Valentina se inclinó un poco hacia delante y comprobó su aspecto en el espejo del tocador. Consultó el reloj de porcelana que se erguía sobre la encimera, entre frascos de perfume y ungüentos. Eran las nueve de la mañana. Mayra acababa de salir de la alcoba después de haberle ayudado a vestirse y haberle hecho uno de los elaborados peinados en los que tan hábil era. Pero ni el artístico tocado ni los afeites que le había aplicado su doncella paliaban la palidez de su rostro tras una angustiosa noche de duermevela y sueños agitados. Se colgó del cuello el camafeo de marfil que le había regalado Tomás por su décimo aniversario de boda y se enderezó. Ya era hora de ir al pequeño comedor donde las criadas servían el desayuno y las comidas de la familia. Tomás, que se había levantado más temprano que de costumbre y de pésimo humor, había abandonado la alcoba hacía rato, aseado y vestido para acudir a su consulta. Seguramente ya se habría sentado a la mesa y estaría aguardándola con impaciencia. Y ése no era un buen día para hacerle esperar. Tomás se había acostado muy tarde la noche anterior y Valentina sabía que él tampoco había dormido apenas. Pese a haber aplicado todas sus dotes persuasorias, no había logrado sacarle lo que había hablado con su hijo mientras regresaba con él a casa en el quitrín. Pero estaba segura de que Manuel habría recibido una dura reprimenda, porque el muchacho se había retirado a su alcoba con la cabeza gacha y aire de profundo abatimiento. Inés no había cesado de llorar durante todo el trayecto de vuelta. Ya en casa, Tomás le había tenido que dar uno de sus bebedizos sedantes para calmarla, y Valentina se había quedado con ella en la habitación hasta que la niña concilió el sueño, casi de madrugada.
Suspiró muy hondo. Sin duda el desayuno de esa mañana no iba a ser agradable. Se puso en pie, resignada a ejercer de mediadora si surgía alguna discusión en la mesa. Envuelta en el tenue murmullo de su vestido de día, confeccionado con el algodón ligero que ahora importaba desde Nueva Orleans, se apresuró hacia la puerta para salir de la habitación. En eso, oyó:
—¡Maldito necio!
Asustada, Valentina se detuvo en mitad de la estancia. Quien había vociferado así era Tomás. Con el rostro distorsionado y tan rojo como si estuviera a punto de sufrir un ataque, blandía un papel en la mano derecha mientras se aproximaba a ella todo lo deprisa que le permitía la cojera.
—¿Qué te ocurre? —fue lo único que logró susurrar Valentina.
Tomás se detuvo frente a ella y agitó el arrugado pliego ante sus ojos. Estaba tan fuera de sí que Valentina sintió en la boca del estómago un pánico denso y amargo.
—¡Ese estúpido hijo mío! —bramó Tomás.
Valentina le tomó de un brazo y le guió con firmeza hasta la cama. Nunca le había visto tan trastornado ni con la cara tan colorada.
—Por favor, siéntate y procura calmarte. Te vas a poner enfermo.
Él se derrumbó sobre la colcha blanca adornada con bordados y encajes. Apoyó los codos sobre los muslos y hundió el rostro entre las manos, como si de repente le hubiera abandonado todo vigor. El papel que habían pinzado sus dedos cayó al suelo.
—¡Maldito necio! —repitió, aunque ya sin gritar; su voz se había ido debilitando a la par que su cuerpo—. ¡Cuando le atrape, le voy a dar una paliza que recordará toda su vida! Me temo que he sido demasiado indulgente con él.
En silencio, Valentina se agachó y recogió del suelo el papel arrugado. Mientras lo alisaba cuidadosamente con las yemas de los dedos, reconoció la letra de Manuel. Su corazón arrancó a latir como si alguien tocara un tambor dentro de su pecho. Cuando acabó de leer la carta, se dejó caer al lado de Tomás y le tomó una mano para encerrarla entre las suyas. La de él estaba sudorosa y muy fría.
—Esto es… terrible —musitó Valentina—. ¿Cómo ha podido ocurrírsele una tontería así?
Tomás alzó la cara.
—¡Maldito cabeza hueca! —se desahogó—. Debió de escaparse anoche, nada más regresar del teatro. ¡Los rebeldes están a punto de caer y a ese botarate le da por unirse a ellos! —Sofocó un sollozo, pero no logró retener las lágrimas, que ya resbalaban por sus mejillas—. ¡Si todavía no ha cumplido diecisiete años! No es más que un niño con la cabeza llena de pájaros.
Pese a lo calamitoso de la situación, un amago de sonrisa apareció en el rostro de Valentina.
