La noche era tibia y olía dulce cuando Valentina ascendió del brazo de Tomás por la escalinata de mármol italiano de la mansión de los Araméndiz. Para la fiesta los anfitriones habían adornado el zaguán con llamativas flores traídas desde todos los rincones de la isla y habían ribeteado la escalera de velas aromáticas sobre columnitas de mármol. Por el aire se expandía un murmullo de voces que hacía pensar en el sonido del mar y que procedía en realidad de los invitados que subían delante de ellos, de los que conversaban formando corrillos en la galería o de los que ya entraban en el salón de baile, ante cuya puerta recibían a los asistentes la homenajeada Aurelia y sus padres.
Tomás disimulaba como podía la desgana que le provocaban esos festejos. Su pierna había mejorado en los últimos días, pero no tanto como para no echar de menos el sillón de la biblioteca. Sin embargo, recordaba muy bien las promesas que había hecho a Valentina y estaba dispuesto a resistir el cansancio y el aburrimiento que le provocaría esa fiesta aunque tuviera que pasarla entera rodeado de las viejas que solían repartirse las butacas junto a la pared para chismorrear entre golpes de abanico que chasqueaban como latigazos. Desde que Valentina le llamó al orden, no había vuelto a encerrarse en la biblioteca para beber y regodearse en su desdicha. Sus noches se habían poblado otra vez de suaves caricias, besos de azúcar, pellizcos juguetones y apasionados envites que hacían preguntarse a Tomás cómo había podido ser tan estúpido de dejarse envenenar por una rata como Leopoldo Bazán. Miró de reojo a Valentina y pensó, lleno de orgullo, que estaba muy bella, con ese vestido de seda del color del vino tinto visto al trasluz y cuya hechura le hacía un talle tan esbelto como veinte años atrás. Desde hacía tiempo, Valentina ya no se peinaba con la raya en medio, con el pelo ahuecado alrededor del rostro y agrupado en un complicado moño a la altura de la nuca. Ahora Mayra le rizaba el cabello con tenacillas antes de recogérselo encima de la coronilla en finas trenzas formando un rodete y dejando sueltos algunos mechones para que cayeran en tirabuzones. Parte de la frente la cubría un flequillo corto y ensortijado, muy a la moda, que confería a las damas el aspecto inocente de una niña.
Al lado de Tomás, Valentina mostraba la radiante sonrisa que lucía cuando se dejaba ver en las reuniones de la alta sociedad, aunque en el fondo no las tenía todas consigo. Le preocupaban los movimientos alborotados de Inés y las risitas alocadas que emitía por cualquier motivo. En los últimos días se había visto obligada a dejar de lado muchas de sus obligaciones para acompañar a Inés a tomar la fresca vespertina en quitrín, y siempre se les había sumado Manuel, que hacía caso omiso de la reprimenda que Tomás había acabado echándole por descuidar tanto sus estudios. Y por si eso no fuera ya preocupante, al llegar al paseo del Prado, varias veces se había acercado al carruaje Guillermo para saludarles y lisonjear a Inés con su verbo fluido y su extraño acento, lo que dejaba a la muchacha aturdida de felicidad y sumía a Valentina en un terrible desasosiego. Deseaba que ese muchacho no estuviera entre los invitados esa noche. ¿Cómo podría controlar la conmoción de saber que era el hijo al que tanto había llorado y vigilar al mismo tiempo que Inés se comportara como era debido y que los celos no hicieran perder a Manuel sus buenos modales?
Ajenos a las elucubraciones de Valentina subían la escalinata Manuel e Inés. El muchacho se sentía un hombre hecho y derecho porque su padre le había encargado que ofreciera el brazo a Inés nada más bajar del quitrín y la guiara hasta el salón donde tendría lugar la fiesta. Esa noche había decidido pedirle un baile a su hermanastra. Había danzado muchas veces con ella en casa, durante las clases que les impartió un año atrás el mulato contratado por tía Galatea para que los dos supieran desenvolverse en sociedad. Manuel había heredado de su difunta madre y también de Tomás la habilidad para el baile, pero todavía no había tenido ocasión de exhibirla en público. El cumpleaños de Aurelia era su gran oportunidad para demostrar a Inés que había dejado de ser un niño. A Manuel ni siquiera le pasaba por la cabeza que él no ocupaba los pensamientos de Inés porque en ellos sólo cabía la imagen de un joven de ojos azules recién llegado de París.
