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La Habana, abril de 1878

Inés irrumpió en el despacho de su madre como un vendaval. Irritada, Valentina levantó la vista del libro de cuentas que estaba repasando. Todos sus criados tenían severas instrucciones de no molestarla cuando trabajaba en el despacho, salvo que se tratara de un asunto muy urgente. E incluso en ese caso debían acudir primero al ama de llaves, a quien le correspondía decidir si se podía interrumpir a la señora o no. Esa mañana, además, se hallaba nerviosa y de pésimo humor. Había soñado de madrugada que recibía una carta comunicándole la muerte de Tomás y la pesadilla había sido tan vívida que aún veía ante sus ojos la letra picuda del aterrador escrito y sentía en la punta de los dedos el tacto viscoso de aquel papel imaginario. Había despertado sollozando, con todo el cuerpo bañado en sudor y el corazón latiendo tan deprisa que había tardado un buen rato en recuperar el aliento.

Al ver que la intrusa era Inés, el semblante de Valentina se suavizó en un santiamén. Sólo su hija poseía la osadía de entrar así en ese cuarto y únicamente ella se salvaba de su ira. Vio que se había puesto su nuevo vestido malva, de vaporoso organdí bordado con florecitas en un tono más oscuro que la tela y apliques de seda ribeteando el escote y la orilla de la falda, cuyos artísticos drapeados confluían en una complicada lazada en la parte de atrás, bien ahuecada por el polisón. De su muñeca derecha colgaba un limosnero a juego con el vestido y sus dedos se cerraban alrededor del mango de la sombrilla que Valentina le había hecho fabricar expresamente para ese atuendo. Valentina frunció el ceño, desconcertada. ¿Adónde pretendía ir Inés de esa guisa? En los últimos días había salido con inusitada frecuencia para visitar a esa atolondrada de Aurelia, que cada día le gustaba menos como amiga para una jovencita de conducta intachable, o a la buena de Arlette, de la que Inés parecía haberse acordado de repente tras haberla tenido relegada al olvido durante algún tiempo. Valentina meneó la cabeza. Empezaba a resultarle difícil entender a Inés y eso le preocupaba. ¿Acaso la edad la estaba alejando de su hija y de la muchacha que ella misma fue? ¿O tal vez ese distanciamiento se debía a que su juventud de sirvienta le impedía comprender cómo pensaba una señorita de buena familia criada entre algodones?

—Madre, ¿me deja ir a visitar a Arlette? —preguntó Inés; una brizna de ansiedad borró de su voz parte de su habitual dulzura.

Valentina dejó la pluma junto al tintero.

—Es la sexta vez que vas a verla en las últimas dos semanas. ¿No has pensado que Arlette tiene demasiadas obligaciones para pasarse las tardes de charla con una muchachita ociosa? —Recordó, sin poder reprimir la envidia, que la antigua niñera de Inés había dado recientemente a su boticario otra hija de cabeza cubierta por una pelusilla que prometía ser muy rubia, con lo que la prole del catalán y esa pálida mujer nacida en Nueva Orleans había aumentado a siete criaturas. Unas tanto y otras tan poco, rumió con melancolía.

Inés torció el gesto, pero enseguida mostró una de las encantadoras sonrisas con las que solía desarmar a su madre e incluso a su tío Tomas, quien, aunque solía ser más severo con ella, también sucumbía a veces a sus elaboradas artimañas. Se dio cuenta de que le echaba mucho de menos. Incluso empezaba a añorar a ese gusano de Manuel, en el que ya no pensaba con tanto rencor. ¿Por dónde andarían los dos ahora?

