La Habana, marzo de 1878
Valentina entró en el gran salón de la Sociedad Filarmónica acompañada de Inés. La joven lucía exultante, ataviada con un vestido blanco de raso que llevaba sobrefalda de tul, escotado hasta donde permitía el decoro y adornado con una voluminosa lazada en la parte de atrás de la falda, ya abultada desde dentro por el polisón. Había recuperado su vivacidad de siempre; la huida de Manuel, que tanta desazón causaba aún a Valentina, le había producido un efecto calmante, porque no se veía obligada a vivir bajo el mismo techo que su hermanastro, al que todavía no había perdonado que le robara aquel beso durante la fiesta de Aurelia.
Mientras contemplaba a Inés, a Valentina le asaltó el recuerdo de la primera vez que asistió a un baile en ese lugar de la mano del pobre Sebastián, que para entonces ya se hallaba muy cerca de la muerte. Habían transcurrido casi diecisiete años desde aquella noche. Sofocó un suspiro y su mirada se posó por un instante en las lujosas arañas que pendían del techo, cuya espléndida luz la generaba el gas que también alimentaba el alumbrado público de la ciudad y que iluminaba las mansiones de algunos ricos. Sin saber explicarse por qué, Valentina detestaba la frialdad de ese sistema que había desterrado las bujías y las lámparas de aceite en las casas de los que podían pagar su instalación. También en la suya hacía tiempo que habían sucumbido al progreso a instancias de Tomás, que era un entusiasta de los avances técnicos y disfrutaba leyendo por las noches acomodado en su sillón bajo el halo de luz de su nueva lámpara de lectura, nutrida por ese misterioso fluido que mataba la oscuridad. De un tiempo a esa parte se hablaba en la ciudad de un nuevo modo de alumbrado cuya luminosidad superaba con mucho a la del gas y que llamaban «luz eléctrica». Incluso se había realizado a finales del año anterior una demostración pública en La Habana, empleando para ello una lámpara de arco eléctrico alimentada por una dinamo. Tomás había tenido la oportunidad de asistir al novedoso evento y se lo había explicado con detalle a Valentina. Pero ella seguía conservando las viejas lámparas de aceite con sus artísticas tulipas y a veces las usaba pese a las cariñosas burlas de su esposo, que no concebía una preferencia tan arcaica.
Al pensar en Tomás, a Valentina se le encogió el estómago, como le ocurría siempre que se acordaba de él. Desde que, seis semanas atrás, le vio marchar desde el balcón del gran salón de su casa, montado muy erguido sobre uno de los caballos que solían emplear para tirar de los quitrines, su vida se había teñido de negro por la preocupación y los malos augurios que le estrangulaban el pecho, y de gris cuando llegaba la noche y la punzante añoranza le impedía conciliar el sueño. Lloraba a menudo en la dolorosa soledad de su alcoba, preguntándose cómo había podido torcerse su vida de esa manera en tan poco tiempo. Por las mañanas se levantaba mareada, con los ojos surcados de venitas rojas y una hinchazón de párpados que a Mayra cada día le resultaba más difícil disimular con afeites. Cuando se sentaba a comer, los alimentos se le antojaban insípidos y secos, como si se empeñara en masticar esparto, y las criadas devolvían a la cocina sus platos intactos, apenas escarbados con desgana en los bordes. Los hermosos vestidos confeccionados en el atelier de la diligente madame Géraldine se le quedaron tan holgados que la modista tuvo que volver a llevárselos para adaptarlos a la repentina flacura de la dama.
