua Calipso le seguía pareciendo tan bella y voluptuosa como cuando yacía con ella en la alcoba de L’Olympe. Y eso que se hallaba ya en la edad a la que las mujeres, incluida su insoportable y reseca esposa, se habían convertido en viejas cotorras que sólo podían despertar dolor de cabeza, pero jamás deseo. El duque reprimió con tesón el deseo que se empeñaba en asomar a las comisuras de sus labios. Esa mujer poseía demasiado poder y muy malas pulgas para que pudiera permitirse ofenderla con un comportamiento inadecuado. Lo sabía desde que ella enviudó del comerciante que la retiró de la vida de ramera y tomó las riendas de su negocio. Con Galatea Quintana de la Vega, como se hacía llamar desde que era una señora respetable, no daban buen resultado las jugarretas.
Valentina le observó a su vez desde el otro lado de la mesa, esforzándose por ocultar la repulsión que seguía inspirándole ese hombre, por el que los años habían pasado como de puntillas, sin atreverse a arrasar su físico. De ser un hombre delgado había pasado a enjuto, caminaba algo encorvado por el peso de la edad, pero su mirada oscura seguía siendo penetrante y permitía intuir que su obscena lujuria, que ella llegó a conocer tan bien, permanecía intacta. Valentina compadeció a las jóvenes que se vieran obligadas a ganarse la vida vendiendo placer a ese puerco. Decidió exponerle sin demora lo que deseaba de él. No quería permanecer más tiempo del necesario respirando el aire que él envenenaba con su presencia.
—Querido don Bernardo —canturreó, dibujando la sonrisa que empleaba cuando trataba con caballeros importantes—, no sabe cuánto me alegro de que haya respondido tan pronto a mi llamada.
El duque dio una calada al habano y se esforzó por sonreír.
—Siempre a sus pies, doña Galatea.
¡Qué mal estaba la vida para que un caballero de su talla se viera obligado a lisonjear a una furcia como si fuera una dama de alta cuna!, rumió para sí.
—Sin duda se estará preguntando por qué le he hecho venir —prosiguió Valentina manteniendo intacta la sonrisa, dulce y autoritaria a la vez. Cuando enviudó de Sebastián y se hizo cargo del negocio, pasó horas ensayándola ante el espejo.
El aludido se limitó a dibujar en el aire un fugaz aleteo con la mano. Claro que se había preguntado por qué esa ramera tenía la desfachatez de citarle en su mansión como si fuera un modesto comerciante de paños, pero eran muchos los pagarés que había firmado ese año para que pudiera mostrarse ofendido o siquiera un poquito esquivo.
—Una dama de su categoría y belleza no necesita dar explicaciones, doña Galatea.
—Ay, querido duque, nadie sabe tratar a una mujer tan bien como usted.
La sonrisa del duque se había vuelto rígida de tanto estirarla. Quiso responder con otra de sus galanterías huecas, pero los labios se le habían secado sobre los dientes y no obedecieron. En ese instante descubrió Valentina al anciano que se agazapaba bajo la altivez de su antiguo cliente. Se dijo, con desmesurada satisfacción, que el repulsivo duque, cuya apariencia apenas parecía haber cambiado en los últimos veinte años, se aproximaba a la sepultura con paso firme, como todos los mortales.
—No voy a entretenerle con preámbulos, don Bernardo —comenzó, aprovechando el cauto silencio de su visitante—. El tiempo de un caballero como usted es oro… y el mío también.
Valentina abismó una mirada irónica en los ojos negros del duque. Éste se revolvió inquieto entre el humo del habano, que empezaba a saberle a encerrona.
—Le he llamado para pedirle su colaboración en un asunto relacionado con un caballero al que los dos conocemos muy bien.
—Usted dirá, señora… —masculló el otro con prudencia.