—Es que… nos divertimos tanto hablando de cuando ella me cuidaba de pequeña…

Valentina sonrió. Siempre le había resultado difícil negarle algo a Inés, y desde que se marchó Tomás, no le quedaban fuerzas para mantenerse firme con ella. Reparó en las mejillas sonrosadas de la muchacha, el brillo que confería a su mirada un aire soñador, la agitación que la empujaba a mover las manos sin parar, tal vez con demasiada vehemencia para una señorita bien educada. En pocos días había desaparecido de Inés todo rastro de la niña que le confió Sebastián para dar paso a una bellísima mujer. Muy joven y a todas luces cándida, pero mujer al fin. Valentina se propuso vigilarla con mayor atención. Tal vez debería hablar también con Arlette, por si Inés la estaba abrumando con sus frecuentes visitas.

—Está bien. Ya que te has puesto tan guapa, puedes salir a verla. Pero no la agobies. Recuerda que tiene que dirigir su casa y educar a siete criaturas. —Valentina esbozó una sonrisa maliciosa—. Por muchos esclavos que le consiga su boticario, siempre serán insuficientes para mantener el orden entre semejante tropa.

Inés rodeó el escritorio, se inclinó y abrazó con fuerza a Valentina antes de darle un beso fugaz en la frente y abandonar la estancia a la velocidad del viento. Valentina suspiró y se apresuró a sumergirse de nuevo en el libro de cuentas. Trabajar era el único modo de sofocar la viscosa tristeza que a veces brotaba de su pecho y enseguida se expandía por todo el cuerpo.

Al cabo de una hora, alguien golpeó con los nudillos en la puerta, que Valentina siempre dejaba abierta. Airada por la nueva interrupción, alzó la cabeza y vio a Rosalía balanceando una bandeja de plata con el tazón de café que le llevaba todas las tardes. El ama de llaves tenía a gala realizar en persona una tarea que le correspondería a uno de los criados, porque así se cercioraba de que su patrona se encontraba bien. Desde que don Tomás partió a Oriente, hacía ya dos meses, veía a la pobre cada día más delgada y trastornada. Esa tarde, además, debía anunciarle una visita que seguramente aún la desquiciaría más. Rosalía poseía muy buena memoria y aún recordaba lo agitada que quedó el ama cuando, a los pocos días de haber fallecido don Sebastián, acudió a verla el mismo caballero que aguardaba ahora en la galería. Más de una vez se había preguntado qué habría ocurrido aquel día en el despacho entre doña Galatea y ese hombre, al que desde el primer piso vio bajar la escalinata tan furioso como si llevara al diablo acosándole en la nuca.

—Doña Galatea —arrancó entre titubeos mientras dejaba la bandeja en una esquina de la mesa que su ama tenía cubierta de documentos y libros de contabilidad—, ha venido a verla don Leopoldo Bazán. No sabía si prefería que le hiciera pasar al gabinete de arriba o a la antesala, por lo que le he acomodado donde hacemos esperar a los representantes de comercio.

Valentina se echó atrás en su silla de respaldo alto. Sonrió al imaginar lo humillado que debía de sentirse Leopoldo en esa situación. Eso suavizaría su altivez y le concedería a ella alguna ventaja a la hora de hacer frente a su cinismo. Entre la pesadilla de esa madrugada y las noticias que llegaban de Oriente, donde los rebeldes se estaban rindiendo y algunos cabecillas habían comenzado a negociar la paz con los españoles, se hallaba demasiado inquieta para batallar con un canalla como Leopoldo.

—Has tomado la decisión correcta —murmuró—. Tú siempre sabes qué hacer, Rosalía.

Ante el halago, la mujerona, que con los años se había enreciado y era casi el doble de ancha que cuando Valentina se convirtió en su señora, se ahuecó como un pajarillo.

—Hazle pasar —añadió Valentina con voz débil.

Rosalía pensó que su patrona parecía agotada y haría bien en no recibir a ese hombre cuyas visitas siempre le causaban un profundo desasosiego. Incluso le convendría tomarse algún día de descanso. Consideraba que doña Galatea trabajaba demasiado para ser una dama tan rica, pero desde que don Tomás se fue en busca de su hijo, parecía empeñada en asfixiar su preocupación dentro del despacho. Y a ese paso, lo único que conseguiría ahogar sería su salud.