Valentina sólo había revelado el paradero de Tomás y Manuel a Rosalía, en cuya lealtad confiaba por completo, y también a Inés, a la que ya consideraba lo suficientemente madura y prudente para no confiar el peligroso secreto a nadie. Pero cuando necesitaba desahogar la pena que se le acumulaba en el pecho y a veces le impedía respirar, llamaba a Rosalía. El ama de llaves acudía al gabinete de recibir de su patrona, el mismo donde antaño la visitó Tomás cuando comenzó a cortejarla después de enviudar. A esas alturas, Rosalía ya no albergaba ninguna duda de que el inquebrantable amor que se profesaban sus patrones había nacido mucho antes de que don Sebastián llevara a esa casa a la hermosa joven que sacó de un burdel, aunque, pese a sus esfuerzos por indagar, no había logrado averiguar cuándo ni dónde se conocieron don Tomás y doña Galatea. En el gabinete de su señora, la gallega cerraba la puerta, se sentaba en el sillón contiguo y dedicaba su infinita paciencia a escuchar los lamentos de la pobre desdichada, que se consumía de pena a ojos vista. Si la veía muy nerviosa, Rosalía se ponía en pie y se atrevía a encerrarla en un tímido abrazo de consuelo. También a ella le preocupaba lo que pudiera ocurrirles a don Tomás y a su hijo por esos parajes de Dios. Pese a su reticencia inicial, con los años había llegado a apreciar al primo de su amado don Sebastián. Incluso pensaba que conforme don Tomás se adentraba en la madurez, se parecía más y más al difunto. Hacía tiempo que ya no le consideraba un hombre débil. Sólo algo ingenuo, quizá lastrado en exceso con ideas más propias de un jovenzuelo alocado que de un respetable médico de su edad. Pero ahí había estado siempre la señora para mantenerle con los pies en la tierra. No obstante, ni siquiera doña Galatea había logrado evitar que emprendiera ese insensato viaje en busca de su hijo, otro soñador cuya necedad de unirse a los mambises acabaría introduciendo la desgracia en esa casa que tan bien gobernaba la señora desde la muerte de don Sebastián.
Al mes de la partida de Tomás, un muchacho flaco y desharrapado había entregado a Rosalía una misiva de su esposo y se había escabullido como un ratón en cuanto el ama de llaves, que a esas alturas no se fiaba de nadie, comenzó a acribillarle a preguntas. Valentina abrió el sobre, manoseado y sucio, y extrajo un trozo de papel con los bordes desgarrados, como si lo hubieran arrancado de una libreta. Reconoció enseguida la letra de Tomás y sonrió al recordar que, antes de partir, él había guardado en su morral un cuaderno, un tintero y una pluma vieja. En su carta, escrita con menos pulcritud de lo que acostumbraba, Tomás comenzaba contándole que, tras haber cruzado la trocha sin reveses, se había integrado en un grupo de rebeldes que le recibieron con desconfianza a causa de su acento español pero que le permitieron unirse a ellos en cuanto les dijo que era médico. En el momento de redactar esa carta llevaba con ellos algunas semanas y al fin un compañero le había dicho que, en una patrulla que se movía cerca de Baragua, había conocido a un muchacho muy joven cuya descripción coincidía con la de Manuel. Tomás ya había obtenido permiso para trasladarse hasta allí del general que les comandaba, un hombre fiero, propenso a la crueldad pero con un marcado sentido de la justicia. Cuando Valentina leyera esas líneas, probablemente ya habría dado con Manuel y estarían de regreso a la seguridad del hogar. Al final de la misiva, Tomás confesaba que cabalgar durante horas le resultaba algo penoso y que al final del día acababa tan molido que el suelo donde dormía sobre una vieja manta se le antojaba un lecho de plumas, pero se las arreglaba bien. El bastón le venía de maravilla cuando el terreno o las condiciones exigían bajarse del caballo para seguir a pie. La vida entre los mambises era dura, rubricaba Tomás, pero no debía inquietarse por él: conservaba vigor de sobra para resistir.
—¡Ay, Rosalía! —había lloriqueado Valentina ese día en su gabinete tras haberle leído al ama de llaves algunos párrafos de la carta—. Imagina las penurias que estará pasando por esos campos de Dios para que decida usar el bastón, cuando llevaba años evitándolo. Va a volver convertido en un tullido.
La gallega había rumiado para sus adentros que don Tomás difícilmente podría regresar de su extraña epopeya más cojo de lo que ya estaba, pero se cuidó mucho de abrir la boca. No estaba el horno para bollos ni su patrona para permitirle ciertos comentarios.
—Don Tomás sabrá cuidarse, señora —había terciado—. Verá cómo pronto regresará sano y salvo y traerá consigo a Manuel.
—Dios te oiga, Rosalía.