Ya en la galería, los cuatro se acercaron a saludar a los anfitriones. Las muchachas se apartaron un poco de los adultos en medio de un intercambio de risillas que inquietaron a Valentina. Sobre todo cuando oyó que Inés preguntaba a su amiga, intentando en vano controlar el tono chillón de su voz: «¿Le habéis enviado invitación?», a lo que Aurelia había respondido asintiendo con la cabeza, lo que incrementó el alboroto de las jóvenes y la preocupación de Valentina.
En el salón, la orquesta más famosa de La Habana ya tocaba suaves contradanzas cubanas para entretener a los invitados hasta que comenzara el baile. Valentina reconoció «Ayes del alma», la pieza que años atrás tocaba el pianista de L’Olympe y que a ella le hacía pensar en Tomás con una añoranza que entonces no sabía explicarse. Le miró con el rabillo del ojo y se le antojó muy guapo, vestido con ese frac de perfecta hechura y el cabello entrecano peinado hacia atrás, lo que resaltaba las espesas patillas que también habían empezado a encanecer. En ese instante, su marido saludaba a un plantador gordo y coloradote que desde hacía años no recurría a otro médico que no fuera él y con el que a Tomás le gustaba charlar de política y de libros, pese a que sus opiniones diferían en casi todo.
De pronto, Valentina descubrió a Guillermo. Se hallaba al otro extremo del salón y oteaba con ostentosa impaciencia hacia la puerta. Junto a él, Leopoldo Bazán sostenía indolente una copa de champán mientras adulaba a una anciana enjuta cuyo perfil afilado parecía el de un pájaro. Vio que la mirada de Guillermo se había detenido sobre un punto a su lado. Justo donde Inés, con el rostro teñido de intenso carmesí y sonrisa de embeleso, agitaba el abanico a golpes histéricos y sin apartar la vista del joven. Valentina posó la mano sobre el antebrazo de la niña para indicarle que se calmara. Inés tenía la piel fría y la carne de gallina. Sus ojos brillaban como si tuviera fiebre, y a Valentina le pareció que tenía los labios inusualmente rojos. ¿Se habría aplicado la niña carmín sin su consentimiento?
Observó a Tomás; siempre que se sentía inquieta, la mera presencia de él la calmaba. Pero su esposo no parecía haber advertido siquiera el descarado intercambio de miradas entre Guillermo e Inés. Ahora que su amigo plantador se había alejado, tiraba con ahínco de la pajarita que le ceñía el cuello de la camisa y le incomodaba sobremanera. Cuando se veía obligado a frecuentar los salones elegantes, le agobiaba el calor reinante en esos lugares. Se dijo que en cuanto Valentina dejara de estar pendiente de él, se escabulliría a la galería, donde hacía más fresco y además había divisado unos tentadores sillones de bambú.
Mientras Tomás y Valentina hablaban con varios conocidos que se habían acercado a saludarles, entre ellos el duque de Pozohondo, que no perdía ocasión de lisonjear a la zorra de cuyos préstamos dependía cada año, Inés aguardaba ansiosa a que empezara el baile y Manuel preparaba mentalmente lo que le diría cuando la sacara a bailar. De pronto, la orquesta inició los acordes de un vals y los corrillos se dispersaron al instante.
Valentina sintió una punzada de melancolía al pensar que la contradanza ya no era la reina indiscutible de las veladas. Muchos aristócratas cubanos preferían abrir sus suntuosas fiestas con esos valses llegados de una fría ciudad de ultramar a la que los viajeros acérrimos llamaban Viena, aunque en Cuba eran muy pocos los que habían llegado hasta allí. Se dio aire con el abanico. Ella también empezaba a sentir calor. Advirtió que Guillermo se apartaba del sonriente Leopoldo y se dirigía presuroso hacia donde estaban ellos. Miró de reojo a Inés. La niña batía de nuevo el abanico con ademán frenético y no apartaba la vista del muchacho. Valentina se alarmó. ¡No podía permitir que Inés bailara con él! Debía evitar como fuera que Guillermo se acercara a ella. Su mirada viajó hacia Leopoldo. Éste le dedicó una amplia sonrisa y alzó la copa de champán a modo de saludo. ¡Cuánto le odió Valentina! Ahora que al fin había aceptado la pérdida del pequeño Gervasio, ahora que su vida transcurría dichosa junto a Tomás y tenía dos hijos a los que amaba, aunque ninguno hubiera salido de su propio vientre, ese canalla regresaba de París para amenazar todo cuanto Tomás y ella habían logrado. Devolvió el saludo a Leopoldo con una gélida inclinación de cabeza. ¡No iba a tolerar que ese bastardo utilizara a Guillermo para hacerle daño a ella a través de Inés! Recordó su intento de vengarse de Leopoldo y cómo él se zafó catorce años atrás. Sin embargo, ahí estaba de nuevo. Al borde de la ruina, según murmuraban las lenguas afiladas de la ciudad. Valentina se dijo que sólo hacía falta una mano hábil que le empujara de cabeza al abismo.