—Enseguida, señora.

Mientras el ama de llaves se marchaba, Valentina bebió un poco de café para darse energía y cerró el libro de cuentas en el que había estado trabajando. Nada de lo que había anotado ahí debía quedar expuesto a la mirada de Leopoldo.

El visitante entró al poco rato guiado por Rosalía, que se retiró discretamente y cerró la puerta. Leopoldo vestía con su elegancia habitual, y eso resaltaba su apostura, incólume al paso de los años. Sujetaba el sombrero en la mano derecha y en su rostro ondeaba la altiva sonrisa de dientes níveos que siempre le confirió cierta semejanza con un lobo. Se quedó parado ante el escritorio y escrutó muy atento a la pequeña ninfa. Estaba más delgada y bajo sus ojos se habían instalado unas sombras que le daban cierto aire de tísica, pero aun así una gran excitación recorrió su cuerpo. Y algo más: la incongruente ternura que siempre despertaba en él esa mujer y que se le antojaba peor que la muerte. Se dijo que, en lugar de parlamentar, debería arrojarla de espaldas sobre la mesa, levantarle las faldas y tomarla sin preámbulos, como merecía una ramera de su calibre. Por desgracia, no se hallaba en condiciones de hacer realidad su fantasía.

Valentina tomó otro sorbo de café, dejó la taza sobre el platillo y le miró, revistiéndose de altivez y procurando aparentar calma.

—Ésta no será una de tus peculiares visitas de… cortesía —le espetó con mordacidad.

—Estás en lo cierto. No lo es —fue la desafiante respuesta de Leopoldo.

Si la mente de Valentina hubiera estado más despejada, habría advertido que, pese a su arrogancia, él distaba mucho de sentirse seguro. Al ver que esa mujer no le invitaba a tomar asiento, Leopoldo apartó una silla con ademán insolente, dejó caer el sombrero encima del escritorio, se sentó y cruzó una pierna sobre la otra.

—Vengo a pedirte que me prestes cierta suma —arrancó, sin rodeos ni adornos superfluos—. Necesito comprar maquinaria nueva para recuperar el ingenio San Rafael. La gestión del administrador que puse al frente de la hacienda no fue muy afortunada y…

—Te conozco desde hace muchos años, Leopoldo. —Le cortó Valentina de malos modos—. Sé de las crueldades que eres capaz, pero sigue asombrándome tu desvergüenza. Fuiste irrespetuoso conmigo cuando nos vimos en el teatro Tacón, te burlaste de mi esposo por ser cojo y ahora vienes a pedirme que te preste dinero. ¡Nunca dejarás de sorprenderme!

Leopoldo se repantigó en su silla, exhibió una sonrisa cínica y masculló entre dientes:

—Ay, pequeña ninfa, quién iba a pensar que te hallaría casada con aquel médico ingenuo del que resultó tan fácil deshacerse la noche en que nació Guillermo… —Meneó la cabeza, replegó la sonrisa y volvió a echarse hacia delante para añadir—: En el teatro quise divertirme un rato y olvidé cuán susceptibles son los tullidos. Lo que vengo a exponerte hoy, sin embargo, es un negocio que nos beneficiará a los dos. Yo obtendré el dinero que necesito y tú me cargarás a cambio tus altos intereses de usurera. Como ves, vengo preparado para que me robes hasta la camisa.

—¿Qué te hace pensar que te daré un préstamo ahora, cuando hace catorce años no me apiadé de aquella deuda que no podías pagar? —le hostigó ella.

Al recordar lo cerca que estuvo esa mujer de arrebatarle San Rafael, Leopoldo volvió a sentir ganas de forzarla sobre la mesa para bajarle los humos. Ahuyentó la fantasía una vez más. Se mordió el labio inferior y guardó silencio. Al fin, dejó caer:

—Considéralo una compensación por lo que le hizo a Guillermo ese salvaje que habéis criado el tullido y tú.