Los acordes de un vals sacaron a Valentina de su lúgubre meditación. Dejó vagar la vista por el gran salón de la Sociedad Filarmónica, que se le antojaba tan extraño como si acabara de regresar de un sueño. La orquesta, compuesta como de costumbre por negros y mulatos enfundados en elegantes libreas con ribetes dorados, había iniciado el baile. Los caballeros jóvenes ya corrían hacia las muchachas casaderas a las que habían echado el ojo. Inés agitaba el abanico para ocultar la ansiedad que le producía verse parada en la entrada junto a su madre en lugar de hallarse mezclada entre sus amigas, donde podría buscar con la mirada a Guillermo sin ser reprendida por descarada. Si no hubieran llegado tan tarde, ahora estaría riéndose con las divertidas locuras de Aurelia y esa horrible espera resultaría mucho menos penosa. Llevaba sin ver a Guillermo desde la noche del altercado en casa de Aurelia, pues no habían vuelto a coincidir durante sus paseos en carruaje por el paseo del Prado. Sólo sabía, por lo que le había revelado su madre, que había indagado entre sus amistades, que Guillermo había guardado unos días de reposo a instancias del médico de la familia y que después su padre le había llevado al ingenio San Rafael. Si finalmente asistía a ese baile, al que no faltaba nadie que fuera importante en la isla, ¿cómo iba a encontrarla si se quedaba plantada bajo el umbral como si fuera una criada que contempla la fiesta mientras custodia los sombreros de los invitados? Seguro que esa noche se consumiría olvidada por el mundo entero en algún rincón. Y todo por culpa de la languidez de su madre, que la acompañaba a la fiesta sin disimular su evidente desgana y que ni siquiera se había vestido con la maravillosa elegancia que solía caracterizarla. Desde que se escapó ese gusano de Manuel y el tío Tomás partió en su busca, la alegría que había reinado en la casa parecía haberse fugado con ellos y una nube negra lo envolvía todo aplastándoles el ánimo.
Al lado de Inés, Valentina tomó aire para aligerar la opresión en el pecho y agitó el abanico mientras observaba cómo las primeras parejas giraban al ritmo de la música. Se dijo con melancolía que hasta en los bailes se apreciaba el inclemente paso del tiempo. Echó de menos la contradanza, cuyos pasos tanto le costó aprender y que ahora había sido desplazada por esos valses traídos de ultramar. Volvió a pensar en Tomás y por un instante se deslizó ante sus ojos el recuerdo de cuando él bailaba tan gallardamente en las fiestas con Milagros, antes de que la muerte de esa mujer le liberara de su prisión. Entonces Tomás todavía podía bailar. Y ahora ella se veía perdida en el gran salón de la Sociedad Filarmónica, sin el hombre junto al que había sido feliz durante los últimos años, vacía de fuerzas para saludar a sus amistades o sonreír siquiera un poquito, obligada a fingir que él se hallaba en España con su hijo para que nadie descubriera la peligrosa verdad. Reprimió las lágrimas haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad. ¿Qué desventuras acecharían a Tomás en ese instante, mientras ella mantenía las apariencias en un lugar donde cada vez quedaban menos amigos suyos? Recordó con pesar que Miguel Aldama y sus afines llevaban muchos años fuera de la isla, y el pobre Aldama había perdido además su inmensa fortuna y todo su poder de antaño.
Advirtió de pronto que Leopoldo Bazán estaba en la sala. Y se dirigía presuroso hacia donde la apatía la mantenía parada en compañía de la impaciente Inés, que a duras penas lograba sujetar los pies alentados por la música. La inminencia del peligro arrinconó la melancolía de Valentina y la puso en guardia. Ese bastardo sólo se acercaba a ella para hacer gala de su insultante cinismo o intentar humillarla de algún otro modo. Para su sorpresa, Leopoldo se paró delante de Inés e hizo una reverencia que se adivinaba impregnada de nerviosismo. Fue entonces cuando Valentina se dio cuenta de que aquel caballero no era Leopoldo sino Guillermo. Su rostro no conservaba ya huella del puñetazo propinado por Manuel y era la viva estampa del de Leopoldo cuando lo vio por primera vez, en la fiesta que celebró madame Selene para despedir el año cincuenta y nueve. Sus rodillas empezaron a temblar y a ablandarse como si fueran a doblarse de un instante a otro. Sintió ganas de echarse a llorar allí mismo, incluso de ponerse a gritar a pleno pulmón. ¿Por qué la vida se había vuelto de nuevo tan cruel con ella después de haberla favorecido durante los últimos años? Bastante duro era soportar la ausencia de Tomás y de Manuel, para verse obligada además a tratar al hijo que le robó Leopoldo. Contuvo la agitación haciendo un gran esfuerzo y tragó saliva, mientras Guillermo miraba a Inés sonrojado y con embeleso.