¡Y decidió que esa mano sería la suya!
Cuando Guillermo ya estaba a punto de alcanzar a la muchacha, Valentina se volvió hacia su hijastro:
—Manuel, ¿por qué no sacas a bailar a Inés?
El chico enrojeció violentamente, exhibió una sonrisa de cordero y pasó por alto el semblante de decepción de Inés cuando le colocó la mano derecha sobre la espalda y le atrapó los dedos con la izquierda para hacerla girar como les había enseñado el profesor de baile. Tampoco advirtió que la muchacha no le miraba a él, sino que aprovechaba cada revuelta para buscar con los ojos a Guillermo, que se había parado cerca de ellos y la observaba con atención.
Valentina escrutó de soslayo a Tomás. Si bien él miraba a los jóvenes con ceño de inquietud, ni le hizo ningún comentario. ¿Tal vez se había equivocado empujando a Manuel a que bailara con Inés?
Transcurrió media hora en la que se sucedieron valses, polcas y también alguna contradanza para aplacar la nostalgia de los más maduros. Inés se dejaba llevar por su hermanastro sin molestarse siquiera en disimular la desgana. Guillermo no se había movido y vigilaba a la muchacha como un gato al acecho de un apetitoso ratón y a la espera de una oportunidad. Valentina se vio obligada a dejar solo a Tomás porque la sacaron a bailar algunos aristócratas que habían acumulado mucho poder en los últimos años y con los que le convenía llevarse bien. Mientras intentaba seducir a esos hombres por medio de su conversación y la sonrisa que nunca le había fallado, perdió de vista a Inés y Manuel. Cuando pudo centrar de nuevo la atención en ellos, la niña, exultante y sonrojada hasta las mismísimas orejas, se deslizaba sobre el pulido mármol del brazo de Guillermo, cuyos ojos devoraban su escote fresco y juvenil. Visiblemente contrariado, Manuel bailaba con Aurelia, que lucía feliz entre los brazos del hermano de su amiga, al que consideraba muy buen mozo pese a ser algo más joven que ellas. Tomás había desaparecido de donde le había dejado.
A partir de ese instante, todo sucedió muy deprisa.
Valentina, cada vez más inquieta, aún tuvo que bailar con varios caballeros importantes que acapararon todo su interés. Por eso no advirtió que Guillermo ya no hacía girar a Inés por el salón, sino que había tomado a la muchacha por el codo y la conducía con sutileza hacia los ventanales que daban al balcón y que estaban abiertos de par en par. Tampoco los vio abandonar el salón. Pero la retirada de la pareja no se le había escapado a Manuel. Y si Aurelia no le hubiera acaparado de aquel modo, abandonada entre sus brazos con los ojos cerrados y una sonrisa de profundo embeleso en los labios, el muchacho habría corrido tras ellos para alejar a ese pisaverde de Inés, aunque tuviera que usar para ello los puños. Pero por educación aguantó tres valses más a Aurelia, que esa noche se le antojaba pesada como una losa de mármol, hasta que la devolvió junto a su madre dándole una explicación muy boba que arrasó con la felicidad de la niña.
Manuel se despidió de la desolada Aurelia doblándose en una rápida reverencia y miró hacia los ventanales. Guillermo volvía a entrar en ese instante, con una sonrisita de arrobo que resaltaba su apostura y que exacerbó la animadversión de Manuel. ¡Qué a gusto habría corrido hacia él para borrarle de un puñetazo esa expresión de estúpido! Mientras su rival se alejaba en dirección al rincón donde los anfitriones habían mandado colocar un bufé digno de un palacio real, Manuel logró reprimir la ira y serpenteó entre las parejas danzantes hasta los ventanales, decidido a evitar que Inés pusiera en entredicho su reputación tonteando con ese engreído.