Valentina se echó un poco hacia delante para que el duque pudiera ver el pedacito de los senos que su escotado vestido de seda azul mostraba con delicada generosidad. Esa mañana se había arreglado poniendo el esmero que siempre había dedicado a las cuestiones del vestir hasta el aciago día en que Tomás partió en busca de su hijo. Ahora disfrutaba enseñando a ese viejo verde lo que él jamás volvería a saborear.
El duque se sacó el puro de la boca y tragó saliva. ¿Habría hecho esa zorra un pacto con el diablo para mantenerse así de bella y apetitosa?
—Se me antoja que lo que voy a pedirle contará con su apoyo —prosiguió Valentina sin dejar de acechar la reacción del engreído aristócrata—. Recuerdo muy bien la ofensa que ese caballero le infligió a usted durante la fiesta celebrada la última noche del año cincuenta y nueve en un burdel llamado L’Olympe. Y aventuro que usted tampoco la ha olvidado.
El duque dio una nueva calada al puro, que definitivamente sabía a encerrona. Exhaló el humo, se aproximó a la mesa y lo apagó muy despacio aplastándolo contra un cenicero de porcelana de Limoges. Se le habían quitado las ganas de fumar.
—Usted siempre tan sutil, doña Galatea —murmuró midiendo las palabras cuidadosamente—. Por desgracia, con el paso de los años la memoria se marchita igual que una flor sin agua. ¿Tendría la amabilidad de refrescármela?
—¿Cómo no, don Bernardo? —Valentina no pudo por menos que admirar el modo en que el viejo sátiro trataba de escabullirse. Pero no pensaba permitírselo. Estaba dispuesta a triturarlo cual caña de azúcar si se negaba a complacerla—. Estoy hablando de Leopoldo Bazán.
—Ah, Leopoldo Bazán…, claro, claro —masculló el duque, y se rascó una aleta de la nariz con la uña del dedo índice.
Como todo el que era alguien en la ciudad, sabía que ese presuntuoso había regresado de París sumido en una delicada situación financiera que en vano intentaba paliar pidiendo préstamos a los comerciantes de La Habana. De repente, vislumbró adónde quería ir a parar esa ramera. E imaginó por un instante lo mucho que podría gozar viendo retorcerse en el arroyo al gusano que le afrentó en aquel burdel, faltándole al respeto delante de los caballeros más ricos de la isla y de todas las furcias de ese antro, incluida la que tenía delante en ese momento.
Valentina había visto destellar el interés en los ojos del duque y supo que iba por buen camino.
—Verá…, querido duque, yo también tengo una cuenta pendiente con Leopoldo Bazán… y ha llegado el momento de cobrármela. He pensado que si usted y yo unimos nuestras fuerzas, ese hombre nunca más volverá a ofender a nadie.
—¿Y cómo deberíamos unir nuestras fuerzas, doña Galatea? —preguntó él en tono dulzón mientras en su rostro se dibujaba una mueca astuta.
Valentina intuyó que el odioso duque estaba a punto de ser suyo.
—Es muy sencillo —respondió, deleitando al duque con una caída de ojos angelical y una nueva vista panorámica de su escote—. Sé de muy buena tinta que nuestro amigo común ha visitado a los comerciantes más importantes de La Habana, incluida esta casa, para pedir un préstamo que le permita sobrevivir hasta que le paguen su cosecha de azúcar. Me consta que también ha acudido a los nuevos bancos extranjeros que empiezan a conceder pequeños créditos. Asimismo, sé que nadie en su sano juicio le ha prestado dinero. Ni siquiera los usureros de la más baja estofa. Ahora su última esperanza estriba en cobrar cuanto antes la zafra, que por la fecha en que estamos debería llevar muy avanzada. Pero para poder percibir ese dinero, primero debe conducir sus carretas de azúcar hasta el puerto de Matanzas o el de La Habana. Y en este punto es donde cuento con su sabia intervención, don Bernardo.