—Señorita, ¿me concede este baile? —murmuró.
Por el semblante de Inés se expandió una sonrisa que la envolvió en un aura resplandeciente, como si se hubiera convertido en aquella diosa griega de la luna de la que madame Selene habló a Valentina en el burdel, muchos años atrás.
—¿Me deja, madre? —preguntó Inés con expresión suplicante.
El primer impulso de Valentina fue negar a Inés su permiso para bailar con el niño al que sólo pudo amamantar una vez antes de que Leopoldo lo arrancara de su lado. ¿Por qué había tenido que regresar ese joven de París y poner sus ojos precisamente en Inés, a la que ella quería como si la hubiera gestado en su propio vientre? ¿Qué podía quedar ahora de aquel bebé, al que alumbró con la ayuda de Tomás, en ese muchacho al que Leopoldo habría inculcado los crueles principios de los Bazán?
—Madre, ¿se encuentra bien?
La dicha de Inés se había trocado en preocupación al ver cómo había palidecido Valentina y el modo en que ésta miraba fijamente a Guillermo. También el joven se removía inquieto dentro de su elegante frac, sin saber cómo salvar la embarazosa situación. ¿Y si esa señora se desmayaba justo delante de él? ¿Qué le correspondería hacer en ese caso para atenderla? Valentina inspiró y se abanicó.
—Estoy bien. Sólo tengo calor. —La mirada teñida de súplica de Inés la desarmó y no fue capaz de negarle ese baile. Asintió con la cabeza, clavó una mirada severa en Guillermo, que aguardaba el veredicto sin lograr disimular lo incómodo que se sentía, y le advirtió—: No la hagas girar demasiado deprisa. Se marea enseguida.
—¡Pero, madre! —protestó Inés.
—Descuide, señora —afirmó el joven, exhibiendo sus dientes blancos en una radiante sonrisa de alivio—. Trataré a su hija como la maravillosa joya que es.
Valentina se quedó sola contemplando cómo la niña que le confió Sebastián en su lecho de muerte se abandonaba entre los brazos de Guillermo, la viva imagen del hombre que la empujó al abismo de una pasión vejatoria. Volvió a temer por la felicidad que halló junto a Tomás y que ahora amenazaba con desmoronarse por otro flanco. Necesitó hacer acopio de toda su mermada energía para contener el empuje de las lágrimas. Miro a su alrededor y rezó para que a Leopoldo no se le ocurriera acercarse a ella esa noche; no poseía la fuerza ni la calma necesarias para hacer frente a sus cínicas provocaciones. Por fortuna, a Leopoldo parecía habérselo tragado la tierra. Tal vez no había acudido al baile. En su lugar, descubrió al otro extremo del salón al capitán general Domingo Dulce, rodeado por los lisonjeros que siempre se arremolinan alrededor del poder, lo ostente quien lo ostente. Entre ellos se mezclaban el odioso duque de Pozohondo y algunos comerciantes de origen español con los que ella se llevaba bien pero poco más. Ante toda esa gente debía fingir que Tomás y su hijo habían viajado a España para hacerse cargo de una herencia. Pensó con tristeza en todos los caballeros que la habían favorecido y ahora estaban en el exilio o arruinados a causa de su apoyo a los rebeldes, como le había ocurrido a Aldama. Por fortuna, el abatimiento le duró poco. Valentina fue recordando las muchas penurias que le tocó vivir después de que los hombres del capitán MacGregor la abandonaron en los Almacenes de Regla. Tomó aire y se dijo que si había podido resistir la muerte del pobre Garvasio, los años que pasó vendiendo su cuerpo en el burdel, el robo de su hijo y el tiempo que vivió alejada de Tomás mientras él estuvo casado con Milagros, podría soportar las pruebas que la vida fuera poniendo en su camino. Irguió la espalda y entró en el salón, obligándose a caminar con el aire indolente y algo frívolo de las damas habaneras.