—Te recuerdo que tú eras igual que él. Incluso estuviste preso por sumarte a aquella sublevación…
—¿Y de qué me sirvió perder cuatro años de mi juventud viendo caer a mis compañeros como moscas entre ratas, parásitos y mugre? —la interrumpió Tomás en tono iracundo—. ¡No deseo eso para mi hijo! Manuel debe comenzar pronto sus estudios de medicina, terminar de formarse en París y regresar convertido en el mejor médico de la isla. ¡Eso es lo que concebí para él, no que se una a los mambises cuando su derrota está más que cantada!
Valentina suspiró para aliviar la presión que le estrangulaba los pulmones. Apretó más la mano de Tomás con la intención de calmarle, pero ella misma estaba tan nerviosa que debía contenerse para no ponerse a gritar.
—Mandaré llamar a Miguelín Gómez para que le busque. Es muy eficaz. Siempre que he recurrido a él…
—¡Nadie saldrá en busca de mi hijo! —la cortó Tomás—. ¡Seré yo quien le traiga arrastrándole de una oreja! ¡Y partiré esta misma mañana! ¡Cada segundo cuenta! Si no doy con él antes de llegar a la trocha, la cruzaré como sea y me uniré a los rebeldes. Un médico siempre es bienvenido. Mezclándome con ellos, encontraré a Manuel y le traeré a casa aunque tenga que atarle al caballo con una cadena de hierro.
Valentina le había escuchado atónita. Ya no sabía si lo que estaba ocurriendo era real o una espantosa pesadilla de la que despertaría bañada en sudor, aunque dichosa por poder regresar a la normalidad. Pero la mano rígida y húmeda de Tomás entre las suyas no era un sueño. Tampoco su desquiciada determinación de abandonar la seguridad de La Habana para buscar a su hijo entre los rebeldes.
—¿Has perdido la razón? —En un impulso, soltó la mano de Tomás y posó la suya suavemente sobre su pierna tullida—. Tú no puedes salir a…
Tomás dio un respingo y apartó a Valentina con rabia. Ni siquiera cuando se solazaban en la cama le permitía rozar con los dedos la parte de su cuerpo que consideraba una patética ruina.
—¡Sé muy bien lo cojo que estoy! —estalló con el encono que le sacudía siempre que alguien aludía a su problema—. ¡No necesito que me lo recuerdes! Hace trece años que mis huesos se encargan de que no lo olvide. ¡Pero eso no me impedirá traer a mi hijo de vuelta! —Consciente de que había sido demasiado brusco, acarició una mejilla de Valentina con la punta de los dedos. Era su modo de pedirle disculpas por el arrebato—. Perdóname. Tú no tienes la culpa de nada… —Suspiró y alzó la mano derecha para limpiarse los ojos en un movimiento furtivo. Después susurró—: He perseguido muchos sueños a lo largo de mi vida, pero ahora sé que sólo hay dos cosas que realmente me importan: una es mi amor por ti y la otra mi hijo. ¡No permitiré que hagan daño a ese cabeza hueca! ¡Y te aseguro que del mismo modo os protegería a ti y a Inés si fuera menester!
Los ojos de Valentina se llenaron de lágrimas.
—No vayas, Tomás. Te lo suplico. Tú no estás en condiciones…
—¡No me trates como si fuera un inválido! —volvió a exasperarse él—. Ya fue bastante humillante aguantar aquella noche, en el teatro, que el bastardo de Bazán se mofara de mí y no partirle la cara. ¡No me ofendas tú también!
Valentina habría querido asegurarle que jamás le había visto como a un inválido, pero intuyó que ahondar en ese tema sólo serviría para fortalecer aún más la insensatez de Tomás. Mejor empleaba su sentido práctico.
—Si te marchas, ¿qué les diremos a tus pacientes ricos? Muchos están a favor de España en esta guerra. Si se corre la voz de que Manuel y tú os habéis unido a los mambises, te darán la espalda y dejarás de ser el médico más prestigioso de la isla. ¡Será la ruina de todos nosotros!
Tomás permaneció en silencio, estudiándose las manos, aún crispadas.
—Mira lo que le ha ocurrido a Miguel Aldama —continuó Valentina—. Su apoyo a los rebeldes ha contribuido a arruinarle, y ahora los que antes le lisonjeaban e incluso muchos de sus mejores amigos le evitan por si les salpica su infortunio. ¿Quieres que ése sea nuestro sino? Piensa en lo que trabajó Sebastián para sacar adelante el negocio que ahora nos ofrece seguridad. Piensa en la ilusión con la que debió de comprar esta mansión en la que vivimos. Piensa en Inés. Prometí a Sebastián que cuidaría de ella. Bastantes problemas nos surgirán con el escándalo de ayer. Si encima su familia cae en desgracia, ¿quién va a querer casarse con ella, por muy bella y rica que sea?
