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Esa misma noche, Valentina se acomodó en su despacho del entresuelo y comenzó a planificar su venganza. Iluminada por la lámpara de aceite que había mandado encender a Caridad en lugar de la fría luz de gas, se dijo que ante todo debía concebir su revancha con minuciosidad y sin dejarse llevar por la rabia. Porque si Leopoldo conseguía escapar de nuevo a sus maquinaciones, nada le impediría urdir planes para desquitarse de la humillación. En ese momento Leopoldo no era peligroso porque su mala situación económica había debilitado mucho su posición social. En todos los salones de la ciudad se chismorreaba sobre su inminente ruina, sobre cómo se había enriquecido a su costa el administrador que él puso al frente de San Rafael, sobre su incapacidad para conservar las dos grandes fortunas que heredó, y sobre la vida derrochadora que había llevado en París. Rumores que jamás habrían circulado si él conservara intacta la categoría que tuvo antes de marcharse a Francia. Pero Valentina estaba segura de que si Leopoldo lograba remontar, caería sobre ella con toda su malignidad. Por eso debía acabar con él aprovechando su hundimiento y sin dejarse influir por el hecho de que ella era la madre de Guillermo Bazán. De la habilidad con la que ejecutara su venganza dependía la felicidad de Inés, su única hija, y también la seguridad de la familia que había formado con Tomás.

Al pensar en Tomás, el odio que le inspiraba Leopoldo dio paso a la tristeza. ¿Dónde estaría en ese instante? Desde que recibió en febrero aquella misiva suya, escrita de modo apresurado sobre un papel arrancado de un cuaderno, no habían vuelto a llegar noticias de él. Y menos aún de Manuel. Era como si a los dos se los hubieran tragado las tierras rojas de Oriente. ¿Regresarían a casa sanos y salvos ahora que la paz era inminente? ¿O yacerían sus cuerpos en algún campo arrasado, carne anónima despojada de todo distintivo que les diferenciara de otros muertos sin identidad? Valentina se reclinó contra el respaldo de la silla y se limpió las lágrimas que habían comenzado a deslizarse por sus mejillas. Pero esa noche no se abandonó al llanto, como hacía desde la marcha de Tomás en cuanto se quedaba sola. Ahora en su corazón ardía el fuego de la venganza.

Extrajo un pañuelo del bolsillito que le había cosido la modista en un pliegue de la falda y se secó los ojos. Después tomó aire y enderezó la espalda con obstinación. Se dijo que aunque Leopoldo lograra convencer a alguno de los comerciantes habaneros que aún no le habían denegado el crédito, le quedaría la ardua tarea de sacar adelante la zafra y conducir su azúcar hasta el puerto más próximo. Y justo ahí era donde debía atacarle: impidiendo que las carretas cargadas con el oro dulce que podría sacarle del hoyo abandonaran su propiedad. Valentina consultó uno de los mapas de la isla que guardaba en el despacho; en él se indicaban los límites de los ingenios de azúcar, los cafetales y las plantaciones de tabaco, así como los nombres de sus respectivos dueños. Se lo había encargado recientemente a un cartógrafo de La Habana porque le gustaba conocer dónde estaban situadas las propiedades de los caballeros a los que concedía préstamos. Vio que el ingenio San Rafael lindaba por el este con la línea de la trocha que separaba el próspero Occidente de los territorios orientales, donde se había librado durante diez años la lucha por la independencia que ahora exhalaba su último suspiro. Había oído decir que aunque los mambises estaban negociando la paz con los españoles, algunos grupos aún no habían depuesto las armas y las emboscadas eran frecuentes, por lo que los caminos al otro lado de la trocha seguían siendo inseguros. Y para complicarle aún más las cosas a Leopoldo, allí estaban los pequeños ingenios a cuyos dueños hostigó durante años y que sin duda harían cualquier cosa menos facilitarle el paso a través de sus tierras. Por todas esas razones, para llevar sus carretas de azúcar hasta el puerto de Matanzas o el de La Habana, a Leopoldo no le quedaba más remedio que enfilar la dirección opuesta, donde su propiedad colindaba con dos grandes haciendas. Una pertenecía a don Epifanio Ramírez Reverte, un anciano español con una inclinación desmedida por el vino tinto y los licores derivados de la caña de azúcar que habían teñido su nariz de perpetuo carmesí. Ya hizo tratos con Sebastián y desde su muerte recurría a Valentina cuando necesitaba liquidez. Le constaba que era una persona fácil de manejar. La otra era el ingenio del duque de Pozohondo, el odioso aristócrata que fue su cliente más asiduo durante su pasado de ramera. Ahora sólo se veía obligada a tratarle cuando él acudía a su despacho para pedirle elevados préstamos que le permitían gastar el dinero a manos llenas hasta que cobraba la correspondiente cosecha de azúcar. Valentina le había temido mucho cuando empezó a frecuentar la alta sociedad de La Habana tras su boda con Sebastián; en todas partes se topaba con ese hombre arrogante que siempre le había repugnado. Pero pronto había comprendido que el duque no actuaría contra ella porque, pese a ser una persona despótica y cruel, poseía un instinto de supervivencia muy acusado; la trataría con respeto siempre que ella siguiera siendo la comerciante más rica de La Habana y le prestara el dinero que necesitaba. Y precisamente la codicia del duque de Pozohondo era lo que iba a ayudarle ahora a perpetrar su plan de venganza contra Leopoldo. Además, ese hombre tenía una cuenta pendiente con Leopoldo desde la noche de San Silvestre del año cincuenta y nueve. Valentina sonrió satisfecha en la solitaria penumbra de su gabinete. Estaba convencida de que el duque hallaría buenas razones para no negarse a hacer lo que se disponía a pedirle.

Se levantó del sillón en el que había estado sentada, alzó la vieja lámpara y abandonó el gabinete con intención de asomarse a la alcoba de Inés antes de acostarse. La niña no había cenado nada y se había levantado de la mesa enfurruñada, lanzándole miradas de odio que le habían helado el alma. Se puso la mano sobre el pecho, donde el corazón acababa de darle un violento vuelco. ¡Cuánto añoraba a Tomás!