Valentina dejó escapar una risilla mordaz y expuso en tono gélido:

—He oído decir que has acudido a varios comerciantes, incluso a algunos de los nuevos bancos comerciales, y ninguno ha querido correr riesgos contigo. Circula por La Habana el persistente rumor de que estás arruinado y que prestarte dinero es exponerse a no recuperarlo jamás.

—¡Infundios! —se defendió Leopoldo fingiéndose imperturbable, aunque dentro de él empezaba a fermentar una agria mezcla de ira y pánico—. Mis capataces ya han iniciado la zafra y auguran que la producción de azúcar será excelente.

—Si la vida te sonríe de tal modo, no comprendo por qué necesitas pedirme dinero a mí —se burló Valentina.

Leopoldo se removió inquieto en la silla.

—Está bien… —masculló entre dientes—. Reconozco que me hallo sumido en… —Hizo una pausa y permaneció pensativo durante unos segundos. Después del breve tiempo de reflexión, prosiguió—: Digamos que tengo ciertas dificultades económicas. El ingenio no ha sido administrado durante mi ausencia como convenía y ahora…

—¡No me abrumes con circunloquios! —le interrumpió ella—. Tu administrador te ha robado, ¿verdad?

—¡Nadie se atreve a robar a un Bazán! —se revolvió Leopoldo—. Pero sea como fuere, mis problemas se solucionarán en cuanto logre embarcar mi cosecha de azúcar con rumbo a Estados Unidos y cobre lo que vale.

Por la mente de Valentina desfilaron en un instante todos los agravios que había recibido de ese hombre, desde el robo de su hijo hasta el modo cruel en que se había burlado de Tomás en el ambigú del teatro Tacón. Recordó lo mucho que había deseado vengarse de él desde la noche en la que se llevó a su bebé y lo cerca que estuvo de lograrlo catorce años atrás. Y tomó su decisión en un instante, sin haber sopesado con frialdad todos los ángulos del asunto, como siempre le había recomendado Sebastián que hiciera. Sólo tuvo en cuenta uno: la vida acababa de regalarle otra oportunidad para hacer pagar a Leopoldo por todo el daño que le había hecho. Y no pensaba desaprovecharla. ¡Esta vez acabaría con él!

Abismó sus ojos en el iris azul de Leopoldo hasta que él se aturdió y desvió la mirada.

—No voy a darte el crédito que me pides —anunció, recreándose en cada sílaba que salía de su boca—. Tú no serás capaz de remontar tu hacienda y yo jamás recuperaría ese dinero. No puedo correr un riesgo tan grande.

Él se quedó mirándola fijamente, sin comprender del todo lo que acababa de oír. Cuando se recuperó del estupor, torció la boca y expulsó las palabras como si escupiera una comida cuyo sabor le repugnaba.

—¡Maldita zorra! ¡Me estás declarando la guerra! Es eso, ¿verdad?

—No te estoy declarando la guerra —matizó Valentina sin perder la calma—. ¡Continúo la que ya inicié tiempo atrás! Esta vez será una lucha a muerte, de la que sólo uno de los dos podrá salir indemne. ¡Y te advierto que seré yo quien venza, Leopoldo Bazán!

Una sonrisa fría como el filo de un cuchillo distorsionó aún más el semblante de Leopoldo.

—Si me hundes, harás daño al fruto de tu propio vientre…

—¡Ese muchacho ya no es mi hijo! Has dispuesto de muchos años para hacer de él otro Bazán con alma de lobo.

