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—¿Cómo has podido traicionarme así?

Valentina había ordenado a Rosalía que le avisara en cuanto regresara Inés, y había saltado sobre la muchacha en su alcoba, sin darle tiempo siquiera a que sustituyera el precioso vestido malva por uno de andar por casa. Ahora la niña sollozaba sentada en una esquina de la cama, aterrorizada por la cólera inmensa de su madre, que nunca antes había presenciado y que se le antojaba desproporcionada. ¿Tanto ruido merecían unos cuantos paseos en quitrín con un joven sensible que le leía sus poemas y siempre la trataba con dulzura y exquisita educación? Cierto que se había dejado robar algún beso que otro bajo la protección del fuelle y había permitido que Guillermo esparciera unas pocas caricias furtivas sobre su cuello y sus orejas, pero sólo porque él había despertado en su ser un fuego que en pocos días había aniquilado a la niña que fue, le impedía dormir bien por las noches, enmarañaba sus dedos en las clases de piano, que habían sido su pasión desde que terminó el colegio de monjas, y hacía parecer tediosa su vida de joven casadera de la alta sociedad, hecha de pequeñas y agradables rutinas que antes le placían y ahora se le antojaban ridículas. Jamás había sentido esa fuerza tan arrolladora en su interior y ahora comprendía qué era lo que unía a su madre y al tío Tomás, incluso intuía lo que hacían los dos cuando se encerraban en la alcoba a la hora de la siesta y después salían radiantes y dicharacheros. Poseía la inamovible certeza de que amaba a Guillermo como nunca había querido a nadie. Le amaba por su llamativa apostura y su caballerosidad, pero también porque era versado en el uso de las palabras, que pronunciadas con su voz aterciopelada y el peculiar acento que había traído de Francia adquirían matices insospechados. Se limpió las lágrimas con repentina furia y lanzó a su madre una mirada de desafío. ¡No iba a permitir que nadie, ni siquiera ella, a la que quería y respetaba como a una de esas diosas de las que hablaba el libro de mitología griega que hurtó de la biblioteca familiar, la separara del joven que había iluminado su vida!

—Amo a Guillermo, madre —murmuró con voz nasal al tiempo que se daba golpecitos en el pecho—. Le amo de verdad. Lo sé aquí dentro.

Valentina inspiró muy despacio para calmarse. ¡Qué podía saber de amores una chiquilla de dieciocho años!

—¿Cuánto tiempo llevas reuniéndote con él a escondidas?

—Desde… —Inés sorbió mocos y se limpió los ojos con su pañuelo empapado—. Guillermo me propuso que volviéramos a vernos cuando bailé con él en la Sociedad Filarmónica.

De ese baile hacía casi un mes, pensó Valentina con profunda inquietud. Para una muchacha decente suponía demasiado tiempo exhibiéndose en compañía de un hombre al que ni siquiera había sido prometida en matrimonio. Y para agravar el problema, en un carruaje que a buen seguro llevaba el ostentoso escudo de los Bazán. Se dijo que había pecado de poco previsora. Debería haberse preocupado de seleccionar entre los jóvenes de la alta sociedad a un muchacho apuesto, que no fuera crápula ni cruel, para metérselo a Inés por los ojos antes de que ella se fijara en el más inadecuado, como al final había ocurrido. ¡Qué estúpida había sido confiando en la madurez de la niña! Aunque tal vez aún estaba a tiempo de enmendar ese asunto. Se sentó al lado de Inés y le atrapó una mano, húmeda y pegajosa a causa de las lágrimas.

—Sólo eres una niña —susurró procurando dar a su voz un tono dulce que mitigara la ira con la que la había increpado—. Aún no puedes saber lo que es el amor… —Antes de terminar la frase ya se había arrepentido de sus palabras. Acababa de cometer un grave error. La infausta noche de su reencuentro con Leopoldo en el teatro Tacón, le dijo a Tomás que Manuel e Inés habían dejado atrás la infancia y ahora ella estaba tratando a Inés como si aún fuera la chiquilla que Sebastián puso en sus manos. No era así como debería haber enfocado el problema.

—¡Tengo casi diecinueve años! —exclamó Inés con repentina saña—. Sé lo que quiero y ni usted ni el tío Tomás conseguirán apartarme de Guillermo.