Halló a su hermanastra en la parte del balcón a la que apenas llegaba la luz del salón. La joven apoyaba los brazos sobre la barandilla de hierro forjado y miraba con aire absorto hacia la calle, por la que a esas horas apenas transitaba nadie y cuyo único ruido era la música de la fiesta que celebraban los Araméndiz. Durante unos segundos, Manuel se embebió de la silueta de Inés, a la que la penumbra confería un aura de misterio. Contempló los hombros que dejaba ver el escote del vestido azul turquesa confeccionado con sedas y tules, la delicada cintura bajo la que se abultaba ese apelotonamiento de telas que se colocaban las mujeres en la retaguardia y que a Manuel se le antojaba absurdo al mismo tiempo que misterioso, pues fantaseaba con lo que habría debajo.
Entonces, Inés se giró. Muy despacio. Como si hubiera sentido su presencia y deseara crearle expectación y deseo. Al cabo de lo que a Manuel le pareció una eternidad, el rostro de Inés por fin se dirigió a él difuminado por la media luz. Aún tuvo tiempo de vislumbrar la inmensa sonrisa de la niña antes de que se le fuera arrugando cual ropa vieja hasta desaparecer por completo.
—¿Qué haces aquí? —le espetó Inés, enfurecida como no la había visto jamás.
Manuel, paralizado por la decepción, fue incapaz de articular una respuesta. Los brazos le colgaban, pegados al torso como banderas mojadas, y de las piernas empezó a huir toda energía. De haber podido, habría buscado alguna rendija en la pared para escurrirse dentro igual que una hormiga. La sonrisa de Inés no había estado destinada a él, se dijo, sino a ese figurín estúpido que a buen seguro había estado persiguiéndola para robarle algún beso en la oscuridad. El beso que Manuel, pese a lo ruin que le hacía sentirse su inadmisible amor, llevaba mucho tiempo codiciando para él. Contempló fascinado cómo Inés se pasaba la lengua por los labios. Vio el rastro de humedad que los barnizó y los hizo brillar en la penumbra, como si hubieran espolvoreado sobre ellos el polvo de miles de estrellas. Deseó besarlos para descubrir al fin a qué sabía la niña junto a la que se había criado. Deseó mordisquearle la lozana piel del cuello y aproximar después la nariz al pecho para comprobar a qué olía su tentador escote de mujer.
—Eres un tonto —oyó decir a Inés.
Manuel sintió arderle el antebrazo cuando ella intentó apartarle de un manotazo para regresar al salón. El fuego del brazo se propagó hasta su corazón, se llevó por delante el último vestigio de culpabilidad que sentía por amar a Inés y espoleó su deseo ingobernable. De un tirón la atrajo hacia él, la atrapó con ímpetu entre sus brazos y la besó como anhelaba desde hacía tanto tiempo.
Inés no podía dar crédito a lo que le estaba ocurriendo. La sorpresa la dejó inmovilizada hasta que, de pronto, la invadió una furia ciega. Intentó abofetear a Manuel, pero él la sujetaba demasiado fuerte. Entre la ira de Inés se filtró entonces un sigiloso asomo de gozo al sentir el cuerpo de Manuel tan cerca y paladear el calor de su boca. Pero el gozo enseguida se trocó en repugnancia. ¿Cómo podía gustarle algo tan repulsivo como que la besara su propio hermano? Arrancó a forcejear para liberarse de él, que de nuevo la venció en fuerza. A Manuel le sacudían placer y culpabilidad a partes iguales. Intuía que no tardaría en arrepentirse de lo que estaba haciendo, pero era incapaz de apartarse de Inés.
De repente, oyó muy cerca el ruido del cristal cuando se rompe y dos manos vehementes le agarraron por detrás, lanzándole lejos de Inés.
—¿Te has vuelto loco?
Quien había gritado era Guillermo, que acababa de regresar al balcón con dos copas de champán y, al ver a Inés atrapada entre los brazos de ese odioso hermano, había arrojado su burbujeante carga al suelo y se había abalanzado sobre ese indeseable para liberar a la muchacha. Remató su acto de caballerosidad propinando un violento puñetazo al maldito sátiro.