—Y mi… sabia intervención ¿en qué consistiría? —preguntó el duque, regodeándose con la palabra «sabia».
—La caravana de Bazán sólo puede llegar a su destino atravesando la propiedad de usted. Sé que ése es el procedimiento habitual desde los tiempos de Federico Bazán…
—Permítame una pequeña corrección —la interrumpió el duque con algo de sorna—. El azúcar del ingenio San Rafael pasa por las tierras de mi familia desde hace tres generaciones.
—Muy amable, querido duque. —Valentina le dedicó una gélida sonrisa—. Imagine ahora por un instante que a las carretas de San Rafael ya no se les consintiera atravesar esas tierras. Eso causaría a Bazán serias dificultades. Por el lado de Oriente está la trocha, y aunque no fuera así, llevar el azúcar por ahí le retrasaría varias semanas. En su situación, no puede permitirse ni un solo día de demora. Tampoco le queda la alternativa de transportarlo en ferrocarril, porque no puede costearlo.
El duque ansiaba ya contribuir a la ruina de Leopoldo Bazán, pero deseaba hacerse de rogar y, ¿por qué no?, sacar algún beneficio material de esa empresa.
—Sin embargo, doña Galatea, si yo le cerrara el paso a través de mi hacienda, a Bazán le quedaría la opción de cruzar la propiedad de mi queridísimo vecino, don Epifanio.
Valentina sofocó una carcajada al oír el calificativo que el duque había dado a su vecino; todos sabían que los dos llevaban más de treinta años enemistados por un turbio asunto de faldas.
—Don Epifanio no debe preocuparnos. Es un caballero muy atento que ya me ha ofrecido su desinteresada colaboración.
—Y… dígame, doña Galatea —arrancó el duque, sin bajar su cautela ni por un instante; no se fiaba nada de esa zorra—, no niego que me causaría gran satisfacción ayudarle, pero no sólo de satisfacción vive un caballero. Me comprende, ¿verdad? Para impedir el paso a Bazán tendré que apostar en el camino a hombres que deberían estar sacando adelante mi propia zafra. Vivimos tiempos difíciles, no puedo permitirme descuidar mi cosecha. ¿No ha considerado que mi valiosa ayuda debería recibir alguna atención por su parte?
—Sin duda, don Bernardo. Ya he tenido en cuenta ese asunto —replicó Valentina con suficiencia. Aguardó un tiempo antes de seguir hablando para mantener en ascuas a su interlocutor. Cuando le pareció que ya le había creado bastante expectación, prosiguió—: Me comprometo a no cargarle ni un peso de interés por sus préstamos durante un plazo de doce meses a partir de esta mañana. Usted firma muchos pagarés a lo largo de un año. Si hace el cálculo, verá que mi… pequeña atención no es en absoluto insignificante.
El duque era un hombre hábil con los números y necesitó pocos segundos para sacar la cuenta. Su amplia sonrisa de gozo indicó a Valentina que no se había equivocado al contar con la codicia de ese indeseable.
—Doña Galatea —profirió el duque, hinchando su enjuto pecho como un sapo croando junto a una charca—, cuente conmigo. Será un inmenso placer colaborar con una dama de su categoría.
—Sabía que es usted todo un caballero, querido don Bernardo.
Mientras adulaba al duque de Pozohondo, Valentina se dijo que haría bien en contratar a esbirros que vigilaran si ese rufián cumplía realmente su palabra. Y si descubría el menor asomo de traición, le hundiría en la miseria igual que pensaba hacer con Leopoldo. De pronto, se acordó de Tomás y tuvo la intuición de que, pese a la gran animadversión que él sentía por Leopoldo, no le gustaría nada lo que estaba tramando. Pero Tomás andaba muy lejos buscando a su hijo; cuando regresara, ya se encargaría ella de que nunca se enterara de las bajezas que estaba urdiendo para vengarse de una vez por todas de Leopoldo Bazán.