—En eso estás muy equivocada, pequeña ninfa —murmuró Leopoldo, abatido por una repentina vulnerabilidad—. Si no fuera porque cuando le miro veo mis propios rasgos, sospecharía que durante mi estancia en Nueva Orleans te divertiste con ese cojo que ahora es tu esposo e hiciste pasar por mía a la criatura. Guillermo es un iluso que ama la poesía y me sermonea sobre la conveniencia de liberar a mis esclavos y de tratar mejor a las mujeres. —Intercaló una risita acerada—. Como si vosotras fuerais seres humanos… —Leopoldo se dejó mecer por sus propias carcajadas hasta que se le acabaron las ganas de reír. Entonces, prosiguió—: Ahora se ha prendado igual que un idiota de esa niña a la que educas como si fuera hija tuya y se niega a acompañarme cuando acudo al burdel en busca de diversión. —Fingió un suspiro de deleite—. Ah, L’Olympe, cuántos gratos recuerdos albergan sus paredes… No ha vuelto a pasar por allí otra ramera de la categoría de la bella Calipso que tú y yo conocimos.

Al escuchar el nombre por el que la llamaban sus clientes cuando fue prostituta en L’Olympe, Valentina echó atrás la silla y se puso en pie de un salto. ¡Ya había oído bastante! ¿Cómo había podido sentir aquel brote de deseo cuando volvió a ver a Leopoldo en el teatro Tacón?

—¡Sal de esta casa, Leopoldo! Tú y yo no tenemos nada más que decirnos…

Él se levantó también. Su rostro se había teñido de púrpura por la humillación de verse despedido como si fuera un recadero de tres al cuarto.

—Esto no va a quedar así, querida Calipso —dijo entre dientes, recalcando el nombre de ramera de Valentina—. ¡Has cometido un grave error negándome ese dinero! ¡Pronto te arrepentirás!

—¡Ya veremos quién de los dos se arrepiente primero! —respondió ella con fiereza—. Ahora soy mucho más poderosa que tú y poseo una gran fortuna, mientras que tú has dilapidado tu herencia y la de tu esposa hasta quedarte en la ruina. No te conviene provocarme. ¡Sólo lograrás que acabe contigo mucho antes!

Leopoldo agarró su sombrero y se dirigió muy despacio hacia la puerta del despacho. Valentina intuyó que andaba rumiando un último golpe para asestárselo antes de salir. Por eso no le sorprendió lo más mínimo cuando él se detuvo, regresó al escritorio, se plantó delante de ella y dijo, con la voz impregnada de un ponzoñoso almíbar:

—A propósito, querida: tal vez te interese saber que esa niña a la que quieres como a una hija se reúne con Guillermo en casa de vuestra antigua niñera, desde donde salen de paseo en uno de mis quitrines, que cedo gustosamente a mi hijo porque me preocupa su felicidad y también la de la hermosa joven que corresponde a su amor. —Torció una sonrisa que mostró su perfecta dentadura—. Por mucho que te empeñes, amada Calipso, no podrás evitar que nuestro ingenuo vástago corteje a una muchacha que algún día, no demasiado lejano, heredará la fortuna de su difunto padre, sobre la que ni tú ni el tullido de tu esposo tenéis control alguno. Como ves, he recabado información. Porque yo, a diferencia de cierta ramera devenida en usurera, sí deseo lo mejor para mi hijo.

—¡Sal de mi casa o haré que mis criados te echen a patadas! —le gritó Valentina, pálida de ira—. ¡Juro por Dios, maldita sabandija, que cuando acabe contigo, no podrás permitirte ni una escudilla de caldo en la fonda más mugrienta de La Habana!

Leopoldo abrió la puerta de un tirón y abandonó el despacho de Valentina riéndose a carcajadas tan feroces que sobresaltaron hasta a los escribanos de la oficina grande, inclinados sobre sus pupitres como cuervos que en lugar de plumas lucían manguitos negros y visera.

Valentina aguardó a que se apagara el eco de las risotadas de Leopoldo. Entonces movió sus rodillas temblorosas hacia la puerta, la cerró de un portazo y regresó detrás del escritorio, donde se derrumbó en su silla y se abandonó a los sollozos que llevaba un buen rato reprimiendo.