Sumergido en su reflexión, él se revolvió el cabello, que solía peinarse cada mañana con esmero ante el espejo del lavatorio. Al cabo de un tiempo, que a los dos se les antojó angustioso, dijo:
—Pretextaremos un viaje a España por una cuestión de herencia. A nadie le extrañará que Manuel y yo vayamos a hacernos cargo de alguna posesión de mi familia. —Emitió una carcajada amarga y murmuró—: Del incendio que acabó con mis padres y arrasó la casa en la que nací no se salvó ni un triste candelabro, pero eso sólo lo sabemos tú y yo.
—Te has vuelto loco, Tomás.
—Nunca en mi vida he estado más cuerdo —replicó él, y añadió enseguida, pesaroso—: Sabes que he defendido la independencia con fervor y que he donado grandes sumas a la causa. Y de no haber tenido una familia que me necesita y no estar… —señaló la pierna que tantos sinsabores le deparaba en los últimos tiempos— quién sabe si no me habría unido a los rebeldes desde el principio. Pero ahora esta guerra está perdida. Imagina lo que harán los españoles cuando apresen a los insensatos como Manuel que han salido a combatir por un cadáver. Acuérdate de lo que le ocurrió en el sesenta y nueve a José Martí, el hijo de aquel militar español que acudía a mi consulta. Le condenaron a seis años de presidio con trabajos forzados en una cantera. ¡A un muchacho de apenas diecisiete años! Y todo por un estúpido escrito en el que el joven hacía alusión a sus ideas independentistas. —De nuevo las lágrimas le anegaron los ojos—. Sacaré a mi hijo del infierno en el que le ha metido su imprudencia aunque sea lo último que haga en esta vida.
Valentina vio que no podía retener a Tomás. Se encogió de hombros y musitó:
—Hablas como si fueras un criollo.
—¡Sabes tan bien como yo que nunca regresaremos a España! Pertenecemos a esta isla tanto como los que han nacido aquí.
La isla cuya luz le robaba a uno el corazón, pensó Valentina, recordando las palabras que tanto tiempo atrás pronunció madame Selene. A ellos también les había hechizado ese lugar al otro lado del mundo que los vio nacer.
—Voy a reunir algunas cosas en un morral y partiré sin tardanza —anunció Tomás antes de que Valentina pudiera reaccionar—. Aunque… —añadió enseguida— primero pasaré por la consulta para aleccionar a Leona. Es una mujer muy lista y tan leal como Rosalía. Ella sabrá difundir lo que nos interese que se sepa.
Recogió la carta de su hijo, la guardó apresuradamente en un bolsillo de su chaleco y se puso en pie. Valentina alzó una mano y le sujetó de un brazo.
—Llévate un quitrín. —Sabía que Tomás podría enfadarse por la sugerencia, pero siguió hablando—: Es un viaje muy largo para que lo hagas a caballo.
Para sorpresa de Valentina, él no se molestó. Se limitó a responder con calma:
—Si voy en quitrín, necesitaré a Lázaro. Eso no sería prudente. Cuanta menos gente esté al tanto de este asunto, mejor. Montaré uno de nuestros caballos.
—Hace años que no te subes a una silla de montar —osó objetar ella, muy bajito. ¿Qué importaba si Tomás se enojaba porque había aludido a su cojera si su vida acababa de desmoronarse por completo?
—Trece, para ser exactos —matizó él con melancolía. Se inclinó sobre Valentina y la besó en la boca—. No te preocupes por mí. Sabré cuidarme. Y te escribiré siempre que me sea posible. Lo prometo. Si no salgo en busca de Manuel y le ocurriera algo, jamás podría perdonarme mi cobardía. Compréndelo, mi amor.
Se alejó de la cama en dirección hacia la puerta. De repente se detuvo y dijo en voz baja, avergonzado por lo que se le antojaba una rendición:
—Me llevaré el bastón que guardé hace años en la consulta si eso te tranquiliza.
—¿Cómo quieres que esté tranquila sabiendo que Manuel y tú vais a correr peligro? —se desahogó Valentina.
Él le regaló una desvalida sonrisa y reanudó su marcha. Al verle abandonar la alcoba cojeando, Valentina se preguntó cómo resistiría su pierna las penurias que sin duda hallaría en la insensata empresa que se había propuesto. Hundió el rostro entre las manos y se echó a llorar. Sabía que aunque Tomás regresara sano y salvo con Manuel, su vida ya no volvería a ser como antes.