Inés gritó del susto. Manuel se tambaleó, aunque no llegó a perder el equilibrio. Sólo se golpeó la espalda contra la pared y se magulló la dignidad. Permaneció por un instante aturdido, incapaz de creer que ese presumido fuera capaz de pegar con semejante contundencia. Tiempo atrás, su padre le había enseñado a pelear usando la cabeza además de los puños, como le había oído recalcar hasta la saciedad. Desde entonces, Manuel se había tenido por un buen púgil. Y ahora le humillaba delante de Inés un estúpido figurín que hablaba con voz nasal, como si estuviera resfriado.
Pese a la música, el chillido de Inés se había oído con claridad en el salón y al instante acudieron varios caballeros para auxiliar a la fémina que parecía hallarse en apuros. Entre ellos se mezclaba Leopoldo, que no había perdido detalle de los movimientos de su retoño, al que él mismo había ensalzado los milagros que obraba en una mujer el champán tomado a solas con ella bajo la luz de la luna. Los hombres llegaron a tiempo de ver cómo Manuel se despegaba de la pared, se abalanzaba rabioso sobre Guillermo y descargaba el puño cerrado sobre su barbilla con tal saña, que el otro fue impulsado de espaldas contra la barandilla del balcón, se golpeó la cabeza y se fue escurriendo lentamente hasta el suelo, donde quedó tendido, tan inmóvil y pálido como un cadáver.
—¡Le has matado! —aulló Inés, y se echó a llorar.
Manuel contempló desde arriba a su rival inerte. Era incapaz de mover siquiera las pestañas. Sus rodillas habían vuelto a aflojarse; temía desmayarse de un momento a otro y acabar haciendo compañía sobre las baldosas a ese presumido. ¿Le prenderían las autoridades si Guillermo había muerto?
Tras un instante de sorpresa que le había tenido petrificado, Leopoldo reaccionó. Se arrodilló junto a Guillermo y le dio palmaditas en una mejilla. El joven no se movió y Leopoldo se vio azotado por una mezcla de preocupación y pánico que no le había hecho sentir nadie en toda su vida.
En ese momento pisaron el balcón Valentina y, detrás de ella, Tomás. Después de haber buscado a su esposo durante un buen rato, Valentina le había hallado descansando en un sillón de la galería y acababa de arrastrarlo de regreso al salón cuando el grito de Inés estremeció a todos los presentes. Al ver a Guillermo desmadejado en el suelo mientras Inés lloraba a lágrima viva y Manuel contemplaba la escena con mirada bovina, los dos intuyeron lo que había ocurrido. Tomás se inclinó sobre el muchacho desmayado para explorarle. Comprobó, aliviado, que su pulso latía con normalidad. Mientras tanto, Valentina se debatía entre consolar a Inés o a Manuel, tan asustado y rígido que apenas se atrevía a respirar. Ante el llanto compulsivo de la niña, optó por encerrarla entre sus brazos y decirle en voz baja palabras tranquilizadoras.
Leopoldo se levantó, tomó aire para calmar el pánico que le inflaba las vísceras como una comida pesada, se aproximó a Valentina y le susurró al oído:
—¡Si Guillermo ha sufrido algún daño, el tullido y tú lo pagaréis muy caro!
Justo entonces, Guillermo abrió los ojos. Lo primero que hizo fue buscar con la mirada a Inés entre todos los que abarrotaban el balcón. En su pálido rostro se abrió una desmesurada sonrisa. Tomás le ayudó a incorporar el torso.
—¿Cómo te encuentras, muchacho?
—Creo que bien —farfulló Guillermo, sentado en el suelo y aún aturdido. Se frotó la nuca. Le dolía del golpe y sus dedos palpaban un abultamiento como los chichones que le salían cuando de pequeño se caía jugando.
Leopoldo apartó a Tomás de un empujón, sostuvo a su hijo mientras éste se ponía en pie y se lo llevó al salón sin mediar palabra. Les siguieron los otros caballeros y algunas damas que habían salido a curiosear. Pronto sólo quedaron en el balcón Valentina, la desconsolada Inés y Tomás. Éste suspiró para aliviar la tensión acumulada y apoyó la espalda contra la pared. El grandísimo sobresalto que se había llevado le estaba dejando exhausto.