La mención de Tomás reavivó en el corazón de Valentina el dolor por su ausencia. Regresó la ira.

—¡Tu maravilloso Guillermo es hijo de un hombre despreciable y cruel que ha dilapidado su patrimonio y se halla al borde de la ruina! —se desahogó—. Un hombre del que dicen que maltrató a su esposa hasta que la infeliz enloqueció y buscó la muerte. No permitiré que ese joven te corteje para hacerse con la fortuna que tu padre reunió durante muchos años de duro trabajo.

—¡No podrá impedir que disponga del dinero que me corresponderá cuando me case! —la desafió Inés—. No me mire tan sorprendida, madre. Hace algunos meses pregunté al tío Tomás en qué consiste mi herencia y cuándo será mía. Y él me lo explicó con detalle.

Desesperada, Valentina invocó al espíritu de Sebastián, como hacía siempre que se sentía desbordada. «Ayúdame a devolverle la razón a tu hija», le rogó, deseando que él pudiera verlas desde el limbo por el que vagara su alma y acudiera en su auxilio.

—Eso es cierto… —admitió en voz queda—. No podré evitar que el hombre con el que te cases ponga sus manos sobre tu dinero, ¡pero sí puedo impedir que te aprese un cazafortunas! —Inspiró ansiosa y decretó—: ¡Se acabaron tus escapadas para ver a ese muchacho! No quiero que pongas en entredicho tu reputación exhibiéndote con él en su quitrín como si fueras una vulgar ramera. A partir de hoy, sólo saldrás de esta casa en mi compañía. Y te aseguro que si es menester encerrarte con llave en tu alcoba, lo haré sin contemplaciones. ¡No caerás en manos de un Bazán! ¡Eso lo juro por Dios!

Valentina se levantó y se alisó la falda con dedos temblorosos. No estaba nada segura de haber actuado con sabiduría. No debería haberse dejado llevar por la cólera, pero no podía permitir que Guillermo Bazán engatusara a la pequeña a la que ella educó con tanto esmero, para hacerse con la inmensa fortuna de Sebastián. Guillermo se había gestado en su propio vientre, pero su corazón sólo reconocía como hija a Inés. Era ella quien merecía su amor y sus desvelos. No el joven al que Leopoldo habría moldeado a su antojo en el lejano París.

—¡Haga lo que haga, no conseguirá apartarme de Guillermo, madre! —profirió Inés en otro arranque de tozudez. Desafió a Valentina con los ojos entrecerrados y murmuró—: ¡Ojalá estuviera aquí el tío Tomás! —La miró de soslayo para comprobar si sus palabras habían causado el efecto deseado—. ¡Él no es tan cruel como usted!

—¡Pero él no está y no sabemos cuándo regresará! —respondió Valentina, ya al borde del sollozo. Se preguntó si Inés habría llegado a revelar a Guillermo dónde se hallaban Tomás y Manuel. Se arrepintió de haber contado la verdad a la niña—. ¡Se acabó esta disputa! —añadió en tono tajante—. Ahora quiero que te cambies de ropa y permanezcas en tu alcoba hasta la hora de la cena. Y será mejor que no pienses en cometer alguna locura, porque te tendré vigilada a todas horas del día y de la noche.

Inés se derrumbó sobre la colcha, hundió la cara en la almohada y estalló en un llanto rabioso. Al verla, Valentina sintió que una debilidad paralizante invadía sus rodillas y amenazaba con extenderse por el resto de su cuerpo.

—Solloza cuanto quieras. ¡No lograrás ablandarme! —le advirtió con el corazón encogido y conteniéndose a duras penas para no echarse a llorar ella también.

Mientras abandonaba la alcoba de Inés, se preguntó qué había sido de la dulce y alegre niña que Sebastián colocó entre sus brazos diecisiete años atrás. ¿En qué clase de monstruo la había convertido Guillermo Bazán con el beneplácito de su padre? Debía aniquilar a esas dos alimañas sin atisbo de piedad. Porque sólo si acababa para siempre con el peligro que representaban los Bazán, lograría salvar a Inés de ser desdichada toda su vida.