De repente, advirtió que Manuel no estaba allí. Expulsó entre dientes una maldición y entró en la casa. Esquivando a los que habían reanudado el baile como si nada hubiera ocurrido, atravesó la estancia, que se le antojó tan interminable como si estuviera inmerso en una horrible pesadilla. Por fin alcanzó la puerta y salió a la galería. Llegó justo a tiempo de ver a Manuel bajando a toda prisa por la escalinata. Tomás se puso tan furioso que se precipitó escaleras abajo detrás de él, aunque enseguida tuvo que refrenar su ímpetu y resignarse a continuar despacio. Al ver que Manuel ya atravesaba el patio y no podría alcanzarle, se asomó por encima de la barandilla y tronó:
—¡Detente ahora mismo, maldita sea!
El muchacho nunca había oído vociferar a su padre con semejante ira. Del susto se paró en seco. Sólo eso permitió a Tomás atraparle. Cuando llegó al pie de la escalinata, tras una bajada que le resultó muy penosa, avanzó hasta donde Manuel permanecía inmóvil. Lo primero que hizo fue agarrarle de la nuca, como cuando le castigaba de niño tras una fechoría.
—¿Has perdido la razón? —Por segunda vez en su vida reprimió las ganas de propinarle un buen bofetón—. ¿Acaso te he enseñado a pelearte en las fiestas y salir huyendo como si fueras un rufián?
Su hijo agachó la cabeza y se sumergió en un obstinado silencio. ¿Qué podía importarle nada a esas alturas? Inés, además de preferir al presumido de Guillermo, ahora le odiaba a él por lo que había hecho. Y a cada instante que pasaba, él mismo se avergonzaba de su indigno arrebato en el balcón. ¿Cómo podría sostener la mirada de Inés en el futuro sin sentirse como un depravado?
—Hemos tenido suerte de que no le haya ocurrido nada a ese muchacho —prosiguió Tomás, hablando a borbotones porque aún estaba furioso—. A buen seguro que le saldrá un chichón en la cabeza, pero creo que se recuperará bien. —Sin soltarle la nuca, empujó a Manuel a través del patio hacia el zaguán—. ¡Mañana pedirás perdón a ese chico! ¡Y a los padres de Aurelia por estropearles la fiesta! ¡Y no creas que esto va a quedar sin castigo! ¡Te aseguro que te voy a quitar para siempre las ganas de buscar más peleas!
Oyó detrás de ellos un apresurado siseo de telas que sólo podía deberse a vestimentas femeninas. Se giró y vio que Valentina e Inés habían bajado detrás de ellos. Acurrucada bajo el brazo de su madre, la niña aún sollozaba con una mezcla de furia y desconsuelo. Tomás, sin detenerse porque sólo deseaba sacar a su hijo de esa casa, exclamó:
—¡Manuel viene en el quitrín conmigo!
Valentina asintió con un rápido movimiento de cabeza y abrazó a Inés más fuerte.
—¡Ese gusano me ha forzado a besarle, madre! —susurró la muchacha, entre lágrimas y fuertes hipidos—. ¿Cómo ha podido hacer algo tan ignominioso? ¡Es mi hermano!
Valentina tragó saliva. Se sentía tremendamente culpable por no haber sabido evitar lo que había ocurrido esa noche.
—No olvides que Manuel y tú no sois hermanos —quiso matizar, aunque su aclaración sólo cosechó un bufido de menosprecio por parte de Inés—. No pienses que pretendo restar importancia a lo que ha hecho —añadió Valentina, con súbita inseguridad—. Se ha comportado como un sinvergüenza y será castigado por ello, pero no es un malhechor. Debemos ser comprensivas con él. Es sólo un niño que está ena…
Inés no la dejó terminar.
—¿Cómo puedes defenderle? —exclamó, con la voz gangosa de tanto llorar—. ¡Casi mata a Guillermo! ¡Y nos ha puesto en ridículo delante de todo el mundo! —Un nuevo sollozo desgajó sus lamentos—. ¡Ahora Guillermo no volverá a acercarse a mí y me convertiré en una vieja solterona! ¡Nunca más dirigiré la palabra a ese… a ese miserable de Manuel!